Nadie nace fanático, pero muchas personas se convierten progresivamente en fanáticos. Incluso en tiempos de paz puede aparecer el fanatismo, esa forma extrema del espíritu de guerra. ¿Cómo nos volvemos fanáticos, es decir, cómo nos confinamos en un sistema cerrado e ilusorio de percepciones e ideas sobre el mundo exterior y sobre nosotros mismos? Para evitar caer en esta radicalidad, la enseñanza debería ponerse manos a la obra sin demora para otorgar una serie de conocimientos que permitan detectar esas ilusiones. Mediante la reforma de la enseñanza podríamos, de este modo, llegar a reconocer de algún modo la ceguera a la que conduce el espíritu de guerra y prevenir, en parte, los procesos que conducen a los adolescentes hacia el fanatismo.
La primera declaración de la UNESCO tras su fundación subrayaba que la guerra se encuentra, en primer lugar, en la mente, y desde entonces la institución se ha esforzado por fomentar la educación en la paz. Pero en realidad resulta algo banal enseñar que la paz es mejor que la guerra, lo cual resulta evidente en tiempos de tranquilidad. El problema aparece cuando el espíritu de guerra inunda las mentalidades. Educar en la paz significa, pues, luchar para resistirse al espíritu de guerra.
Dicho esto, es cierto que, incluso en tiempos de paz, puede desarrollarse una forma extrema del espíritu de guerra que es el fanatismo. Este conlleva la certeza de la verdad absoluta, la convicción de actuar en pos de la causa más justa y la voluntad de destruir a los que, en tanto que enemigos, se opongan a este espíritu, así como a aquellos que formen parte de una comunidad considerada perversa o nefasta, e incluso a aquellos que sean incrédulos (reputados impíos).
Una estructura mental común
A lo largo de la historia de las sociedades humanas, hemos podido constatar múltiples irrupciones y manifestaciones de fanatismo religioso, nacionalista o ideológico. En mi vida he conocido, por experiencia propia, los fanatismos nazis y estalinianos. Aún podemos acordarnos de los fanatismos maoístas y de aquellos procedentes de grupos pequeños que, en nuestros países europeos y en tiempos de paz, han perpetrado atentados dirigidos no solo a personas juzgadas culpables de los males de la sociedad, sino, de forma indiscriminada, a civiles: la Fracción del Ejército Rojo alemana, la Brigada Roja o los Camisas negras italianas o el grupo terrorista ETA en España son algunos ejemplos.
La palabra «terrorismo» se utiliza para denunciar estas actuaciones asesinas, pero solo atestigua nuestro terror sin aludir en modo alguno a lo que mueve a los organizadores de los atentados. Cabe señalar en este sentido que, aunque las causas a las que se entregan los fanáticos pueden ser muy variadas, el fanatismo presenta en todas partes y en cualquier época una estructura mental común. Por ello, llevo veinte años abogando por la introducción en las escuelas, desde el final de primaria y durante toda la secundaria, de la enseñanza del conocimiento, es decir, de aquello que provoca sus errores, ilusiones y perversiones.
En efecto, las posibilidades de error e ilusión están en la naturaleza misma del conocimiento. El conocimiento primero, que es perceptivo, es siempre una traducción en código binario producida en el seno de nuestras redes neuronales a partir de los estímulos recibidos en nuestras terminales sensoriales, que posteriormente da lugar a una reconstrucción cerebral. Las palabras son traducciones en lenguaje, las ideas son reconstrucciones en sistemas.
Reduccionismo, maniqueísmo, cosificación
Ahora bien, ¿cómo se convierte alguien en fanático, es decir, cómo se confina en un sistema cerrado e ilusorio de percepciones e ideas sobre el mundo exterior y sobre sí mismo? Nadie nace fanático. Sí puede convertirse en fanático si se encierra en formas de conocimiento perversas o ilusorias. Hay tres que son indispensables para la formación de cualquier fanatismo: el reduccionismo, el maniqueísmo y la cosificación. La enseñanza debería actuar sin demora para enunciar estas tres formas de conocimiento, denunciarlas y arrancarlas de raíz. Arrancar de raíz puede prevenir, mientras que des-radicalizar llega demasiado tarde, cuando el fanatismo ya está consolidado.
La reducción es la propensión del espíritu a creer conocer un todo a partir del conocimiento de una parte. Así, en las relaciones humanas superficiales se cree conocer a una persona por su apariencia, por alguna información que tenemos sobre ella, o por un rasgo de carácter que manifiesta en nuestra presencia. Cuando entran en juego el temor o la antipatía, la persona queda reducida a lo peor de ella misma o, al contrario, cuando entran en juego la simpatía o el amor, esta queda reducida a lo mejor de sí misma. Pues bien, la reducción de todo aquello que es nuestro a lo mejor de sí y del Otro a lo peor de sí constituye un rasgo típico del espíritu de guerra y conduce al fanatismo.
El maniqueísmo se propaga y desarrolla tras la estela del reduccionismo. Ya no hay nada más que la lucha del bien absoluto contra el mal absoluto. El maniqueísmo lleva la visión unilateral del reduccionismo al absolutismo, con lo que el reduccionismo se convierte en una visión del mundo en la que el maniqueísmo ciego trata de golpear por todos los medios a los cómplices del mal, lo cual, por lo demás, alienta el maniqueísmo del enemigo. Para este, pues, es necesario que nuestra sociedad sea la peor, y sus ciudadanos, los peores, para así justificar su deseo de muerte y destrucción. Entonces, cuando nos sentimos amenazados, consideramos lo peor de la humanidad a ese enemigo que nos ataca, y entramos así, con mayor o menor intensidad, en el maniqueísmo.
Aún es necesario otro ingrediente, que segrega la mente humana, para llegar al fanatismo. Este puede denominarse cosificación. Las mentes de una comunidad segregan ideologías o visiones del mundo del mismo modo que segregan dioses, que adquieren entonces una realidad formidable o superior. La ideología o creencia religiosa, al ocultar lo real, se convierte, para la mente fanática, en lo real verdadero. El mito, el dios, aunque segregados por mentes humanas, se vuelven poderosos para estas mentes y les ordenan sumisión, sacrificio, asesinato.
Todo ello, sin duda, ha tenido lugar en numerosas ocasiones y no es un rasgo original del islam. En las últimas décadas y a causa del debilitamiento de los fanatismos revolucionarios (ellos mismos animados por una fe ardiente en la salvación terrenal), el fenómeno ha encontrado un caldo de cultivo en el mundo arabo islámico, que ha pasado de la antigua grandeza a la degradación y la humillación actuales. Pero el ejemplo de los jóvenes franceses de origen cristiano que se convierten al islamismo muestra que la necesidad puede apoyarse en una fe que aporte la verdad absoluta.
El conocimiento del conocimiento
Hoy en día nos parece más que necesario, vital, integrar en la enseñanza, desde primaria a la universidad, el «conocimiento del conocimiento», que permite detectar en la edad adolescente, cuando la mente está aún en formación, las perversiones y los riesgos de la ilusión, así como oponer a la reducción, el maniqueísmo y la cosificación un conocimiento capaz de aunar los diversos aspectos, a veces antagonistas, de una misma realidad para reconocer las complejidades en el seno de una misma persona, una misma sociedad, una misma civilización. En resumen, el talón de Aquiles de nuestra mente es aquello que creemos tener más desarrollado y que es, de hecho, lo que está más expuesto a la ceguera: el conocimiento.
Al reformar el conocimiento, nos estamos dando los medios para poder reconocer las cegueras a las que conduce el espíritu de guerra y prevenir, en parte, y especialmente en los adolescentes, los procesos que conducen al fanatismo. A ello cabe añadir, como ya he explicado en Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, la enseñanza de la comprensión del Otro y la enseñanza de enfrentarse a la incertidumbre.
Sin embargo, con esta enseñanza no está todo resuelto: queda la necesidad de fe, de aventura y exaltación. Nuestra sociedad no nos aporta nada de eso, y solo la encontramos en nuestra vida privada, en nuestros amores, fraternidades, comuniones temporales. Un ideal de consumición, supermercados, ganancias, productividad y PIB no puede satisfacer las aspiraciones más profundas del ser humano, que atañen a su realización como persona en el seno de una comunidad solidaria.
Tener fe en el amor y la fraternidad
Por otra parte, hemos entrado en tiempos de incertidumbre y precariedad, que se deben no solo a la crisis económica, sino a nuestra crisis de civilización y a la crisis planetaria que amenaza a la humanidad con graves peligros. La incertidumbre secreta angustia a esta humanidad y, entonces, la mente busca una seguridad psíquica, ya sea mediante la reafirmación de la propia identidad étnica o nacional, porque se supone que el peligro viene del exterior; ya bajo la promesa de salvación que proporciona la fe religiosa.
Ahí, entonces, un humanismo regenerado podría proporcionar la concienciación de la comunidad de destino que une, de hecho, a todos los seres humanos, el sentimiento de pertenencia a nuestra patria en la tierra, el sentimiento de pertenencia a la aventura extraordinaria e incierta de la humanidad, con sus oportunidades y sus peligros.
Ahí, entonces, puede revelarse aquello que cada uno lleva en su interior, pero queda oculto bajo la superficialidad de nuestra presente civilización: que se puede tener fe en el amor y la fraternidad, que ambos constituyen nuestras necesidades profundas, que la fe en ellos es emocionante y permite afrontar las incertitudes y mantener a raya las angustias.