El colonialismo y la descolonización, el Estado y el nacionalismo, representan ejes fundamentales de la contemporaneidad, conjuntamente con la democracia y el progreso material. En este artículo, desde una perspectiva historicista, se hace un breve repaso de estos temas tomando como punto de referencia el área mediterránea y Cataluña. Según su autor, el conocimiento no estereotipado de las dinámicas más cercanas puede ser un instrumento útil para entender aquellas que han servido de pauta a la convivencia colectiva de al menos los últimos ciento cincuenta años.
Sería absurda la simple pretensión de llevar a cabo, en dos o tres páginas, una simple aproximación general al tema. Es demasiado complejo. El colonialismo y la descolonización, el Estado y el nacionalismo representan ejes fundamentales de la contemporaneidad (al lado, si se quiere, de la democracia y el progreso material). Por otra parte, cuando todo parecía indicar lo contrario, tenemos ante nosotros la evolución de la segunda mitad del siglo XX para recordarnos la inestabilidad y al mismo tiempo la permanencia de esta cuadrícula que ha pautado la convivencia colectiva, como mínimo, durante los últimos ciento cincuenta años.
Es evidente que me estoy refiriendo a una secuencia histórica que afecta de manera especial al mundo occidental desarrollado. A pesar de los esfuerzos y la repercusión mediática conseguidos, por ejemplo, por el malogrado Edward Said, la posibilidad aún esquemática de llegar a un discurso único que pretenda explicar estos grandes ejes que implican los horizontes posibles de desarrollo encierra, para amplios sectores de la población de la costa mediterránea, unas formas de prepotencia que, en el mejor de los casos, se hacen intolerables. El clásico estanque mediterráneo de las ranas se empeña a menudo en creer en unos elementos comunes unificadores, aunque sin renunciar tampoco a la consideración relativista de la historia y, en función de ésta, le cuesta hablar con una sola voz a pesar de que sea a costa de perder los beneficios de una coral y superior forma homogeneizadora.
He dicho que nos encontramos en presencia de los ejes de una esencial historicidad y, como no sea desde esta perspectiva temporal, no creo que logremos entender por qué y hasta qué punto siguen determinando nuestro presente. Ello es tan válido para la orilla sur, damnificada en la progresión histórica contemporánea, como para la orilla norte, hegemónica pero no por ello menos inmune a los efectos de la —entre comillas— sorprendente crisis actual.
En efecto, colonialismo y nacionalismo son elementos que heredamos del ochocientos, pero que ahora entendemos y valoramos en relación con la repercusión de la llamada «guerra de los treinta años» del siglo XX: aquella gran concentración de tensiones, violencias, pasiones e incluso esperanzas que llenaron los años comprendidos entre 1914 y 1945. Ni el excesivo presentismo ni la ideologización exacerbada deben hacérnoslo olvidar: la tensión (digámoslo abiertamente, la crisis) entre el Estado, el nacionalismo, la democracia y la sostenibilidad y universalización del crecimiento material ya habían entrado en crisis a finales del siglo XIX, mientras que la tensión de dicha crisis, recordémoslo, había conducido al estallido de 1914 y a la posterior dramática cadena de acontecimientos que se sucedieron.
Así pues, la evolución de este marco de referencias en los años posteriores a 1945 no podía arrancar, en el fondo, de la consideración y el enunciado propagandísticos de la simple victoria de la democracia y la razón sobre el mal y la irracionalidad, fijada y magnificada poco después por la Guerra Fría en la confrontación de dos grandes cuerpos de ideas universales. Las tensiones de fondo databan de antes, las debilidades eran generales y transversales: la valoración que podamos hacer ahora de la confrontación Norte-Sur o de la crítica debilidad finisecular del modelo hegemónico occidental no puede depender de hitos coyunturales, aunque pertenezcan a la capacidad sugestiva, colectiva y mediática de 1989, 1991, 2001, etcétera. Es sobre esos temas que nos corresponde hablar, referidos al área mediterránea y desde Cataluña. Sin perder la perspectiva global, creo que estos condicionantes espaciales tampoco pueden pasarse por alto. En el salto actual del imparable proceso contemporáneo de mundialización a las formas agresivas de la globalización, lo más normal sería que se aplicasen al caso mediterráneo las categorías y la terminología de análisis pensados y válidos para casos muy distintos y lejanos (pienso, por ejemplo, en la aproximación anglosajona a la consideración y el estudio de la multiculturalidad).
Es evidente que el Mediterráneo contemporáneo se ha convertido en punto de tensión y confrontación de orden mundial (todos sabemos que hereda esta circunstancia de la historia más remota) y, debido a este hecho, no podemos pretender que sea posible sustraer la dinámica de sus pueblos ribereños al desarrollo de hechos concretos, muy a menudo generados muy lejos de sus costas. Pero no es menos cierto que esos pueblos mediterráneos comparten trayectorias similares, situaciones concretas, recuerdos históricos y culturas políticas que los predisponen, como mínimo, a una mejor adaptación a la actual sensación de crisis que afecta a la fuerte estatalización occidental moderna y contemporánea, a las subsiguientes formas de homogeneización democrática y a la justificación última en una determinada forma de crecimiento material.
No pretendo con ello disminuir la importancia del debate sobre las posibilidades que tiene el mundo islámico de conectar con la «modernidad» (pese a que no fueron los ilustrados quienes llevaron a cabo el proceso de secularización occidental, realizada a través del día a día y a lo largo de mucho tiempo sin que la gente se percatara de ello). Me refería más bien a las posibilidades culturales y políticas que puede tener el mundo mediterráneo de gestionar un modelo propio de desarrollo para superar un legado colonial que en sus últimas consecuencias ha terminado por afectar también al modelo occidental. La «guerra de las culturas», como la de los mundos, puede ser tema de un programa radiofónico mediático o de un artículo cargado de intenciones, pero la historia nos dice que no ha sido nunca un tema castrador, un motivo de pánico.
La última consideración que quería exponer se refiere a Cataluña. Se trata de un país pequeño, pero al que no se puede negar una notable voluntad de proyección exterior. Como dijo el historiador Pierre Vilar, es algo que viene de lejos, resultado de un poderoso equilibrio medieval entre cultura, instituciones y sociedad catalana, cuyo efecto es una notable presencia en el Mediterráneo. Sin embargo, es interesante observar que el declive regional, que coincide con el inicio de la Época Moderna y la progresiva pérdida de la autonomía política, lo único que adormeció fue esta vocación exterior.
Desde mediados del siglo XVIII, Cataluña ha ido configurando un determinado modelo gracias a una férrea voluntad nacional de construcción interior, personalización cultural y elaboración de una red institucional a veces complementaria, otras sustitutoria y a menudo vehículo de resistencia frente a formas de presión exterior (muy especialmente la estatalización liberal) que se consideraban extrañas, por no decir nocivas. La estatalización contemporánea representa aquí un proceso de una debilidad notable, considerado en la época de la construcción de los estados nacionales como una característica de debilidad, de algo incompleto, hasta el punto de que muchas estrategias han partido precisamente de la necesidad de solucionar esta deficiencia organizativa. A la larga, sin embargo, las energías ahorradas se podían dedicar a la consolidación interior y a la búsqueda de formas alternativas de relación exterior, en tanto que la personalización cultural nacional pasaba a ser un instrumento de resistencia frente a las grandes homogeneizaciones propias de la época contemporánea.
Al fin y al cabo, a principios del siglo XXI, puede verse como una cuestión menos determinante la sensación de crisis que parece afectar a las sociedades occidentales en áreas mediterráneas como la catalana. Dentro de la perspectiva histórica, sabemos de la posibilidad de configurar sociedades móviles y plurales (compuestas de individuos de diferentes orígenes) y de alcanzar unos índices relativos de bienestar sin disponer de estados fuertes o del control sobre los aparatos estatales. Es más, entendemos la posibilidad de los desarrollos de base regional y, por tanto, la posibilidad de formas de relación que no pasan necesariamente por la rigidez estatal. Lo sabemos y, por desgracia, sabemos también de la realidad que limita llevarlo a la práctica. Se trata, pues, de un proyecto y de una ilusión, no de una forma de autocomplacencia fruto de la pequeñez y el aislamiento.
Creo que a estas alturas no hay nadie que pueda erigirse como modelo, como parece que tampoco hay nadie en condiciones de imponer un consenso de futuro como no sea a cañonazos o mediante pactos de hambre. Pero, apartándonos de los catastrofismos (lo que nos inclina a la prudencia y a la relativización es la historia, no las doctrinas), puede sernos de gran ayuda el conocimiento no estereotipado de las próximas dinámicas.