Europa ha sabido establecer una unidad de propósito, a la vez que englobar en su seno un diverso, pero complementario, conjunto de culturas. Al mismo tiempo, y para facilitar la concreción de este proyecto europeo, se han trazado fronteras a lo largo de lindes geopolíticas artificiales, separando tierra y mar, en la cuenca del mar Mediterráneo. Según la autora, las percepciones que prevalecen en los distintos contextos sirven para ilustrar la ceguera selectiva que la construcción geopolítica europea ha propiciado. Defiende, además, que la división que separa a Europa de sus vecinos del Sur es el fruto de la política y la historia, más que de una distinta «cultura», entendida y percibida ésta en su sentido más amplio.
Introducción: la historia y sus efectos en las fronteras… y los valores
Dada nuestra temática colectiva, invitar a exponer una perspectiva británica sobre el tema de los valores europeos y sus fronteras en el Mediterráneo bien pudiera parecer demasiado alejado del asunto en cuestión como para que tenga excesiva relevancia. Ello, obviamente, depende de dónde se considere que empieza el Mediterráneo. Para bien o para mal, muchos de mis compatriotas sostienen que la cultura mediterránea empieza realmente, de un modo u otro, al norte de París. Un creciente número de ciudadanos británicos —del mismo modo que los emigrantes alemanes en Mallorca— está estableciéndose, ya sea de manera temporal o definitiva, en los climas más soleados del sur de Europa, y así se está familiarizando de manera creciente con la comida, el vino y los souvenirs, cuando no con la lengua y las culturas de sus vecinos mediterráneos. También en un sentido político, los británicos todavía no han renunciado a Gibraltar, pese a los recientes intentos de otorgar la independencia a la colonia, incluido uno del propio gobierno británico. A su vez, Gibraltar se halla a menos de veinte kilómetros de otro histórico reducto británico en el Mediterráneo: la ciudad de Tánger, en la costa norte de Marruecos. Como resultado, y aunque sólo sea en pretérito, al establishment británico le gusta pensar que, cuando habla de los asuntos del Mediterráneo, lo hace con conocimiento de causa
En la práctica, y deslizándose sobre algunos de los detalles de la historia, los modernos europeos viven de manera relativamente cómoda dentro de los límites y fronteras establecidos por la Unión Europea. La propia noción de «frontera», para los ciudadanos europeos que viven dentro de los confines de la Unión, es positiva, porque sugiere al menos un mínimo de porosidad, de tránsito permisible, de transición de un Estado a otro, de entrada e, incluso, reentrada. Generaciones enteras de europeos posteriores a la Segunda Guerra Mundial dan hoy por sentada la posibilidad de cruzar las fronteras internas, como si el escenario europeo en el que han crecido hubiera sido siempre así. Los únicos ciudadanos europeos que sufren —especialmente en el retorno a unos mayores controles de seguridad de los últimos dos años— han sido las víctimas de lo que podría denominarse «perfil Al-Qaeda»; a saber: musulmanes y emigrantes recientes a Europa cuyos nombres y cuyo aspecto físico amenaza con poner en cuestión, siquiera sea temporalmente, su ciudadanía europea y su libertad de movimientos.
Aceptar la historia de la Europa del siglo XX, sobre todo la Segunda Guerra Mundial, ha sido, obviamente, tanto el catalizador como el leitmotiv de todo el proyecto europeo. El proceso de asimilar y simplificar la noción de Europa a fin de crear la Comunidad Europea, luego Unión Europea, no sólo ha supuesto enfrentarse a los demonios del reciente pasado europeo, sino que ha llevado asimismo a una interpretación selectiva de una gran parte de la historia europea anterior al siglo XX. Y en dicho proceso, la Europa moderna ha hecho muy poca justicia a la diversidad de los elementos culturales que han configurado su surgimiento, especialmente a los que surgen de las tradiciones del pensamiento árabe y musulmán. En ninguna parte resulta más evidente este olvido que en la región mediterránea, pese a su proximidad geográfica a las costas meridionales de la propia Europa. Aunque se la califique de «Oriente Próximo», la influencia de esta región en el actual pensamiento político europeo es tan distante como lo sería si el Mediterráneo formara parte de ese «Oriente» constituido por China e Indonesia, para parafrasear a Mohammed Arkoun.
Por conveniencia del proyecto europeo, se han trazado de hecho unas fronteras básicamente artificiales a lo largo de líneas geopolíticas que separan tierra y mar en la cuenca mediterránea. Las percepciones que prevalecen en diferentes contextos sirven, no obstante, para ilustrar la ceguera selectiva que ha creado esta construcción geopolítica. Los europeos extraños al Mediterráneo, como los británicos a los que hemos aludido antes, por ejemplo, pueden hablar fácilmente de una cocina, una arquitectura y un estilo de vida «mediterráneos», que —en un reflejo de la actual moda de los «objetos moros» en el diseño de interiores en el Reino Unido— es capaz de abarcar las dos orillas de la cuenca mediterránea. Sin embargo, casi de manera simultánea y con igual certeza, los mismos observadores son igualmente capaces de aludir a la «imperfección» y a los claros delimitadores que separan las tierras de la Europa cristiana (o judeocristiana, según los gustos), al norte, y el «mundo» árabe e islámico, al sur del mar Mediterráneo. En otras palabras, son la política y las construcciones históricas creadas por la política las que separan a Europa de su prolongación meridional, más que la «cultura» percibida e interpretada en este sentido amplio.
En términos de definición y expresión de valores, la explicación más simple de la dualidad de esas percepciones es que en la Europa poscolonial, posterior a la Segunda Guerra Mundial, el ímpetu para crear una Europa más unificada requería de sus partidarios una actitud de introspección, así como la erección de barreras externas, tanto psíquicas como físicas, frente a las intrusiones del mundo exterior que podían complicar el proceso de identificación y construcción sobre un terreno europeo común. Ser miembro de un club cultural o político requiere no sólo de símbolos y atributos calificadores, sino también de símbolos y atributos que diferencien a los potenciales miembros de aquellos que se considera que no merecen afiliarse al club o no reúnen las condiciones para ello.
Por simplista que esto pueda parecer, la demarcación de fronteras externas para concentrarse mejor en fortalecer los vínculos comunes de quienes se hallaban situados en su interior puede muy bien haber desempeñado un papel necesario en el proceso de construcción europea, al menos en sus comienzos. El resultado, no obstante, ha distorsionado las percepciones posteriores del Mediterráneo en direcciones ahistóricas, y ello pese a las afirmaciones, tanto del Proceso de Barcelona de la Unión Europea como del diálogo mediterráneo de la OTAN, en el sentido de que todos los estados de la costa mediterránea comparten una historia y un destino comunes. A largo plazo, no obstante, ha provocado que generaciones enteras de europeos estén poco dispuestas a explorar la complejidad de las relaciones europeas y mediterráneas al margen de las formas configuradas actualmente, de modo casi irremisible, por el pensamiento eurocéntrico. Esto, paradójicamente, es así pese a la resultante universalidad tanto del lenguaje como de las intenciones de los valores europeos comunes que han evolucionado en los últimos cincuenta años.
El proyecto europeo: puntos fuertes y débiles
Como europeos, nos gusta pensar que hemos logrado algo que ni siquiera los estadounidenses han podido conseguir con su insistencia en asimilar a los ciudadanos a través de una lengua común y la lealtad a una misma bandera. El logro de Europa consiste, en suma, en haber creado y sostenido un objetivo común manteniendo a la vez un conjunto de formas culturales diversas, aunque complementarias, a través del que expresar dicho objetivo común. Como se establece en el artículo I-2 del Tratado Constitucional Europeo, cuyo futuro destino se está todavía debatiendo, «la Unión [Europea] se fundamenta en los valores del respeto a la dignidad humana, la libertad, la democracia, la igualdad, el Estado de derecho y el respeto a los derechos humanos. Estos valores son comunes a los estados miembros en una sociedad de pluralismo, tolerancia, justicia, solidaridad y no discriminación». Esto constituye en gran medida la base de todo el proyecto europeo, o al menos la base de su aspiración a «fomentar la paz, sus valores y el bienestar de sus pueblos». Tan confiado se muestra este proyecto que «en sus relaciones con el resto del mundo», la Unión se compromete a «defender y promover sus valores e intereses» y a «contribuir a la paz, la seguridad, el desarrollo sostenible de la tierra, la solidaridad y el respeto mutuo entre los pueblos, el comercio libre y justo, la erradicación de la pobreza y la protección de los derechos humanos y, en particular, los derechos de los niños, así como la estricta observancia y el desarrollo del derecho internacional, incluyendo el respeto a los principios de la Carta de las Naciones Unidas».
En tanto no se adopten mediante referéndum popular o aprobación parlamentaria, estos valores y aspiraciones no quedarán consagrados como el núcleo de la futura Unión Europea; pero, dado su carácter general —y, de hecho, su universalidad—, no es precisamente este aspecto del tratado constitucional el que ha suscitado mayor debate o disensión en los últimos meses. No obstante, en opinión de algunos autores serios como Larry Siedentop, debería haber un mayor debate en torno a lo que la Unión puede y aspira a ser. A todos se nos ocurren casos, por ejemplo, en los que la afirmación de la Unión Europea de promover «el comercio libre y justo» fuera de sus fronteras ha sido cuestionada, de manera especialmente reciente y notoria en la conferencia ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC) celebrada en Cancún en septiembre de 2003. La capacidad de la Unión Europea de mantener una estricta observancia del derecho internacional también ha sido puesta en cuestión por las diferentes interpretaciones que cada uno de sus estados miembros da a la normativa jurídica internacional, bastante evidente en la crisis de Irak de ese mismo año. Quienes critican las acciones externas de la Unión Europea suelen decir también que ésta resulta ineficaz a la hora de promover sus valores universales externamente allí donde éstos entran en conflicto con los intereses más mundanos de Europa, especialmente en los ámbitos del comercio y la seguridad. Incluso dentro de las fronteras de la propia Europa, la Unión difícilmente puede afirmar que ha eliminado todas las formas de discriminación, ni siquiera con la adopción de la Convención Europea para la Protección de los Derechos Humanos en las legislaciones nacionales.
Es fácil, en consecuencia, mostrarse escéptico con respecto a la capacidad de la Unión Europea de gestionar las contradicciones inherentes a cualquier ejercicio que aspire a traducir unos ideales elevados a la sucia esfera de la práctica política. Los principales mediadores dentro de la propia Unión Europea han sido los gobiernos de los estados miembros, que gestionan los compromisos que hay que cumplir constantemente para acomodar las diferencias históricas, políticas y de otra índole que hacen a Europa tan diversa, aunque lo bastante unificada como para querer explorar al menos una parte de su destino en común. Gran parte de esto se expresa a través de términos como «armonización», «integración» y «elementos comunes» (política agraria común, política exterior y de seguridad común, moneda común…). No todo el mundo desea la misma clase de elementos comunes, ni en el mismo momento, en el mismo ámbito o incluso con la misma duración que sus socios de la Unión Europea; pero la clave ha sido evitar los bloqueos —sobre todo los vetos— para hacer que el proceso general funcione. Todo esto es bien conocido, auque se ha hecho considerablemente más difícil de lograr en el contexto de una Europa de 25 miembros o más.
Lo que se articula de una forma menos clara es el hecho de que las diferencias políticas fundamentales (especialmente sobre la cuestión del federalismo) se ven eclipsadas en la práctica por otras realidades más acuciantes y por el éxito de la Unión en cuanto que bloque comercial. A menudo se dice que uno de los fundamentales puntos fuertes de Europa es que las democracias raramente se hacen mutuamente la guerra. Quizá constituye una reflexión típicamente británica la sugerencia de que este fundamento descansa un poco más firmemente en la mera interdependencia de las relaciones comerciales de Europa (donde el 50% del comercio de los estados miembros corresponde al realizado con otros socios de la Unión), y que la interpenetración económica (de inversiones, movimientos de capital y, en menor medida, flujos laborales) explica más directamente cómo se ha cimentado el proyecto europeo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. La convergencia política, especialmente allí donde los estados-nación siguen guardando celosamente sus prerrogativas nacionales en una serie de áreas clave, es recibida con escepticismo entre un sector de estados miembros de la Unión más amplio que el Reino Unido. Parafraseando a Napoleón: ahora todos somos «naciones de tenderos».
La conclusión que de ello extraen los «euroescépticos» es que la Unión Europea necesita poco o nada más que una ampliación de su actual cooperación económica para seguir existiendo. Según este razonamiento, una extensión de la identidad política de Europa —ya sea a través del federalismo, de una mayor subsidiariedad o de una Europa con la que sus ciudadanos se sientan más vinculados e implicados— es un sueño para los europeos continentales, pero también es algo a cuya imposición se resisten los británicos antifederalistas y sus aliados. Para Larry Siedentop, no obstante, este enfoque no sólo malinterpreta de manera fundamental en qué consistiría realmente el federalismo adecuadamente concebido, sino que muestra una ceguera ante el hecho de que la mayor parte del discurso político actual ha sido absorbido por el lenguaje económico, a la par que se arraiga en su aparente neutralidad —y, de hecho, en su utilidad compartida. Y este «economicismo» —como él lo denomina— no puede sustituir las cuestiones políticas fundamentales acerca de quiénes somos, qué queremos hacer y cómo deseamos ser representados en cuanto que europeos. Liberalismo comercial tampoco equivale necesariamente a liberalismo político cuando las demandas de eficiencia económica conducen casi ineluctablemente a una mayor concentración de políticas monetarias y fiscales en el centro de una estructura de gobierno distante de aquellos a quienes más afecta.
De manera más crítica para el futuro de la democracia europea, sostiene Siedentop, el «economicismo y el triunfo del lenguaje económico sobre el discurso político en la esfera pública ha implicado la sustitución de un papel por otro, del papel de ciudadano por el de consumidor». Esto hace del ciudadano/consumidor un ser humano «pasivo en lugar de activo», cuyas necesidades se basan en «deseos o preferencias» en lugar de en una participación activa en «un viejo lenguaje político en el que las cuestiones relativas a controlar el orden público y asegurar la responsabilidad y la participación política resultaban fundamentales».
Los debates sobre «bienestar humano» en Europa se basan, de manera parecida, en la provisión de servicios asistenciales y salvaguardias económicas antes que en la explotación (en el mejor sentido de la palabra) del «potencial de un marco constitucional liberal para cambiar deseos y formar intenciones» por parte de los propios ciudadanos.
Sin embargo, no es la preocupación por el desarrollo de la ciudadanía europea, o incluso por una democracia aún mayor, lo que provoca la mayor parte del euroescepticismo, sino las nociones residuales, y no siempre fundadas, relativas a la protección de la soberanía nacional. Casi invariablemente, ello va de la mano del temor a una excesiva centralización del proyecto europeo en Bruselas. En este sentido, las «recomendaciones vinculantes» que pueden imponer las instituciones europeas con sede en Bruselas a los miembros de la zona de la moneda común que soporten un excesivo déficit público no sólo han demostrado ser una fuente de situaciones embarazosas para los paladines del euro, como en el caso de los gobiernos francés y alemán, que recientemente han roto en varias ocasiones el límite acordado del déficit del 3%. Ello ha proporcionado también a los euroescépticos británicos y de otros países el núcleo de su argumentación contra la incorporación a la zona euro; es decir: que incluso los más entusiastas partidarios de la unión monetaria parecen haber renunciado voluntariamente al control soberano de gran parte de su economía nacional.
Lo que no tiene en cuenta esta crítica es que, sin un debate sobre las aspiraciones políticas de Europa, así como sobre el tipo de mecanismos requeridos para mantener un equilibrio interno entre los diversos intereses en conflicto, la agenda económica de libre comercio adoptada por muchos de los adversarios del federalismo y la unión monetaria no evitará por sí sola la centralización y las fuerzas potencialmente antidemocráticas que ya son fuente de preocupación en toda Europa, tanto en el ámbito nacional como en el comunitario.
En el contexto de la reciente ampliación europea, el debate sobre el futuro de Europa parece estar abrumadoramente configurado en función de cómo estén representados los diferentes estados y sus poblaciones, antes que en función del objetivo intrínseco de una Unión ampliada de 25 estados. La división clásica de los europeos en bandos separados de «visionarios» y «utilitaristas» —o «dogmáticos» y «pragmáticos», por usar la terminología de Wallace— casi ha dado la victoria a los «utilitaristas», a juzgar por el actual debate sobre el constitucionalismo europeo. El examen de la Convención Europea que tuvo lugar en el seno de la Conferencia Intergubernamental se expresó en términos de forma y proceso antes que de contenido. Era el número de votos, la manera de votar y la interrelación entre actores, organismos, instituciones nacionales y comunitarias lo que contaba, no la calidad del proyecto político.
El precio de esta pobreza del debate político se considera en general pequeño dentro de la propia Europa, donde existen salvaguardias constitucionales, y, sobre todo, el Estado de derecho, para garantizar y asegurar las libertades básicas en las que se basa la Unión Europea. Otros, más directamente entregados a debatir el futuro de Europa, sostienen —como lo hacen Larry Siedentop y el Charlemagne de The Economist— que la propia Unión Europea pagará un precio en términos de pérdida de relevancia para sus ciudadanos y de un declive de la democracia global si no se presta a la sustancia política del proyecto europeo tanta atención como a sus ambiciones económicas y constitucionales.
Lo que no suele considerarse tanto es el coste de las relaciones de Europa con terceras partes. Es ahí donde la falta de un debate político sustantivo en Europa afecta directamente a la capacidad de los actores externos para acceder a las aspiraciones universalistas de Europa y participar de ellas. Esto se aplica tanto dentro del propio continente europeo, en el que los no europeos son excluidos o marginados de manera creciente, como fuera de él, de manera especial y más acusada en el «extranjero cercano» del Mediterráneo europeo. En otras palabras: si no se da una prioridad real al desarrollo y la construcción cualitativos de la democracia y el debate político dentro de Europa, ¿qué esperanza hay para aquellos que están fuera de ella y a quienes la Unión Europea propone ayudar a lograr las mismas ambiciones u otras similares?
El Mediterráneo en cuestión
La clase de debate antes descrito se ve generalmente como un debate inherente a la propia Europa, sin un impacto real en las relaciones con el mundo exterior. Lo único que se necesita en lo que se refiere a las relaciones externas es formular una postura comúnmente acordada —y preferiblemente aplicable— sobre cualquier cuestión política dada, y promoverla en un contexto que sea compatible con la aspiración europea, de mayor envergadura, de exportar valores democráticos y derechos humanos universales. El principal vehículo para ello ha sido la promoción de la liberalización comercial y la globalización como el mejor —e incuestionable— medio de incluir a las sociedades menos desarrolladas en el proceso de determinación de su propio futuro político y cultural.
Con respecto a las políticas concretas, la Unión Europea ha tenido más éxito en su proyección externa de políticas de ámbito comunitario en áreas como el comercio (¡Cancún lo aceptó!), donde predominan los mecanismos e instituciones internos de la Unión Europea, y sobre todo de la Comisión. Allí donde los procesos intergubernamentales rigen posturas comunes (muy especialmente en la Política Exterior y de Seguridad Común, o PESC), la traducción de elevadas ambiciones en la práctica se ha visto seriamente perjudicada por lo que un estudioso de los asuntos exteriores de Europa ha denominado, con expresión ya célebre, «la brecha entre capacidad y expectativas»: prometer mucho, pero estar bastante menos preparado, dispuesto y capacitado para producir resultados efectivos.
En mi opinión, esto no es accidental. Es precisamente en la disyuntiva entre la política propia del Estado-nación y su elisión en las «posturas europeas comunes» donde las diferencias entre los estilos políticos internos y las prioridades de Europa resultan más significativas. Dicho de manera sucinta, las posturas comunes en el ámbito europeo vinculan a los estados miembros individuales sólo en la medida en que éstos están de acuerdo en el principio y el resultado final deseado. La interpretación y aplicación de estas posturas comunes se halla sujeta de manera casi inevitable a prioridades establecidas y articuladas en el ámbito nacional, especialmente allí donde la postura común en cuestión proporciona una oportunidad —o un escudo— para la defensa de los intereses nacionales. Recientes estudios han mostrado, por ejemplo, cómo los sucesivos gobiernos franceses hicieron uso a lo largo de la década de 1990 de la Unión Europea y sus instituciones tanto para gestionar como para potenciar las relaciones bilaterales —a menudo delicadas— de Francia con Argelia.
En el ámbito colectivo, gran parte de lo que ha impedido una acción externa eficaz de la Unión Europea se deriva de la propia ambigüedad constitutiva que tan bien funciona a la hora de cimentar la Unión internamente, pero que no se traduce tan bien fuera de ella. Gran parte de la cohesión de Europa, como ya se ha argumentado antes, se basa en una breve memoria histórica y en varios presupuestos políticos. El primero de ellos es que la ideología —al menos la basada en un mercado no liberal— carece ya de relevancia alguna en los debates políticos europeos. El «fin de la historia» de Fukuyama se ha convertido en Europa, como en Estados Unidos, en «el fin de la ideología», o, al menos, en el fracaso a la hora de reconocer que el «ideal de democracia liberal» puede contener por sí mismo presupuestos altamente políticos. Un aspecto clave de la promoción internacional por parte de la Unión Europea de los mercados liberalizados es que éstos conducirán a políticas liberalizadas y a la democratización mediante el incremento de las oportunidades económicas disponibles para los ciudadanos. Una serie de recientes estudios empíricos, incluyendo algunos del Banco Mundial, han mostrado que este argumento resulta extremadamente contingente y específico de un contexto concreto, especialmente en Oriente Próximo y el norte de África. Basarse en los gobiernos como promotores del desarrollo económico ha incrementado en muchos casos el ejercicio centralizado del poder político, incluso —y a veces en especial— en aquellos estados que han experimentado medidas de privatización y liberalización de activos anteriormente nacionalizados.
Dentro de la propia Europa, el proceso de liberalización de los mercados y de incremento de la representación política ha sido, obviamente, el resultado de una larga y compleja historia. Sin embargo, ambos procesos han estado entretejidos, antes que causalmente vinculados de modo implícito, en las políticas externas de la Unión Europea, como la iniciativa de Partenariado Euromediterráneo, o el Proceso de Barcelona, diseñado para los socios del norte de África y Oriente Próximo. La Comisión Europea, algo más deprisa que los gobiernos europeos nacionales, ha empezado a cuestionar esos supuestos vínculos entre causa económica y efecto político, y ha reflejado ese cambio de énfasis en la «revitalización» del segundo tramo de la financiación MEDA y la programación asociada a Barcelona. Falta ver si los gobiernos nacionales están plenamente dispuestos a integrar este nuevo pensamiento en sus relaciones bilaterales con los socios mediterráneos, especialmente dadas sus prioridades políticas, opuestas y potencialmente contradictorias, de cara a aumentar la asistencia en la seguridad regional del Mediterráneo a raíz del 11 de septiembre de 2001.
Un segundo presupuesto europeo es que las sociedades viven hoy en un mundo «poscristiano», humanista, en el que el vínculo entre religión y política se ha resuelto definitivamente en favor del secularismo, o el laicismo, como en el Estado laico de la República francesa. Este presupuesto ha generado un considerable debate, especialmente en Francia, sobre la compatibilidad entre las expresiones públicas del islam y las nociones seculares de la ciudadanía europea. Sus efectos se dejan sentir asimismo en las discusiones acerca de si las sociedades musulmanas pueden realmente convertirse en democracias cuando el islam no permite una separación entre formas de gobierno divinas y seculares. Lo que suele faltar en estas discusiones, sin embargo, es la conciencia de los procesos a través de los cuales las propias sociedades europeas sometieron históricamente la religión a las necesidades de la práctica política secular, así como de las influencias religiosas implícitas que, como resultado, siguen estando presentes en los actuales debates.
Contempladas desde la (potencialmente profana) perspectiva de las islas Británicas, donde la Iglesia anglicana (protestante) es una institución reconocida del Estado, la política y la sociedad francesas podrían parecer más influenciadas por los valores católicos de lo que la insistencia republicana en la laïcité estaría dispuesta a conceder. Vistas desde la «pérfida Albión», las arraigadas tradiciones anticlericales francesas podrían muy bien ir más allá, de cara a explicar la rígida separación entre las instituciones religiosas y políticas, de la completa prohibición de los valores religiosos de la vida pública. Esto resulta relevante para la promoción de los valores «universales» de la Unión Europea a la región mediterránea, dado que en las memorias coloniales de esas sociedades la religión y los preceptos religiosos desempeñaron un papel significativo, además de significativamente político. La facilidad con la que se han descrito los «choques de civilizaciones» en función de parámetros religiosos demuestra hasta qué punto esos presupuestos siguen estando presentes en las relaciones de Europa con el Mediterráneo, incluso cuando el supuesto choque de civilizaciones entre islam y cristianismo se descarta como simplista o determinista.
En la práctica, la mayoría de las discusiones culturales que tienen lugar entre Europa y las sociedades en gran parte musulmanas del Mediterráneo sur están desprovistas —y a la vez preñadas— de un contenido explícitamente político. Asimismo, hacen pensar que las misiones civilizadoras del pasado ya no resultan relevantes o no guardan relación alguna con el modo en que Europa articula actualmente sus valores.20 Antes bien, las diferencias religiosas se relegan a los intercambios entre teólogos, y la «cultura», a los artistas, arquitectos y sociólogos renuentes a dar crédito a los efectos residuales de la religión en el pensamiento y la práctica políticos de Europa.
Un tercer presupuesto europeo es que defender y garantizar el Estado de derecho y el respeto a los derechos humanos resulta suficiente por sí solo para asegurar unos resultados políticos ricos, diversos y productivos en el proceso democrático. No obstante, sin el añadido de al menos alguna forma de educación democrática, y el equilibrio de los derechos de los ciudadanos con sus correspondientes deberes y obligaciones, el contenido de este debate y la fertilidad de su resultado no están en absoluto garantizados. Como se ha visto en varias zonas de Europa, algunos debates políticos pueden rayar peligrosamente en extremos de proteccionismo nacionalista, xenofobia y fundamentalismos de toda laya, cuando los suscriben grupos e individuos poco inclinados a practicar el equilibrio de argumentos, la acomodación de diferencias y la creación de compromisos en los que hasta ahora se ha basado la Unión Europea. La mayor parte del debate político «liberal» sirve generalmente para contrarrestar la influencia de tales extremos dentro de Europa, pero cuando nos trasladamos al Mediterráneo, puede aplicarse el síndrome de las «democracias sin demócratas» con demasiada facilidad.
En realidad, la Unión Europea no trata de influir, ni es capaz realmente de hacerlo, desde fuera en el contenido del debate político en las vecinas sociedades mediterráneas. Sin embargo, allí donde la Unión Europea sí aspira a ayudar a crear las condiciones necesarias para que florezca la democracia en esas sociedades, las políticas europeas no siempre han exigido a los líderes y las élites gobernantes de la región mediterránea los mismos niveles de contención política que demandan a sus oposiciones políticas. La muda respuesta de los gobiernos europeos a la anulación de las elecciones argelinas que iba a ganar el Frente Islámico de Salvación (FIS), en enero de 1992, ilustra la clase de dilemas a los que hay que enfrentarse cuando se temen unos resultados extremistas («teocráticos») como resultado de procesos democráticos.
Lo que se necesita es un equilibrio de los derechos y obligaciones de todos los actores políticos, sobre todo de aquellos que afirman fomentar la democracia desde las vigentes posiciones de autoridad. Con demasiada frecuencia los europeos se muestran derrotistas con respecto a las posibilidades de la democracia en las sociedades musulmanas, sobre todo porque son musulmanas y están imbuidas de alguna manera de modos de gobierno «tradicionales» o «religiosos» que desafían a la modernidad democrática. En realidad, la capacidad de las sociedades musulmanas de resolver esta cuestión por sí mismas se ha visto seriamente limitada por la falta de un espacio político protegido por el Estado de derecho en el que crear la clase de «elementos en común» y puntos de acuerdo que casi se dan por descontados en Europa. Al permitir a los líderes mediterráneos utilizar la retórica de los derechos democráticos y el Estado de derecho meramente para reforzar su propio dominio sobre las instituciones del Estado, los socios europeos del Mediterráneo tienen cierta responsabilidad por los lentos progresos de la región de cara al incremento de la participación política. El problema es que el temor a fomentar el extremismo y el énfasis prioritario en la seguridad suelen dominar con demasiada frecuencia las agendas europeas, de manera que, en el contexto de la lucha contra el terrorismo, se podría muy bien correr el peligro de caer en profecías que entrañan su propia realización.
Un último presupuesto europeo es que se pueden trazar líneas basadas en diferencias históricas con el fin de fomentar y crear un futuro mejor. Como señalábamos al principio, éste ha sido, ciertamente, uno de los logros de Europa; pero, al igual que ocurre con otros principios operativos de la Unión Europea, no se trata de algo que pueda exportarse con tanta facilidad. En varias sociedades del sur del Mediterráneo, especialmente las que han sufrido un pasado violento o traumático, los recuerdos que se requiere olvidar con el fin de poder avanzar siguen estando presentes, al no haberse resuelto, en los actuales debates políticos. Como acostumbran a decir diversos activistas de los derechos humanos de la región: «Estamos dispuestos a pasar las páginas de la historia, pero a condición de que primero se lean y acepten». Desarrollar cierta sensibilidad hacia el tipo de injusticias históricas que impiden el progreso político es tan importante como desestimar aquellos agravios tan antiguos (como las batallas o los territorios perdidos en una época tan lejana como la Edad Media) que resultan irrelevantes para el actual debate político, salvo en la mitología ultranacionalista o sectaria. Las violaciones de los derechos humanos en las últimas décadas no pueden ignorarse o descartarse, especialmente en lugares como Argelia, donde han sido cometidas por argelinos sobre otros argelinos. Ni tampoco puede descartarse el legado de la propia historia colonial europea en la región sin una reevaluación previa, dado que las estructuras institucionales tanto económicas como culturales del Mediterráneo continúan reflejando actualmente la influencia colonial.
Conclusiones
La principal conclusión a extraer es que, aunque Europa puede permitirse —o cree que puede permitirse— ampliar y desarrollar su influencia global basándose en la clase de ambigüedades constitutivas que han permitido que evolucionara la propia idea de Europa y sus valores, hacerlo depende del presupuesto subyacente de que todos los estados europeos (y por extensión, sus ciudadanos) disfruten de igual acceso a los beneficios del proyecto europeo. Aunque en realidad este acceso está mediado por mayorías cualificadas, asambleas «representativas» como el Parlamento Europeo, o elecciones a cargos públicos que no superarían siquiera la más elemental prueba democrática, la capacidad de los ciudadanos europeos para participar en la creación de un destino común se entiende como uno de los principales logros de la democracia europea.
El auténtico peligro reside en suponer que las ambigüedades constitutivas de la Unión Europea tendrán un efecto tan benigno fuera de las fronteras de Europa como aparentemente lo tienen dentro de ellas. Como se puede ver a partir de dos de las iniciativas políticas de Europa con respecto a la región mediterránea (la iniciativa del Partenariado Euromediterráneo y la Estrategia Mediterránea Común), las ambigüedades inherentes tanto a las visiones propuestas como a los medios mediante los que se aplican han provocado reacciones o resultados nada benignos en toda la región mediterránea. Los crecientes recelos con respecto a la sinceridad de los proyectos europeos y el creciente predominio del vocabulario de la doble moral contribuyen a explicar en parte por qué se ha producido un creciente aumento del radicalismo, tanto en la región mediterránea como en la propia Europa, especialmente entre los ciudadanos de ascendencia norteafricana y musulmana. Sin que ello constituya la explicación completa, la renuencia de Europa a la hora de abordar la posibilidad de que sus propios planteamientos irreflexivos puedan estar contribuyendo al problema de la mala integración de las poblaciones emigrantes y el resentimiento de los vecinos del Sur se debe, al menos en parte, a la resistencia europea a examinar de cerca las contradicciones presentes dentro y a través de sus propias fronteras. Cabe esperar que el incremento de la conciencia y la reflexión de la Comisión Europea sobre estas cuestiones empezarán a zanjar no sólo la creciente brecha en el nivel de vida entre las costas septentrional y meridional del Mediterráneo, sino también las brechas políticas que existen en las relaciones europeo-mediterráneas. Los enfoques políticos de los gobiernos europeos nacionales han prestado bastante menos atención que la Comisión a las realidades del estancado desarrollo político de la región mediterránea; pero en la propia Europa puede residir el comienzo de una respuesta.