Paisaje, tiempo y construcción de la identidad mediterránea en las literaturas locales

Eliseu Carbonell

Antropólogo, Barcelona

A mediados del siglo XX se produce una interesante coexistencia en el Mediterráneo: tanto la antropología social (especialmente británica) como la literatura local (sobre todo de la orilla norte del Mediterráneo) tratan de aproximarse a la recreación de una supuesta identidad mediterránea. En cierta manera, podría decirse que estas dos propuestas, la antropológica y la literaria, constituyen dos formas coetáneas de «inventar» qué es el Mediterráneo a través de elementos como el paisaje y el tiempo, que aparecen en sus obras respectivas como elementos que configuran la identidad.  


Comme certains paysans d’Espagne
arrivent à ressembler aux oliviers de leurs terres…
Albert Camus, Noces

La cuestión que quiero plantear en este artículo puede resumirse a nivel epistemológico de la manera siguiente: a mediados del siglo XX se produce en el Mediterráneo una interesante coincidencia de antropólogos y escritores. Por un lado, la antropología social (especialmente británica) y, por otro, la literatura local (sobre todo la de la orilla norte del Mediterráneo) intentan aproximarse a la recreación de una supuesta identidad mediterránea. Podríamos decir, en cierto modo, que estas dos propuestas, la antropológica y la literaria, son dos formas coetáneas de «inventar» lo que es el Mediterráneo.

La etnología del Mediterráneo representa, en sus inicios, un esfuerzo considerable por encontrar rasgos formales comunes que permitan hablar de una cierta unidad del Mediterráneo en términos culturales. Como explicó en diferentes ocasiones Pitt-Rivers, después del primer encuentro de mediterranistas en Burg Warstenstein en 1959, en las sucesivas reuniones de Atenas de 1963 y 1966 se esforzaron en concretar aquellos rasgos culturales que ofreciesen una visión integradora a fin de poder establecer comparaciones entre las culturas circunmediterráneas. En un intento de síntesis, Bromberger y Durand citan los siguientes elementos culturales fijados por los antropólogos mediterranistas: la segregación sexual; el honor y la vergüenza con sus nociones, prácticas e instituciones asociadas; el pudor; la violencia; las prácticas vindicativas; las estructuras clientelares; el monoteísmo; la densidad de cultos a santos y peregrinaciones a lugares sagrados; las formas de sociabilidad y amistad; el faccionalismo; las maneras de resolver los conflictos; la mentira y el silencio; las relaciones matrocéntricas…

Aproximadamente en el mismo período histórico en que el Mediterráneo se convierte, por así decirlo, en un nuevo laboratorio para la antropología social británica, un amplio abanico de escritores originarios de los países mediterráneos publica importantes obras literarias donde se describen la vida social y la identidad de las sociedades que aparecen retratadas en ellas. Estos escritores provienen de una tradición filosófica y humanística muy arraigada en los países mediterráneos, que consiste en reflexionar sobre la propia sociedad y sus problemas para avanzar, así como en emitir juicios de valor acerca de la misma. El hecho de prescindir de esta línea de reflexión económica, historiográfica, geográfica, política, filosófica, literaria y, en general, humanística, o de ignorarla, ha sido uno de los reproches más frecuentes que se han formulado a la antropología mediterranista.

Esta literatura, que hemos calificado de local, representa un intento de esbozar, proponer y difundir identidades nacionales emparentadas con una identidad mediterránea general. Ello nos invita a tratar de extraer los planteamientos, propuestas y lecciones descriptivas de estos autores que, insistimos, junto a su vocación literaria estética ejercen también en la práctica la vocación de pensadores sociales. Los planteamientos de estos escritores nativos no invalidan los que traza en la misma época una antropología social extranjera. Se trata, por el contrario, de dos modelos que pueden ser complementarios para abordar el siempre difícil concepto de identidad.

En mi tesis doctoral sobre Josep Pla intenté demostrar que en su obra existían planteamientos sobre la identidad y la vida social que, reformulados, podían homologarse a los planteamientos de la antropología. De la misma manera, una primera exploración de la obra de otros escritores mediterráneos de la misma época nos permite entrever un esfuerzo y unos planteamientos parecidos. Podemos aducir, a modo de ejemplo, una comparación de tres obras muy conocidas: Cristo se detuvo en Éboli, de Carlo Levi (2005); Zorba el griego, de Nikos Kazantzakis (1946) y Cadaqués, de Josep Pla (1947).

Esos tres libros tienen en común el planteamiento de un viaje a una zona rural de un país meridional de Europa. No se trata, sin embargo, de un viaje turístico de corta duración, sino que el autor se establece durante un largo período en el lugar de destino. El narrador, identificado con el autor, protagonista del viaje, proviene del mundo urbano, de un medio de cultura refinada burguesa, y se introduce en el mundo rural de su propio país. Es una variante bastante cultivada de la literatura de viajes. Además de los ejemplos citados, podemos añadir Coloquio en Sicilia, de Elio Vittorini, El mar de color del vino, de Leonardo Sciascia o Campos de Níjar, de Juan Goytisolo. En todos los casos se describen profusamente las características del paisaje mediterráneo asociadas a las formas de vida.

En los tres ejemplos que hemos escogido —Levi, Kazantzakis y Pla—, el narrador describe la vida social del lugar de destino de su viaje como un autor-etnógrafo. A este fin, se sirve de su caudal cultural, una cultura académica propiamente burguesa y urbana del sur de Europa, pero que entra en contradicción con lo que está buscando: unas formas de vida prístinas, más próximas a la naturaleza. El viajero busca su propia redención, intenta aparentemente desprenderse de la cultura aprendida en los libros para llegar a ser capaz de reconocer y asimilar una cultura más terrena, más campesina. En cierto modo, el viajero siente añoranza de la vida de sus antepasados antes de que abandonaran el campo para irse a vivir a las ciudades y busca este reencuentro con sus raíces. Sin embargo, ninguno de los tres logra adaptarse a este tipo de vida, lo que todos ellos perciben como un fracaso (el título de alguna narración de Pla, como Un viaje frustrado, no puede ser más explícito) y los tres viajeros acaban regresando al mundo del que proceden, pese a la solicitud con que los tratan los indígenas y al sincero pesar que les produce abandonar a la gente humilde que tan bien los ha acogido.

En los tres casos, detrás de la narración hay una experiencia biográfica provocada por el contexto histórico-político de confinamiento forzado o voluntario en un lugar apartado de la vida política y cultural. Carlo Levi basa su novela en la experiencia del confinamiento en Lucania, donde fue confinado por las autoridades fascistas entre 1935 y 1937. Kazantzakis, tras residir en Atenas y París, doctorarse en filosofía, etc., decide explotar infructuosamente una mina de lignito en Prastová, Mani, de donde no extraerá carbón mineral sino el material para su famosa novela. Finalmente, en el caso de Pla, es conocido de sus biógrafos su aislamiento ampurdanés de la España resultante de la Guerra Civil.

Los tres autores disponen también de un personaje que hace las veces del informante privilegiado de que se sirven muchos etnógrafos para acceder a la comunidad que estudian: Giulia para Levi, Yoryis Sorbás (Alexis Zorba) para Kazantzakis y Sebastià Puig («l’Hermós») para Pla. Se trata en los tres casos de personajes liminales, situados un poco al margen de la sociedad y que por este motivo pueden dar razón de la misma en su conjunto, con sus luces y sombras, y hablar a la vez con voz crítica. Son personajes excéntricos pero poseedores de unos conocimientos sólidos, marginales pero respetados y, por otra parte, muy bien conocidos de los etnógrafos.

En resumen, podemos afirmar que estos tres autores —Levi, Kazantzakis y Pla— se esfuerzan en comprender y en hacer que los lectores comprendan las formas de vida social y cultural que describen. Son autores que, al mismo tiempo, han tenido una fuerte incidencia en el mundo cultural y académico, donde sus obras han ejercido una considerable influencia y continúan ejerciéndola. Crearon un modelo para entender la propia sociedad y han influido en las visiones posteriores generadas en sus respectivos países en el terreno político e intelectual.

Pero por encima de los paralelismos que acabamos de establecer entre estos tres autores, si existe una característica común que una a los escritores citados y a otros artífices de inmersiones literarias en las sociedades del Sur, como Álvaro, Cela, Camus, Goytisolo, Sciascia, Silone, Terzakis, Vittorini, etc., en su estrategia literaria para abordar la descripción de la vida social, es el acceso a través del paisaje y sus movimientos perceptibles en el tiempo. En estos literatos, la descripción de los elementos paisajísticos no es nunca gratuita y creemos que guarda relación con una visión del Mediterráneo más a la manera de Braudel que como lo vieron los antropólogos funcionalistas en la misma época. Es decir, no perciben el Mediterráneo como un conjunto de rasgos culturales comunes, como por ejemplo un mismo sentido del honor, del predominio de estructuras clientelares o de la pervivencia de prácticas vindicatorias, sino más bien como cierta continuidad geográfica, climática y ecológica que influiría en la conformación de un tipo humano particular: agreste, humilde, sensual, melancólico y solitario como el paisaje.

Los elementos del paisaje, unidos a una determinada percepción del tiempo, conformarían los cimientos que utilizan estos escritores para perfilar cierta identidad mediterránea. El paisaje, como la percepción del tiempo, podría erigirse en elemento de continuidad, de unidad, dentro del Mediterráneo, como lo demuestran los escritores citados. Igualmente, para Sami Naïr, uno de los pocos elementos que podrían rescatarse como característica cultural común en todo el Mediterráneo es precisamente una particular relación con el tiempo.

Estos escritores observan el tiempo en diferentes dimensiones, aparte de la ya mencionada concepción que tienen de él como materialización del paisaje. En primer lugar, se observa el paso del tiempo en su dimensión histórica y social. Es decir, el tiempo como experiencia compartida entre los miembros de la sociedad y en un contexto político más general. Daniel Fabre, por ejemplo, puso de manifiesto que Carlo Levi planteaba la «cuestión meridional» como el problema de una sociedad que se considera situada fuera del tiempo, fuera de la cronología histórica que inaugura la era cristiana. La sociedad meridional que retrata Levi sería, en palabras de Lévi-Strauss, una sociedad fría, sin profundidad historiográfica.

Otra dimensión temporal que entra en juego en estas descripciones literarias es la del tiempo estacional, que se lee sobre el paisaje: el tiempo de las estaciones agrícolas, con sus esperanzas y expectativas, y también con sus pérdidas y desolaciones. Es algo indisociable del tiempo en su dimensión climática: la espera de unas condiciones necesarias, pero contingentes, para el correcto desarrollo de las especies vegetales de las que depende dónde se situará la frontera entre la necesidad —endémica— y el hambre —posible.

El calendario estacional discurre paralelo al calendario litúrgico, lo que también es observado por estos escritores. Pla considera, por ejemplo, que la abundancia de ermitas y peregrinaciones a lugares santos (tema que tanto interesa a los antropólogos mediterranistas), se explica por la necesidad de contemplar el paisaje en determinadas épocas estratégicas del año agrícola. Las ermitas se levantan en montañas o promontorios desde los que se puede observar el paisaje circundante por donde transitan habitualmente y donde trabajan los agricultores. La subida a la ermita permite reconocer este paisaje y hacerse idea del proceso agrícola, ponderar el estado de los sembrados y el volumen de la futura cosecha. No es una ponderación solitaria, sino en grupo, por lo que las romerías son, para Josep Pla, la ocasión de reunir ocasionalmente a un grupo de personas que viven y trabajan en casas y vecindarios dispersos para contemplar y valorar el paisaje agrícola.

En la noción de tiempo hay otras dimensiones que, por limitación de espacio, no podemos ahora detenernos a exponer. Pero nos gustaría subrayar que una característica que parece común a muchos de estos escritores es que utilizan la categoría Tiempo en la distinción de las sociedades mediterráneas, hasta el punto de que una noción abstracta como ésta se vincula a las sensaciones, los sentimientos y experiencias que implica la vivencia del tiempo en un contexto social determinado. Es decir, al lado del Tiempo como categoría aparece la vida real de las personas que conviven en un paisaje rural mediterráneo, un paisaje que es la materialización del tiempo en sus dos sentidos básicos: el ciclo y la progresión; el clima estacional y el paso de los años. Lo vio también así Fernand Braudel. La unidad esencial del Mediterráneo radicaba, para él, en el clima, similar de un extremo a otro de ese mar, lo que había unificado a lo largo de los siglos los paisajes y los géneros de vida mediterráneos.

Recientemente se ha observado un interés creciente en el campo de la antropología por los estudios sobre el tiempo y el paisaje. Sin embargo, en el caso de estos escritores del Mediterráneo que hemos llamado locales (para distinguirlos de los antropólogos extranjeros), el paisaje y el tiempo están presentes en sus obras como elementos que configuran la identidad de las poblaciones que aparecen descritas en sus libros. Para estos literatos, la descripción de la vida social aparece íntimamente ligada a las condiciones naturales del medio, al paisaje, al clima y a la relación entre estos elementos y las personas. Es un paisaje construido, por ejemplo, por campesinos, pero también por los escritores paisajistas que nos enseñan a mirar el paisaje mediterráneo de una determinada manera.

La naturaleza, el paisaje natural, es también cultural, socialmente construido. Como dice Nancy L. Stepan: «La naturaleza es siempre, antes que naturaleza, cultura». Los autores que en los últimos años han estudiado la antropología del paisaje, como los citados en una nota anterior, plantean que los elementos de la geografía física, como montañas, ríos, cabos, etc., no se discriminan de otros elementos visuales del paisaje asociados a un origen cultural, como los caminos, riberas o monumentos, a manera de elementos conformadores del espacio social. Tanto los elementos que generalmente reconocemos como naturales, como los que reconocemos como culturales, son partes integrantes de un paisaje que se vive socialmente y desempeñan un papel nada despreciable en la vida social de los pueblos que los habitan y, en definitiva, en la formulación de su identidad cultural.

En la separación clásica entre naturaleza y cultura, los antropólogos funcionalistas que estudiaron el Mediterráneo en los años cincuenta con las herramientas y la visión cientifista particular de la antropología, se ocuparon de buscar rasgos culturales e instituciones sociales comunes a lo largo de las millas de tierra que rodeaban este mar. Paralelamente, en la misma época, los escritores que residían en estos países seguirían otro camino distinto para describir las sociedades del Mediterráneo, un camino que los aproximaba más a los planteamientos de un Fernand Braudel, que en su momento fue acusado de determinista ambiental. Es probable que la antropología social esté reconociendo finalmente el valor de una estrategia de análisis de la vida social y cultural que tiene en cuenta elementos paisajísticos comunes percibidos socialmente y compartidos visualmente, una estrategia que aquellos escritores de mediados del siglo pasado pusieron ya en juego para elaborar la construcción de una problemática pero posible identidad mediterránea.