Actualmente, las aguas del Mediterráneo son las más peligrosas del mundo en término del número de muertos y desaparecidos entre quienes se embarcan en el sur para tratar de ganar las costas europeas. A este grave problema se añade la postura de los gobiernos de los países europeos mediterráneos, en materia de políticas migratorias y de asilo, que se caracteriza por una obsesión del control absoluto de sus fronteras, para que puedan cruzarlas sólo aquellos inmigrantes expresamente deseados y que cumplan con todos los requisitos legales para hacerlo. Todo ello anula no sólo la libertad de movimiento como derecho, sino también la ablación de otros derechos humanos fundamentales. El instinto básico de solidaridad, pieza fundamental de la conciencia de pertenencia común a la humanidad y de la noción de civilización, se ve así gravemente amenazado por estas políticas.
El Mediterráneo ya no es Mare Nostrum
La existencia de intereses comunes, modos de vida, tradiciones y rasgos culturales compartidos entre ambas riberas del Mediterráneo parece esfumarse. Se impone la dura realidad de que nuestro mar interior es la falla demográfica más importante del planeta (más aún que la de la frontera entre los EEUU y México), por la proporción inversa entre la tasa demográfica y la media de edad de los países del sur respecto a la riqueza (el PIB) de los estados europeos ribereños del Mediterráneo. Los datos de la Organización Internacional para las Migraciones y del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) añaden el elemento trágico de que las aguas del Mediterráneo son las más peligrosas del mundo en términos de número de muertos y desaparecidos entre quienes se embarcan en el sur para tratar de ganar las costas europeas. Esto incluso a pesar de que Italia ha realizado un esfuerzo enorme, de carácter policial y militar, para tratar de evitar los trágicos naufragios que conmovieron al mundo en 2013 y a comienzos de 2014. Este esfuerzo ha recibido una tímida ayuda por parte de la Agencia Europea para la Gestión de la Cooperación Operativa en las Fronteras Exteriores (FRONTEX), con la oposición, por ejemplo, del Reino Unido. En efecto, el Gobierno del primer ministro, David Cameron, no se siente concernido por la obligación de solidaridad de colaborar en evitar esas pérdidas de vidas humanas.
Por su parte y aunque el peso de los movimientos de inmigrantes y refugiados que tratan de cruzar el Mediterráneo hacia las costas de Grecia, Malta e Italia es incomparablemente mayor que la presión migratoria que sufren las plazas africanas de soberanía española (Ceuta y Melilla), el Gobierno español continúa presentando a la opinión pública una situación de extrema necesidad frente a la que actúa en términos de fortaleza acosada y que se traduce, asimismo, en una importante pérdida de vidas humanas.
A ese coste inasumible hay que sumar otro particularmente grave: la herida que causan en el Estado de Derecho las respuestas adoptadas por los gobiernos de los países europeos mediterráneos en materia de políticas migratorias y de asilo, bajo la obsesión del control absoluto de sus fronteras para evitar que pueda cruzarlas nadie que no sea un inmigrante expresamente deseado y que cumpla con todos los requisitos legales. Como veremos, esas respuestas laminan en primer lugar la libertad de movimiento como derecho, esto es, el derecho a inmigrar como derecho humano fundamental en su sentido pleno (esto es, como libertad de salida, es decir, derecho a no emigrar, que supone que la decisión de convertirse en emigrante sea el resultado de una decisión libre, y no de un estado de necesidad; y junto a él, el derecho a emigrar a otro país y a instalarse en él ‒los tres conectados intrínsecamente con la noción de autonomía de planes de vida‒). Asimismo, dichas respuestas suponen la ablación de otros derechos humanos fundamentales (un ejemplo suficientemente elocuente sería lo que sucede en España respecto al derecho de los inmigrantes –también los irregulares- a la salud tras la entrada en vigor del Real Decreto 16/2012[1]).
Sin embargo, la primera advertencia que habría que formular es que la pretensión de cerrar absolutamente las fronteras para conseguir un control absoluto y unilateral del tránsito por ellas es un desiderátum tan inalcanzable como la pretensión opuesta, la de abolirlas por completo. Se ha argumentado hasta la saciedad las razones en las que se apoya una tesis que hoy es ampliamente compartida, hasta alcanzar el grado de evidencia, esto es, que pese a la proclamación como objetivo sine qua non de toda política migratoria de la necesidad de control absoluto de las fronteras en términos de filtro que no deje pasar al no deseado (por delincuente peligroso –hoy en día, por sospechoso de terrorismo yihadista, el nuevo gran miedo que azota a Occidente‒ o por inmigrante “ilegal”), es casi imposible ofrecer ejemplos de estados cuyo territorio esté completamente cerrado a fisuras o grietas sin control. Y ello, a pesar de todos los esfuerzos de puesta en común en el ámbito de la UE de sistemas avanzados de vigilancia de fronteras mediante instrumentos tecnológicos. La porosidad de las fronteras es una de las paradojas manifiestas del proceso de globalización, de las posibilidades de movilidad y, sobre todo, de la visibilidad de la desigualdad que las comunicaciones globales ponen al alcance de las poblaciones que sufren los peores índices de desarrollo humano. En este índice de desarrollo están incluidos las libertades y los riesgos para la vida, así como la garantía frente a la enfermedad y la miseria. Es evidente, además, que el proceso acelerado de la globalización es el resultado no sólo de la pérdida de soberanía real de la mayor parte de los estados frente a instancias de poder transnacionales, sino de un nuevo modelo de mercado global y de división internacional del trabajo. Sus características son demoledoras en términos de incompatibilidad con estándares básicos de reconocimiento y garantía de derechos humanos y fundamentales. Hablo, claro está, de los sistemas de deslocalización de trabajo en el marco de nuevas redes o circuitos de producción e intercambio. Estos sistemas están sometidos a la exigencia de la maximalización de beneficio que impone el mercado global, y a la precariedad/caducidad de mercancías y trabajadores, que ha hecho aparecer la categoría del precariado, que incluye la de trabajadores sustituibles, prescindibles o desechables. Todo ello, insisto en recordarlo, desdibuja el viejo dogma del monopolio de la soberanía estatal sobre su propio territorio, aún más escandalosamente visible en el caso de la UE, con una geometría variable de definición de su territorio y sus fronteras. Esta geometría acaba impactando sobre la movilidad de sus propios ciudadanos, como estamos viendo ahora en los casos de Bélgica, Alemania o Reino Unido respecto a ciudadanos de países terceros de la propia UE, que son catalogados como un coste excesivo para el Estado de bienestar de los países arriba mencionados.
El coste para el Estado de Derecho de una política policial-militar para blindar las fronteras
En el caso de las fronteras de Ceuta y Melilla, plazas mediterráneas africanas, la evolución de las políticas de control de frontera allí aplicadas muestra rasgos preocupantes por manifiestamente incompatibles con el reconocimiento y la garantía de derechos humanos de los inmigrantes (y refugiados) y que acaban costando pérdidas de vidas humanas. Son, por así decirlo, la vanguardia de una opción por un cierto “estado de excepción permanente” que supone una grave quiebra de los principios, valores, normas e instituciones del Estado de Derecho.
En cierto sentido, puede decirse que desde el incremento vertiginoso de la degradación de las condiciones del Estado de bienestar en España, como consecuencia de la aplicación de políticas de “gestión de la crisis” (a partir de 2008), que han supuesto importantes recortes de derechos y un incremento de la desigualdad y de la tasa de pobreza (también entre la población infantil) que sitúa a España en la cola de los países de la UE, ha tomado cuerpo lo que desde los análisis de Agambem ha sido teorizado como la opción por un “estado de excepción permanente”, tal y como lo explica la jurista francesa Danièle Lochak.
En efecto, en torno a las fronteras de Ceuta y Melilla (no sólo en estas fronteras, pero desde luego en primer lugar en ellas) se han creado y desarrollado unas prácticas administrativas y policiales supuestamente justificadas por el riesgo y la amenaza de grupos estigmatizados o construidos como el agresor o enemigo externo. Así, se ha ido desarrollando no sólo un “derecho penal del enemigo”, sino incluso un “derecho administrativo del enemigo” (coherente con el giro securitario de un lenguaje político que concibe la inmigración –y, de paso, el movimiento de refugiados como un problema–). Ello sirve, desde la propia administración, para enviar a los ciudadanos el mensaje de que, si bien hay razones para el miedo como consecuencia de esa amenaza, el Estado los protegerá respecto a tales peligros. Así, de paso, este mismo Estado conseguirá una recuperación de la adhesión que dejaron de prestarle las clases que han sufrido más por la gestión de la crisis.
Uno de los costes mayores de esa estrategia es que, como anticipara ya Ferguson en su Historia de la sociedad civil, ese discurso hace desaparecer la noción de ciudadano, que vuelve al status de súbdito, eso sí, consumidor. Los presupuestos de ese mensaje son evidentemente falaces:
- Contra lo que ha sostenido, por ejemplo, el representante español en la comparecencia ante el Consejo de Derechos Humanos reunido en su sesión periódica en enero de 2015 en Ginebra, esas plazas de soberanía española no soportan continuos “asaltos violentos” propios de una presión migratoria cuyo volumen no es imposible de gestionar, sobre todo comparada con Italia y Grecia;
- la terca realidad muestra que la inmensa mayoría de los inmigrantes denominados “ilegales”, irregulares, llegan a España por fronteras aéreas y terrestres en la península;
- y, sobre todo, esta estrategia causa un daño inmenso a un derecho básico, el de asilo, en especial respecto a los refugiados que tratan de alcanzar la Unión Europea desde Siria y, en menor medida, Mali.
La amenaza de esas políticas sobre los refugiados
Comenzaré por recordar que si el asilo ha podido ser definido como Urrecht, como el primer derecho, es porque arraiga en un instinto originario, propio de nuestra condición de seres humanos como seres sociales. Si tengo que darle nombre a este instinto, arriesgaré a llamarlo de solidaridad, que es algo más que el de cooperación. Ese algo más nace precisamente de lo que entiendo por solidaridad, que no es moralina o sucedáneo de la igualdad, sino complementario a ella, tal y como lo entendían los revolucionarios franceses. La solidaridad es condición sine qua non de la estabilidad y del progreso de las sociedades, como explicó el gran Ibn Jaldún cuando analizó el concepto de assabiyah en su monumental obra Muqaddihmah. Desde esos puntos de partida (a los que hay que añadir la gran tradición que arranca de Durkheim), diré que entiendo por solidaridad la conciencia conjunta de derechos y deberes que se despierta o agudiza allí donde nos encontramos ante la presencia o amenaza inminente de un peligro percibido como común. De ahí también la noción del deber de hospitalidad. Porque la conciencia de que esos peligros nos pueden alcanzar desvela que los amenazados somos todos, aun en el caso de que de forma inmediata sólo lo sean algunos, incluso lejanos. Todos, en uno u otro momento, podemos necesitar que nos ofrezcan refugio.
En realidad, el fundamento del asilo es la sacralidad de la vida. Algo que está más allá de las religiones, de las tradiciones de respeto a lo sagrado. Sí, es cierto: lo sagrado comienza por el lugar de la religión, pero eso es porque la primera sacralidad es la de la vida, por encima de cualquier otra consideración, de cualquier otro atributo humano de sexo, raza, lengua, nación, religión. Como trataré de explicar enseguida, a mi juicio esa sacralidad laica de la vida es el humus en el que arraiga el instinto de dar refugio y que exige dar el paso a una institución que condensa los principios jurídicos básicos: humanitas, dignitas, pietas.
Ambas ideas, ambas exigencias, son cada vez más necesarias en el contexto internacional en el que nos movemos, en el que cada vez hay más causas de persecución, más factores que provocan la huida o el desplazamiento forzoso de cada vez más millones de personas. Trataré de explicarlo con algo más de detalle.
Como decía, lo primero que intento recordar es que la institución del asilo responde a la exigencia de la noción misma de humanidad, en dos de las acepciones que el término reúne y sin cuyo reconocimiento no es posible la supervivencia, la sociedad misma.
En efecto, el asilo arraiga en el reconocimiento de la sacralidad de la vida, de la vida del otro, de aquel otro que se presenta ante nosotros amenazado, vulnerable, desprovisto de toda otra condición que no sea la de ser humano. Por ello, el asilo es ante todo un instinto básico, el de proteger a quien nos pide refugio porque huye, porque le amenaza un peligro. El asilo es, pues, una exigencia de humanidad, en la primera acepción del término, que supone el instinto de reconocimiento al otro y de ayuda, de protección a ese otro amenazado.
Además, como también he anticipado, en ese instinto de humanidad se encuentran in nuce los elementos básicos en torno a los cuales el genio griego expresará la noción de leyes no escritas y comunes a todos, esas agrafoi nomoi que invocará Antígona, y entre las que se encuentra la pietas con el otro, incluso con el enemigo, como supo ver la gran filósofa del siglo XX que fue Simone Weil, en su ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza. Precisamente una de esas agrafoi nomoi es también la hospitalidad, en la que arraiga el reconocimiento universal del otro (como sabrá explicar Kant) y que da razón al derecho de asilo.
Junto a ese genio heleno, otro, el romano, hará nacer la idea misma de Derecho, ahora como norma escrita y dotada de imperium, vinculante. Es así como el instinto de proteger dará paso a la institución jurídica del asilo, vinculada a principios jurídicos más básicos. Así, la conciencia de pertenencia común a la humanidad, esto es, la noción de humanitas nos reúne a todos y cada uno de nosotros como membrum humani generis, esto es, como sujetos de una única comunidad, la del género humano.
De esta manera, nos encontramos con la segunda acepción de la noción de humanidad.En efecto, si hablamos de una comunidad universal de todos los seres humanos, es porque reconocemos en todos ellos el carácter valioso de cada ser humano, de su vida, es decir, la dignitas. Así es como surge la obligación de responder frente al peligro que amenaza al otro, la de hacernos cargo de él, esto es, la pietas, la solidaridad, cuya primera manifestación es el deber de hospitalitas, la hospitalidad como mandato universal. Y es eso lo que implicará el reconocimiento de reglas universales, un Derecho omnium gentium.
Por tanto, cuando hablo de la “sacralidad de la vida”, de ese deber universal de acoger a quien busca refugio, no hablo de un mandato religioso o cultural, propio de esta o aquella religión, iglesia, ideología o cultura. Me refiero, sí, a un principio que es enunciado como derecho en el seno de la cultura grecorromana, pero que se muestra preñado de universalidad, de transculturalidad.
Hablo de una tradición intelectual que comienza en el estoicismo y se expresa en la fórmula de Séneca, homo homini sacra res, o en la menos sofisticada de Terencio, cuando en el 167 AC escribe en su comedia Heautontimoroumenos: Homo sum, humani nihil a me alienum puto. Aunque nuestro Miguel de Unamuno supo reformularla y concretarla cuando en el comienzo de su ensayo Del sentimiento trágico de la vida escribió: “Homo sum; nihil humani a me alienum puto, dijo el cómico latino. Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño. Porque el adjetivo humanus me es tan sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple ni el sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre, el otro, los otros seres humanos.”
Hablo de la tradición del humanismo que representan Pico della Mirandola, Montaigne y John Donne, de la Ilustración (de Ferguson y Swift a Kant y Marx, sí, Marx), del mejor liberalismo (el de J.S. Mill y Tocqueville), del feminismo de Olympie de Gouges y Mary Wollstonecraft, de la tradición de rebeldía de Kafka, Camus y Orwell… ¿Qué nos dirían ellos sobre nuestra conformidad, nuestra pasividad, nuestro miedo al otro convertido en el passe-partout político en esta caduca Europa? ¿Sobre nuestra pasividad e indiferencia ante la suerte que corren decenas de miles de inmigrantes y refugiados, ante nuestros ojos que miran sin ver?
Lo reiteraré: el derecho de asilo es el mecanismo jurídico elemental con el que reaccionamos frente a la amenaza que acecha a la condición de esos millones de seres humanos que viven un remedo de vida, una existencia peor que virtual, vicaria. Porque no es vida, sino simulacro de vida, la situación de incertidumbre, de espera, de angustia, en una tierra de nadie en la que esos seres humanos se encuentran confinados. Es la angustia de la vida en suspenso, sin saber si obtendrán el reconocimiento mínimo, esa seguridad jurídica básica que es el derecho a tener derecho, que todos tenemos asegurado; todos, menos ellos, los refugiados.
Recordemos que el asilo otorga esa primera protección que consiste en no rechazar –non refoulement– a quien busca refugio, en no dejarlo abandonado o, aún peor, en manos de quien lo persigue. A eso están obligados todos los estados que son parte del sistema de derecho internacional de refugiados en cuyo centro está la Convención de Ginebra de 1951. Esta convención especifica el sistema de convenciones que, también en Ginebra y en 1949, había tratado de dar respuesta a los desafíos planteados por la experiencia de la guerra, y da lugar al núcleo de lo que conocemos como Derecho internacional humanitario. La Convención de 1951 y el Protocolo de Nueva York de 1966 instituyen y regulan la protección en la que el asilo consiste.
Sin embargo, en un mundo en que cada vez más seres humanos necesitan recibir esa protección, porque cada vez hay más riesgos, más amenazas, el asilo no deja de retroceder. Se trata, en buena medida, de viejas amenazas que han sido la pesadilla de la humanidad. Las guerras, los conflictos bélicos, la violencia, se multiplican y son cada vez más letales, desgarran regiones y pueblos enteros y obligan a millones de personas a desplazarse y dejar sus hogares atrás. Las necesidades humanitarias aumentan y la pobreza arraiga en muchos lugares. Las desigualdades rompen sociedades y comunidades que creíamos estables. En paralelo, la discriminación y el rechazo al otro protagonizan muchos discursos políticos y agendas mediáticas.
Lo más decisivo, insistiré una vez más, es que esos riesgos y amenazas ponen en cuestión el principio básico (y el deber que deriva de él, la responsabilidad de todos y cada uno de nosotros) del respeto sagrado a la vida, un valor sin el que no puede haber civilización. He tratado de recordar también que de esa convicción irrenunciable nace la noción misma de humanidad, el impulso transformador que supera barreras de religión, lengua, raza, nación y que, desde los estoicos a los humanistas y a la Ilustración, pugna por hacer frente a los impulsos destructores del odio, el prejuicio y la ignorancia, que están detrás de la guerra, el menosprecio, la discriminación, la dominación y la persecución del otro. Por eso, he intentado explicar cómo el asilo emerge desde el fondo del impulso civilizador que reconoce lo que hay de común entre nosotros y todo otro y nos lleva a proteger la vida, a acoger a quienes no son como nosotros, a darles hospitalidad y, más aún, a ofrecerles protección cuando llegan hasta nosotros en demanda de refugio contra la persecución que amenaza su vida, su integridad, su libertad. El asilo es, por tanto, un impulso genuino que nace de nuestra conciencia de solidaridad con los demás seres humanos, acentuada cuando están en peligro. El desarrollo de la civilización, a través de esa herramienta cultural que es el Derecho, ha dado a luz la garantía de ese impulso de humanidad: el derecho de asilo. Una institución sin la que buena parte de los seres humanos carecen del derecho a tener derechos.
Es necesario que los países de la UE (en solidaridad con la presión que soportan los países mediterráneos –ergo también Alemania- por el flujo de refugiados) adopten políticas más amplias en proporción a la necesidad de rebelarse contra la indignidad, contra la miseria moral que supone que, a nuestro lado (porque en el mundo global ya no hay lejanía), ante la mirada en tiempo real que nos sirven las televisiones y las radios, vivan millones de personas que hoy, en el mundo de la tecnología y el progreso, se encuentran todavía en un estadio anterior al de esa chispa de civilización que supone la aparición del Derecho. No hablo de la barbarie de tiempos pasados. Hablo del aquí y ahora, porque hoy mismo, en estas semanas, hemos conocido una campaña del Gobierno australiano (dirigida a los inmigrantes básicamente) cuyo lema me parece la negación misma del deber de asilo: “No Way: you will not make Australia home”.
Charles Péguy, el filósofo francés, recordaba que ese ideal moral mínimo, el de una ciudad sin exilio, es una obligación moral que nos corresponde a todos: construir una sociedad en la que nadie deba vivir privado del reconocimiento de la condición de sujeto de derecho, que es la del ser político, el que, como ciudadano, goza de la protección del derecho que dispensan los estados. Los refugiados son personas radicalmente vulnerables porque son seres humanos sin más atributos, privados del rasgo político, la condición de pertenencia, el título de ciudadanos de un Estado, sin el cual esos derechos humanos proclamados como universales en 1789 son papel mojado. Porque los derechos del hombre no son nada si no se es ciudadano. O en todo caso, son muy poco si no se es titular del pasaporte de un Estado que cuenta.
No somos, ni seremos una sociedad decente mientras no seamos conscientes de que esa condición es incompatible con nuestra indiferencia ante la realidad que afecta los refugiados, el desamparo radical que es consecuencia de la omisión (o peor, del rechazo) del deber de los poderes públicos, de las instituciones de nuestros estados. Estos estados, que deberían garantizar el asilo, lo niegan activamente o lo omiten. La obligación nos vincula a todos nosotros, a la sociedad civil, a todos y cada uno de los ciudadanos. También es necesario señalar nuestra obligación de exigir a los poderes públicos que asuman esa responsabilidad de proteger. Y, por eso, tenemos que ser coherentes y no otorgar nuestro voto a ningún partido político que no contemple en sus programas de forma clara y concreta ese deber de proteger suficientemente a los refugiados, lo que exige poner a su alcance, hacerles accesible el derecho de asilo.
Notas
[1] Reforma del Sistema nacional de Salud en España, por el cual los extranjeros ilegales no tienen derecho a la prestación de asistencia sanitaria.