El Mediterráneo oriental: de la reconquista a la integración

Stéphane Yérasimos

Historiador y arquitecto. Institut Français de Géopolitique

Desde un punto de vista geográfico, las fronteras que delimitan a Europa por el Este son ante todo históricas y culturales. El núcleo de Europa, esa Europa que ha vivido los momentos históricos que han forjado su identidad (la Europa de Carlomagno, del gótico, del Renacimiento, de las Luces, de la Revolución Industrial…) ha dejado, tanto al Este como al Sudeste, amplios espacios que pasaron a formar parte de los imperios Ruso y Otomano. En la actualidad, la creciente expansión de la Unión Europea hacia el Sudeste y, en particular, hacia Turquía, saca a la luz los problemas de la integración de estos antiguos territorios imperiales, con su legado, sus retos y sus diferencias heredadas del pasado.


Todos sabemos que, desde el punto de vista geográfico, Europa no es un continente: sus fronteras al Este son ante todo históricas y culturales. El núcleo de Europa, el que vivió los momentos históricos que forjaron la identidad europea —la Europa de Carlomagno, del gótico, del Renacimiento, de la Ilustración y de la Revolución Industrial—, dejó fuera, en el Este y el Sudeste, amplios espacios que formaban las marcas de la Europa geográfica. Estas marcas constituyeron el dominio de los grandes imperios, del Ruso, por una parte, y en un primer tiempo del Bizantino y más tarde del Otomano, por otra, mientras que la Unión Europea es ante todo la obra de los antiguos estados-nación del continente.

La ampliación de la Unión Europea plantea hoy el problema de la integración de esos antiguos territorios imperiales, con sus diferencias heredadas de su pasado específico, su reciente —a veces incluso extremadamente corta— experiencia de estados-nación, y las secuelas de sus seculares confrontaciones con el núcleo de Europa.

Al Este, la transición es más suave, ya que la influencia europea pudo penetrar antes y de una manera más profunda. La ortodoxia rusa no ha sido considerada como una amenaza para Europa, y, paradójicamente, si hubo guerras de religión entre católicos y protestantes, no hubo enfrentamiento con la ortodoxia rusa. Más todavía, aunque periódicamente se haya percibido a Rusia como una amenaza, no ha habido —con la única excepción de la guerra de Crimea— un conflicto que la opusiera al resto de Europa, sino que, por el contrario, Rusia y la URSS se convirtieron en aliadas de una de las partes durante las guerras europeas, mientras que la Guerra Fría no daría lugar a un conflicto abierto. Así pues, en resumidas cuentas, las marcas del Este han sido más permeables y, sin duda, los cuarenta y cinco años de telón de acero pronto serán considerados como un paréntesis en la historia.

En el Sudeste, en el camino que conecta a Europa con Oriente Próximo, la situación fue y sigue siendo más conflictiva. En esa zona Europa parece haber heredado un conflicto milenario entre Oriente y Occidente anclado en el imaginario de los pueblos con representaciones que van tan lejos en el tiempo como la guerra de Troya. Los europeos —saturados de la cultura griega— interiorizaron la imagen del bárbaro oriental; el cisma entre las iglesias de Oriente y de Occidente vino a sumarle la imagen del hereje, y, por último, la conquista otomana de los Balcanes y de una parte de la Europa central ha focalizado la amenaza del islam en esa región en los tiempos modernos. Así, desde muy pronto, para Europa los Balcanes se convertirían en un frente de reconquista cuyas reminiscencias siguen atormentando los espíritus.

Se trata, pues, de descubrir este sustrato de reticencias y de implícitos que se perfilan tras los debates de la ampliación de Europa hacia el Sudeste en general y hacia Turquía en particular. En cuanto a los estados del sudeste europeo, la imagen que se proyecta hacia Europa, y que en ella se recibe, es la de unos países liberados del yugo otomano —y del comunismo—, fuentes de todos los males que les afectan, que aspiran a volver al redil. No hay que olvidar que en ningún momento esa región ha formado parte de las grandes etapas, citadas más arriba, que constituyeron la identidad europea, sino que se ha visto incluida en el imperio Bizantino o bien en el imperio Otomano, en conflicto tanto político como cultural con Europa. Pero las representaciones son más fuertes que los hechos históricos y si Grecia pudo ingresar en 1980, y después de una fase preparatoria muy rápida, en la Unión Europea, esencialmente fue porque se consideró que dicha adhesión constituía la vuelta de Europa a sus fuentes.

Así pues, más allá de los países de los Balcanes, como en el caso de Croacia, cuya integración queda sometida a su capacidad para recuperarse de los acontecimientos de la última década, la ampliación tropieza con la cuestión de Turquía. Y esto porque Turquía asume plenamente, en sus propias representaciones y en las de otros —tanto las de sus vecinos como del resto del mundo—, la herencia del imperio Otomano, ya que los procesos de integración y las representaciones de reconquista se encuentran imbricados en todos los espíritus. Es preferentemente dentro de este contexto mucho más complejo y de una gran profundidad histórica donde hay que contemplar las reticencias y oposiciones, en lugar de hacerlo dentro del marco binario y algunas veces simplista de una antinomia islam-cristiandad.

En la actualidad, la confusión entre integración y reconquista perturba los inconscientes, por lo que se puede intentar escribir un guión cinematográfico de política-ficción para ilustrar nuestro discurso. La petición de ingreso en la Unión Europea por parte de Marruecos pudo denegarse en base a criterios geográficos indiscutibles. Pero supongamos que Marruecos incluyera en sus territorios una porción de la península Ibérica, como consecuencia de una «reconquista» sin concluir. Entonces la cuestión de su adhesión se habría planteado de otro modo y sin duda en unos términos parecidos a los que se utilizan para Turquía. Recordemos también que una reivindicación de carácter principal, expuesta por varios de los países que participaron en la Conferencia de Paz celebrada en París al final de la Primera Guerra Mundial, era la de la expulsión de los turcos de Europa. En ese momento la geografía acudiría en ayuda de la razón, objetando que no tenía mucho sentido expulsarlos de la orilla europea del Bósforo y mantenerlos en la orilla asiática; sin embargo, esa tentativa dejó secuelas.

Hoy, la ideología fundadora del Estado-nación turco se basa en la convicción de que la República se creó —gracias al impulso de Mustafá Kemal Atatürk— contra la voluntad de los estados occidentales, que pensaban terminar la reconquista y el reparto de los territorios otomanos. En este sentido, la historiografía republicana considera que el Tratado de Sèvres, firmado el 10 de agosto de 1920 y nunca aplicado, constituyó la muerte de Turquía y que el Tratado de Lausana de 24 de julio de 1923 fue su resurrección. Hoy en día existe el discurso —corrientemente asumido y repetido cada cierto tiempo por las personalidades oficiales turcas más destacadas— de que el Tratado de Sèvres sigue siendo un objetivo secreto pero perenne, una especie de Protocolo de los Sabios de Sión o de Testamento de Pedro el Grande, respecto al que «Occidente», o «Europa», siempre espera que llegue el momento propicio para su implantación. En estas circunstancias, no es extraño que en varias capas de la población, particularmente entre los intelectuales nutridos de ideología republicana y bien representados al más alto nivel, se considere la Unión Europea como el caballo de Troya de la reconquista, la última transformación del espíritu de Sèvres.

Para evaluar mejor este estado de ánimo hay que recordar otros dos elementos. El primero concierne a lo que los turcos han denominado desde siempre occidentalización. Se trata de un proceso comenzado hace más de dos siglos, conducido por iniciativa de las clases dirigentes desde las capas altas de la sociedad hacia las bajas, y que culminó durante el período republicano. Así, los que temen que la integración de Turquía en Europa conduzca a su sumisión con respecto a Occidente, consideran al mismo tiempo que la adhesión a Europa es el resultado lógico de la occidentalización. Pero esta contradicción entre el temor y el deseo de Europa emana, precisamente, de que la occidentalización se ha deseado y decidido, desde finales del siglo XVIII, no en el marco de un proceso de integración, sino como un medio para enfrentarse a Occidente con sus propias armas, ante el desfase tecnológico que se avecinaba. Así, la occidentalización y la desconfianza hacia Occidente han ido a la par hasta nuestros días.

El segundo elemento está relacionado con las huellas dejadas por dos siglos y medio de continuo declive del imperio Otomano, desde el fracaso a las puertas de Viena en 1683 hasta el Tratado de Lausana en 1923, especialmente porque una buena parte de la actual población de Turquía desciende de antepasados inmigrados a Anatolia conforme se fueron perdiendo de los territorios periféricos del imperio.

Este sentimiento de desmembración ha provocado un cierto temor con respecto a la prosecución de este proceso, que lleva consigo un sentimiento de verse cercados. Esta aprensión refuerza, a su vez, la presencia de un Estado unitario, que tiende a privilegiar la independencia por encima de la democracia. Ello explica —sin que por eso pretendamos justificarlos— una serie de comportamientos que provocan incomprensión, cuando no irritación, entre la opinión pública europea. Se trata de la negativa a reconocer el genocidio armenio, o por lo menos de proceder a una reevaluación objetiva de los hechos que tuvieron lugar durante la Primera Guerra Mundial, y de la extrema reticencia con que se contempla otra gestión de la cuestión kurda distinta a la militar. Estas reacciones emanan de la misma inquietud visceral y manifiesta de una buena parte de la población en lo referente a perder el último refugio, el último santuario, es decir, Anatolia, después de la sucesiva pérdida de otros territorios del imperio. La oposición a llegar a un compromiso en la cuestión chipriota, manifestada todavía por una parte importante de la opinión pública turca, a pesar de la voluntad altamente mayoritaria de los turcochipriotas de concluir el asunto, depende, más allá de argumentos geopolíticos caducos, de esa misma obstinación a conservar un pedazo de imperio finalmente recuperado y a no tener que asistir a una eventual oleada de refugiados hacia Anatolia.

Todo eso permite entrever la complejidad de las relaciones entre Turquía y Europa, resultado, a fin de cuentas, de un muy largo pasado común, que sobrepasa con mucho una oposición binaria entre la cristiandad y el islam. En su conjunto, la culpa de esas relaciones conflictivas se podría atribuir a la reticencia de un Estado-nación, reciente y difícilmente constituido, a transferir partes de su soberanía a una instancia supranacional, en la que, sin embargo, aspira a integrarse, o simplemente a las dificultades de la instauración de la democracia. En resumidas cuentas, un caso análogo a los de los países del Este que ya han concluido su proceso de adhesión. Pero, como acabamos de ver, los problemas tienen unas raíces más profundas y en este punto cabría preguntarse si el papel que debería desempeñar Europa no tendría que tender a calmar los ánimos.

La cuestión está en saber si Europa es plenamente consciente de esa mezcla de atracción y desconfianza, de admiración y despecho que gobierna los sentimientos de Turquía hacia ella. Y en si su actitud no oculta, más o menos inconscientemente, algunos rastros del mismo espíritu de reconquista que durante siglos rigió sus relaciones con el este del Mediterráneo. Evidentemente, no se trata de preguntarse si el Tratado de Sèvres todavía se encuentra en los cajones de los ministerios de Asuntos Exteriores de los países miembros de la UE, o de atribuir oscuras intenciones a uno cualquiera de ellos, sino de cuestionar la imagen que los habitantes de Europa tienen de Turquía, desde el hombre de la calle hasta quienes toman las decisiones. Resumiendo, ¿en las representaciones que los europeos se hacen de Turquía se la percibe como un Estado-nación como los demás, cuya soberanía y su integridad son indiscutibles, o como un resto del imperio Otomano, cuyos intentos de desmantelamiento serían, si no ineluctables por lo menos comprensibles de algún modo? El tratamiento, duro y torpe a la vez, por parte de Turquía, de ciertas cuestiones actuales (kurdos, chipriotas) o pasadas (armenios), y el eco que encuentran entre la opinión pública europea las campañas de quienes sufren por causa de dichas situaciones, contribuyen, sin duda, no sólo a mantener y reforzar el segundo grupo de representaciones, sino también a eternizar los sentimientos turcos de desconfianza. Así, estos últimos están persuadidos de que todos sus problemas son sólo el resultado de complots alimentados por Europa con vistas a conseguir sus fines seculares, y de este modo la incomprensión mutua se eterniza.

Hay una estrecha vía entre lo que podría parecer una tentativa de justificación de las políticas turcas contrarias a los códigos de conducta europeos, y la necesidad de explorar las raíces de un comportamiento europeo que oscila entre la frialdad y la hostilidad. Desde 1999, los dirigentes, así como una buena parte de la opinión pública de Grecia —el país de los Quince más afectado por estos sentimientos—, dieron ejemplo al cuestionar ese comportamiento. Dicho país, cuya política exterior entre 1974 y 1999 consistía no sólo en impedir la progresión de las relaciones de Turquía con la UE, sino también con cualquier otra instancia internacional, dio posteriormente un giro total. En lo sucesivo, Grecia se mostró persuadida de la necesidad de incluir a Turquía en un conjunto supranacional susceptible de moderar sus comportamientos y de impulsar el progreso de democratización, en lugar de avivar sus tendencias soberanistas, aislacionistas y desconfiadas, manteniéndola fuera. En nuestra opinión, los intereses de Europa parecen ir en el mismo sentido, como lo confirma que la UE finalmente haya abierto las negociaciones de adhesión en octubre de 2005.