Treinta años viviendo en Beirut, como corresponsal de la zona de Oriente Medio, convierten al autor en un testimonio destacado para narrar los cambios acontecidos en la que un día fue denominada «ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental», el París del Levante o la Suiza de Oriente, y que tras una guerra de quince años de duración albergaría la capitalidad del mal denominado «mundo árabe». Sin embargo, conviene recordar que el Líbano es todavía el país árabe en el que la población goza de más libertades y el único que dispone de una prensa libre e independiente.
Beirut, porque cada día parecía morirse irremediablemente y surgía después en una aurora roja, porque todos la habían desahuciado y nadie pudo arrancársela del corazón, Beirut es, y no sé si la he elegido, mi ciudad. No ha sido fácil acostumbrarse a la normalidad, al paulatino orden establecido tras tantos años de guerras. Aún hay gente que recuerda que entonces era más barato vivir, que añora sus utopías, que no ha olvidado las pérdidas de millones de dólares que sufrió el oeste de la ciudad dividida con la evacuación de los fedayines palestinos… Nadie pudo entender que en esta capital la vida guardase todavía ternura, amistad. Los beirutíes, como los libaneses, cabeza de turco de infamias y crímenes que los demás han desorbitado, aprendieron a vivir y a morir en medio de francotiradores enloquecidos, ocupantes de todo tipo, y supieron corromperlos con el más basto soborno. Al definirla, se abusó del calificativo de surrealista. La llamé hace tiempo «capital del surrealismo» y, por qué no, «capital del mundo». Beirut, porque estallaba en el aire como un castillo de fuegos artificiales y quedaba atracada firmemente en la orilla del mar, porque era la frontera de todas las creencias y de eso tan difícil que es la ideología, porque fue el infierno, la utopía, la esperanza, ha sido mi ciudad, y en ella sigo viviendo.
Me gustan las ciudades con destinos extraordinarios, como Beirut. Para mí, hablar de ellas es casi arrancarme la piel. Cuando a veces, haciendo de cicerone, acompaño a mis amigos a la devastada plaza de los Mártires —el muerto corazón de la ciudad, ahora espacio donde los especuladores de la reconstrucción pretenden edificar su modelo urbano de híbridos rascacielos al estilo de Jedda o Dubai— y deambulamos por sus aledaños para evocar sus palmeras, lo que queda de sus arrasados zocos, el emplazamiento de sus populares salas de cine, de sus clubes, para contarles desde qué edificios, tras qué barricadas disparaban unos milicianos sobre otros, o cómo inevitablemente todas las noches la plaza pagaba con las explosiones de pólvora su tributo de «tradicional frente de combate», me estremezco con tantas emociones que el tiempo va arrancando.
¿Ocurrió todo esto o es que un espejismo nos cegó a sus habitantes? Desahuciada por todo el mundo, Beirut se ha salvado, aunque su posguerra sea amarga, mediocre, como quizá son todas las posguerras. A veces he escrito que «Beirut es pólvora y jazmín», y en una entrevista a L’Évènement du Jeudi, cuyo redactor jefe fue uno de los rehenes occidentales secuestrados en la década de los ochenta, definí su estilo de vida como «una mezcla de violencia y ternura, de facilidad y anarquía».
Vivir en Beirut ha sido desafiarse a sí mismo, dejarse arrastrar por el hondo placer de la subversión, rodeándose al mismo tiempo de la más afectuosa seguridad íntima propiciada por el ambiente de guerra.
Nadie que haya vivido en Beirut ha renunciado a esta ciudad, ni los libaneses ni los extranjeros. En Damasco, en París, en Atenas, durante mis exilios de Beirut, creí que se trataba de una fijación literaria, de un culto a la memoria personal, de un apego al desmoronamiento de un mundo que parecía sólido y definitivo y que de repente estalló por los aires, de una promiscuidad con un tema literario… Eran los años prósperos. Beirut se convirtió en un mito no sólo para los occidentales que arraigaron en la «ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental». Los habitantes de los pueblos del Magreb y del Mashrek, desde Bagdad a Argel, la llamaban «la novia de los árabes». Los príncipes y los emires de los estados del Golfo construyeron suntuosas residencias estivales en las montañas vecinas. La juventud dorada de las naciones del islam encontraba en Beirut las libres y desenfadadas costumbres que soñaba, la fascinación de un Occidente fácil, y los europeos y estadounidenses descubrían en ella la suavidad de esa sociedad permisiva para ricos y occidentales, percatándose día a día de que todo era posible en el Líbano, porque todo estaba al alcance de su mano, la aventura y la comodidad.
Beirut no era, claro, únicamente eso. Al empezar el decenio de los setenta se esparció el rumor de que guerrilleros palestinos, enmascarados y con fusiles ametralladores Kaláshnikov, penetraban en elegantes mansiones, durante copiosas cenas, y apuntando con sus armas desvalijaban la casa y robaban las joyas de las señoras de la ostentosa burguesía local. Cuando entonces recibía a algún amigo de Europa que venía a visitar el «París del Levante», la «Suiza de Oriente» —«la Sicilia, querrás decir», rectificaba yo—, lo acompañaba al suburbio de la Carantina en la orilla del mar, donde se hacinaba un lumpenproletariado hecho de kurdos, armenios, palestinos, turcos, apátridas… Los campos de refugiados palestinos se visitaban con un prurito ideológico progresista como una curiosidad revolucionaria. Eran tiempos en los que a nadie se le ocurrió hablar empleando las estereotipadas frases de «frontera de miseria», «cinturón rojo» de Beirut, tan usadas en los años posteriores.
Cuando llegó la guerra, la guerra de los quince años, de 1975 a 1990, un domingo de primavera con las playas atestadas de gente, nadie creyó en ella. Siempre se eludió nombrarla, hablando tan sólo de hauades, acontecimientos en árabe, o évènements en francés. Las luchas se contaban por rounds, como si fuesen pugilatos, y los combatientes descansaban unas horas y deponían sus armas al llegar el fin de semana…
Beirut, no hace falta que lo diga, es una «ciudad-estado», una «metrópoli árabe mediterránea occidentalizada», como ha escrito el historiador Samir Kassir. La larga agonía de Beirut ha sido el final de una utopía. El poeta Adonis lamentaba que a la ciudad que había sido refugio de exiliados políticos, de escritores e intelectuales árabes, se le hubiese escapado, en los años sesenta y setenta, la capitalidad cultural del mal llamado «mundo árabe».
Me gustan esos destinos extraordinarios, fascinantes, de ciudades que por un tiempo crean un mundo de relaciones insólitas, en el que cada persona, cada barrio, cada rinconada, guardan celosamente su nombre y su identidad. Son ciudades como Estambul, Alejandría, Tánger —que no por casualidad están bañadas por el Mediterráneo—, fulgurantes, codiciadas, a veces con una vida tan intensa y tan diferente que están condenadas a no durar. El destino y la debilidad de esta capital, a la que mi amigo Federico Palomera, que fue secretario de la embajada de España, dedicó un poema en uno de cuyos versos decía «Hay ciudades con nombre de puta», ha sido dejarse cortejar por todos, dejarse arrastrar por la confianza de que todo era posible en cada instante, complacerse en haber sido erigida en mito de traficantes sin escrúpulos, artistas refinados y revolucionarios sin causa. A mí me gustaba aquel tiempo en que un amigo sabía conversar sobre Proust y el Corán. Beirut, desordenada, improvisada, hermosa a su pesar gracias a la orilla del Mediterráneo, a la cumbre del monte Saniri, nevada en invierno, y a su popular corniche, ha sido esta amalgama de increíble vitalidad, de gentes, de religiones, de culturas, de lenguas. La diversidad es el aire que se respira diariamente. Si hay un lugar en el mundo donde se practica el inevitable roce de culturas con una mezcla de resignación y orgullo, entre tentaciones o fascinaciones a flor de piel, es en esta capital abocada al mar, esta antigua «escala de Levante», como la describió Amin Maalouf en una de sus novelas.
El mito de esta ciudad sin monumentos, desprovista de exotismo oriental, antaño pretenciosa París de Oriente Medio, y durante la guerra paraíso infernal pero estimulante de todas las utopías, fue engendrado por un estilo de vida de una tierra que fue refugio por antonomasia de minorías, a la vez que puerto de emigración intercontinental.
Los libaneses se han acomodado mal que bien a esta paz impuesta. Vivimos entre obras de reconstrucción especulativas que han provocado un colosal endeudamiento estatal y espejismos de convertir al Líbano en el «Montecarlo» de los pasados sueños de una cierta burguesía cristiana maronita. Esta amarga y dura posguerra se ha llevado por delante no sólo las utopías, sino también las ilusiones de tantas luchas, y ha dejado los anteriores problemas —una numerosa población marginada de refugiados palestinos, una poderosa tutela siria, buscada y consentida por unos, rechazada y denunciada por otros—, agravados por una escandalosa pauperización. «Beirut ha perdido su encanto», le gusta decir a una amiga madrileña enamorada de la ciudad. No es la capital alegre y confiada, ni la protagonista de una historia turbulenta que conmovió al mundo. Esta vida sin grandes emociones es, como en tantas ciudades de la tierra, el pan nuestro de cada día.
Con la paz empezó otro desafío para sus habitantes, para todos los que vivimos en sus laberintos de identidad en medio de espejismos que no se rompen. Un ensayista, un escritor que leo desde hace más de treinta años, desde que publicó su tesis doctoral sobre las ciudades multiconfesionales, un ex ministro de Economía del gobierno de Selim El Hoss, Georges Corm, ha descrito el cambio de estilo, de talante, las nuevas costumbres de este Líbano reunificado, con heridas por cicatrizar, pero mal reconstruido, habitado por un capitalismo salvaje y que cultiva el olvido del tiempo de las largas guerras inciviles, que han sido también las guerras de los demás en esa sensible «caja de resonancias» y «caja de Pandora» que son los países de Oriente Medio.
En veinte años —cuenta— ha cambiado profundamente la morfología de Oriente Medio. El papel que había desempeñado Beirut como plataforma comercial, bancaria, se debía al profundo retraso de las infraestructuras de los países vecinos. En 1990, la situación ha cambiado totalmente, y es el Líbano el que se precipita en el subdesarrollo. En torno a la injusta reconstrucción del centro de Beirut, con la demolición de su bazar, de su casbah, de sus lugares históricos, con la abolición de la memoria de la piedra, se ha levantado una modernidad urbana, ultrajante para los barrios de su alrededor, pagada de sí misma, símbolo del orgulloso renacimiento del Líbano al que aspira la nueva élite. La ciudad-estado se convertirá en el Hong Kong de la vecina Siria, y la suerte política del país, en el que el capital saudí y kuwaití es poderoso, no se decidirá en el Líbano, sino en negociaciones internacionales en las que su clase dirigente poco podrá influir. Ha resucitado en este tiempo de espejismos, de impaciencias y éxito personal, a imagen y semejanza del multimillonario primer ministro Rafic El Hariri, quien ha impuesto sus prioridades de reconstrucción, el ambiguo anhelo de la ciudad-estado de la costa fenicia encarnado en una visión moderna.
El Líbano, que no pertenece al ámbito español de influencia política ni cultural, que es un país levantino francófono que ha estado al margen de nuestros intereses y de nuestras imágenes literarias, es uno de los pocos pueblos, para bien o para mal, multiconfesionales en el que musulmanes y cristianos no tienen más remedio que convivir en un contexto de contagios y aislamientos patentes. Las dos comunidades son, como escribió Georges Nacache, las dos alas imprescindibles para que pueda volar. Sus cruentas guerras, la de drusos y maronitas de 1860, la de 1958 y la de los quince años, escandalizaron al mundo. Pero el Líbano sigue siendo el país árabe en el que su emprendedora población goza de más libertades y cuenta con la única prensa crítica independiente que hay entre el Golfo y el Atlántico.
Josep Carner, príncipe de los poetas de Cataluña, cónsul de España en Beirut entre 1935 y 1936, compuso sus espléndidos artículos publicados bajo la rúbrica «Del Pròxim Orient» en La Publicitat. Carner amó, comprendió y describió a este pueblo, entonces sometido al mandato francés, antes de su independencia, conseguida en 1943. «El desierto ha creado el monoteísmo, que es la flor del pensamiento humano; el mar ha sido el asegurador de la unidad del mundo. Sobre un peñón eres independiente, dejando el mar o sobre el mar eres libre». El Líbano, tantas veces agonizante, el más libre y plural de todos los países árabes, es una rara ave fénix que revolotea por encima de las guerras en esta otra orilla de nuestro mar.