Proveedora de cultura y depredadora de civilizaciones. Europa vista desde Oriente

Joseph Maïla

Politólogo y director del Centre de Recherche sur la Paix, Institut Catholique de Paris

Entre Europa y el mundo arabomusulmán existe en principio una dialéctica similar, aunque con polaridades inversas. Si, por un lado, en el mundo arabomusulmán la comunidad resuena de manera sensible pero se vive en la escisión y en la desunión, en Europa, por el contrario, se vive en la unión, aunque se sufre el no haber creado todavía una verdadera comunidad. Mirar hacia Europa, para el mundo arabomusulmán, representa para el autor de este artículo contemplar su inercia en el espejo del «otro»..   


A propósito de Europa, Bronislaw Geremek plantea la pregunta esencial: «¿Por qué queremos vivir juntos?». Yo me decía que se trataba de una interrogación que el islam, en especial el islam árabe, todavía no se formulaba. Mientras que el concepto de comunidad es objeto de aprehensiones contradictorias en Europa, donde a veces se ve devaluado debido a sus connotaciones «culturalistas» o a las realidades comunitaristas que supuestamente encierra, en el mundo arabomusulmán el concepto de comunidad pertenece al orden de las expresiones corrientes. Esta área de civilización designa por excelencia a la comunidad de los creyentes, la umma, pero puede remitirnos a otras realidades más políticas como la umma árabe o a conjuntos y grupos sociales diversos. La comunidad musulmana, la umma musulmana, se concibe sobre la base de la más noble de las alianzas; según el Corán, es «la mejor comunidad» que Dios haya podido dar a los hombres.

De manera general, el islam, y también el islam árabe, está inmerso en esa sobredeterminación de la idea de comunidad, hasta el punto de que no se plantea la cuestión de saber si existe, o si tiene que crearse. La política apenas se interroga sobre su letargo, y jamás sobre su ausencia, mientras que desde el ámbito religioso se invoca como un vinculum fidei omnipresente y omnipotente, recordando a los fieles su deber de comulgar con ella y su obligación de defenderla. Desde su eclosión a partir de los tiempos del profeta árabe y con el final de los califatos, la umma se ha visto sublimada en un referente con unos contornos muy poco precisos, pero con un fuerte efecto simbólico evocador y regulador. El hiato va, pues, mucho más allá, entre una umma convocada por el discurso político-religioso, como si fuera un ente unitario que puede movilizarse, y una umma esperada, que remite a algo incompleto, ya que se trata de una unión no realizada y que aún tiene que materializarse. Por su parte, Europa se hace en la unión y manifiesta una tendencia hacia la comunidad, en el sentido de una comunidad de comunidades nacionales. La finalidad de Europa es hacer comunidad a través de la Unión que instituye.

Entre Europa y el mundo arabomusulmán, se detecta en primer lugar la puesta en práctica de una dialéctica similar, pero con polaridades invertidas. Mientras para el mundo arabomusulmán, la comunidad resuena de manera ostensible, aunque se viva de un modo escindido y sin unión, Europa vive en la unión, pero sufre por no ser todavía una comunidad plena. Las frustraciones nacidas de su incapacidad para pensar una política exterior común y para poner en marcha una defensa integrada, y sus esfuerzos por ultimar una ciudadanía incoativa atestiguan, a su modo, su deseo de comunidad. No obstante, cuando el mundo arabomusulmán vuelve su mirada hacia Europa, todo lo que ve constituye un testimonio de su impotencia. Desde el sur o desde el este del Mediterráneo, mirar a Europa es observar a una comunidad humana que ha sabido inventarse, o mejor dicho, reinventarse, dar forma al nuevo molde de su identidad, construir su espacio relacional y tejer los lazos entre las entidades que la componen.

Al forjarse, Europa ha superado un pasado de guerras y conflictos. Ha sabido superar sus divisiones religiosas o lingüísticas, y se ha dotado de un armazón institucional que mañana se erigirá en polo de estructuración del reconocimiento y la identidad. Por su parte, el mundo arabomusulmán sigue prisionero de su diversidad e inepto para organizarla, víctima de un pluralismo que se vuelve comunitarismo y de confesiones que se alimentan de las revanchas de las naciones. Un mundo desgarrado, campo para una permanente guerra civil, que no ha conseguido, con una lengua casi única y un islam casi unánime, construir la umma excepto en lo referente a investirse de equivalencias imaginarias. Un mundo del pasado también, en el que la reforma se piensa hacia atrás, basándose en el piadoso ejemplo de los antepasados (salafistas), o en el momento presente, en bulas ancladas en revoluciones ya caducadas. Un mundo de autarquía económica, donde el comercio entre sus unidades se borra en provecho de los flujos con el extranjero. Un mundo de una impotencia generalizada tanto frente a la guerra como a la paz, y que destila resentimiento, como lo subraya Abdelwahab Meddeb.1 Para el mundo arabomusulmán, mirar hacia Europa es, en definitiva, contemplar el estado de su inercia en el espejo del «otro».

Reacciones dispersas ante la guerra

Esta configuración de conjunto, apropiada para generar el fracaso de cualquier iniciativa y para reproducir las condiciones del inmovilismo, parece esencial para abordar, en un segundo tiempo, la percepción por parte del mundo árabe de la guerra contra Irak. De entrada, lo que hay que destacar es el carácter heteróclito de las posturas árabes. En general, la guerra contra Irak ha sido impopular, excepto en Kuwait, donde la población y el gobierno se reencontraron en una comunión de pensamiento en su deseo de ver el peligro iraquí eliminado y a Saddam Hussein apartado. En todas las demás partes, el posicionamiento de los gobiernos sería lo que marcaría la diferencia, entre aprobaciones tácitas o vergonzantes —que enarbolaban un rechazo meramente formal a reconocer la utilización del territorio nacional por parte de las fuerzas de la coalición— y proclamas formales y convenidas de protesta contra la guerra. Siria, fronteriza de Irak, se desvincularía de ese espectro de reacciones. No escondió su hostilidad con respecto a las intrigas norteamericanas y favoreció la entrada de efímeros brigadistas en el territorio de Irak. Este activismo militante decaería una vez se consumara la invasión. Cuando las esperanzas en una resistencia iraquí se desvanecieron, Siria, bajo la presión de las amonestaciones norteamericanas, participó en la celosa caza de los dignatarios del régimen destituido y de los grupos terroristas buscados por la Administración estadounidense. El sentimiento que en conjunto se percibe es el de un mundo árabe incapaz de tomar posición en un conflicto que le concierne más que a nadie y que implica a uno de los estados miembros de una Liga Árabe, que, ciertamente, se está muriendo. Ningún Estado árabe —señalémoslo para marcar la diferencia con respecto a la guerra de 1991— ha participado directamente en la contienda abasteciendo con contingentes a la coalición. Sin embargo, yendo más allá, lo que parece fundamental en el mundo árabe es lo que se podría denominar el sentimiento de una doble humillación.

La guerra contra Irak va unida a la idea de que Occidente —Estados Unidos y una parte de Europa— está en continua confrontación con el mundo árabe. Este sentimiento de un estado de intrusión permanente es el principal elemento de una historia recurrente. Es constitutivo de una sensibilidad popular, de un hábito adquirido después de una experiencia histórica de dominación primero y de hegemonía después. Pero por otra parte, Saddam Hussein era indefendible. El agredido no ha sido percibido como una víctima. El dictador iraquí, por lo menos desde su ataque contra Kuwait, era una figura vilipendiada, un déspota intratable, incluso para sus iguales. La deriva de la dictadura iraquí hizo imposible identificarse con la «causa» de Irak. Los mecanismos de solidaridad, tan prontos a ponerse en marcha en caso de una agresión extranjera, estaban agarrotados y resultaba imposible poner en práctica los ritos consistentes en compartir el sentimiento de cólera. ¿Cómo confundirse o, una vez más, hacer umma con Saddam Hussein? Pero por otro lado, ¿cómo tolerar el furor virtuoso, invocando misiones policiales de la democracia, de quien se abatía sobre Irak? Se trataba de una situación imposible, que se ha traducido en un aumento del odio hacia un Occidente genérico y en un descenso todavía más doloroso a los abismos de la conciencia desgraciada.

Tener en cuenta estas dos realidades permite no reconducir los esquemas, por demasiado simplistas, de una oposición entre Occidente y Oriente. Lo que está en juego en la reacción que el mundo árabe haya podido tener frente a la guerra de Irak es la imagen que éste tiene de sí mismo y la imagen que tiene del Occidente europeo y americano. Desde hace dos siglos, por lo menos en lo que se refiere a Europa, esta imagen es ambivalente. Europa sigue siendo el mundo al que miran atentamente las sociedades árabes del Mediterráneo cuando piensan en el progreso o en el desarrollo de la cultura. En este punto pienso en una conferencia pronunciada por Ernest Renan en el Colegio de Francia, en la que evocaba el destino de los pueblos musulmanes, víctimas, según él, de una religión oscurantista, que recomienda el fatalismo y la renuncia a la libertad, y sólo es capaz de conducir a callejones sin salida de civilización. Presente aquel día en dicha conferencia, el gran reformista Jamal Eddine Afghani, aparentemente sin discutir en profundidad el diagnóstico de Renan, abogó por una evolución procedente del islam «con seiscientos años de retraso respecto al mundo europeo».

Precisamente en Occidente sería donde los árabes y los musulmanes reformistas del Mediterráneo irían a buscar la imagen del progreso. A partir de Occidente pensarían que la evolución del islam era algo ineluctable. En la guerra contra Irak, lo grave es que ha prevalecido la otra imagen de Occidente: la del depredador de civilizaciones. Proveedor de cultura, depredador de civilizaciones… Algunos afirman que hay que relativizar las cosas, que los ejemplos de Japón y Alemania muestran que el paso hacia la modernidad ha podido adaptarse a la guerra. Pero para la modernidad árabe las guerras han sido sólo las guerras de la modernidad europea. Sus prolongaciones en guerras para el cambio de los sistemas políticos inducen una modernidad vinculada y dependiente. Los esquemas democráticos que intentan hacer prevalecer corren el gran peligro de enfrentarse a modelos políticos que en gran parte se han extendido como reacción a la influencia extranjera y en oposición autóctona a modelos alógenos. Así pues, ¿un Occidente expulsaría a otro?

Lo universal y la ley

El tercer punto que me parece importante abordar, en el encuentro de Europa con Oriente, es el de la cuestión de los derechos humanos. Bronislaw Geremek subraya que la dignidad de la persona es un concepto central en la construcción europea y que su genealogía lo coloca en la encrucijada de la Ilustración y del cristianismo. Sin querer relativizar esas palabras, con las que estoy completamente de acuerdo, y sin negar su vocación de centralidad, podemos sin embargo afirmar que el concepto de la dignidad humana no es propio de la Europa cristiana e «ilustrada», sino que su formulación parece específica de la cultura europea. La afirmación de la dignidad de la persona existe en otras religiones, en el judaísmo y en el islam. Con ocasión de diversos diálogos interreligiosos, los musulmanes se alinean falsamente contra esa «monopolización» conceptual de una idea transversal de los monoteísmos. Lo que constituye la marca de la verdadera revolución europea es que Europa logró pensar en la irreductibilidad del sujeto con relación a los referentes teleológicos, es decir, la nación, el sexo, la clase o la comunidad. Se piensa en el sujeto en sí mismo y no con arreglo a una pertenencia determinada. La dignidad humana viene dada y planteada como algo absoluto, fuera de contexto, si se puede decir.

La diferencia de perspectiva puede verse en los debates sobre los derechos humanos en el islam, o en las diferentes proposiciones de cartas o de declaraciones islámicas sobre los derechos del hombre. En estas últimas, la igualdad de la dignidad y el respeto de las personas se declinan en una desigual diversidad de estatutos. Cada derecho se ejercita en el espacio que la ley religiosa le deja abierto. Así sucede, por ejemplo, con el estatuto, continuamente sujeto a debate, de la mujer. El caso no es que la mujer no tenga la misma dignidad que el hombre —una proposición absurda—, sino que su estatuto de mujer no da paso forzosamente a derechos equivalentes a los de los hombres. La petición de principio es universal en su finalidad, pero su formulación es la de la ley religiosa. En cierto modo, la igualdad respecto al valor entre el hombre y la mujer viene dada por su igualdad en lo referente a la dignidad, sin que de eso se pueda deducir una igualdad de derechos. La ley religiosa, la sharia, fija los marcos de la dignidad. A este respecto podemos decir, utilizando una expresión arriesgada, que, si la cultura europea contempla un estatuto de dignidad para la persona, la concepción de la umma musulmana lleva más bien a hablar de dignidad estatutaria. En cierta manera, eso remite también a un humus holístico, que instaura la prevalencia simbólica de lo colectivo sobre lo individual. Asimismo, algunas veces, como sucede en los fundamentalismos, la preeminencia de la sacralidad del vínculo social, como vínculo querido por Dios, entre los creyentes y la precedencia del orden colectivo, moldeado por la ley religiosa, acaban por destruir el espacio de la libertad individual.

Me gustaría terminar con algunas consideraciones sobre el mundo arabomusulmán y Europa después de la guerra de Irak. Resulta curioso destacar que las crisis de la identidad europea surgieran a través del contacto con la periferia de Europa. La «no Europa» fue el revelador de Europa. El debate sobre la identidad de Europa se ha planteado con ocasión de la adhesión de Turquía. Y el relativo a la vocación de Europa lo ha sido por el tema de Irak. ¿Quién es europeo? ¿Qué Europa, la potencia o la fuerza democrática tranquila? Estas dos preguntas no son sólo europeas. La respuesta que se les dé también tiene que tomar en consideración el resultado de una reflexión sobre la relación de Europa con su entorno. Las elecciones de las sociedades civiles europeas no siempre han coincidido con las de sus gobiernos. Y lo mismo sucede con el mundo árabe. La guerra contra Irak ha planteado en el mundo árabe una serie de interrogantes cuya respuesta conllevará un cierto tiempo.

El caso es que debemos alegrarnos por no habernos visto abocados a una fractura entre Oriente y Occidente, y porque en el seno de estos dos mundos las posturas no hayan sido monolíticas. Aunque la invasión-liberación de Irak nos mueva a pensar en las apuestas contradictorias de la guerra, para el pueblo iraquí la cuestión de la democracia se plantea como un desafío. La posibilidad de que dicho pueblo tenga que inventar las instituciones de su libertad tendrá consecuencias sobre los autoritarismos reinantes. Europa está llamada a desempeñar un papel crucial a este respecto, impidiendo que la tutela americana hipoteque pesadamente la construcción de un Irak democrático y sirva para confirmar las tiranías de Oriente Próximo… Por último, la intrusión de Estados Unidos en esa zona del mundo, junto con otros aspectos más discutibles, debe permitirnos saber por qué, para la comunidad internacional, regímenes como el de Saddam Hussein son intolerables, mientras que se toleran otros que resultan intolerables para su propia población. No convendría que la respuesta fuera solamente norteamericana.