Las ONG frente al dictado de Caín: el debate sobre la lucha contra la muerte en el Mediterráneo

Javier de Lucas

Institut de Drets Humans, Universidad de Valencia

La situación actual del Mediterráneo, que ha sido calificada como la frontera más peligrosa del mundo, constituye una grieta muy grave de legitimidad democrática. Ante la cantidad de personas que llegan diariamente a la orilla norte atravesando las aguas desde la orilla sur, y poniendo así sus vidas en peligro, los gobiernos europeos eluden el deber jurídico de socorrerlas y solo algunos movimientos sociales y ONG se implican en las tareas de rescate de náufragos. Paradójicamente, en algunos casos, estas ONG han visto obstaculizadas sus tareas y han sido acusadas de delito. Frente a este incumplimiento del deber jurídico que, además, supone una obligación política internacional, resulta necesario definir un modelo de actuación claro y coherente en todo el espacio mediterráneo para garantizar el respeto de los derechos humanos.  

Una cuestión de legitimidad democrática

Lo que sucede en el Mediterráneo desde hace años y, de modo muy particular, la ausencia de reacción eficaz ante el reiterado escenario de pérdida de vidas humanas, constituye a mi juicio el mayor de los retos que se plantea a la sociedad civil, no solo en su condición de agente concurrente del espacio público, sino en la más radicalmente política, esto es, en la del conjunto de la sociedad civil como sujeto del demos: como soberano. Dicho de otro modo: nos encontramos, a mi juicio, con una de las grietas más graves de legitimidad política democrática.

Si me atrevo a proponer este juicio es porque, también en mi opinión, este escenario del Mediterráneo, de la tan traída y llevada transformación del mar que fue origen de nuestras culturas y aun de la idea incipiente de Europa (en un sentido dialéctico que a duras penas intentamos convertir en dialógico), se ha convertido en un enorme cementerio, resultado del intento de configurarlo como frontera impenetrable. De hecho, como ha reconocido ACNUR, es la frontera más peligrosa del planeta.  

Esa realidad ha hecho aparecer la toma de conciencia del límite que supone la «necropolítica»para poder seguir hablando de legitimidad democrática, de la política propia de una sociedad decente, en los términos de Péguy o Margalit. No pretendo con ello aumentar la crítica a los modelos de políticas migratorias y de asilo que parecen ir ganando terreno, aunque solo sea por la dimisión de nuestros responsables políticos que parecen haber renunciado al sin duda ambicioso y difícil objetivo de una respuesta global, coordinada y legítima ante el desafío que suponen los nuevos rasgos de las manifestaciones de movilidad humana en este siglo. Esta omisión ha sido, a mi juicio, culpable y frente a ella, han sido algunos agentes de la sociedad civil, algunas ONG, quienes han asumido el elemental deber de socorro. Enseguida hablaré de ello. Pero lo que quiero poner de manifiesto, ante todo, ya que hablamos de «retos de la sociedad civil en el Mediterráneo», es que aquí nos damos de bruces con varias contradicciones de enorme calado en términos de legitimidad, que afectan a cada uno de los estados miembros y al propio proyecto europeo, en la medida en que, a mi juicio también, parecen exceder la tasa de exclusión que puede permitirse una sociedad que quiera seguir llamándose democrática. 

En primer lugar, contradicciones internas de la sociedad civil: contradicciones entre lo que vota la sociedad civil (que apoya mayoritariamente programas políticos que incluyen políticas migratorias y de asilo que no respetan derechos básicos) y lo que una parte de esa sociedad civil, a través de ONG y de movimientos ciudadanos que incluso han sido asumidos oficialmente por los ayuntamientos de diferentes ciudades europeas, exigen a sus gobiernos europeos. Esto es, otras políticas que pongan por delante salvar las vidas y, al tiempo, se comprometan en la lucha por esos derechos de inmigrantes y refugiados. Contradicciones, en segundo lugar, también externas, pues son contradicciones palmarias entre las denuncias y exigencias de esos representantes de la sociedad civil y sus estados, o quizá sería mejor decir y sus gobiernos e instituciones representativas, incluidas dos de las instituciones clave de la UE, la Comisión y el Consejo. 

Mientras la opinión pública sólo parece reaccionar a golpe de naufragios masivos, como los sucedidos ante Lampedusa o en el Canal de Sicilia, en 2013, o el más grave por número de víctimas, que hundió a más de 700 personas frente a las costas de Libia en 2015, o los que producen impactos mediáticos ‒como la foto de Aylan Kurdi el 2 de septiembre de 2016‒, lo cierto es que algunos movimientos sociales y determinadas ONG se han implicado en las tareas de rescate de los náufragos en el Mediterráneo (primero en el mar Egeo, en islas como Lesbos, a escasas millas náuticas de las costas más occidentales de la península Anatolia y luego, sobre todo, en el canal de Sicilia, entre las costas de Libia y las islas de Malta, Lampedusa y Sicilia). Lo paradójico es que, una vez más, esas tareas altruistas y solidarias de ayuda a quien está en peligro de muerte son calificadas a menudo como conductas delictivas, conforme al conocido mecanismo estigmatizador que ha creado el oxímoron de «delitos de solidaridad», convirtiendo en delincuentes (cómplices o responsables incluso de delitos de tráfico y aun explotación de seres humanos) a quienes acuden a la llamada del deber de socorro. 

Por lo que se refiere a cuál debería ser nuestra respuesta para evitar las muertes en el mar, lo que hay que subrayar, insisto, es que no se trata de cumplir con un acto altruista, con una obligación moral. Hablamos de deberes jurídicos exigibles y cuyo incumplimiento es sancionable; incluso punible. Deberes que no son, por cierto, el cometido principal de las operaciones desplegadas por la UE, con el auxilio de la OTAN, en el Egeo y el Mediterráneo central. No olvidemos que la operación EuNavFor MED (luego rebautizada como Operación Sophia) desplegada en esa zona es, ante todo, una operación de control y disuasión, de barrera frente a las mafias, pero nunca ha sido su cometido central el rescate, aunque, evidentemente, como cualquier otro buque, esos barcos están obligados por el derecho internacional del mar a auxiliar a cualquier embarcación que divise en peligro o a cuantos náufragos localice. Pero no para acogerlos en Europa, sino para devolverlos a «puerto seguro». Hasta hoy, las autoridades europeas, contra toda evidencia, siguen insistiendo en que los puertos de Libia (ese Estado fallido que hoy se encuentra de nuevo en situación de facto de guerra civil) son seguros, cuando sabemos que quienes viajan en esos barcos de muerte temen, por encima de todo, ser capturados por los guardacostas libios y devueltos al infierno del que huyen.

¿De qué actuaciones hablamos? El Aquarius no es una regla, sino la excepción

Son numerosas las ONG que han visto obstaculizadas sus tareas, cuando no (el caso de Italia es extremo) han sido acusadas de delitos y han visto decomisados sus buques. Recordaré brevemente el caso más emblemático. El 10 de junio de 2018, Matteo Salvini confirmó el cierre de los puertos de Italia a la llegada de las 629 personas que había rescatado Médicos Sin Fronteras y que permanecían en alta mar a bordo del buque Aquarius de la ONG SOS Méditerranée y Médicos sin Fronteras. En esos momentos, el buque se encontraba a 43 millas de Malta, que había declarado no ser competente para el desembarco argumentando que el naufragio ocurrió en área de rescate Libia y fue coordinado por Roma, por lo que no tenía competencia en la acogida de dicho buque. El lunes 11 de junio, varios alcaldes y alcaldesas italianos y españoles ofrecieron sus ciudades y puertos ante la negativa de Salvini para acoger a las personas rescatadas. En España, los presidentes autonómicos de Valencia, Euskadi, Extremadura y Baleares, entre otros, se ofrecieron a acoger a una parte de las personas rescatadas. Finalmente, el recién nombrado Presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, ofreció la ciudad de Valencia a la ONU como puerto seguro para el desembarco. Según informó entonces el Ministerio del Interior, 608 personas formalizaron su petición de asilo y, de ellas, 365 personas fueron trasladadas a recursos del sistema estatal, mientras que otras 52 quedaron a cargo de la Generalitat Valenciana, que se hizo cargo de los 73 menores no acompañados. A principios de febrero de 2019, el gobierno informó de que 73 de las 630 personas rescatas que llegaron al puerto de Valencia habían abandonado el sistema de asilo y que las más de 500 personas acogidas en España se repartían entre 30 provincias entre las entidades especializadas en materia de asilo, siendo Valencia, con 158, la que más personas tenia acogidas. A día de hoy, siguen sin resolverse los expedientes de solicitud de protección internacional y asilo.

Pero lo que hemos visto tras el episodio del Aquarius es un regateo angustioso de los barcos que han rescatado a náufragos y han permanecido muchos días en altamar, mientras los países europeos más próximos se pasan uno a otro el expediente de desembarcarlos. Con el agravante de que el gobierno italiano, por imposición de Salvini, mantiene sus puertos cerrados. Tras el Aquarius, el gobierno español no ha encontrado el apoyo solidario de sus iniciales socios en Europa, Francia y Alemania, y tampoco ha conseguido que se establezcan criterios estables y solidarios entre los estados miembros europeos para el desembarco y la distribución de los rescatados.

Frente al legado de Caín: la obligación de proteger y preservar el derecho a la vida

En su primer discurso público, pronunciado (en un gesto significativo) en Lampedusa, en el mes de julio de 2013, el papa Francisco aseguraba: «¿Quién es el responsable de la sangre de estos hermanos? Nadie. Todos respondemos: “Yo no he sido, yo no tengo nada que ver, serán otros, pero yo no”. Hoy nadie se siente responsable, hemos perdido el sentido de la responsabilidad fraterna, hemos caído en el comportamiento hipócrita». Es el complejo de Caín, ilustrado de otra forma en la parábola del buen samaritano, con la que Jesús responde a la pregunta « Quién es mi prójimo?» de un doctor en la ley (Lucas 10, 29-37). 

Ese deber moral de ayuda al desamparado, consecuencia de la unidad del género humano (en la versión religiosa, de la condición que hermana a los seres humanos como «hijos de Dios»), está en la base de un precepto jurídico universalmente consagrado: el deber de socorro, complementado por el delito de omisión de deber de socorro. Esos deberes son obligaciones erga omnes que recoge el Convenio de Montego Bay, en su artículo 98: «Todo Estado exigirá al capitán de un buque que, siempre que pueda hacerlo, preste auxilio a las personas que estén en peligro». Hablamos del instrumento jurídico básico de Derecho internacional del mar, del que forman parte todos los estados europeos. A ello debe sumarse que, por lo que se refiere a las personas rescatadas que pudieran invocar la condición de refugiados, es absolutamente obligatorio el principio de non refoulement que impone el artículo 33 del Convenio de Ginebra: «Ningún Estado Contratante podrá, por expulsión o devolución, poner en modo alguno a un refugiado en las fronteras de los territorios donde su vida o su libertad peligre».    

La tesis es muy sencilla: estamos ante el incumplimiento ‒aunque sea por omisión (y recordaré que existe una figura penal: el delito de omisión de socorro)‒ de un deber jurídico y, además, de una obligación política internacional. La paradoja es que son esas ONG y esos movimientos ciudadanos los que han asumido el ineludible cumplimiento de uno y otro, ante los subterfugios a los que recurren los gobiernos europeos para sortearlos, cuando no, lisa y llanamente ‒Salvini dixit‒ para oponerse a ellos y cometer groseras violaciones de los mismos, casi siempre con el argumento de «no podemos ser responsables de resolver toda la miseria del mundo».  

Otra cosa es, ciertamente, qué deber tienen las embarcaciones que rescatan, esto es, si basta con desembarcarlos en el puerto más próximo con tal de que lo consideren seguro. Todos los estados miembros de la UE tienen la obligación de garantizar los derechos de todas las personas bajo su jurisdicción, incluyendo a los inmigrantes irregulares, incluidos la asistencia sanitaria y los mecanismos de justicia que impone la ley. Pero antes, los rescatados deben «pisar» territorio europeo. En el fondo, esa es la razón por la que Malta e Italia vetaron la llegada del buque Aquarius: para evitar contraer esa responsabilidad.

En el caso de los estados miembros de la UE se aduce la aplicación del reglamento 656/2014 de la Unión Europea. En él, se recomienda que «se garantice la seguridad de las personas interceptadas o rescatadas, la de las unidades participantes o la de terceros». Pero si atendemos a qué obligaciones tienen los barcos de rescate en cuanto al desembarco de las personas rescatadas, si bien el artículo 9 del Reglamento establece que «los Estados miembros cumplirán con su obligación de prestar ayuda a cualquier buque o persona en situación de peligro», en el 10 se indica que «las modalidades de desembarco no tendrán por efecto imponer obligaciones a los estados miembros que no participan en la operación marítima». España pudo ofrecerse acogiéndose a la cláusula que estipula, como excepción, «a menos que ellos mismos autoricen expresamente que se adopten medidas en su mar territorial o zona contigua».

Algunas consecuencias y propuestas

Casos como el del Aquarius han tenido la virtud de sacar a la luz no pocas de las contradicciones del supuesto modelo europeo de políticas migratorias y de asilo y, además, visibiliza las nefastas consecuencias de lo que un experto indiscutido como Sami Naïr ha denominado proceso de «renacionalización», en el que están embarcados desde 2015 buena parte de los gobiernos europeos. Este proceso hace inviable lo imprescindible: un mínimo de política común en los tres pilares de toda política migratoria, el internacional, el de control de fronteras y el de gestión de los asentados en territorio nacional. Pero lo primero que se impone es la evidencia de que ningún estado puede alegar la vieja noción de soberanía y tratar de resolver desde esta la globalidad del fenómeno migratorio que, como gusta de repetir el profesor Joan Romero, es un hecho de trascendencia geopolítica de primer orden que exige un tratamiento internacional. Sólo una verdadera política europea, coordinada y solidaria puede proporcionar los medios adecuados al desafío de la gestión de las manifestaciones de la movilidad humana forzada. En ese contexto, el cumplimiento del deber de salvar las vidas no es una opción, un capricho propio de buenistas que tratan de hacer frente a la malheur de conciencia. 

Es necesario definir un modelo claro y coherente, que se aleje de la falaz alternativa entre buenismo moralista irresponsable de un lado y, de otro, del crudo pragmatismo que, en aras de las dificultades políticas internas y europeas y de los riesgos del populismo y la supuesta incomprensión de la mayor parte de la población de una pedagogía de la complejidad, olvida la prioridad del cumplimiento de obligaciones jurídicas como condición sine qua non de legitimidad y aun de eficacia. No, no es cierto que, como nos dicen en el abundante universo de simplistas politólogos armados de una lectura elemental –raquítica– de Weber, haya que optar entre la moral de responsabilidad, la del político, y la moral de convicción, la del moralista, las ONG o los académicos encerrados en sus torres de cristal y ajenos a las duras limitaciones reales. Tampoco es cierto que exista una «tercera vía», la del pragmatismo compasivo que, a imagen de esa superchería del capitalismo compasivopredicado por Reagan y reeditado por Sarkozy (al que tantas veces parece acercarse su versión ilustrada actual, Macron), nos hacía regresar al paternalismo buenoide retratado por Dickens y estigmatizado por Brel en su inolvidable Les dames patronnesses. No. Nada de la moralinanarcotizadora del rebaño que fustigara con acierto Nietzsche. Salgamos del paternalismo biempensante que entiende a los refugiados como pobres desgraciados a los que premiar con unas migajas de caridad y se empeña en utilizar a los inmigrantes como piezas de la próspera «industria deldesecho humano», en la durísima pero certera fórmula de Bauman. Salgamos de una vez de esa contradicción que supone vivir obsesionados por el cumplimiento del dogma de las décimas en el déficit, mientras violamos a gusto, un día sí y otro también, deberes jurídicos elementales consagrados en convenios y leyes propias de nuestro ordenamiento, desde el Convenio de Derecho del mar de Montego Bay o el Convenio SOLAS hasta la Convención de los derechos del niño, o la ley orgánica de protección del menor. Las ONG, incluso en el caso de que se consiguiera implementar un sistema coordinado, solidario y obligatorio de desembarco y distribución de los rescatados en el mar, siguen teniendo una función que desempeñar.

Cumplir con los primeros deberes jurídicos, que nos obligan al respeto y la garantía de los derechos humanos, no es una opción. Es lo que nos permite sentirnos parte de una civilización o engrosar las filas de la barbarie que no queremos reconocer en el espejo. Para eso hace falta la voluntad política de crear vías de acceso legales y seguras, algo de lo que aún están lejos las decisiones de Bruselas, pero también las cancillerías europeas. Baste examinar la distancia entre esas políticas y las quince propuestas enunciadas por la Comisión Española de Ayuda al Refugiado recientemente, ante las elecciones europeas, entre las que se plantean, por ejemplo, poner fin a las políticas de externalización de fronteras y a la firma de acuerdos con terceros países que no respetan los derechos humanos; avanzar en la construcción de un sistema europeo común de asilo que no suponga un recorte de los derechos; garantizar que no se vulnere el principio de no devolución a países no seguros; impulsar un mecanismo europeo de desembarco seguro y una posterior reubicación entre estados miembros; o evitar más sufrimiento a las personas refugiadas dentro de sus fronteras, como sucede actualmente en las islas griegas. Y obviamente, facilitar la labor de las organizaciones y equipos de rescate que tratan de salvar vidas en el mar.