En treinta años, el islam se ha convertido en una realidad presente en Europa, iniciada por la descolonización e impulsada luego por las necesidades de la industria de la posguerra y, finalmente, por el desarrollo económico del sur de Europa a partir de la década de 1990. Últimamente, la opinión pública europea ha cobrado conciencia de una terrible realidad, debida a la radicalización de algunos musulmanes residentes en Europa. Cabe señalar que quienes han abrazado con mayor ardor la violencia islamista suelen carecer de cultura religiosa y no pertenecen a ninguna comunidad. La pregunta que se plantea ahora es: ¿cómo debemos afrontar la radicalización del islam? Cada país debe definir su propia respuesta según su cultura política y sus condiciones específicas.
Todo va muy rápido, por lo que el historiador François Hartog (en Régimes d’historicité. Présentisme et expériences du temps[1]) tiene motivos para preocuparse por el presentismo, consistente en vivir solo en el presente, en la actualidad. Así, en tan solo treinta años, el islam se ha convertido en una realidad en Europa, y no únicamente en el sur de la cuenca mediterránea. Y contrariamente a lo que afirman muchos tópicos, dicha realidad es especialmente inestable y cambiante en todas las orillas del Mediterráneo, aunque algunas de sus corrientes internas apelen al mantenimiento de la tradición y a una lectura literal de los textos sagrados. La evolución, ya rápida en el norte –en Europa–, ha sido repentina e imprevista en el sur, el Magreb y el Mashrek.
En el norte, su surgimiento y sus transformaciones tienen mucho que ver con los fenómenos migratorios. Los primeros cambios, que se produjeron lejos del Mediterráneo, estuvieron vinculados a la descolonización y el fin del Imperio Británico, con la llegada al Reino Unido de emigrantes musulmanes procedentes sobre todo de Asia, directa o indirectamente, y luego de África.
Los siguientes cambios, especialmente en Francia, Bélgica o Alemania, estuvieron ligados sobre todo a la gran mutación de la inmigración musulmana procedente en gran parte del norte de África, y en el caso de Alemania, de Turquía. Así fue como los “trabajadores inmigrados” (según la expresión francesa) y otros Gastarbeiter (en el caso de Alemania), requeridos por las necesidades de la industria durante la posguerra y hasta mediados de los años 70, comenzaron a convertirse en una inmigración de poblamiento, sobre todo a partir de los años 80. El horizonte ya no era para ellos el país de origen, sino el de acogida. Para esos hombres que llegaron solos, pero también luego para las mujeres y niños que pudieron reunirse con ellos, y posteriormente para sus descendientes, al principio el islam era solo cuestión de reproducción. Pero también, en muchos sentidos, de algún modo fueron productivos, y encontraron en el mismo un recurso tanto más útil cuanto que el racismo, la exclusión, la inseguridad y otras dificultades sociales experimentadas suscitaban la necesidad de encontrar un significado que solo la religión parecía capaz de satisfacer. Por último, Italia y España, más que otros países mediterráneos, se convirtieron más tarde en países de inmigración, sobre todo a partir de los años 90, con una fuerte presencia musulmana.
Las tensiones comenzaron a multiplicarse a partir de los años 80 a raíz de la fatwa iraní contra el escritor Salman Rushdie, residente en Inglaterra, o del primer caso del “velo islámico” en Francia. Y hace poco, la opinión pública ha tomado conciencia de una realidad terrible: si bien la inmensa mayoría de los musulmanes que viven en Europa desean integrarse, algunos de ellos se radicalizan, unos por la vía de la reclusión pacífica pero sectaria, pietista sobre todo, y otros por la vía de la violencia y el terrorismo. Y esa radicalización va acompañada del renacimiento de un fenómeno que se creía en irreversible declive: el antisemitismo, que se abre camino entre la población musulmana, sobre todo en los sectores radicalizados o en vías de radicalización.
Todo ello plantea numerosos interrogantes. Algunos de ellos se refieren al modo en que las sociedades europeas deben plantearse el papel del islamismo radical en relación con el islam: ¿hay una continuidad entre ambos o una ruptura? ¿Debemos depositar nuestra confianza en los musulmanes moderados para que mantengan alejados de la lógica de la radicalización islámica a quienes quieran encontrar el significado de su existencia en la religión musulmana? ¿Acaso deben, quienes ostentan el poder, movilizar a las élites musulmanas y pedir a los líderes religiosos –exigirles incluso– que acaten las reglas del laicismo con el fin de contrarrestar, más o menos directamente, las tentaciones de los jóvenes de abrazar la violencia?
Son interrogantes complicados ya que, si bien afectan propiamente a Europa, no podemos hacer abstracción de sus dimensiones globales ni de las especificidades nacionales. En efecto, por un lado, hay que formularlos mucho más allá del marco de los estados-nación, con la vista puesta en grandes espacios geográficos, ya que los actores de la radicalización se mueven por territorios como Pakistán, Irak, el Yemen, etc., y su imaginario gira en torno a los acontecimientos que se desarrollan en Oriente Medio y las orillas africanas del Mediterráneo. Y por otro lado, cada país posee su propia cultura política: por ejemplo, los países que se construyeron según un modelo basado en “pilares”, incluidos los religiosos, o que han dado pruebas, al menos en el pasado, de una cierta predisposición al reconocimiento de las minorías, suelen diferir de los que, como Francia, reivindican una tradición republicana mucho menos abierta a la presencia visible de las minorías en el espacio público.
Fijémonos ahora, así pues, en las otras orillas del Mediterráneo y consideremos el islam en el Magreb y el Mashrek. Las sociedades árabes y musulmanas estuvieron sometidas, hasta principios de la década de 2010, a dictaduras o regímenes autoritarios que, según los occidentales más perspicaces, no serían capaces de cambiar salvo para sumirse en el caos y la violencia a todos los niveles. Sin embargo, de repente, tras la inmolación de Mohamed Bouazizi, que se prendió fuego el 17 de diciembre de 2010, Túnez abrió el camino a una serie de revoluciones que inicialmente expresaban unas ansias enormes de democracia. Pero, salvo en Túnez, posteriormente los actores de la democracia se han visto reducidos, en mayor o menor medida, a la mínima expresión; existen, pero con una presencia relativamente baja, en Egipto y Marruecos, cuando no se han encontrado atrapados en medio de una terrible violencia que les ha dejado muy poco espacio, como es el caso de Libia, Siria y Yemen; mientras tanto, el islam político, bajo formas más o menos radicales, parecía convertirse en la principal alternativa a los poderes dictatoriales.
En los países musulmanes, el islam político plantea a quienes quieren encaminarse hacia la democracia unos desafíos en cierto modo comparables a los que se pueden vivir en los países europeos. ¿Hay que combatirlo frontalmente, siempre que sea posible, en nombre de los valores universales y los derechos humanos?, como se preguntan sobre todo numerosos demócratas tunecinos. ¿No deberíamos entonces oponernos al islam en general, con la idea de un cierto continuum? ¿No sería mejor contar con el islam moderado, o moderno, para crear el mejor antídoto contra la radicalización?
Es cierto que quienes han abrazado con mayor ardor la violencia islamista suelen ser incultos en materia religiosa, y el islam para ellos ha sido generalmente una conclusión más que un punto de partida. No suele haber en ellos gran cosa derivada de una anterior pertenencia a una comunidad religiosa ni de un entorno familiar con una arraigada práctica del islam, del que solo conocen unos escasos rudimentos. Por ejemplo, casi todos los terroristas de Al Qaeda estudiados por el psiquiatra y ex agente de la CIA Marc Sageman tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 (en un libro de gran repercusión, Understanding Terror Networks[2]), o los que actuaron en Europa –en Londres (en julio de 2005), en Madrid (en marzo de 2004), etc.–, ilustran esta observación. Su trayectoria, como demuestra Farhad Khosrokhavar en su reciente libro Radicalisation[3], les puso en contacto, directamente o a través de Internet, con predicadores y activistas, pero no son la expresión de unas comunidades constituidas, sino que son más bien todo lo contrario: abandonaron una eventual comunidad.
En estas condiciones –y esto se puede aplicar tanto a Europa como a las tierras del islam, el Magreb o el Mashrek–, es fácil comprobar que las principales ideas que, en nombre de la democracia, se pueden esgrimir frente al islam radical definen opciones políticas en conflicto. Algunas de ellas depositan su confianza en el islam moderno y abierto, recurren a medidas para reconocerlo y facilitarle la existencia y abogan por un diálogo constructivo con él; todo ello significa también que la idea de ruptura entre el islam y el islamismo radical prevalece sobre la de una cierta continuidad. Otras opciones, por el contrario, no confían en absoluto en el islam, al que acostumbran a ver como una religión incompatible con la democracia o incluso, simplemente, como una religión que hay que combatir según la tradición voltairiana: “aplastemos al infame”. Estas ideas se asocian a menudo, en los países europeos, con la imagen suplementaria de una amenaza para la identidad nacional y su supuesta integridad cultural. Y en los países musulmanes, son difíciles de defender, porque el ateísmo o el agnosticismo son extremadamente minoritarios, o porque los combates de un pasado no muy lejano en defensa de visiones marxistas y nacionalistas –árabes sobre todo– han fracasado o ya no están a la orden del día.
En los países europeos, el islamismo radical, en sus modalidades violentas, aparece ante todo como una amenaza terrorista llevada al límite por personas aisladas o casi, los “lobos solitarios”, como les llaman los medios de comunicación. No puede constituir la base de ningún proyecto político, aunque solo sea porque los musulmanes no representan más que pequeñas minorías: tal vez el 4% o el 5% de la población total de un país como Francia. En los países musulmanes, en cambio, el islam radical puede engendrar proyectos totalitarios, o muy autoritarios, como se ha visto en el Irán revolucionario, o como intenta hacer el Estado Islámico en Oriente Medio y Boko Haram en el África subsahariana.
No en todas partes está en juego lo mismo, por lo que el Mediterráneo no constituye un espacio verdaderamente unificado desde este punto de vista. Pero no por ello deja de haber una cierta unidad en cuanto al problema. En efecto, en primer lugar, los actores se comunican y se reúnen, las redes funcionan, la información circula, y los proyectos de unos y otros se completan o articulan: las aspiraciones geopolíticas del islam radical no se detienen en el umbral de tal o cual Estado-nación musulmán y, desde el punto de vista, por ejemplo, del Estado Islámico, debilitar un país europeo mediante el terrorismo equivale también a actuar a otra escala. En segundo lugar, no es posible argumentar unas determinadas ideas desde Europa, por ejemplo, para sostener luego las contrarias en los países musulmanes.
Así pues, en los países europeos, son tres las principales opciones que se debaten: combatir el islamismo radical disociándolo totalmente del islam moderado, sin preocuparse mucho por este último; contar con el islam moderado, reforzarlo y movilizarlo para ese combate y, por último, combatir el islam en general. En los países musulmanes la tercera opción está prácticamente excluida. Y en ambos casos, existen todo tipo de matices o propuestas intermedias, complicadas por consideraciones geopolíticas, internacionales o globales.