Oriente Medio es, a día de hoy, una región con múltiples focos de inestabilidad y un creciente grado de complejidad en las crisis y conflictos que afectan al conjunto de sus países. La destrucción de Siria, la descomposición de Irak, las convulsiones en Egipto y Libia, las rivalidades entre las petromonarquías del Golfo, las complicadas relaciones con Irán, el malestar social extendido, la explotación de las divisiones etnosectarias, la expansión de yihadismo, la confusión de la política de Estados Unidos en la zona y la perpetuación del conflicto israelo-palestino son algunos síntomas –y también resultados– de la creciente complejidad que está experimentando Oriente Medio.
Tres décadas de inestabilidad creciente
Los países de Oriente Medio y el Magreb (Middle East and North Africa o región MENA, en sus siglas en inglés) tienen poco más del 5% de la población mundial. Sin embargo, la atención mediática que han recibido durante las tres últimas décadas ha sido muy superior a lo que esa zona representa a nivel mundial en términos de población, superficie, riqueza o presencia global. Las imágenes que se suelen asociar con esos países son las de conflictos, guerras, regímenes autoritarios, víctimas inocentes, luchas por recursos y, cada vez más, estados en descomposición.
La historia reciente de Oriente Medio está estrechamente ligada a múltiples experiencias traumáticas que han sufrido sus poblaciones durante el último siglo. El choque con el colonialismo y la compleja descolonización, la difícil formación de los estados y la perpetuación de sistemas autoritarios, la creación de Israel y sus conflictos con los vecinos, la competición por la hegemonía regional y la interferencia de las grandes potencias… todo ello ha generado un clima de inseguridad y desconfianza. Los conflictos y las luchas por el poder –con frecuencia sangrientas– son un resultado de la falta de integración regional y de la ausencia de cooperación entre los diferentes actores sociales y económicos.
Los años noventa: muchos sobresaltos y alguna esperanza
Los años noventa se iniciaron en esta zona con el recuerdo muy reciente de la devastadora guerra entre Irak e Irán (1980-1988) y de la prolongada guerra civil en Líbano (1975-1990). La caída del Muro de Berlín en 1989 anunciaba cambios en esta zona del mundo donde la Guerra Fría había condicionado el sistema de alianzas y los equilibrios de fuerzas. Sin embargo, la gran sacudida se produjo el 2 de agosto de 1990 cuando las tropas de Saddam Husein invadieron el vecino emirato de Kuwait, poniendo en riesgo tanto la seguridad del suministro de petróleo como el reparto de fuerzas en la estratégica región del Golfo.
El dictador iraquí cometió uno de sus graves errores de cálculo invadiendo Kuwait, pues lo que provocó fue la formación de la mayor coalición internacional en los tiempos modernos, liderada por Estados Unidos. A principios de 1991, la Operación Tormenta del Desierto forzó la retirada iraquí y se impuso un duro régimen de sanciones contra su población. Una consecuencia fue el establecimiento de una importante presencia militar estadounidense en la Península Arábiga, lo que provocó el aumento del rechazo hacia Estados Unidos en toda la región. Ese fue uno de los motivos esgrimidos en febrero de 1998 por Osama Bin Laden y otros líderes islamistas radicales para crear el Frente Islámico Mundial para el Yihad contra los Judíos y los Cruzados.
Neutralizadas las tentaciones de hegemonía regional de Irak, la Administración de George Bush padre puso en marcha una Conferencia de Paz sobre Oriente Medio que se celebró en Madrid en el otoño de 1991. Esto supuso un rayo de esperanza para una región que había sufrido varias guerras desde la creación de Israel en 1948. La fórmula de “tierra por paz” debía ser la base para lo que entonces se llamó Proceso de Paz. Sin embargo, muchas de esas esperanzas se truncaron el 4 de noviembre de 1995 cuando el primer ministro israelí, Isaac Rabin, fue asesinado a manos de un extremista judío perteneciente a la derecha radical opuesta a la idea de entregar territorios a cambio de la paz.
Los dos Acuerdos de Oslo (1993 y 1995), así como los sucesivos memorandos, protocolos, cumbres y conferencias entre israelíes y palestinos –con Estados Unidos como principal mediador– no han resultado en ningún acuerdo de paz aceptable para las partes enfrentadas. Después de casi un cuarto de siglo, el llamado Proceso de Paz ha fracasado a la hora de encontrar una solución negociada a los conflictos entre Israel y sus vecinos. Todas las iniciativas diplomáticas realizadas durante ese tiempo no han impedido que sigan creciendo los asentamientos israelíes en los territorios ocupados palestinos, ni han evitado que los extremistas de ambos bandos sean quienes tienen la última palabra y la capacidad de torpedear los intentos de alcanzar una paz justa y duradera.
Los años 2000: un decenio de terror, guerras y graves errores
El panorama internacional de los inicios del siglo XXI ha estado marcado, en gran medida, por acontecimientos ocurridos u originados en Oriente Medio. La primera década del siglo empezó con los macro atentados del 11 de septiembre de 2001, cometidos por la red al-Qaeda en nombre del yihadismo global. La Administración de George Bush hijo, dominada por los neoconservadores, reaccionó invadiendo Afganistán, con el amparo del Consejo de Seguridad de la ONU, para acabar con el régimen de los talibán. De esa forma, la llamada “guerra global contra el terrorismo” se convertía en un elemento central de las relaciones internacionales. Una consecuencia de esa doctrina es que sirvió para robustecer a los regímenes autoritarios que se adherían a ella.
Sin embargo, en marzo de 2003, Estados Unidos llevó a cabo sus planes de cambio de régimen en Irak, invadiendo el país y derrocando a Saddam Husein sin haber logrado el aval de la ONU. Eso provocó una fractura seria del Consejo de Seguridad y, lo que es más grave, rompió equilibrios internos y regionales, permitió el auge de Irán como potencia regional y sumió a Irak en una imparable espiral de violencia y sectarismo. Una década después, ha quedado demostrado que la llamada reconstrucción de Irak ha sido un fracaso y que los neoconservadores realizaron un ejercicio de piromanía política que –como se había advertido– abrió las puertas del infierno en Oriente Medio.
La llegada al poder de Mahmud Ahmadineyad en Irán en 2005 tensó las relaciones de ese país con las potencias occidentales. La retórica incendiaria y las amenazas recíprocas, con el programa nuclear iraní de fondo, han condicionado las alianzas y la percepción de amenazas de los actores regionales. Durante ese decenio se intensificó una “guerra fría” en Oriente Medio entre dos bloques: uno liderado por Arabia Saudí con aliados árabes-suníes, y otro encabezado por Irán en la órbita persa-chií, pero que también aglutina a movimientos de resistencia. Cada uno de estos líderes regionales cuenta con clientes y aliados (tanto estatales como no estatales) a los que apoya con recursos, garantías e implicación directa cuando es posible. Lo interesante es que los aliados contra una amenaza concreta no tienen por qué ser los mismos aliados contra otra amenaza.
Desde 2010 hasta hoy: región enmarañada y en rápida transformación
La década de 2010 comenzó con Barack Obama ya en la Casa Blanca y un cambio en el estilo de la política exterior de Estados Unidos hacia la región, con el claro propósito de no meterse en nuevas aventuras medio-orientales. La sorpresa se produjo cuando el 14 de enero de 2011 el dictador tunecino Ben Ali se vio forzado a abandonar el país debido a las revueltas antiautoritarias que recorrieron Túnez. El llamado “despertar árabe” llegó rápidamente a Siria, donde el régimen de Bachar al-Asad optó por responder violentamente a las revueltas que pedían derechos y reformas. Las matanzas del régimen y la radicalización de la rebelión han provocado lo que probablemente sea la mayor hecatombe humanitaria del siglo XXI. Al-Asad prefirió incendiar su país y extender el incendio al resto de la región antes que hacer reformas y compartir el poder. Y el mundo no se lo impidió.
Una región en rápida transformación
En su conjunto, Oriente Medio y el Magreb son hoy una región enmarañada y en rápida transformación. En esa zona del mundo, como en otras, las inseguridades generan luchas por el poder. Tanto las políticas exteriores como las políticas domésticas de sus países tienen como objetivo eliminar o contener las amenazas, percibidas o reales, a la “seguridad” entendida de distintas formas. La seguridad nacional es, con frecuencia, confundida con la seguridad del régimen y sus opciones de perpetuarse en el poder. También abarca intereses de Estado como son la soberanía, la integridad territorial y la capacidad de influir. Esa voluntad de influir puede tener como objetivo alcanzar el liderazgo regional, avanzar intereses económicos o lograr el reconocimiento de las grandes potencias[1].
La teoría realista de las relaciones internacionales establece que, cuando los estados se enfrentan a una amenaza seria, estos suelen o bien buscar equilibrios mediante la formación de alianzas o sumarse al efecto de arrastre (bandwagoning). La elección es entre formar alianzas contra amenazas compartidas o alinearse con la fuente de la amenaza para tratar de evitar un daño[2]. Esto, a su vez, conlleva dilemas de seguridad sobre cómo defenderse sin que por ello los rivales se sientan amenazados y se inicie una carrera armamentística. Otro dilema de seguridad que se presenta a varios países de Oriente Medio es la elección entre desarrollar capacidades defensivas propias o “contratar” su defensa con las grandes potencias internacionales. Es común que estos dilemas generen paradojas y contradicciones.
Durante décadas, los países de Oriente Medio han formado diferentes alianzas, han sido objeto de múltiples amenazas y han sufrido numerosos conflictos superpuestos. Estos procesos parecen haberse vuelto mucho más complejos en los últimos pocos años. Tres factores –que se detallarán más adelante– contribuyen a esa creciente complejidad: 1) la invasión de Irak en 2003 y las consecuencias de haber roto equilibrios internos y regionales, 2) el “despertar árabe” y las transformaciones sociopolíticas vividas en la región desde 2011, y 3) la política exterior de la Administración Obama hacia la zona, en parte condicionada por los dos factores anteriores.
El panorama arriba descrito está provocando un aumento rápido de los niveles de incertidumbre y, con ello, de la inseguridad que sienten los diferentes actores regionales. Eso afecta directamente a su elección de alianzas y a la forma de ejecutar su política exterior. Frente a distintas amenazas, reales o potenciales, surgen alianzas que no requieren de un carácter de exclusividad. Los aliados contra una amenaza concreta no tienen por qué ser los mismos aliados contra otra amenaza. En el actual Oriente Medio existen rivales que comparten enemigos comunes, aliados que apoyan a cada uno de los bandos enfrentados en un mismo conflicto, intereses contradictorios entre países “amigos”, intereses confluyentes entre “enemigos”, socios hasta hace poco inimaginables y pactos contra natura. Algunas viejas amistades y enemistades están siendo reemplazadas por nuevas alianzas en un entorno altamente volátil.
Tres cambios de fondo
Tres factores principales están contribuyendo a desfigurar Oriente Medio y a alterar las alianzas y los equilibrios de fuerzas entre sus integrantes. El primer factor es la invasión de Irak, liderada por Estados Unidos en 2003, y el consiguiente cambio de régimen en Bagdad. Según los neoconservadores, dicha invasión serviría para acabar con la tiranía de Saddam Husein –anterior aliado de Occidente– y convertir a Irak en una democracia que sirviera de ejemplo para el resto del llamado Gran Oriente Medio, en lo que sería un primer paso en una cadena de cambio de regímenes hostiles.
La realidad, una década después, es bien diferente: en lugar de convertirse en un Estado estable, ejemplo de democracia y país aliado de Estados Unidos, Irak es hoy un Estado cuasi fallido, afectado por una profunda inestabilidad interna y máximo exponente regional de violencia sectaria, foco del radicalismo etnorreligioso y terreno fértil para el avance de grupos violentos y terroristas, como Daesh (el autoproclamado y mal llamado Estado Islámico). Si el Irak de Saddam Husein supuso una amenaza para la paz y la seguridad de Oriente Medio, la ocupación del país y el cambio de régimen en 2003 no parecen haber eliminado el peligro que representaba para toda la región, sino todo lo contrario.
Las acciones estadounidenses en Oriente Medio tras el 11-S han contribuido –aparentemente sin haberlo previsto– al auge regional de Irán. Por un lado, en 2001 Estados Unidos acabó con el régimen talibán en Afganistán (enemigo de los ayatolás iraníes), lo que situó en el poder en Kabul a grupos aliados de Teherán. Por otro lado, en 2003 la Administración de George W. Bush derrocó a Saddam Husein, quien había actuado como barrera de contención frente a las ambiciones hegemónicas iraníes en su vecindario árabe. Una consecuencia esperable ha sido el aumento de la influencia iraní en el arco que va de Irán a Líbano, pasando por Irak y Siria. Eso, por un lado, ha generado reacciones fuertes de los rivales de Irán y, por otro, rechazo en Estados Unidos a meterse en nuevas aventuras medio-orientales.
El segundo factor es el llamado “despertar árabe” que, desde 2011, está generando sacudidas internas en varios países. Los efectos de los cambios sociopolíticos se dejan notar en toda la región y han puesto a todos los regímenes autoritarios a la defensiva ante el riesgo de verse cada vez más cuestionados por sus poblaciones. Esto ha llevado a que cada régimen esté tratando de “blindarse” con todos los recursos que tiene a su alcance: económicos (intentando apaciguar el malestar social o influyendo en otros países que pueden crearle problemas), ideológicos (ejerciendo influencia a través de ciertas interpretaciones religiosas y políticas), identitarios (movilizando a actores sociopolíticos mediante la apelación a sus identidades primarias de tipo tribal, religioso o étnico) o de dependencia (buscando la protección de proveedores de seguridad externos a cambio de garantizar ciertos intereses estratégicos)[3].
El tercer factor es el cambio en la política de la Administración Obama hacia Oriente Medio. Mucho se ha debatido sobre si Washington se está desvinculando de esa región como resultado de su giro hacia Asia. Lo que parece claro es que, más que tener una “política” hacia la región, lo que Obama muestra es una “actitud” desde el convencimiento de que involucrarse a fondo en esas tierras arrastra a Estados Unidos hacia más problemas y le resta energías para abordar retos serios en otras regiones[4]. Ese cambio de actitud está alterando los cálculos de los aliados tradicionales de Estados Unidos, lo que genera cierto nerviosismo y recelos en países como Arabia Saudí, Israel, Egipto, Turquía y las pequeñas petromonarquías del Golfo.
La creciente autodependencia energética de Estados Unidos, sumada a las traumáticas experiencias en Irak y Afganistán, hacen que la Administración Obama esté pidiendo a sus aliados (y también a su otrora enemigo Irán) que asuman más responsabilidades para garantizar un marco de seguridad regional que no dependa casi plenamente de Washington. Este enfoque explica que en noviembre de 2013 se firmara en Ginebra un acuerdo interino –calificado por muchos de “histórico”– entre Irán y los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU más Alemania. El acuerdo se centraba en el programa nuclear iraní, aunque su alcance iría mucho más allá con el levantamiento progresivo de las sanciones internacionales contra Irán y su apertura al resto del mundo. Una cuestión clave para los iraníes consiste en el reconocimiento que supone haber negociado “de tú a tú” con las principales potencias mundiales.
Alianzas inciertas en una región convulsa
Los marcos de análisis tradicionales para explicar las alianzas que se forman en Oriente Medio están mostrando serias limitaciones. Esto se debe a que varios de esos estados se están fragmentando y han dejado de operar como actores cohesionados. De hecho, en Siria, Irak, Libia y Yemen los estados dejaron de ejercer como tales en sus territorios internacionalmente reconocidos hace ya algunos años. El cuestionamiento del concepto de “Estado” en el conjunto de la región va en aumento. También se cuestionan las fronteras heredadas del colonialismo europeo (derivadas de los acuerdos de Sykes-Picot), así como los modelos de liderazgo tradicionales en sociedades con muchos jóvenes, malas expectativas en el reparto de la riqueza, poco respeto a las libertades y cada vez más abiertas al mundo exterior.
Varios de los conflictos que afectan actualmente a Oriente Medio son presentados con frecuencia como una guerra sectaria entre los miembros de las dos ramas principales del islam: suníes y chiíes. Aunque es cierto que el elemento religioso está muy presente en los discursos de los ideólogos de los distintos bandos enfrentados, la clave no está en una guerra de religión, sino en una lucha encarnizada por el poder ante el aumento de las inseguridades, en la cual las identidades religiosas rivales están reemplazando al nacionalismo como agente movilizador. Es fácil identificar una especie de “guerra fría” en Oriente Medio entre Arabia Saudí e Irán, donde cada uno de ellos cuenta con clientes y aliados (tanto estatales como no estatales) a los que apoyan con recursos, garantías e implicación directa cuando es posible.
En la actualidad se pueden identificar tres bloques regionales: el bloque bajo liderazgo iraní-chií (en el que están el régimen sirio de Bachar al-Asad, el gobierno de Bagdad y varias milicias iraquíes, Hezbolá y de forma más o menos intermitente milicias palestinas como Hamás o Yihad Islámica); el bloque saudí-suní (del que depende el régimen egipcio encabezado por Abdelfatah al-Sisi, con países como Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Jordania y, en cierto modo, la Autoridad Nacional Palestina); y por último un bloque muy debilitado formado principalmente por Qatar y las distintas organizaciones vinculadas a los Hermanos Musulmanes. El golpe militar/civil contra el gobierno egipcio de Mohamed Morsi en julio de 2013 alteró sensiblemente la composición de esas alianzas, pues su gobierno islamista era cercano a Qatar y también a Turquía. Por su parte, aunque Israel no es un miembro declarado de ninguno de esos bloques, de facto es un aliado del eje Riad-El Cairo.
A pesar de la aparente claridad de los bloques antes descritos, el grado de complejidad de sus alianzas e interacciones es muy elevado. Mientras que Arabia Saudí y Qatar compiten y tienen fuertes fricciones en relación con el destino de los Hermanos Musulmanes de Egipto, esos dos países se alían contra Irán y su protegido al-Asad apoyando a grupos rebeldes sirios compuestos, entre otros, por Hermanos Musulmanes. Por su parte, Irán apoya masivamente al régimen de al-Asad contra los rebeldes islamistas sirios apoyados por los Hermanos Musulmanes y el movimiento palestino Hamás, los cuales llamativamente también han recibido apoyo de Teherán. En cuanto a Turquía, este país mantiene buenas relaciones con los estados árabes del Golfo y se posiciona con ellos en contra de al-Asad, aunque difieren seriamente en cuanto al apoyo que debe recibir el régimen egipcio sostenido por los militares. Eso por no mencionar los orígenes del llamado Estado Islámico que se ha apoderado de territorios a ambos lados de la frontera entre Siria e Irak y que ahora amenaza a países de los cuales recibió apoyo.
Cuestionando el statu quo
En 2002 apareció el primero de una serie de Informes sobre Desarrollo Humano Árabe, publicados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Su objetivo era identificar los retos a los que se enfrentaban las sociedades árabes y proponer cambios para sacarlas de las múltiples crisis en las que estaban sumidas. Dichos informes, elaborados por investigadores e intelectuales árabes, adquirieron gran relevancia a nivel internacional, y en ellos se analizaban los déficits que padecía el mundo árabe (principalmente el déficit de libertad, de protección de la mujer y de acceso al conocimiento)[5], y que eran –y siguen siendo– una fuente de malestar y frustración para amplios sectores de sus poblaciones. Dos fenómenos independientes, aunque en ocasiones ligados, como son la emigración y el radicalismo –sea éste religioso o no–, suelen estar asociados a la desesperanza y a la falta de expectativas en que mejoren las condiciones de vida. De ahí que se buscaran fórmulas para transformar la región y erradicar las amenazas –reales o percibidas– que allí tenían su origen.
Revueltas anti-autoritarias
La crisis del desarrollo árabe se ha agudizado durante la pasada década. El Informe sobre Desarrollo Humano Árabe del año 2004, elaborado por el PNUD, ya identificaba “el déficit agudo de libertad y buen gobierno en el mundo árabe como el principal obstáculo al renacimiento árabe”. Muchos habitantes de la región sienten desde hace tiempo un profundo malestar por las injusticias y humillaciones cotidianas, pero los intentos de transformar ese malestar en movilización social contra el autoritarismo y la corrupción no habían tenido mucho éxito desde las independencias de esos países a mediados del siglo XX. La ferocidad del Estado árabe –como se verá más adelante– parecía impedir cualquier cambio democrático real y profundo. Sin embargo, los últimos días de la pasada década presenciaron un acto individual que ha transformado la región: un joven tunecino, Muhammad Buazizi, desesperado y humillado por agentes del poder, se prendió fuego a sí mismo en un acto de desesperación extrema. Las revueltas que se originaron a raíz de ese incidente se extendieron por todo Túnez y, en cuestión de pocas semanas, provocaron la huida del dictador Ben Ali del país que había convertido en feudo familiar a Arabia Saudí.
El 14 de enero de 2011 se caía el mito de que un régimen autoritario árabe nunca se vería descabezado por protestas sociales espontáneas, pacíficas y no ideologizadas, produciendo así una fuerte sacudida regional cuyos efectos se prolongarán en el tiempo. La mecha encendida por Buazizi se extendió en pocos meses por la práctica totalidad de Oriente Medio y el Magreb, iniciando lo que se ha conocido como el “despertar árabe”. Con ello se truncaron los proyectos de sucesión dinástica en Egipto y en Libia, cuyos tiranos, Mubarak y Gaddafi, fueron obligados a abandonar el poder meses después de Ben Ali por la presión popular y, en el caso de Libia, debido al apoyo militar prestado por la OTAN y algunos países árabes. Los depuestos líderes vitalicios debieron de pensar que sus pueblos permanecerían pasivos, atemorizados o anestesiados para siempre, pero la distorsión de la realidad que produce ostentar el poder absoluto durante largas décadas les impidió ver algo elemental: que la presión creciente acaba generando el estallido. Esa ceguera les hizo actuar como solo los dictadores acorralados por sus pueblos saben: acelerando su fin.
La sociedad tunecina sentó un precedente para otros árabes cuyas expectativas de tener una vida digna y próspera eran escasas, por no decir casi nulas. En todos los países de la región, incluido Israel, las protestas sociales están produciendo transformaciones internas, desde el cambio de régimen hasta intentos de reforma constitucional y remodelaciones gubernamentales de mayor o menor calado. Túnez y Egipto representan los polos opuestos de las transiciones árabes iniciadas en enero de 2011. En la parte positiva, la sociedad tunecina y sus elites políticas han sido capaces de llevar a cabo durante 2014 elecciones democráticas que han producido una alternancia pacífica en el poder (entre islamistas y laicos), así como de aprobar la Constitución más avanzada, democrática e igualitaria de la historia de los árabes.
Egipto, por el contrario, lleva cuatro años sumido en una transición errática que, desde la caída de Mubarak, ha generado dinámicas excluyentes y de polarización social, sin atacar las raíces de los profundos y crónicos problemas socioeconómicos del país (las cuantiosísimas ayudas de países del Golfo están evitando el colapso de la economía egipcia). El actual régimen tutelado por las Fuerzas Armadas ha optado por la vía de la erradicación política de sus adversarios, tanto los Hermanos Musulmanes como los grupos liberales y activistas pro democracia. Ese escenario conlleva un elevado riesgo de radicalización y enfrentamiento civil violento, tal como se está viendo con el deterioro en las condiciones de seguridad (aumento de ataques y atentados). El discurso oficial del actual régimen, según el cual “Egipto lucha contra el terrorismo”, puede convertirse fácilmente en una profecía autocumplida, cuyas implicaciones no se limitarían a Egipto.
La ferocidad del Estado árabe
Los regímenes autoritarios árabes se han sostenido, en mayor o menor medida, durante décadas sobre dos patas: un férreo control interno de la población y un acrítico apoyo externo a sus políticas. Para controlar a sus sociedades, esos regímenes recurrían –y la mayoría sigue recurriendo– a unas poderosas fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia (mujabarat). Las aspiraciones de la población de tener más libertad y luchar contra la corrupción eran vistas con gran recelo, y los defensores de esas aspiraciones eran considerados enemigos del Estado. Por otra parte, los dirigentes árabes jugaban –cada uno a su manera– la baza del valor estratégico de sus regímenes para las potencias internacionales, presentándose como imprescindibles para la estabilidad de sus propios países y del conjunto de la región. A pesar del continuo recurso a la intimidación, la represión y a sistemas clientelares corruptos, esos dirigentes lograron convencer a sus principales interlocutores internacionales de que sus países solo se podían gobernar con mano dura, pues de lo contrario la alternativa sería necesariamente islamista y, además, radical.
La anterior fórmula ha resultado altamente eficaz para prolongar en el tiempo un modelo de “estabilidad autoritaria” en muchos países de Oriente Medio y el Magreb. La relación entre Estado y sociedad basada en la desconfianza y la deslegitimación del oponente ha sido la norma. Lo que aparentemente era fortaleza del Estado se ha tornado en debilidad tras el inicio de las revueltas anti-autoritarias. El politólogo Nazih Ayubi ya advirtió a mediados de los noventa en su gran obra La hipertrofia del Estado árabe del error de confundir el “Estado fuerte” con el “Estado feroz”. Según él, el primero “se halla en una relación de complementariedad con la sociedad, y su fortaleza [se manifiesta] en su capacidad para trabajar con –y a través de– otros centros de poder presentes en ella”, mientras que el segundo “se halla en una situación tal de oposición a la sociedad que solo puede tratar con esta mediante la coerción y la fuerza bruta”[6]. Esa ferocidad los convierte a la larga en estados débiles, cuya continuidad se hace insostenible. Más allá del debate teórico, este hecho tiene enormes implicaciones para el futuro de las relaciones entre las potencias internacionales y los países árabes.
Conclusión: Prepararse para esperar lo inesperable
Ante el aumento de la inestabilidad regional en Oriente Medio y el Magreb y el avance –relativo pero firme– de las fuerzas que luchan contra el statu quo desde posiciones muy distintas, existe el riesgo real de que se produzca una implosión que acabe por desfigurar a toda la región. Esto podría venir provocado por la desaparición de facto de algunas fronteras, la descomposición de más estados, guerras entre vecinos o una conflagración regional. La pregunta es si será posible frenar a tiempo los procesos que podrían desembocar en alguno de esos escenarios y, de ser así, qué políticas pueden evitar ahora la aparición de problemas mucho más graves en un futuro no muy lejano.
Estados Unidos parece estar intentando lograr la cuadratura del círculo: alcanzar un acuerdo definitivo con Irán, mantener sus alianzas tradicionales en Oriente Medio, contener los efectos devastadores de la descomposición de Siria e Irak y, al mismo tiempo, evitar verse arrastrado a una nueva intervención militar en la región. No parece que alcanzar todos esos objetivos sea fácil, ni siquiera probable, y eso es algo con lo que muchos cuentan y que intentarán aprovechar llegado el momento. En lo que respecta a la Unión Europea, queda de manifiesto que le falta una visión estratégica y capacidad de liderazgo en su vecindario sur. Todo lo anterior hace presagiar un futuro poco estable en el corto plazo en Oriente Medio y, en menor medida, en el Magreb, donde las alianzas coyunturales pueden modificarse de forma abrupta y donde habrá que estar preparados para esperar lo inesperable.
Ha quedado patente la limitación generalizada de los análisis y previsiones hechas sobre el mundo árabe, puesto que nadie fue capaz de prever el llamado “despertar árabe” ni de actuar con rapidez una vez que se había iniciado. Varios motivos pueden explicar esa incapacidad de prever lo que se avecinaba: el conocimiento incompleto y sesgado de las transformaciones ocurridas en las estructuras, preferencias y valores de esas sociedades durante los últimos años; los análisis basados en paradigmas obsoletos; la corrección política que impide plantear escenarios incómodos; y la confusión entre el deseo y la realidad en los procesos de toma de decisión. No parece que esas limitaciones en el conocimiento y el análisis se estén subsanando, de forma que se adopten políticas que favorezcan la estabilidad y el desarrollo frente al avance de la frustración y el caos.
Es muy probable que los países del Oriente Medio y el Magreb sigan acaparando más protagonismo del que les correspondería a nivel mundial. Sus sociedades, muy jóvenes y cada vez más abiertas al mundo exterior, se están transformando a un ritmo acelerado. Lo que no sabemos aún es si algo podrá evitar los peores presagios. ¿Se alcanzará un acuerdo entre Irán y las grandes potencias? ¿Logrará Israel normalizar su existencia en su vecindario en línea con la Iniciativa de Paz Árabe de 2002? ¿Se establecerán sistemas de gobierno inclusivos que pongan freno al malestar, la radicalización y el sectarismo?
Los países de Oriente Medio y el Magreb han estado profundamente marcados por distintas tendencias globales durante las últimas décadas. En vista de las profundas transformaciones que allí se están produciendo, tanto a nivel social como político, cabe preguntarse si esta región será la que marque tendencias globales en el medio y largo plazo. Y los riesgos son muchos.
Notas
[1] Hinnebusch, R. y A. Ehteshami (eds). The Foreign Policies of Middle East States, Boulder, Lynne Rienner, 2014.
[2] Walt, S. M., The Origins of Alliances, Ithaca, Cornell University Press, 1990.
[3] Amirah Fernández, H., “Relaciones internacionales del Golfo: intereses, alianzas, dilemas y paradojas”, Real Instituto Elcano, 8 marzo 2011. [[In English: Amirah-Fernández, Haizam. “International Relations of the Gulf: Interests, Alliances, Dilemmas and Paradoxes”. Elcano Royal Institute (15 marzo 2011)]].
[4] Khouri, R., “A New Age in United States-Mideast Relations”, Agence Global , 29 Octubre 2013.
[5] Todos los informes y otras fuentes de información y análisis sobre el mundo árabe están disponibles en: www.arab-hdr.org
[6] AYUBI, N. N., Política y sociedad en Oriente Próximo: La hipertrofia del Estado árabe, Barcelona, Ediciones Bellaterra, 2008, p. 651.