La República Islámica de Mauritania reserva un conjunto singular de paradojas a todo investigador que, con independencia de la disciplina a la que se adscriba, quiera enfrentarse a cualquiera de sus aspectos. Estas situaciones paradójicas que afectan a la Mauritania moderna son enunciadas a continuación. Asimismo, el presente artículo nos aporta una serie de elementos clave para entender los procesos de la vida política mauritana, agrupada bajo el espectral concepto de «tribalismo».
En primer lugar, se trata de la primera república islámica del mundo musulmán, y la única que lo es desde su nacimiento, en 1960, una vez acabada la colonización francesa. Francia, que inició la conquista del territorio hacia 1900 desde sus bases senegalesas, no concluyó el proceso de pacificación de las tribus irredentas del norte de Mauritania hasta 1934 (López Bargados, 2003), y el interés que prestó a esa colonia sahariana fue, en el mejor de los casos, tangencial, pues en efecto se trató de una empresa colonial destinada más a impedir la ocupación efectiva de otras potencias concurrentes que a explotar los eventuales recursos minerales (hierro, cobre, petróleo) o pesqueros que a inicios del siglo XX apenas sí se intuían.
Así, en 1960, cuando el país accedió a la independencia, permaneció bajo una más o menos sutil tutela francesa que se ha mantenido hasta la actualidad, aunque desde 1991, y tras la desastrosa experiencia de apoyar al régimen iraquí durante la Primera Guerra del Golfo, el gobierno haya realizado una deriva liberal y formalmente democrática que ha convertido a Mauritania en un fiel aliado de Estados Unidos en la región. He ahí, en conclusión, la primera de las paradojas que quisiera mencionar: a pesar de su condición de república islámica, Mauritania es uno de los escasísimos países del mundo árabe y musulmán que cuenta, evidentemente bajo los auspicios norteamericanos, con una embajada del Estado de Israel. La condición de musulmanes de la práctica totalidad de sus habitantes, así como la importante presencia de ideologías panarabistas en la vida política mauritana desde 1960 no impidió que, en razón de un aislamiento internacional sin precedentes causado por su incómoda alianza con el régimen de Sadam Hussein, el presidente Maauya uld Sid Ahmad Taya diera muestras de pragmatismo al promulgar una constitución multipartidista en 1991 y aceptar, años más tarde, la presencia en su país de representantes del Estado israelí. Más allá de las anécdotas, esa situación confirma el viejo dictum de que en política nada es imposible: una república islámica como Mauritania puede, llegado el caso, promover un ambiguo reconocimiento del tradicional «enemigo sionista». La política internacional siempre acaba por reunir a extraños compañeros de viaje.
La segunda paradoja no debe tanto a las contingencias de la unilateralidad impuesta por Estados Unidos sobre numerosos estados africanos sumidos en crisis sociales y económicas desesperadas como a la particular posición geográfica que ocupa Mauritania. Un país que ha hecho de su arabidad un factor identitario indiscutible y que se halla, en consecuencia, plenamente integrado en instituciones tales como la Liga Árabe o la Unión del Magreb Árabe, cuenta sin embargo con una parte nada desdeñable de su población de origen subsahariano.
En efecto, mientras aproximadamente dos tercios de la población son de origen bidan (arabobereberes hablantes de hassaniyya, el dialecto árabe dominante desde el sur de Marruecos hasta las riberas del río Senegal), el tercio restante pertenece a grupos étnicos localizables en Senegal o Malí, es decir, wolof, peul, soninké, toucouleur e incluso bambara. A nadie se le escapa que esa circunstancia debe haber marcado la vida social y política de Mauritania a lo largo de su historia. Si bien la progresiva arabización de las tribus bereberes que poblaban el territorio se produjo a partir del siglo XIV (Norris, 1986), no es menos cierto que, desde 1960 hasta nuestros días, las sucesivas campañas de arabización emprendidas por el gobierno, las periódicas purgas en el seno del ejército para reducir el número de mandos de origen subsahariano o los eventuales enfrentamientos étnicos, que alcanzaron su cenit en 1989, con ocasión del conflicto entre Senegal y Mauritania, otorgan a la cuestión étnica una singular importancia.
El riesgo de polarización étnica en Mauritania parece ser una constante de las últimas décadas, y son numerosas las voces que atribuyen el origen de esos problemas a la condición de Estado-bisagra que caracteriza a Mauritania, que probablemente se encuentra en una situación sólo comparable a la de Sudán, a caballo entre esos dos grandes ámbitos civilizadores que en Occidente convenimos en llamar África blanca y África negra. En mi modesta opinión, sin embargo, ésa es, como tantas otras, una falsa polémica: atribuir los grandes males del moderno Estado mauritano a una frontera colonial perversa y apenas sensible a las diferencias culturales entre las poblaciones colonizadas significa eludir la obviedad de que apenas existen estados uninacionales en el mundo —tampoco en Europa, por supuesto— y de que, a lo largo de su larga y fructífera historia de contactos, los pueblos que habitaban a ambos lados del río Senegal han actuado la mayor parte del tiempo como buenos y amistosos vecinos, y no como enemigos encarnizados dispuestos a reivindicar pese a quien pese los derechos ancestrales de su grupo étnico (Webb, 1995). Si bien es cosa sabida que la etnicidad, en sus expresiones más fundamentalistas, es un invento relativamente reciente en la historia del continente africano (Chrétien y Prunier, 1989; Lonsdale, 2000), conviene recordarlo cuando se aduce un pretendido choque de civilizaciones para justificar una creciente polarización que, en realidad, ha sido promovida por el Estado mauritano con fines espurios.
Por si esa progresiva polarización no bastase para enturbiar las aguas compartidas a lo largo de la cuenca del río Senegal, la población bidan de Mauritania se encuentra a su vez dividida en una serie de estratos sociales de naturaleza marcadamente jerárquica, en cuyo más bajo escalafón se encuentran los llamados harratin, libertos descendientes de antiguos esclavos, al parecer de origen subsahariano, que sin embargo siguen manteniendo con las familias y los linajes de sus antiguos señores un vínculo de clientelismo y fidelidad (wala’), por otra parte perfectamente consignado por el derecho islámico (López Bargados, 2001).
Nos enfrentamos, claro está, a la tercera de las paradojas. Conviene aclarar en este punto que la mención al colectivo de los harratin no tiene por objeto avivar una vez más la controversia, en mi opinión sesgada, que se despliega periódicamente en torno a la persistencia de prácticas de esclavitud en Mauritania; suprimida en distintas ocasiones a lo largo del siglo XX, la esclavitud fue definitivamente abolida en dicho país en 1980, y el hecho de que existan formas de servilismo o de subordinación en una sociedad cuya morfología es profundamente jerárquica no debería escandalizarnos, o al menos no debería hacerlo mientras problemas mucho más acuciantes como el hambre, las desigualdades económicas o la violencia azoten a los países del continente africano. En efecto, en Mauritania, las relaciones serviles continúan presentes en el orden social, y aunque en general la esclavitud strictu sensu haya desaparecido desde hace un cierto tiempo, en ocasiones resulta difícil establecer una distinción neta entre el estatus del esclavo y el del hartani (sing. harratin).
Sin embargo, antes de llevarnos las manos a la cabeza y comenzar a denunciar la infamia que suponen tales prácticas —lo que, por cierto, hacen con relativa frecuencia algunos medios de comunicación, y en particular los norteamericanos, condicionados por lo que un sociólogo mauritano, Abdel Wedoud uld Cheikh, definió en su día como el «complejo del tío Tom»—, será bueno detenerse a pensar en la situación a la que se ven expuestos aquellos harratin que, carentes de toda formación, se ven súbitamente expulsados de sus hogares y de su sistema de manutención tradicional, como sirvientes de la familia de sus antiguos señores y alojados en su misma casa, para engrosar las filas de una suerte de lumpenproletariat miserable y sin esperanza que se hacina en la periferia de una gran capital como Nuakchott. Sin expectativas de trabajo en un mercado laboral rígido y escasamente expansivo, sin otra ocupación que la simple mendicidad, los miembros de ese colectivo podrían llegar a añorar los buenos tiempos en que la falta de libertad en términos absolutos se veía compensada por los alimentos y el techo necesarios para poder vivir.
Precisamente, algo de eso ocurrió durante las grandes sequías de las décadas de 1970 y 1980; muchos señores bidan, que a duras penas podían mantener a sus propias familias en un período de hambruna, se vieron obligados a «liberar» a sus harratin, quienes se vieron súbitamente enfrentados a una situación de total desamparo (Villasante-de Beauvais, 2000). En otras palabras, no trato aquí de defender o justificar una condición servil que, en cualquier caso, encaja en el horizonte social y cultural de muchas sociedades africanas, y que no está tan alejada de formas de explotación que sufren los trabajadores indocumentados tal y como hoy día pueden localizarse en los países del Occidente rico; simplemente pretendo recordar que, como decía Ludwig Feuerbach, resulta muy difícil hacer la revolución con el estómago vacío. Y que cada cual juzgue si esa revolución es o no imperiosa: se calcula que cerca de la mitad de la población culturalmente bidan de Mauritania pertenece a ese estrato desfavorecido y estigmatizado al que se le atribuyen orígenes subsaharianos, fruto de la trata de esclavos transahariana, pero entre quienes con toda probabilidad pueden encontrarse descendientes de los más antiguos pobladores del sur de Mauritania, anteriores incluso a la irrupción de las tribus bereberes. Como se ve, la distinción entre arabobereberes y subsaharianos en Mauritania tiene muy poco que ver con el color de la piel, y mucho más con sustancias mucho más etéreas, tales como la tradición, la genealogía y la historia.
Otra de las paradojas que quisiera destacar aquí se refiere propiamente a las transformaciones verdaderamente radicales operadas sobre la sociedad mauritana en las últimas décadas a causa de las prolongadas sequías de la década de 1970 y 1980. En un país desértico en su casi totalidad, donde el modo de vida tradicional estaba, salvo en la ribera mauritana del río Senegal, concentrado en las actividades ganaderas (predominio del ganado vacuno en el sur y del camellar en el norte), las sequías provocaron la desaparición de gran parte de los rebaños, la consiguiente ruina de numerosas familias y un éxodo sin precedentes hacia las ciudades situadas en el eje del río Senegal y principalmente hacia Nuakchott, la capital. Según la mayor parte de estadísticas, la relación entre población urbana y rural en Mauritania se invirtió en poco más de veinte años; si en 1962 el 65% de la población de Mauritania practicaba el nomadismo, en 1988 ese porcentaje había descendido hasta apenas el 15% del total, dando así lugar a uno de los procesos de urbanización más espectaculares conocidos en el siglo XX, si no en términos absolutos —con un territorio que dobla al del Estado español, Mauritania cuenta sólo con una población de dos millones y medio de habitantes—, sí al menos en términos relativos. Nuakchott, que en 1960, año de la independencia, apenas sí contaba con 5.000 habitantes, concentra en nuestros días una población estimada en 600.000 habitantes, y que sin duda puede, en cifras más realistas, aproximarse al millón. Deben entenderse las dificultades que el tránsito del nomadismo a la sedentarización masiva ha introducido en las actividades cotidianas de los mauritanos. Acostumbrados sus habitantes a una vida trashumante, las ciudades de Mauritania enfrentan graves problemas de insalubridad, una notable falta de infraestructuras, e incluso diría que están marcadas por la ausencia de un difuso sentimiento que, a falta de otro término mejor, calificaremos de urbanidad. Se trata de ciudades creadas ex novo, y en las que sus habitantes se hallan en permanente proceso de adaptación a un contexto urbano.
En el enunciado de algunas situaciones paradójicas que afectan a la moderna Mauritania, he reservado deliberadamente para la parte final de esta breve presentación, a modo de coda, una cuestión clave para entender los procesos que sigue la vida política mauritana: se trata del complejo de actitudes y prácticas políticas agrupadas bajo el espectral concepto de «tribalismo». En Mauritania, como en muchos otros países del África subsahariana, la ausencia de un aparato estatal fuerte que pueda reaccionar frente a las múltiples demandas de sus ciudadanos se ve compensada por el recurso sistemático a los vínculos familiares como forma de establecer los necesarios mecanismos de solidaridad. En síntesis, si el Estado africano no cumple con los mínimos requisitos de redistribución, la familia extensa sustituye algunas de las funciones que en los países occidentales atribuimos al Estado y asume esa tarea. Evidentemente, esa lógica redistributiva tiene, digamos, algunos efectos colaterales; el acceso a cargos de poder e influencia en la pirámide social, así como la posibilidad de manejar mayor cantidad de riqueza, exige en definitiva a quienes detentan esas posiciones que repartan esa riqueza y que procedan a una contratación de sus parientes en caso de que tengan la oportunidad de hacerlo, lo que no es sino una forma diferida de redistribución. De ese modo se generan prácticas económicas dominadas por otros criterios que los de la simple y pura eficiencia, y que tan a menudo tachamos en las sociedades occidentales de corruptas. En Mauritania, la riqueza de que dispone un individuo se halla en directa relación con el número de personas que dependen de él; a mayor riqueza, mayores responsabilidades sobre los parientes que acoges y alimentas en tu hogar. Y en un contexto en que el parentesco está organizado mediante un complejo sistema de tribus, es decir, de grandes unidades de parentesco compuestas en ocasiones por miles de personas, la categoría «pariente» acaba por manipularse como si fuera goma de mascar.
Sin duda el tribalismo ha marcado la vida política de Mauritania, Estado dominado desde la independencia por diversas tribus bidan, que en ocasiones se repartieron cuidadosamente el poder. Si el padre de la patria y promotor de un sistema de partido único, Mujtar uld Dadah, que gobernó entre 1960 y 1978, era de la región de Trarza y en concreto de los Awlad Abyari, el actual presidente, Maauya uld Sid Ahmad Taya, es del Adrar, y en particular de los Smassid, tribu que por otra parte cuenta con algunas de las principales fortunas del país. En Mauritania, todo el mundo puede identificar de inmediato la adscripción tribal de tal o cual ministro, de tal o cual general, y se sobreentiende que la promoción de un individuo a un cargo de responsabilidad trae aparejada una promoción de una parte de su parentela, que se beneficia de los favores otorgados.
Desde ese punto de vista, un buen jefe es aquel que redistribuye de forma más equitativa, y durante años la vida política mauritana ha consistido esencialmente en una pugna intensa entre las unidades tribales por ocupar espacios en la Administración, por acceder, si se me permite la expresión, a una porción del pastel. Poco importa que las llamadas tribus sean organizaciones sociales extremadamente dúctiles, y que los mecanismos de adscripción resulten mucho más flexibles de lo que a priori podría juzgarse; lo importante es, en definitiva, sumar esfuerzos y contar con apoyos para promocionarse a uno mismo y a su familia. Y si he procedido a desarrollar este breve relato es porque, un tanto inesperadamente, la democratización emprendida por el régimen de Uld Taya a partir de 1992, una vez aprobada la nueva constitución en 1991, que consagraba el multipartidismo y un grado mínimo de libertad de expresión política y de prensa, permitió una expansión inusitada de la acción política tribalista en el seno de los nuevos partidos políticos. Contra las visiones más ramplonas de los procesos de democratización, que hacen de ellos instrumentos de modernización cuya mera implantación ha de eliminar progresivamente factores de atraso tales como el clientelismo, el tribalismo o las prácticas corruptas en general, la democratización en Mauritania permitió que las adscripciones tribales adquiriesen, por así decirlo, un crédito del que hasta entonces carecían; los partidos políticos, recién legalizados, se convirtieron en medios de expresión de los intereses locales que cada tribu defendía en su circunscripción, desprovistos de ideología y encargados esencialmente de sostener un paquete de demandas en una región que a veces entraba en contradicción con lo que el mismo partido apoyaba en otra.
No obstante, en la medida en que los recursos con que contaba el Estado mauritano eran y son escasos, tras una oleada de entusiasmo multipartidista, la necesidad de acogerse al reparto de recursos hizo que poco a poco las demandas se concentrasen en el partido del poder, y que el teórico multipartidismo diera paso en la práctica a lo que es casi un régimen de partido único. Así pues, acompañado de partidos satélites que mantienen la ilusión multipartidista y de una oposición política reducida a su mínima expresión, el PRDS, el Partido Republicano Democrático y Social, concentra en la actualidad los intereses y sensibilidades de las distintas tribus del país, y debe así conciliar reclamaciones muchas veces concurrentes. Sólo desde esa perspectiva puede entenderse que ciertos grupos tribales, disconformes con la modalidad del reparto que se efectúa desde el partido gobernante, muestren excepcionalmente su desafección mediante un gesto que no puede tener mayor contenido simbólico y, por supuesto, político: un intento de golpe de Estado.
El 8 de junio de 2003, la gravedad de un golpe de Estado fallido acaecido en Mauritania desmintió uno de los tópicos más firmemente establecidos en ese país, a saber, que la acción política, incluso en sus expresiones más radicales, se desenvuelve siempre dentro de canales incruentos. Es cierto que en el período convulso de seis años que siguió a la caída del presidente Mujtar uld Daddah se asistió a una serie ininterrumpida de golpes de Estado militares, pero no lo es menos que ninguno de ellos trajo consigo carnicerías ni grandes venganzas; se trató simplemente de relevos en la cúpula militar del poder, relevos que concluyeron en 1984, cuando Maauya uld Sid Ahmad Taya accedió a la presidencia. Desde entonces, y a pesar de haber pasado por momentos tan críticos como el conflicto con Senegal o su fatal alineamiento con Irak, el régimen de Uld Taya nunca pareció peligrar como lo hizo en el verano de 2003, cuando un sector del ejército cuyos principales cabecillas provenían del este del país, y en particular de una tribu determinada, mostraron su descontento de manera ciertamente expresiva, llegando a bombardear el palacio presidencial. Para bien o para mal, el régimen superó ese difícil trance, y sin duda habrá extraído las consecuencias que considere oportunas. También nosotros podemos extraer alguna lección de ese hecho; que, muchos siglos después de que Ibn Jaldún enunciara sus tesis en torno a la c assabiyya, la solidaridad agnaticia que preside las tribus árabes y que constituye el mejor cemento para forjar imperios, las tribus parecen seguir levantándose en armas desde la periferia, dispuestas a tomar Damasco una vez más.