El riesgo de la libertad digital: un recono-cimiento demasiado frágil

Ulrich Beck

Sociólogo

Publicamos este artículo como tributo al trabajo del profesor Ulrich Beck, fallecido el 1 de enero de 2015, y para conmemorar el espíritu de este eminente sociólogo alemán, que contribuyó de manera considerable al análisis de la sociedad contemporánea, explorando a fondo conceptos como la sociedad del riesgo o el cosmopolitismo. Este era, de hecho, el tema central del artículo “Reinventar Europa: una visión cosmopolita”, publicado en el número 10de Quaderns de la Mediterrània: “El diálogo Intercultural entre Europa y el Mediterráneo”.

En el presente artículo, Beck explica cómo, al menos al principio, la libertad muere sin que los seres humanos resulten físicamente dañados. El riesgo de la libertad es el más frágil de entre los riesgos globales que hemos experimentado hasta ahora. Nos hace vulnerables tanto frente al estado como los unos frente a los otros, dejando a nuestro propio arbitrio protegernos de este imperio nuevo, pero extremadamente poderoso, de hecho omnipotente, mientras que para el resto de los riesgos globales la posibilidad de autorresistencia se ha reducido. No obstante, el riesgo de la libertad digital se parece al riesgo del cambio climático, en el sentido de que se trata de un problema que el estado-nación no afrontará debido a que va en contra de sus intereses nacionales. Hemos creado un monstruo que no podemos controlar, y que avanza más deprisa que lo que pueden correr nuestros pies.


El escándalo PRISMA ha abierto un nuevo capítulo en la sociedad del riesgo mundial. En las últimas décadas nos hemos encontrado con una serie de riesgos públicos globales, incluyendo los planteados por el cambio climático, la energía nuclear, las finanzas, el 11 de septiembre y el terrorismo… y ahora el riesgo de la libertad digital global.

Todos estos riesgos globales (a excepción del terrorismo) forman más o menos parte del desarrollo tecnológico, así como de las aprensiones normalmente expresadas en las fases de modernización de cualquiera de las respectivas nuevas tecnologías. Y ahora tenemos las revelaciones de Edward Snowden. De repente está ocurriendo algo que convierte el riesgo global —en este caso, el riesgo de la libertad digital— en un problema público a escala mundial. Sin embargo, la lógica del riesgo que aquí está en juego es distinta de la que conocíamos hasta ahora.

Mientras que los accidentes en los reactores de Chernóbil y, más tarde, Fukushima suscitaron un debate público sobre el riesgo de la energía nuclear, el debate sobre el riesgo de la libertad digital no ha venido provocado por una catástrofe, puesto que la verdadera catástrofe sería en realidad un control hegemónico impuesto a escala global. La autoimagen de una hegemonía de la información impuesta, sin embargo, no tiene en cuenta este riesgo global. En otras palabras, esta catástrofe concreta normalmente ocurriría sin que nadie lo percibiera. Hemos pasado a ser conscientes de la potencial catástrofe únicamente porque un solo experto del servicio secreto de Estados Unidos aplicó los medios de control de la información para hablarle al mundo del riesgo global, y nos enfrentamos a una completa inversión de la situación normal.

Nuestra conciencia de este riesgo global resulta, a la vez, extremadamente frágil, puesto que, a diferencia de otros riesgos globales, el riesgo con el que tratamos no se centra, resulta o se refiere repetidamente a una catástrofe que es física y real en el espacio y el tiempo. Lejos de ello —y de manera inesperada—, interfiere con algo que hemos dado por sentado: nuestra capacidad para controlar la información, que casi se ha convertido en nuestra segunda naturaleza. Pero entonces, la mera visibilidad de la cuestión provoca resistencia.

Tratemos de explicar el fenómeno de manera distinta: ante todo, hay algunas características que todos los riesgos globales parecen compartir. De una u otra forma, todos ellos nos hacen ser conscientes de la interconexión global en nuestras vidas cotidianas. Estos riesgos son todos ellos globales en el sentido concreto de que no tratamos con accidentes espacial, temporal o socialmente restringidos, sino con catástrofes espacial, temporal y socialmente delimitadas. Y todos ellos son efectos colaterales de una modernización coronada por el éxito, que cuestiona retrospectivamente las instituciones que hasta ahora han impulsado dicha modernización. En términos del riesgo de la libertad, esto incluye escenarios en los que la capacidad del estado-nación para ejercer el control democrático falla, y otros casos en los que el cálculo de probabilidades, o la protección de protección, etcétera, también lo hace.

Además, todos estos riesgos globales se perciben de manera distinta en las diferentes partes del mundo. Nos enfrentamos a un “choque de civilizaciones de riesgo”, por parafrasear el concepto de Huntington. También nos enfrentamos a una inflación de catástrofes existenciales, y a una catástrofe que amenaza con superar a las otras: el riesgo financiero “gana” al riesgo climático; y el terrorismo “gana” a la violación de la libertad digital. Esta es, por cierto, una de las principales barreras a cualquier posible reconocimiento público del riesgo global de la libertad, que, en consecuencia, aún no se ha convertido en objeto de intervención pública.

Hoy esto último está cambiando de forma manifiesta. Sin embargo, el reconocimiento de este hecho es bastante frágil. ¿Quién podría ser aquí el actor fuerte e interesado en mantener vivo este riesgo en la conciencia pública y, de ese modo, impulsar a la opinión pública hacia la acción política? El primer candidato que me viene a la mente sería el estado democrático. Por desgracia, eso sería como pedirle al zorro que cuidara de las gallinas, puesto que es el propio estado, en colaboración con los trusts digitales, el que ha establecido su hegemonía con el fin de optimizar su interés clave en la seguridad nacional e internacional. Cualquier movimiento aquí, no obstante, podría constituir un paso histórico para alejarse del pluralismo de los estados-nación y tender a un estado digital global, que está libre de control.

El ciudadano es el segundo potencial actor de nuestra lista. Sin embargo, los usuarios de los nuevos medios de información digital, de hecho, se han convertido en cíborgs. Emplean dichos medios como si fueran sus propios sentidos, y los consideran parte integrante de su concepción de cómo entienden y actúan en el mundo. Debido a su dependencia de los medios sociales, los miembros de la generación Facebook viven dentro de dichos medios, y, al hacerlo, renuncian a una parte relevante de su libertad y su privacidad individuales.

¿Quién, entonces, podría ejercer esta clase de control? Podría ser, por ejemplo, la Ley Básica. Por desgracia, en el caso de Alemania, el Artículo 10 estipula que el secreto postal y de las telecomunicaciones es sacrosanto. Eso suena a expresión propia de un mundo desaparecido hace largo tiempo, y no encaja en absoluto con las opciones de comunicación y control proporcionadas por un mundo globalizado. En otras palabras, Europa, por ejemplo, está dotada de excelentes agencias de supervisión, toda una serie de instituciones que tratan de afirmar derechos fundamentales contra sus poderosos oponentes; entre ellas, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, las entidades de protección de datos y los parlamentos.

Pero, de manera bastante paradójica, estas instituciones fallan, incluso cuando funcionan, debido a que el medio de defensa que tienen al alcance de la mano está restringido a los territorios nacionales. Mientras que afrontamos procesos globales, ellas se ven obligadas a utilizar los instrumentos de intervención desarrollados en el siglo pasado. Esto se aplica, por cierto, a todos los riesgos globales: las respuestas nacionales y los instrumentos políticos y legales que ofrecen nuestras instituciones ya no pueden afrontar los retos hoy planteados por la sociedad de riesgo global.

Todo esto podría sonar muy pesimista. Sin embargo, debemos dar un paso más y preguntarnos si nosotros —sociólogos, ciudadanos normales y usuarios de instrumentos digitales— conocemos los términos adecuados para describir la manera tan profunda y fundamental en que estos están transformando nuestras sociedades y nuestra política. Creo que carecemos de las categorías, los mapas o las brújulas que necesitamos para navegar por el Nuevo Mundo. Esto, una vez más, se corresponde con la situación en la sociedad de riesgo global en su conjunto. Una exitosa modernización y una vertiginosa evolución tecnológica nos han catapultado a ámbitos en los que podemos y debemos actuar, sin proporcionarnos el vocabulario que necesitamos para describir o denominar adecuadamente esos ámbitos y nuestras opciones de cara a la acción.

Un ejemplo podría ayudar a explicar nuestra posición con respecto al riesgo de la libertad. Tendemos a decir que está naciendo un nuevo imperio digital. Pero ninguno de los imperios históricos que conocemos —ni el griego, ni el persa, ni el Imperio romano— se caracterizó por los rasgos que marcan el imperio digital de nuestros días. El imperio digital se basa en características de modernidad sobre las que todavía no hemos reflexionado realmente. No depende de la violencia militar, ni tampoco trata de integrar zonas política y culturalmente distantes en su propio reino. Sin embargo, ejerce un control exhaustivo e intensivo, profundo y de gran alcance que en última instancia empuja cualquier preferencia y déficit individual hacia un terreno abierto: todos nos estamos volviendo transparentes.

El concepto tradicional de imperio, en cambio, no incluye este tipo de control. Además, existe una importante ambivalencia: nosotros proporcionamos grandes instrumentos de control, pero el control digital que ejercemos resulta extremadamente vulnerable. El imperio del control no se ha visto amenazado por una potencia militar, o por una rebelión o revolución, o por la guerra, sino por un único y valeroso individuo. Un experto del servicio secreto de treinta años de edad ha amenazado con derribarlo volviendo el sistema de información contra sí mismo. El hecho de que esta clase de control parezca inviable, y el hecho de que resulte mucho más vulnerable de lo que imaginamos, son las dos caras de una misma moneda.

El individuo puede, de hecho, resistirse al sistema aparentemente hiper-perfecto, lo que representa una oportunidad que ningún imperio ha ofrecido nunca hasta ahora. Los valientes pueden recurrir al contrapoder si deciden ofrecer resistencia en su trabajo. Una de las cuestiones clave es, pues, si no deberíamos obligar a las grandes empresas digitales a implementar por ley una unión de denunciantes de ilegalidades y, en particular, el deber de resistencia en la propia profesión, quizás primero a escala nacional y posteriormente a nivel europeo, etcétera.

Sin embargo, el ciudadano de a pie —a diferencia de Snowden— no sabe mucho sobre las estructuras y el poder de este presunto imperio. El joven Colón viaja hacia el Nuevo Mundo y utiliza las redes sociales como una extensión de la comunicación de su cuerpo. La visión del mundo de la nueva generación incorpora las ventajas ofrecidas, ya sea con respecto a la organización de movimientos de protesta, a la comunicación global o al amor digital. De todo ello podemos ver que el joven no teme ser controlado por el sistema.

Una consecuencia importante se hace aquí evidente. Cómo evaluamos el riesgo planteado por la violación de los derechos de libertad difiere de nuestra evaluación de la violación, quizás relacionada con la salud, consecuencia del cambio climático. La violación de nuestra libertad no duele. Ni la sentimos, ni sufrimos una enfermedad, una inundación, una falta de oportunidades de encontrar trabajo, etcétera. La libertad muere sin que los seres humanos resulten físicamente dañados. El poder y la legitimidad del estado se basan en la promesa de seguridad. La libertad llega a parecer, o parece en todo momento, secundaria. Como sociólogo, estoy convencido de que el riesgo de la libertad es el más frágil de entre los riesgos globales que hemos experimentado hasta ahora.

¿Qué deberíamos hacer? Sugiero que formulemos una especie de humanismo digital. Identifiquemos el derecho fundamental a la protección de datos y la libertad digital como un derecho humano global, que debe prevalecer como cualquier otro derecho humano, si es necesario contra viento y marea.

¿Es factible un planteamiento menor? No, porque no hay un objetivo menor. Actualmente se nos dice que apliquemos las nuevas metodologías de cifrado para protegernos de los ataques de quienes quieren rastrearnos. Este planteamiento, no obstante, implica la individualización de un problema que, de hecho, es global. Y la verdadera catástrofe es, como hemos visto, que la catástrofe desaparece y se hace invisible, porque el control ejercido se va haciendo cada vez más perfecto. Esto ocurre en la medida en que nuestra reacción ante la inminente muerte de la libertad sigue siendo una reacción exclusivamente técnica e individual.

De hecho, carecemos de un cuerpo internacional que haga cumplir tales demandas. En ese sentido, no hay diferencia alguna entre el riesgo de la libertad y el riesgo planteado por el cambio climático. La letanía siempre ha sido la misma: el estado-nación no puede hacerlo. Tampoco hay ningún actor internacional al que acudir. Pero existe una preocupación generalizada. El riesgo global tiene un enorme poder de movilización que va más allá del que habíamos visto hasta ahora, por ejemplo, por parte de la clase obrera. Un factor crucial sería combinar políticamente el malestar que ha activado a movimientos sociales y partidos políticos en distintos países en diversos grados, a fin de impulsarlos hacia la idea antes mencionada.

Pero ¿es este el modo de implementar pautas a escala global? La reflexión permanente sobre los peligros para amigos y enemigos podría, de hecho, suscitar la creación y la implementación de unas normas globales. La idea de lo que resulta acertado o erróneo en lo que se refiere a dichas normas globales resultaría ex post de una conmoción pública global sobre la violación de esas normas. Estamos vinculados a un desarrollo histórico que nos lleva a ese punto una y otra vez: necesitamos una invención transnacional de política y democracia.