Las revueltas árabes y los movimientos de protesta revolucionarios contra la crisis y la austeridad c y han convertido esta parte del mundo en un impulso de cambio, donde se está poniendo a prueba y cuestionado una nueva idea de civilización. Estos movimientos sociales comparten numerosas semejanzas que representan una oportunidad para la acción política común. Experiencias como «Ocupemos la Zona de Protección» en Nicosia, la Unión de Graduados en Paro en Túnez, el Teatro Valle Ocupado en Roma o «Empieza por Ti Mismo» en Egipto son ejemplos de proyectos acertados creados en el seno de la sociedad civil. Todos ellos apelan a una reinvención de la relación entre el Estado y el ciudadano, dado que hoy el ciudadano debe asumir nuevas responsabilidades que el estado moderno ya no puede o no quiere gestionar. Europa debe explotar el potencial derivado de sus raíces comunes y aspirar a un proyecto de ciudadanía transnacional, uniendo a grupos de ciudadanos más allá de las divisiones ideológicas o de identidad.
Antes de 2011: la era euromediterránea
«[Las partes] reconocen el papel fundamental que puede desempeñar la sociedad civil en el proceso de desarrollo del Partenariado Euromediterráneo y también como factor esencial para una mayor comprensión y acercamiento entre los pueblos.» Con estas palabras de la Declaración de Barcelona (Consejo de la Unión Europea, 1995: 6), la Unión Europea y a regañadientes los países socios mediterráneos sellaron la posición central de la sociedad civil como un instrumento social y político. En los últimos treinta años, la Unión Europea ha percibido de hecho a la sociedad civil como un conjunto de valiosos actores que contribuyen a la transformación política y socioeconómica, elogiando el papel desempeñado por la sociedad civil en la Europa central y oriental como guardiana frente a las violaciones de los derechos humanos o como proveedora de una experiencia crucial a la hora de diseñar e implementar reformas. Este punto de vista subyacía a la decisión de hacer de la capacidad de reforma de la sociedad civil un importante componente del Partenariado Euromediterráneo creado en 1995, así como de la posterior Política Europea de Vecindad (2003). Tras los Acuerdos de Oslo (1993) se abrió una ventana de oportunidad para establecer contactos entre sociedades que ayuden a normalizar las relaciones entre estados, a favorecer el surgimiento de sociedades más abiertas en la orilla sur y a promover las libertades civiles. Siguiendo estas líneas, la Unión Europea ha ofrecido apoyo financiero a través de diferentes generaciones de programas como MEDA y ENPI, y ha financiado durante varios años la Plataforma de la Sociedad Civil Euromediterránea, como un eje para facilitar el diálogo de la sociedad civil regional.
Esta política sin duda ha alentado la agrupación de ciudadanos en cuerpos organizados y la adopción de normativas legales menos severas para la sociedad civil en la región, pero la situación de la sociedad civil siguió siendo precaria al menos hasta la primera década del presente milenio, mostrando cuán graníticos eran los obstáculos estructurales al desarrollo social liberal en el área euromediterránea: la resistencia de los gobiernos del sur, las deficiencias estructurales internas de la Unión Europea como actor de política exterior, y la desconfianza de los miembros de las sociedades civiles del sur frente a las tentativas europeas de acercamiento, juzgadas como «una política de copia y pega» que no entendía las especificidades culturales, ignorando la importancia de la identidad religiosa y los vínculos familiares, y el impacto de la historia colonial.
Tomemos el caso de Túnez, descrito como el país vecino más próximo a los valores europeos. Gestionar una asociación independiente o cualquier centro de aglutinación social durante la dictadura constituía un diario ejercicio de resistencia. Utilizar espacios públicos o instrumentos de información resultaba extremadamente complicado, y a menudo no era posible celebrar reuniones ni siquiera en instalaciones privadas.[1] No lo prohibía la ley, pero así era en la práctica: esa era la paradoja de una dictadura que se disfrazaba de democracia. Hasta los hoteles se negaban a alquilar una sala de reuniones a menos que uno tuviera el consentimiento del Ministerio del Interior, o bien la policía prohibía el acceso a la sala por «razones de seguridad». Asimismo, no se autorizaba al Instituto Tunecino de Derechos Humanos a invitar a miembros del Consejo Nacional por las Libertades a sus clases, excluyendo de facto a la sociedad civil independiente y potenciando únicamente a las conocidas en inglés como «GONGO» (ONG vinculadas al gobierno). Y en lo que se refiere al papel de las mujeres tunecinas: ni las sindicalistas, ni las activistas de izquierdas ni las muchachas que llevaban velo tenían en la práctica derechos, no podían acceder a un trabajo apropiado o una carrera académica. «No podías hablar de política. Ben Alí celebraba los derechos de las mujeres, la libertad de expresión de las mujeres, pero eso era solo una imagen externa», me explicaba en 2012 Abir Jibri, gerente de comunicación de la asociación islamista an-Nisa at-Tunsiyat (Mujeres Tunecinas) (Solera, 2013: 501).
Johansson-Nogués ha calificado de fracaso la política de la Unión Europea: «El fracaso de la Unión Europea como proveedora de normas y su incoherente o raquítica defensa de los valores del entorno ha implicado que la UE, como modelo social democrático y pluralista a emular, se haya visto más bien absolutamente socavada, como lo ha sido su poder de atracción» (Johansson-Nogués, 2006: 12). Las sociedades del sur del Mediterráneo han considerado durante demasiado tiempo el planteamiento de la Unión excesivamente eurocéntrico y connivente con sus propios gobiernos autoritarios como para tener la menor relevancia en la realidad social. Las cosas solo cambiarían mediante un espectacular contagio de la rebelión.
El contagio inesperado
Cuando estalló la llamada Primavera Árabe solo algunas personas se lo esperaban, y aún menos esperaban que se produjera un efecto tan contagioso en respuesta a la sed de autodeterminación y dignidad en ambas orillas. Algunos estudiosos creen que los signos de una inminente rebelión de abajo arriba ya habían estado presentes en los países del sur del Mediterráneo en los comienzos del nuevo milenio, pero seguramente nadie había imaginado que la protesta uniría a los jóvenes árabes y europeos.
Lo que ocurrió entre 2010 y 2012 en todo el Mediterráneo fue extraordinario. Millones de personas, especialmente jóvenes, conquistaron las plazas instando la «caída del sistema». Una especie de efecto contagioso extendió la llamada de la rebelión de Sidi Bouzid a muchas otras ciudades, alimentando la insurgencia de movimientos de protesta en los diferentes países de la región, tanto en el Sur como el Norte. Pero ¿cuáles son las similitudes entre estos movimientos? ¿Y representan esas similitudes un espacio, una oportunidad para una acción política común? Pensando en las semejanzas entre El Cairo, Atenas, Bengasi, Tel Aviv, Liubliana o Madrid, vienen a la mente los siguientes elementos:
- La ocupación y reapropiación de espacios públicos.
- La creación de estructuras espontáneas y voluntarias de ayuda y apoyo a la población.
- La desconfianza frente a los mecanismos de representación institucional.
- La denuncia pública de connivencia entre políticos y grupos de interés económicos.
- La lucha contra la corrupción y contra la expropiación de recursos en beneficio de unos pocos.
- La demanda de «pan, libertad y justicia social» (el eslogan tunecino que luego llegó a las otras plazas), o, en otras palabras, «bienes comunes, democracia, igualdad y solidaridad».
- La movilización a través de las redes, las relaciones interpersonales o los medios de comunicación sociales.
- La sociedad civil como guardiana de los principios constitucionales y la responsabilidad democrática.
- La necesidad de trascender las fronteras, de mirar más allá de los cercados nacionales o culturales.
- Un fuerte sentimiento de dignidad y respeto, rechazando las divisiones relacionadas con la identidad.
Escribiendo desde Plateia Syntagmatos, la ocupada plaza de la Constitución, decía el poeta griego Costis Triandaphyllou: «La Asamblea abierta sigue / en pie / respirando al fin / nos aguardan tormentas / ella lo sabe / ¡alta tu voz!» (Triandaphyllou, 2011: 4). Había algo que evocaba el movimiento en aquellos pacíficos actos de reconquista de territorio urbano que se producían a ambos lados del Mediterráneo, algo fluido que circulaba entre la gente y los lugares, rememorando cuestiones comunes y una subjetividad política compartida. Algo temporal, pero persistente al mismo tiempo, algo de carácter íntimo y demostrativo, frágil y práctico a la vez. Ese algo se encarnaba en la tienda, las tiendas que se han plantado en el centro de muchas ciudades, campamentos que aparecen de repente en el tejido urbano. Ese algo nos devolvía a la condición de nómadas, la condición de quien avanza y nunca llega, de quien es ahuyentado y siempre vuelve a la vida, de quien vincula el pasado al futuro, de quien no se acomoda en el recinto del statu quo y es también capaz de disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. La tienda ha simbolizado el carácter nómada de estos movimientos, tanto en el sentido espacial como en el filosófico, transmitiendo valores transnacionales de un lugar al otro. El hecho de que el nómada sea rechazado en la sociedad moderna —el nómada representa de hecho al fracasado, al marginado— hace que un «movimiento de campistas» sea en sí mismo un agente revolucionario, algo que no se aviene con la idea predominante de cómo debe ser el éxito humano. Y esto encaja perfectamente con la historia de esta región, del Mediterráneo, una tierra (y un mar) de fugitivos, colonizados, comerciantes y viajeros. Una tierra de fusiones entremezcladas, de transición, una tierra de en medio.
De repente, las políticas e instituciones euromediterráneas que aspiraban a forjar nuevas relaciones internacionales y reformas internas en la región utilizando la sociedad civil como una de las palancas clave pasaron a verse no simplemente como superadas, sino incluso como redes de seguridad diseñadas para salvar a unos regímenes políticos viejos y represivos, por una parte, y unas políticas socioeconómicas neoliberales perturbadoras, por la otra.
Me gustaría contar una historia que dice mucho sobre los puntos en común entre las diversas expresiones de revuelta social en la región mediterránea. Trata sobre «Ocupemos la Zona de Protección», un movimiento que durante varios meses invadió la zona intermedia, administrada por Naciones Unidas, entre las zonas griega y turca de Nicosia. La ocupación se inició el 15 de octubre de 2011, con motivo de la celebración por parte del movimiento español de los «Indignados» de los cinco meses transcurridos desde el comienzo de dicho movimiento. Activistas grecochipriotas y turcochipriotas ocuparon el puesto de control de la calle Ledra/Lokmacı; luego plantaron tiendas, entraron en edificios abandonados y los reabrieron para realizar actividades políticas y culturales, hasta que el 6 de abril de 2012, después de una campaña en la que se había acusado a los ocupantes de drogadictos, libertinos y desestabilizadores, la policía intervino brutalmente y los desalojó. Lo que era un espacio vacío, abandonado, que ratificaba la escisión definitiva de la ciudad desde 1974, se convirtió durante unos meses en punto de encuentro para los jóvenes que querían deshacerse de aquella fractura política, social y territorial. Al redefinir aquel espacio, el movimiento Ocupemos de Nicosia (que muchos desechaban como radical) contribuyó a poner en cuestión la identidad de sus habitantes. Incluso unos cuantos inmigrantes, entre ellos árabes que estaban en la parte turca, se instalaron en la Zona de Protección, aunque sabían que, de haber vuelto, habrían sido detenidos. «Este movimiento era y es importante porque es diferente de otros movimientos, ocurrió en tierra de nadie. Nadie es su dueño. Ni país, ni bandera, ni nación. Es una zona libre, un hueco», dice uno de los ocupantes (Mig@Net, 2012: 40). Esta es una extraordinaria historia, porque ocurrió en un área oficialmente de nadie, suspendida en un interludio de olvido, y que, por esa razón, simbolizaba la vacuidad de las actuales políticas dominantes, incapaces de resolver los problemas, sino únicamente de dejarlos a un lado. Aquellos jóvenes cuestionaban las relaciones de poder que subyacen a la producción del espacio urbano, «desplazando esencialmente el control desde el capital y el Estado hacia los habitantes urbanos» (Mig@Net, 2012: 41). El mar Mediterráneo ha demostrado ser una especie de Zona de Protección, que a alguno le gustaría que fuera una frontera divisoria a fin de preservar unas relaciones de poder injustas, y lo ocurrido en Nicosia era una personificación de ello. La ocupación de la Línea Verde de Nicosia se eliminó antes de que se iniciara la presidencia chipriota de la Unión Europea (el 1 de julio de 2012). Fue, sin embargo, una supresión cosmética, porque solo unos meses después la isla entera, todavía dividida, se vio postrada por la crisis económica y, en consecuencia, toda ella se convirtió en una «Zona de Protección» donde nadie posee nada.
Reconciliar las libertades civiles con la justicia social y los bienes comunes
Las demandas fundamentales compartidas entre la Primavera Árabe y los movimientos de protesta no solo incluían una democracia efectiva, las libertades civiles y la libertad de expresión, sino también la reclamación de aquellos bienes comunes de los que se les había desposeído. Tomemos el caso de la Unión Tunecina de Graduados en Paro, cuyos jóvenes desempeñaron un importante papel durante la Revolución de los Jazmines, y que ha estado presionando en favor de reformas conducentes a un mercado laboral más justo y transparente, y de la redistribución de tierras públicas en las áreas deprimidas del país. Este peculiar sindicato cuenta con 10.000 afiliados, 24 oficinas regionales y casi 200 locales: es una especie de brigada de un ejército mucho mayor. Entre 200.000 y 250.000 de los 700.000 tunecinos en paro son jóvenes graduados, y la tasa de empleo entre los estudiantes de secundaria que completan sus estudios no excede el 10% anual. La cuestión del paro a largo plazo no es un fenómeno postrevolucionario. En un país que se había volcado en la enseñanza superior y el estudio, el actual estado de cosas resulta catastrófico. El paro entre los graduados aumentó un 150% en cinco años, entre 2005 y 2010. Entre las cualificaciones técnicas, el número de desempleados se incrementó de 17.900 en 2005 a 57.900 en 2010, haciendo de esta la categoría más duramente afectada por el paro, con el 41,6% del número total de graduados universitarios (Ben Hammadi, 2011).[2] A los jóvenes como Salem al-Ayari, el coordinador general del sindicato, les gustaría tener un trabajo apropiado, pero aspiran también a convertirse en agentes de desarrollo en sus comunidades. «En el Noroeste apoyamos a las autoridades locales, que conciben inteligentemente un desarrollo rural centrado en una agricultura regeneradora, incluyendo proyectos de agricultura orgánica. Pero todo eso requiere estabilidad e inversiones —afirma Salem al-Ayari—. Nosotros pedimos una inversión pública directa, porque el sector privado controla todos los grandes proyectos.»[3] El sindicato ha estado buscando el diálogo con la Unión Nacional de Industria, Comercio y Artesanía, y tiene objetivos ambiciosos: transformar el movimiento en un centro de estudios, investigación y formación sobre desarrollo y empleo, y diseñar nuevas políticas para la integración profesional de los jóvenes. «Si yo tuviera 500.000 euros y pudiera invertir esa suma en Túnez, pensaría en un proyecto de desarrollo rural con jóvenes, centrándome en producciones regionales, e invertiría los beneficios en otros jóvenes a través de la formación y el reciclaje profesional», me había dicho al-Ayari, consciente de que las grandes empresas no invierten en estos proyectos locales, sino que buscan el beneficio a corto plazo. De ahí que esté luchando para que se asigne a su sindicato la gestión de 3.000 hectáreas de tierras públicas en Sidi Bouzid para su desarrollo agrario a manos de jóvenes graduados en paro, en lugar de esperar a que se vendan a inversores extranjeros.
En el otro lado del mar, hasta los artistas luchan contra la privatización de los bienes comunes. El 14 de junio de 2011, el mismo día en que un referéndum nacional detuvo la privatización de los servicios públicos de agua en Italia, un grupo de artistas ocuparon y reabrieron al público el Teatro Valle, el teatro más antiguo de Roma (construido en 1727), iniciando un «proceso constitucional por la cultura como un derecho fundamental que puede propagarse y contaminar todo espacio público, desencadenando una profunda transformación de la forma de actuar y de pensar» (Teatro Valle Occupato, 2013: 3). Desde aquel día, y hasta el verano de 2014, cuando los ocupantes aceptaron retirarse del teatro y llegar a un arreglo legal con la ciudad de Roma, el Valle se convirtió en una plataforma de expresión para varios grupos ciudadanos que luchan por los derechos civiles, la solidaridad, la justicia, la paz y el medio ambiente. El Teatro Valle, un caso único en Italia y en Europa, ha propuesto eventos que mezclan los debates sociales y políticos con representaciones artísticas. Mediante donaciones (la entrada a los eventos es gratis), ha cubierto los gastos de alojamiento para los ocupantes y el alquiler del equipamiento escénico, mientras que ninguno de los artistas ocupantes ha cobrado honorarios por el gran trabajo que están haciendo. «Recibimos toda clase de propuestas, los grupos vienen a buscarnos —explica Simona Senzacqua, actriz, ahora directora de comunicaciones—. Las cuestiones que abordan nuestros eventos son diversas: privatización, vertederos, violencia contra las mujeres, Palestina, inmigración, trabajo, prisiones, etcétera. El teatro se ha convertido en el símbolo de la lucha por los bienes comunes, y muchos grupos se acercan a nosotros porque reconocen la importancia política de una escena artística.»[4] Durante la ocupación, el Teatro Valle nunca estuvo cerrado, proporcionando toda una serie de actividades de la mañana a la noche, que representarían al menos seis años de programación en un teatro normal. Después de un largo proceso de consulta participativa online, en el segundo aniversario de la ocupación del teatro, se presentó en el escenario la versión final de su constitución y el teatro se registró como una fundación propiedad de sus 5.000 miembros actuales. La constitución declara, entre otras cosas: «Con el presente acto de autonomía privada, desde ahora proclamamos que un espacio físico antiguo y único como el Teatro Valle es un bien plenamente común. Está inextricablemente unido a la cultura, una necesidad y derecho fundamental de toda persona, y como tal debe formar parte de un gran proyecto que implique a los trabajadores de la cultura y a todos los ciudadanos para el pleno reconocimiento de su crucial papel económico, político y cultural de resistencia a la mercantilización y la decadencia social» (Teatro Valle Occupato, 2013: 3).
La explosión del activismo árabe y los donantes
El primer efecto positivo de 2011 en la región árabe fue la potenciación de la sociedad civil. Durante los seis primeros meses tras la revolución de 2011 se crearon unas 2.500 organizaciones de la sociedad civil solo en Túnez, frente a 120 nuevos partidos políticos. ¡Y al cabo de dos años el número de asociaciones registradas era ya de seis mil![5] Pudieron darse cifras similares incluso en un país como Libia, donde, bajo el régimen de Gadafi, la sociedad civil independiente era inexistente. Solo en Bengasi, el año siguiente al derrocamiento del régimen del Coronel, se crearon 500 asociaciones y más de 100 publicaciones, de las que 20 eran periódicos. En 2012 visité el Centro de Apoyo a las ONG de Bengasi, un organismo público dependiente del Ministerio de Cultura. Su director, Khaled al-Mahjub, me explicaba: «Necesitamos una mayor capacitación en torno a tres cuestiones principales: libertades y derechos civiles, gobernanza democrática, y justicia de transición».
Inmediatamente después de las revoluciones árabes, la Unión Europea ofreció un generoso apoyo. El Instrumento para la Sociedad Civil 2011-2013, con un montante de 22 millones de euros, fue una de las herramientas de respuesta rápida adoptadas por entonces. Las delegaciones de la Unión Europea adoptaron programas a medida que trataban de abordar los retos locales: en Libia, por ejemplo, en 2012, la delegación invirtió en el diálogo entre las instituciones y la sociedad civil, el liderazgo juvenil en los procesos electorales, la reconciliación nacional, y la rehabilitación de las víctimas de tortura.[6] También llegó un generoso apoyo de los estadounidenses, los estados del Golfo y otros países europeos, reflejando sus propias prioridades políticas en la región.
Las recién creadas y frágiles asociaciones han requerido y siguen requiriendo apoyo internacional, pero han surgido muchas dudas en torno a la calidad del apoyo ofrecido hasta ahora, así como sobre sus efectos. Según Siham Ben Sedrine, «los donantes extranjeros han ofrecido un generoso apoyo, aunque a menudo a través de planes de formación, no de financiación estructural. No han entendido que una nueva asociación no tiene oficina, ni personal, ni infraestructuras, y sin ello una asociación no puede vivir mucho tiempo. La política de los donantes es errónea; creen que conocen las necesidades de la sociedad civil local, pero sin estructuras no es posible ninguna acción a largo plazo» (Solera, 2013: 423). El activista y periodista tunecino Thamer Mekki considera que la sociedad civil árabe tiene que aprender a (Solera, 2013: 424):
- ejercer presión e influir en los responsables de las decisiones públicas;
- establecer un diálogo eficaz con instituciones y autoridades;
- establecer mesas de consulta con el sector económico dispuesto a potenciar a la sociedad civil; y
- llegar a las regiones y distritos periféricos, yendo más allá de los habituales centros urbanos.
Mekki espera que el apoyo extranjero se centre en esas líneas. Las restricciones administrativas y políticas han limitado el alcance del apoyo extranjero. La rigidez de los procedimientos de financiación de la Unión Europea, por ejemplo, a menudo han desalentado a los actores de la sociedad civil no europeos a solicitar apoyo financiero, dado que en muchos casos los requisitos técnicos de la UE excedían la capacidad de las asociaciones y grupos locales. Como resultado, las grandes ONG internacionales, que de hecho no están bien arraigadas en las comunidades locales, se han beneficiado en gran medida de los planes de la Unión Europea, recibiendo más de las dos terceras partes de los fondos.[7] Por otro lado, varios gobiernos locales han arremetido contra la financiación extranjera a fin de minar los esfuerzos de democratización. Egipto ha sido particularmente agresivo en ese sentido, con el argumento de que la financiación extranjera era una fuente de interferencia política y de complot. El 4 de junio de 2013, como resultado de un famoso juicio, se clausuraron cinco grandes organizaciones internacionales (el Instituto Republicano Internacional, el Instituto Nacional Demócrata, Freedom House, el Centro Internacional de Periodistas, y la fundación cristianodemócrata alemana Konrad Adenauer Stiftung), y 43 empleados de organizaciones internacionales fueron condenados a penas de hasta cinco años de cárcel acusados de actuar sin autorización. Incluso las organizaciones regularmente registradas han revelado que el Ministerio de Asuntos Sociales egipcio solía retrasar hasta dieciséis meses su autorización para beneficiarse del apoyo extranjero, paralizando así sus operaciones, lo que afectó sobre todo a organizaciones de derechos humanos (Amnistía Internacional, 2013). En cambio, la crítica a la financiación extranjera en Túnez se ha centrado más en procedimientos administrativos que políticos, sin poner en cuestión la necesidad de apoyo internacional. «Las grandes sumas de dinero han contribuido a crear un segmento de la sociedad civil orientado al trabajo de estilo empresarial, donde la búsqueda de financiación ha reemplazado a la misión original de aquellas asociaciones», afirma Kristina Kausch, que subraya que esta evolución también ha sido el resultado de que los donantes se preocupan más de su imagen y de las relaciones públicas en su propio país que de responder a las necesidades de la sociedad civil local. Entre la opinión pública tunecina, el apoyo europeo a la democracia generalmente se ha visto con más simpatía que el estadounidense o los de los países árabes, que se considera que dan prioridad al ámbito islámico por encima del secular (Kausch, 2013).
La solidaridad organizada como alternativa política
Tras los acontecimientos de 2011, los ciudadanos crearon estructuras que ofrecían oportunidades alternativas de socialización o de cobertura de las necesidades básicas que no estaban garantizadas por las instituciones estatales, o que abordaban cuestiones urgentes como el paro, la mercantilización de los bienes comunes o los flujos de inmigración, donde la última cuestión ha generado tanto grupos a favor de las políticas liberales y la provisión de servicios esenciales, por una parte, como, por otra (y desafortunadamente), políticas restrictivas.
El carácter específico de estas experiencias ha residido en su naturaleza extraoficial, que ha abierto nuevas ventanas de iniciativa ciudadana. En Egipto, por ejemplo, la comunidad de artistas ha sido muy activa. Así, por ejemplo, Ibda bi-Nafsik, o «Empieza por Ti Mismo», fue una serie de eventos artísticos y sociales realizados por Ágora, una red creada tras la revolución en la ciudad de Alejandría para la participación comunitaria a través de la formación y la producción artística, a fin de generar oportunidades para el desarrollo de las artes y oficios, y recuperar zonas urbanas marginadas para eventos culturales públicos. Esta red de artistas voluntarios repitió eventos creativos cinco veces en dos años, reuniendo a jóvenes músicos, pintores, artesanos, escritores, etc., gracias a la iniciativa de Rim Qasem, una especie de moderna Hipatia. «A nivel local hemos cambiado las vidas de numerosos voluntarios y hemos promocionado a un grupo de mujeres que eran empleadas domésticas mal pagadas y ahora producen y venden joyas. Nuestra historia de éxito se está convirtiendo en un modelo para otros países árabes. Varios grupos locales de Túnez y Marruecos han contactado conmigo y les he autorizado a usar nuestro nombre para iniciativas similares», explica Rim.[8]
El escenario griego de empobrecimiento creciente ha sido particularmente fértil para este tipo de experiencias. El arquitecto Nikos Anastopoulos, que inventó el Ecofestival Maratón, un evento de intercambio sobre de-crecimiento, participación, economía cooperativa y prácticas de transición locales —y que tiene lugar en la misma zona donde se libró la célebre batalla greco- persa de 490 a.C.—, ha enumerado las iniciativas anticrisis similares recientemente surgidas en una Grecia asolada por la austeridad: 30 entre intercambios de bienes y servicios locales/nacionales, bancos de tiempo y redes de productor a consumidor; 5 bazares de intercambio de bienes; 5 grupos de comercio justo; 12 empresas colectivas; 9 eco-comunidades; 12 centros de agricultura experimental y urbana; 5 bancos de semillas; 5 grupos de construcción orgánica; 2 centros de autogestión; 5 iniciativas colectivas de desarrollo participativo sostenible; 4 cocinas comunitarias; 2 centros de educación gratuita; 6 centros de artes populares, y 5 eco-festivales. Asimismo, durante la Alter Summit, una cumbre de solidaridad internacional con Grecia (Atenas, junio de 2013), se redactó una guía de los nuevos grupos de solidaridad en la que se enumeraban alrededor de 40 iniciativas entre cadenas de venta de alimentos de base, clínicas y farmacias sociales, centros de distribución de ropa, y otras.
Muchas de estas iniciativas han cuestionado las reglas de producción en diferentes sectores:
- Por ejemplo, en las fábricas. Los trabajadores de Viomichaniki Metalleutiki (Vio.Me), una factoría de Tesalónica que suministra materiales de construcción y que había sido abandonada por sus propietarios por bancarrota en mayo de 2011, la reabrieron en febrero de 2013 como una empresa autogestionada por ellos que fabrica productos de higiene orgánicos. En la fábrica, los salarios son los mismos, y las decisiones las toma la asamblea de trabajadores.
- En las zonas rurales, como en el caso del «Movimiento Patatas», una idea de Christos Kamenidis, profesor de la Facultad de Agricultura de Tesalónica. Tras empezar como un mercado público autogestionado de patatas producidas en las provincias de Serres y Drama, se convirtió un canal alternativo para evitar la especulación en los precios de las hortalizas impuestos por los mayoristas que suministran a los grandes supermercados y centros comerciales. La campaña, iniciada en enero de 2012, tuvo un éxito asombroso, e inspiró redes similares en toda Grecia.
- Contra la especulación en el transporte, la vivienda y los suministros de energía, como en la campaña «Den Plirono» («Yo no Pago»), que al principio aspiraba a boicotear el pago de los peajes de las autopistas urbanas, y más adelante también otras tarifas que se consideraban injustas, como las tarifas de transporte locales, o el impuesto Haratsi sobre las viviendas aprobado por el Parlamento griego en septiembre de 2011, y que pasó a incluirse en el recibo de la luz, obligando así a todas las familias a pagarlo si querían seguir conectadas a la red eléctrica. Iniciada como una campaña de desobediencia, con los coches incorporándose a las autopistas urbanas sin pagar el tíquet, Den Plirono se convirtió en un símbolo de resistencia contra las medidas fiscales, que se consideraba que castigaban a la gente corriente al tiempo que enriquecían a las grandes empresas privadas, como las que gestionan el sistema de autopistas.
También se han producido acontecimientos interesantes en términos de nuevas pautas de participación cívica en Croacia, donde, a partir de la experiencia de la ocupación en dos ocasiones (en 2009) de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de Zagreb para protestar contra el importe de las matrículas —una medida que las autoridades presentaron como necesaria para la modernización del país con vistas a su entrada en la Unión Europea— se formaron nuevos colectivos que influyeron en el espectro de la sociedad civil progresista en toda el área de los Balcanes. Dos grupos originales que surgieron de ello fueron, por una parte, el sindicato de enseñanza superior Akademska Solidarnost, una nueva generación de sindicato no corporativo abierto también a profesionales en paro, y no solo a trabajadores del sector, y que aplica reglas de gestión interna basadas en los principios de la democracia directa, y, por otra, Direktna demokracija u skoli, que agrupa a profesores que promueven las prácticas de democracia directa en las escuelas como el principio de una nueva forma de interpretar la democracia y las relaciones entre las instituciones y los ciudadanos. Con el tema de la democracia transformadora como su principal núcleo de actividad, estos grupos han impregnado el talante de los nuevos movimientos sociales en los Balcanes, haciéndolos menos autoritarios y más fluidos, menos ideológico y más diversificados en sus modalidades de acción.
El islam político: superar las divisiones por el cambio social
Un punto concreto que hay que abordar en este análisis de la evolución de la sociedad civil en la región, si pretendemos forjar un destino común para los ciudadanos mediterráneos, es el relativo al papel de los movimientos islamistas. Tomemos, por ejemplo, la crisis egipcia tras la caída del presidente Mohamed Morsi. El país ha caído en la intransigencia ideológica y la oposición frontal, lo que no ayuda a la causa de la reconciliación nacional ni a la revitalización de la revolución de 2011, y hasta ahora no ha producido ninguna reforma sustancial de las instituciones ni de sus políticas públicas. Por otra parte, la sociedad civil de la región ha presenciado nuevas divisiones entre los activistas que son favorables al diálogo con el islam político y los que son contrarios a él, haciendo así más frágiles las oportunidades para el desarrollo de campañas y estrategias comunes entre las dos orillas, y radicalizando a las alas religiosas antisistema. En la primavera de 2013, Ibrahim el-Hodhaibi —cuyo bisabuelo Hassan y cuyo abuelo Mamoun fueron guías supremos de los Hermanos Musulmanes— exploró conmigo durante una larga entrevista una interesante vía de revisión de las raíces de la actual crisis política: «En el siglo xix, el gran jedive Mehmet Alí [considerado el fundador del Egipto moderno] creó una fuerte burocracia estatal que vino a reemplazar a las instituciones sociales en el marco de un poderoso estado-nación. Las dotaciones se nacionalizaron y el sistema de administración local se centralizó; aquellas instituciones que tradicionalmente ejercían una función social muy importante no han sido reemplazadas por modernas instituciones autóctonas, lo que refleja la complejidad de nuestra época» (Solera, 2013: 130). La política de centralización y control de las instancias sociales iniciada con Mehmet Alí fue continuada por sus sucesores hasta Mubarak. El resultado es que hoy no existen organismos intermedios entre los individuos y el estado; no hay, pues, espacios que faciliten el proceso de socialización, no hay una cultura de la creación de consenso social; las actuales fracturas son, pues, la expresión de esta evolución. Para sacar a la sociedad de la crisis, el-Hodhaibi propone abordar dos espacios: municipios y sindicatos. El desarrollo de estos dos espacios ayudaría a las sociedades árabes a deshacerse de la actual polarización. Cuando gestionas una ciudad o defiendes a los trabajadores, deja de importar que seas laico o islamista. Tienes que garantizar unos servicios y preservar unos derechos. Construir la democracia desde abajo ayudaría al surgimiento de líderes que no sean la expresión de una visión autoritaria del estado, y ganar elecciones a nivel local o en una fábrica requeriría menos energía, de modo que las personas ajenas al sistema tendrían más posibilidades de ganar. «A fin de cuentas, los que representan a la mayoría o a la minoría son siempre personas ricas, que resultan más bien conservadoras —señalaba el-Hodhaibi durante nuestra entrevista, concluyendo—: Nuestro problema es que la división entre islamistas y laicos es una división entre la extrema derecha y la extrema derecha, ¡y eso no es una división! Ambos tienen una visión centralista y neoliberal.» ¿Y cuál debería ser el compromiso de los ciudadanos mediterráneos y los activistas europeos para evitar lo peor en este «otoño árabe», donde los logros de las revoluciones de 2011 parecen estar perdiendo terreno? Deberían mostrar firmeza a la hora de rechazar cualquier clase de violencia sangrienta, ya provenga de las instituciones del estado o de fuerzas políticas organizadas, exigiendo una investigación independiente de acontecimientos dramáticos como la evacuación de la plaza Rabía al-Adawiya en El Cairo o el asesinato de políticos prominentes como Chokri Belaid, condenando las campañas de encarcelamientos masivos como la llevada a cabo contra los Hermanos Musulmanes en Egipto en la segunda mitad de 2013, y facilitando el acercamiento entre comunidades políticas y culturales en los países postrevolucionarios. Para poder contener la propaganda de los regímenes que alimenta las teorías de conspiración internacional y rompe los procesos revolucionarios progresistas, deberían reforzarse los canales de intercambio entre las fuerzas revolucionarias y democráticas de los países postrevolucionarios, incluyendo las fuerzas de tendencia islámica.
Los retos de la sociedad civil de cara al progreso nacional
La sociedad civil tiene grandes responsabilidades y oportunidades en la región, especialmente a partir de 2011, en un contexto de pérdida de confianza en los partidos políticos y las instituciones públicas en los países mediterráneos. La sociedad civil tiene la misión de revigorizar los espacios sociales y la solidaridad en una sociedad desorientada que siente que están en juego sus derechos sociales, y tiene asimismo la misión de reconfigurar la legitimidad de las instituciones democráticas en un contexto donde los organismos y corporaciones globales determinan las políticas nacionales y la corrupción arrebata recursos públicos a los ciudadanos. La participación en la toma de decisiones no puede lograrse solo por medio de manifestaciones, sin un activismo y una lucha política coherentes que cuenten con coaliciones de amplio espectro de actores democráticos comprometidos.
La importancia del papel activista de la sociedad civil ha demostrado ser decisiva, por ejemplo, en el contexto tunecino, durante los trabajos de la Asamblea Constitucional, garantizando que las sesiones de la cámara se transmitieran en vivo y las propuestas se hicieran públicas, o sitiando pacíficamente la sede de la cámara durante los debates más polémicos a menudo antes de la oposición de ningún partido político, o cuando se preparó una transición pacífica a un gobierno de unidad nacional, con el liderazgo de los sindicatos, tras el asesinato del líder político Chokri Belaid.
«En Polonia, el movimiento obrero de Gdansk no habría podido precipitar la caída del comunismo sin las coaliciones que forjó con poderosos movimientos estudiantiles y grupos clandestinos de periodistas e intelectuales», recuerda la Comisión Económica y Social para Asia Occidental de la ONU (ESCWA, 2013). También hace falta una configuración similar de poder en los países que están en proceso de transformación democrática.
Otra importante tarea para la sociedad civil es la de asegurar que las nuevas constituciones de los países en transición cumplan las aspiraciones de la gente acompañando y supervisando el borrador constitucional, y que las reformas de carácter político y socioeconómico en los países con crisis estructural y una desconexión creciente entre ciudadanos e instituciones se supervisen de manera especialmente precisa. Ello requerirá que la sociedad civil pase de la protesta a la propuesta, y empiece a desarrollar programas políticos basados en temas concretos que articulen los intereses y opiniones de los ciudadanos, lo que potenciará el papel de la sociedad civil en la construcción de un nuevo régimen político basado en los principios democráticos y la solidaridad nacional, el respeto al otro, la tolerancia frente a la disensión, y una renovada participación popular en los asuntos públicos. Sin embargo, en mi opinión, esto es solo la mitad de lo que la sociedad civil mediterránea está llamada a hacer.
Más allá de las fronteras: una vocación transmediterránea
Un hecho específico de los movimientos que han surgido en los años recientes es su vocación de perspectiva regional y de unirse de cara a la acción transnacional, más allá de los estados-nación. Podemos citar aquí la campaña internacional «Solidaridad para Todos» en favor del pueblo griego, que se inició en 2012 e involucró a organizaciones de distintos países europeos. No fue hasta la guerra de Bosnia cuando tuvo lugar una iniciativa transregional centrada en un país europeo, y especialmente, en el caso de Grecia, en una nación que simboliza las dificultades socioeconómicas experimentadas por los países del norte del Mediterráneo. Por otra parte, la Asamblea de Ciudadanos del Mediterráneo, creada en 2009 por iniciativa de tres organismos (el Centro de Estudios Rurales y de Agricultura Internacional [CERAI], el Movimiento Europeo Internacional, y la Universidad Europea de Tirana), y financiada por la Fundación Charles Léopold Mayer, tenía la ambición de reunir a personalidades de diferentes sectores (movimientos populares, instituciones, empresas, asociaciones, sindicatos o universidades) con el objetivo de crear una masa crítica en la región favorable a hacer avanzar una agenda de cooperación e integración. Lamentablemente, la falta de democracia interna, las incertidumbres a la hora de definir su misión y las obsoletas formas de celebrar sus reuniones recientemente han hecho que el proyecto perdiera fuerza. Otras redes que podríamos mencionar son: la Red Internacional Ciudadana por la Auditoría de la Deuda, creada en abril de 2012 con el objetivo de supervisar la deuda pública en Europa y el Norte de África; el Foro Euromediterráneo contra las obras a gran escala impuestas e innecesarias, también creado en 2012, e inspirado en la lucha del movimiento social piamontés contra los trenes de alta velocidad en Italia («No al TAV»); diversas iniciativas relacionadas con los inmigrantes, como la campaña «Watch the Med» y otras, que aspiran a denunciar el trato que se da a los inmigrantes, la tragedia de las muertes en el mar, y la necesidad de ampliar los derechos de movilidad en la región, uniendo a grupos y organizaciones de ambas orillas del Mediterráneo.
El hecho de que la Secretaría del Foro Social Mundial (FSM) se trasladara de Brasil a Túnez desde 2013 es un indicador del reconocimiento del carácter central y la vitalidad de la sociedad civil mediterránea. En el FSM 2013, sin embargo, se expresó de nuevo la necesidad de ir más allá de la naturaleza efímera de los grandes acontecimientos como el propio Foro para crear una infraestructura que trascendiera las reuniones periódicas de los activistas, donde se dé a conocer la contribución de las acciones de base para el cambio social, se aprendan lecciones y se compartan prácticas entre las diferentes comunidades de activistas y actores de la sociedad civil. Un espacio continuo para analizar colectivamente, formar profesionalmente, pensar estratégicamente y planear acciones conjuntas. Aunque el deseo de cambio y de lucha es generalizado entre la juventud de la región, aún hace falta una infraestructura de cara a la formación de una masa crítica para un activismo eficaz y responsable, que actúe de una forma estratégica y coordinada en un nivel regional. El contexto para tal inversión podría ofrecerlo el Mediterráneo, donde estas infraestructuras podrían tener un reconocido alcance geográfico y responder a una estimulante visión política, la Ciudadanía Mediterránea: una visión integradora, que cuestione las narrativas divisorias religiosas y políticas de base identitaria, por una parte, y, por otra, desbarate las recetas socioeconómicas neoliberales. La visión de la Ciudadanía Mediterránea justificaría plenamente el desarrollo estratégico de un espacio donde sea posible configurar un nuevo activismo ciudadano transnacional que sea crítico y responsable, que sea capaz de innovar a través de la expresión cultural y artística en torno a la ciudadanía y el sentimiento de pertinencia a unas comunidades que comparten una historia, una geografía, una forma de vida y unos valores comunes y, por lo tanto, un destino común. Es en el destino de la región mediterránea, la cuna de las civilizaciones, donde Oriente y Occidente se encuentran.
Pero ¿cómo pudo ocurrir todo esto en la región mediterránea, que en la historia contemporánea se ha considerado una región atrasada? Debido a su historia de superposición de múltiples civilizaciones, y debido a los valores comunes que encarnan sus pueblos (un fuerte sentimiento comunitario, el apego a la familia, el gusto por las cosas bellas, la conexión con el territorio y el alimento, el culto a la hospitalidad, la espiritualidad, la creatividad y la laboriosidad, y la exposición a la coexistencia con el otro), el Mediterráneo se ha convertido en un fulcro de la resistencia civil contra el capitalismo salvaje, la des-democratización y la trivialización cultural. Todo lo que asociaríamos a la idea del Mediterráneo constituye un antídoto natural a la globalización mercantilista y al individualismo.[9] Por ello, el Mediterráneo podría volver a convertirse en la cuna de un nuevo Renacimiento si se dieran las condiciones para un proyectode ciudadanía transnacional. Ello implica una iniciativa política compartida que agrupe las diversas experiencias de resistencia, protesta y alternativas populares, llevadas a cabo sobre todo por jóvenes, y construya una plataforma mediterránea para un nuevo contrato social, que tan urgente resulta en tiempos de profunda crisis tanto en Europa como en el Mediterráneo. Un contrato social que reescriba los fundamentos de las relaciones entre instituciones y ciudadanos, donde las comunidades puedan gobernar la transformación de su territorio e influir en la asignación de recursos económicos y sociales cuestionando la centralización del capital y los recursos en manos de unos cuantos y reformando las reglas de participación y representación democrática.
Ciudadanía mediterránea: una hoja de ruta
Tal movimiento transnacional actuaría como una entidad política, operando de manera coordinada para lanzar iniciativas conjuntas, formar cuadros, compartir conocimientos y servicios, financiar prácticas innovadoras, o prever plazos electorales, afrontando la crisis política, socioeconómica, cultural y medioambiental más allá de las fronteras nacionales. El impulso para un nuevo espacio de compromiso político y social para la integración regional en todo el Mediterráneo ya está ahí; las raíces comunes, las pautas culturales, la historia y las ganas de vivir compartidas por sus gentes podrían constituir un sustrato único para hacer del Mediterráneo un nuevo laboratorio social. Corresponderá a los líderes de esos movimientos e iniciativas ciudadanas saber percibir esta oportunidad histórica y modelar un destino común para la región, Europa y los países árabes, Oriente y Occidente, que los regímenes y gobiernos no son capaces de concebir porque son prisioneros de intereses nacionales o corporativos, ideologías identitarias y viejos paradigmas culturales.
En septiembre de 2014, alrededor de 35 activistas de 12 países se reunieron en Mesina, Sicilia, en un primer foro para la Ciudadanía Mediterránea denominado Sabir Maydan, donde los participantes discutieron sobre este concepto desde diferentes perspectivas, como la movilización social, las estrategias de la sociedad civil transmediterránea, la lucha contra las narrativas identitarias, la justicia social y la redistribución de los recursos, la capacitación de una ciudadanía activa, los medios de comunicación de base, o las mujeres en la sociedad. Como resultado de este debate, los participantes han propuesto trazar una posible hoja de ruta para la Ciudadanía Mediterránea, que yo resumiría de la manera siguiente:
Ante todo, redactar un Manifiesto por la Ciudadanía Mediterránea, abogando por el Mediterráneo como un destino común y un hogar compartido que ha de consolidarse a través de la integración gradual, inspirándose en el manifiesto en favor de la integración europea redactado inicialmente en 1941 por un grupo de intelectuales.[10] El Manifiesto como estatuto político para la integración mediterránea debería ser el resultado de un proceso participativo, con reconocidos pensadores y activistas de la región.
En segundo lugar, crear un grupo directivo de planificadores y promotores de proyectos que consoliden la idea de Ciudadanía Mediterránea; de hecho, se requieren una serie de infraestructuras para establecer los fundamentos de un movimiento transregional de base en favor de la integración. Las infraestructuras más importantes destacadas en el debate son:
- Un Festival Mediterráneo sobre Ciudadanía y Activismo anual o bianual, donde la cultura y la política se encuentren y debatan sobre visiones, ideas y temas actuales relacionados con el Mediterráneo; sería a la vez un evento cultural y un foro político.
- Campañas transmediterráneas específicas, involucrando a ciudadanos y grupos de las dos orillas, sobre temas de interés comunes, destacando entre ellos la cuestión de la libertad de expresión, seguida del derecho a la movilidad y la lucha contra el racismo y el discurso del odio.
- La promoción de un canal ciudadano de radio y televisión transmediterráneo a través de las nuevas tecnologías, donde las noticias se elaboren en despachos editoriales de base comunitaria y se difundan en varias lenguas.
- Un programa de intercambio y movilidad para activistas y organizaciones de la sociedad civil de la región, a fin de reforzar la colaboración entre las dos orillas.
- Un instituto de formación, estrategia y elaboración de proyectos en pro del activismo en la región, que ofrezca capacitación, análisis y buenas prácticas comunes.
Esta hoja de ruta representaría simbólicamente —si se me permite emplear esta imagen— un gobierno ciudadano transmediterráneo en la sombra que promovería la causa de la unidad mediterránea.
El deber de generar esperanza
Esto, obviamente, no es fácil, pero nada lo es. Debe animarnos la ambición de diseñar un nuevo espacio de integración política, social y económica, basada en la diversidad cultural que caracteriza a sus pueblos. La crisis egipcia no solo tiene que ver con Egipto, y lo mismo puede decirse de Grecia, España o incluso de Siria. Ello muestra que el ciclo de revoluciones y movimientos de protesta de 2011 aún no está completo, y que la crisis de legitimidad de las instituciones gubernamentales y estatales está presente allí donde vayamos, en Roma y en El Cairo, Madrid o Tel Aviv; y puede decirse otro tanto de las instituciones supranacionales. Hay que reinventar la relación entre el estado y el ciudadano, y poner en cuestión la dialéctica de la identidad. El Mediterráneo necesita un nuevo concepto de identidad, una identidad multipolar y regional. La sociedad civil independiente tiene una responsabilidad especial en la preparación del futuro, reanimando el espíritu de 2011, y reconciliando las alas religiosa y laica para abordar los problemas socioeconómicos, políticos o culturales desde una perspectiva regional, más allá de las fronteras nacionales y la propaganda de los regímenes. Este es el mejor patrimonio social que hoy merece la región mediterránea.
Notas
[1] Como en la sede central de una asociación de viviendas privadas, tal como informaban destacados activistas tunecinos como Sihem Bensedrine, uno de los fundadores del independiente Conseil National pour les Libertés (Consejo Nacional por las Libertades) en 1998. Cuando el Conseil presentó sus estatutos en el Ministerio del Interior a fin de solicitar su legalización, la administración pública se negó a entregarle una copia del recibo de presentación de la solicitud, y cuando el Conseil demandó a la administración pública, el caso estuvo suspendido nada menos que hasta el advenimiento de la revolución de 2011. Incluso las organizaciones independientes que habían obtenido el registro, como la Ligue Tunisienne des Droits de l’Homme (Liga Tunecina de Derechos Humanos) y la Association des Femmes Démocrates (Asociación de Mujeres Demócratas), se enfrentaban a presiones y limitaciones.
[2] En el primer trimestre de 2013 había 231.000 graduados universitarios en paro, lo que representa el 33,2 % del número total de parados (Blaise, 2013).
[3] Entrevista realizada en abril de 2012.
[4] Entrevistas realizadas en abril de 2012 y junio de 2013.
[5] Fuente: Ana Tounsi Radio, 2014.
[6] Con las siguientes plataformas: ACTED (Agencia de Ayuda a la Cooperación Técnica y al Desarrollo), EUNIDA (Red Europea de Cooperación Internacional), IDEA (Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral) e IRCT (Consejo Internacional para la Rehabilitación de las Víctimas de la Tortura).
[7] Fuente mencionada por Johansson-Nogués: Instituto Neerlandés para la Democracia Pluripartidista, 2005.
[8] Entrevista concedida en marzo de 2011. Véase la página de Agora Arts Culture en Facebook.
[9] Una encuesta sobre tendencias interculturales realizada por Gallup-Europa y la Fundación Anna Lindh muestra que la mayoría de los entrevistados en 13 países euromediterráneos asocian más a la idea del Mediterráneo valores positivos (estilo de vida, familia, patrimonio cultural, etc.) que factores que nos dividen o temas de crisis política, medioambiental o social (Fundación Anna Lindh, 2010: 19).
[10] El llamado «Manifiesto de Ventotene», escrito por Altiero Spinelli, Ernesto Rossi y otros durante su confinamiento impuesto por el régimen fascista en la isla del mismo nombre.