¿Quo vadis, Europa?

Zygmunt Bauman

Sociólogo y filósofo

El poder comporta responsabilidad, y Europa lleva a la espalda la carga de cumplir las expectativas que el mundo ha puesto en ella. Sin embargo, en el momento actual la cohesión y la unidad con las que se viste no están tan claras. Parece haber un vacío entre poder y política, que al final lleva a una falta de liderazgo, y los ciudadanos pierden la fe en la capacidad del estado para tomar decisiones y cumplir promesas. Los problemas se hacen cada vez más globales, mientras que los instrumentos de acción política siguen limitados al estado-nación. ¿Cómo podemos, entonces, abordar una serie de problemas cuyo origen está mucho más allá de las fronteras de la Unión Europea? Nos enfrentamos, como lo describía el filósofo italiano Antonio Gramsci, a un estado de «interregno», donde lo viejo está ya muerto o moribundo, pero todavía no ha nacido lo nuevo.


Estudiando la serie de cambios decisivos acaecidos en Europa hace tres siglos, el eminente historiador Reinhart Koselleck introdujo la metáfora de la ascensión a un paso montañoso todavía inalcanzado e inexplorado. Cuando uno pretende alcanzar aquel paso situado arriba a lo lejos, solo puede adivinar cuál será la vista que tendrá una vez que haya llegado, si es que llega.

Lo único que uno sabe con certeza hasta entonces es que, durante todo el tiempo que tarde en llegar al borde de aquella empinada cuesta, no puede dejar de subir; no puede detenerse a tomar aliento, montar las tiendas y descansar: las primeras ráfagas de vendaval arrancarán las tiendas, y la siguiente lluvia torrencial se las llevará consigo. Incluso sin vendaval ni torrente, detenerse en medio de tal pendiente resulta absolutamente incómodo; una mirada al abismo que ha dejado atrás, pero en el que puede precipitarse con un solo paso en falso, le producirá un vértigo insoportable… De modo que sigue subiendo, hasta aquel lugar desconocido que uno espera que le salve de los horrores que conoce…

Una metáfora apropiada del modo en que nosotros, los europeos del siglo xxi, nos sentimos suspendidos entre un pasado lleno de terrores y una distante tentativa llena de riesgos. No podemos saber lo que experimentaremos cuando lleguemos allí. Pero sí sabemos que detenerse ahora y hacerse el despistado no es una opción. Aunque tampoco podemos dejar de hacer conjeturas acerca de lo que podríamos ver y sentir una vez alcanzado el paso…

Actualmente, todos los acuerdos alcanzados por el camino,conforme hemos ido afrontando sucesivos desafíos y discrepancias, emanan cierto aire de temporalidad. Parecen y, de hecho, demasiado a menudo resultan ser solo “hasta nueva orden”, con una cláusula de cancelación incorporada, del mismo modo que nuestras divisiones y coaliciones son ad hoc, frágiles y poco entusiastas. Y lo que es peor, nos resulta difícil hacer una historia coherente de nuestras empresas pasadas: nuestra agenda constantemente cambiante y nuestra atención abominablemente furtiva impiden la realización de tal historia.

Recientemente, con ocasión del lanzamiento en la cadena de televisión británica  ITV de una nueva serie sobre temas actuales, el sumamente respetado semanario Radio Times opinaba con tristeza que “una nueva línea mensual que examine las noticias internacionales con mayor profundidad tiene que ser algo bueno. El problema es que la agenda de noticias se mueve con rapidez y cuando Ucrania, Siria y China dominan los titulares, parece que pierdas la oportunidad de centrar tu primera edición en Ruanda, Colorado y Noruega”.

Sea como fuere, en el número de Le Monde del 2 de febrero, Nicolas Truong, refiriéndose a las opiniones expresadas durante un tiempo por Daniel Cohn-Bendit y Alain Finkielkraut, presentaba dos escenarios opuestos para el futuro de la cohabitación de nosotros los europeos; los dos únicos escenarios entre los que elegir, ya que ningún otro le parecía realista o, de hecho, concebible.

Cohn-Bendit, en colaboración con Guy Verhofstadt, publicó un manifiesto, titulado “Debout Europe!”, en el que promueve la vía rápida para salir y superar el mito de la soberanía territorial del estado-nación y avanzar hacia una Federación Europea, firmada y rubricada por una “identidad europea”, pero que habrá que construir de manera paciente y coherente. Finkielkraut no está menos firmemente convencido de que el futuro de Europa reside en su unidad, pero cree que esta ha de ser una unidad (¿cohabitación?, ¿cooperación?, ¿solidaridad?) de identidades nacionales.

Finkielkraut recuerda la insistencia de Milan Kundera en una Europa encarnada en sus logros, paisajes, ciudades y monumentos; Cohn-Bendit invoca la autoridad de Jürgen Habermas, Hannah Arendt y Ulrich Beck, unidos como están en su oposición al nacionalismo.

Estos, en términos lógicos, son los dos caminos que parten del lugar al que hemos ido a parar colectivamente en vísperas de las elecciones parlamentarias europeas. Puede que apunten en direcciones opuestas, aunque quizás no resulten en absoluto tan irreconciliables como sus promotores afirman… Sin lugar a dudas, la actual estructura institucional de la Unión Europea, incoherente como es, con las políticas sin política gestionadas en Bruselas contra la política sin políticas por la que es notorio el Consejo Europeo, y un parlamento con mucha cháchara y poco poder —una estructura insostenible a largo plazo y que pide a gritos una minuciosa refundición—, alimenta a la vez las dos tendencias mencionadas.

Hace ochenta años, Edmund Husserl advertía —y ahora nos lo recuerda Nicolas Truong— de que “el peligro más grave que amenaza a Europa es su lasitud”. El tiempo avanza, pero las advertencias no envejecen. Y el momento de descartarlas como obsoletas no ha llegado aún. Tampoco es probable que llegue en un futuro previsible.

El capítulo moderno de las tentativas de unidad de Europa, excepto la unidad de coexistencia pacífica, vino después del logro más acertado y duradero hasta entonces, el Imperio romano, y después de que su póstuma tentativa de reencarnación en el fantasma de un Sacro Imperio Romano mordiera el polvo en los campos de batalla religiosos de la post-Reforma.

Se inició en 1555, en la ciudad alemana de Augsburgo, a la que las dinastías gobernantes de las partes de Europa más devastadas por las facciones religiosas en guerra enviaron a sus embajadores plenipotenciarios para discutir y esperaban que acordar una fórmula de armisticio capaz de detener la primera (aunque resultaría que en absoluto la última) guerra fratricida generalizada de los europeos. La fórmula —cuius regio, eius religio— fue acuñada y acordada, pero el armisticio necesitó casi un siglo más de matanzas, quemas, destrucción y epidemias antes de ser aceptado, suscrito y puesto en práctica; hasta 1648, cuando los portavoces de los principales adversarios se sentaron una vez más en torno a la mesa de negociaciones, esta vez en Münster y Osnabrück, para llegar a un acuerdo que quedaría registrado en la historia como la Paz de Westfalia.

Una vez incorporada a la práctica de la gobernanza, la fórmula de la Paz de Westfalia demostró ser excepcionalmente adecuada para sentar las bases del capítulo de construcción de la nación en la historia europea. No hizo falta sino sustituir religio por natio (en realidad, un cambio puramente terminológico, no una operación sustancial) para desplegarla como el principio ordenador universal de un prolongado y espinoso proceso de transformación del mundo inspirada en Europa y asistida por el poder europeo; un mundo dividido entre los vástagos de unas dinastías divinamente ungidas y cortado en estados que basaba su legitimación y, por ende, su pretensión de obediencia por parte de sus súbditos (es decir, la población de dentro de sus fronteras integrada por un origen común retrospectivamente postulado y ahora también por un futuro común como nación garantizado por el estado) en el “interés nacional”.

El problema es que esto es también contrario a los hechos, y lo es cada vez más, en la medida en que sus premisas son engañosas, sus postulados poco realistas y sus recomendaciones pragmáticas imposibles de cumplir. En el transcurso del último medio siglo, los procesos de desregulación originados, promovidos y supervisados por gobiernos estatales unidos voluntariamente o empujados a unirse a la llamada “revolución neoliberal” se han traducido en la creciente separación y la creciente probabilidad de divorcio entre el poder (esto es, la capacidad de que se hagan las cosas) y la política (esto es, la capacidad de decidir qué cosas son necesarias y deben hacerse). Muchos de los poderes antes contenidos dentro de las fronteras del estado-nación se evaporaron y volaron a la tierra de nadie del “espacio de los flujos” (como denominara Manuel Castells a las extensiones libres de política), mientras que la política ha permanecido como antes, territorialmente fijada y constreñida.

Ese proceso ha adquirido todas las características de una tendencia autopropulsada y autointensificada. Seriamente drenados de poderes y cada vez más debilitados, los gobiernos estatales se ven obligados a ceder una a una las funciones que antaño consideraron un monopolio natural e inalienable de los órganos políticos del estado al cuidado de unas fuerzas de mercado ya “desreguladas”, desahuciándolas así del reino de la responsabilidad y la supervisión política. Ello se traduce en una rápida caída de la confianza popular en la capacidad de los gobiernos para abordar de manera eficaz las amenazas a la condición existencial de sus ciudadanos. Estos creen cada vez menos que los gobiernos sean capaces de cumplir sus promesas.

No están del todo equivocados. Un supuesto tácito, pero crucial, que subyace a la confianza en la eficacia de la democracia parlamentaria es que los ciudadanos deciden en las elecciones quién gobernará el país durante los próximos años y qué políticas tratará de implementar el gobierno electo. El reciente desmoronamiento de la economía basada en el crédito puso de relieve ese estado de cosas de manera espectacular.

Como observa John Gray, uno de los analistas más perspicaces de las raíces de la actual inestabilidad mundial, en el prefacio a la nueva edición (2009) de su Falso amanecer: los engaños del capitalismo global, al preguntarse por qué el reciente colapso económico no ha logrado incrementar la cooperación internacional, sino que, por el contrario, ha liberado presiones centrífugas: “Los gobiernos se hallan entre las víctimas de la crisis, y la lógica de cada uno de ellos actuando para proteger a sus ciudadanos constituye la mayor inseguridad de todas”. Y ello se debe a que “las peores amenazas para la humanidad son de naturaleza global”, mientras que “no hay perspectiva alguna de ninguna gobernanza global eficaz para abordarlas”.

Como ha observado recientemente Benjamin Barber (en If Mayors Ruled the World, 2013), “después de una larga historia de éxito regional, el estado-nación nos está fallando a escala global. Fue la receta política perfecta para la libertad y la independencia de pueblos y naciones autónomos. Pero resulta completamente inapropiado para la interdependencia”. De hecho, nuestros problemas se producen a escala global, mientras que los instrumentos de acción política legados por los constructores de los estados-nación se cortaron a la medida de los servicios que dichos estados-nación territoriales requerían; resultan, pues, particularmente inadecuados cuando se trata de manejar desafíos globales. Para nosotros, que seguimos viviendo a la sombra de la pretensión de soberanía territorial del estado, constituyen no obstante los únicos instrumentos en los que hasta ahora podemos pensar y a los que nos sentimos inclinados a acudir en un momento de crisis, pese a su discordante inadecuación de cara a garantizar una soberanía territorial, la condición sine qua non de la viabilidad práctica de tal resolución. Un resultado predecible y ampliamente observado es la frustración causada, abocada solo a verse fortalecida por la inadecuación mutua entre medios y fines.

Por decirlo en pocas palabras: nuestra crisis actual es ante todo una crisis de acción, aunque en última instancia es una crisis de soberanía territorial. Cada unidad territorial formalmente soberana podría servir hoy en día como un vertedero de problemas originados mucho más allá del alcance de sus instrumentos de control político, y se puede hacer muy poco para frenar esto, por no hablar de prevenirlo, considerando el volumen de poder que ha quedado a su disposición.

Algunas unidades formalmente soberanas, de hecho un creciente número de ellas, se ven degradadas en la práctica al rango de comisarías de policía locales que luchan para asegurar el mínimo de ley y orden necesarios para un tráfico cuyas idas y venidas ni pretenden ni pueden controlar. Por muy grande que sea la distancia entre su soberanía de jure y su soberanía de facto, todas ellas siguen viéndose limitadas a buscar soluciones locales a problemas globalmente generados, una tarea que trasciende con mucho la capacidad de todas ellas, excepto un puñado de las más ricas y mejor dotadas de recursos.

Los europeos, como la mayoría de los otros habitantes del planeta, actualmente afrontan la crisis de la “política tal como la conocemos”, al tiempo que se mueven por el impulso de encontrar o inventar soluciones locales a desafíos globales. Los europeos, como la mayoría de los otros habitantes del planeta, encuentran que las formas actualmente desplegadas de hacer cosas no funcionan correctamente, mientras que todavía no se ven por ninguna parte formas alternativas y eficaces de hacer que las cosas se hagan (una situación descrita por el gran filósofo italiano Antonio Gramsci como un estado de “interregno”, esto es, un tiempo donde lo viejo está ya muerto o moribundo, pero todavía no ha nacido lo nuevo).

Sus gobiernos, como tantos otros fuera de Europa, se hallan en un “callejón sin salida”. Sin embargo, y a diferencia del caso de la mayoría de los otros habitantes del planeta, el mundo de los europeos es un edificio de tres pisos en lugar de dos. Entre los poderes globales y la política nacional está la Unión Europea. Esa intrusión de un eslabón “intermedio” en la cadena de dependencia enturbia la división, por lo demás clara, del tipo “nosotros y ellos”. ¿Y de qué lado está la Unión Europea? ¿Forma parte de “nuestra” política (autónoma), o de “su” poder (heterónomo)?

Desde una perspectiva, dicha Unión se ve como un escudo protector que protege al conjunto de estados individuales —muchos de ellos demasiado tenues y diminutos para soñar con satisfacer las severas demandas de una existencia soberana— de los peores excesos de unos poderes globales desenfrenados y sin escrúpulos. Desde la otra perspectiva, dicha Unión se ve como una especie de quinta columna de los mismos poderes globales, un sátrapa de los invasores extranjeros, un “enemigo interior”, y, en general, la vanguardia de unas fuerzas que conspiran para erosionar y en última instancia anular las posibilidades de soberanía tanto de la nación como del estado: una percepción tan poco escrupulosa como arteramente explotada por los cantos de sirena de los neonacionalistas que ofrecen el fantasma de la soberanía nacional/territorial como una cura para aquellos males de los que su realidad es una de las causas.

Europa, exactamente igual que el resto del planeta, es hoy en día un vertedero de problemas y desafíos generados a escala global. Pero a diferencia del resto del planeta, y casi de manera excepcional, la Unión Europea es también un laboratorio en el que diariamente se diseñan, se discuten y se ponen a prueba en la práctica diversas formas de afrontar tales desafíos y abordar tales problemas. Yo hasta me atrevería a sugerir que este es uno de los factores (quizás incluso el único) que hace que Europa, su dote y su contribución a los asuntos mundiales, resulten peculiarmente relevantes para el futuro de un planeta enfrentado a la perspectiva de una segunda transformación fundamental en la moderna historia de la cohabitación humana, del salto abrumadoramente laborioso, esta vez, de las “totalidades imaginadas” de los estados-nación a la “totalidad imaginada” de la humanidad.

En ese proceso, todavía en su etapa inicial y más precoz, pero destinado a realizarse si el planeta y sus habitantes pretenden sobrevivir, la Unión Europea representa una posibilidad de realizar las tareas combinadas/compuestas de una misión de reconocimiento, una estación intermedia y un puesto avanzado. Una gran posibilidad, pero no una tarea fácil, y cuyo éxito no está en absoluto garantizado; además de abocada a enfrentarse a la vez a la mayoría de los europeos,las masas y sus líderes electos, con una gran fricción entre prioridades enfrentadas y opciones difíciles.

Quizás la idea de Europa fuera y siga siendo una utopía… Pero ha sido y sigue siendo una utopía activa, luchando por fusionarse y consolidar acciones por lo demás desconectadas y multidireccionales. Cuán activa resulte ser esa utopía dependerá en última instancia de sus actores.