La relación cultural entre Europa y el Sur, sobre todo la parte arabomusulmana, está marcada por una serie de estereotipos y representaciones negativas. Por ejemplo, calificar a determinados pueblos del Sur como fanáticos, integristas y terroristas se corresponde perfectamente con imágenes estereotipadas que muestran el rechazo al diálogo y, sobre todo, una cultura tautológica en la que se excluye cualquier análisis crítico, en beneficio de ciertas definiciones «esencialistas». El presente artículo hace una llamada a la memoria histórica para evitar una instrumentalización del pasado en los actuales combates políticos e incita al diálogo, un diálogo convenientemente desprovisto de estereotipos y de discursos alarmistas.
El Mediterráneo: diálogo cultural y representaciones colectivas, y tregua de sensibilidades y de recuerdos: sapientiae liberi libertati sapientes
Hoy en día, más allá del lirismo poético sobre el encanto del cinturón mediterráneo del olivo y de su paisaje embriagador, asistimos desde hace más de dos décadas y, particularmente, desde el tristemente célebre 11 de septiembre, a una realidad desoladora: el diálogo cultural euromediterráneo y euroárabe está resquebrajado. Asistimos a un empeño sistemático de fabricación de la figura del enemigo. Se multiplican las retóricas insensatas sobre el bien y el mal, dejando poco espacio político para la negociación. Proliferan análisis simplistas que imputan a una cultura o una religión la causalidad inmediata de los problemas que atenazan la orilla sur del Mediterráneo y envenenan las relaciones de vecindad.
Por lo tanto, necesitamos un auténtico diálogo cultural que se sustente, en primer lugar, en el trabajo de los historiadores para cerrar las paginas sombrías de la historia e inventar una nueva modalidad de convivencia. Pero será en vano si se pretende cerrar el pasado antes de haberlo abierto a todos, ya que la batalla del futuro se libra, muchas veces, sobre el terreno del pasado. Recuperar la memoria es un ejercicio imprescindible para la construcción del futuro y la reconciliación definitiva, tal como sugería el filósofo José Antonio Saracibar.
Desde este punto de vista conviene analizar correctamente, por un lado, la construcción histórica de las representaciones colectivas y la relación con la alteridad, a ambos lados del Mediterráneo y, por otro, preguntarse cómo inscribir las referencias al pasado en una dinámica de coexistencia pacífica y no en una dinámica de «revancha», de vendetta y violencia. De forma paralela a estas dos cuestiones, resulta imperativo proceder a un trabajo de «memoria» para evitar una instrumentalización del pasado en los combates políticos actuales.
La relación cultural entre Europa y el Sur, sobre todo el árabo-musulmán, está marcada por una serie de estereotipos y representaciones negativas. Por ejemplo, adjudicar a ciertos pueblos del Sur la etiqueta de fanáticos, integristas y terroristas se corresponde perfectamente con imágenes estereotipadas que muestran el rechazo al diálogo y, sobre todo, una cultura tautológica en la que se excluye cualquier análisis critico, en beneficio de ciertas definiciones «esencialistas».
Dichas representaciones denotan una indigencia de pensamiento y una postura perezosa, cómoda, pero especialmente perniciosa. El papel de los medios de comunicación (del mundo del cine y de la canción) en la reproducción de dichos estereotipos no puede pasarse por alto. Refleja la dictadura que ejerce el Audimat sobre la información que, con frecuencia, obliga a los medios a servir la misma comida, aderezada con clichés y frases hechas que abren unas brechas irreparables en la coexistencia armoniosa entre los pueblos y en el interior de cada uno de los estados.
Paradójicamente, cuanto más cercano está alguien, más estereotipos alimenta. ¿Nos hemos preguntado por qué el Oriente turco-árabe obsesiona a Occidente desde hace tanto tiempo? Sin duda, porque es la «diferencia de lo más cercano», «el extranjero más íntimo». Un elemento constitutivo del «yo» europeo. Comprenderlo ya es romper con esos binomios traumáticos (Oriente/Occidente, islam/cristianismo, Norte/Sur, lo semejante/lo diferente, ellos/nosotros) para inventar nuevas modalidades de una connivencia mediterránea.
Se impone con urgencia entender a Oriente (árabe y musulmán) de otra forma que no sea en términos de amenaza o invasión. Dichos fantasmas se expresan desgraciadamente en las novelas, los panfletos, incluso en los trabajos universitarios. El Partenariado Euromediterráneo, iniciado en 1995, en la Conferencia de Barcelona, no parece haber exorcizado los temores de Europa. Por otra parte, los discursos alarmistas sobre la inmigración, sobre todo la ilegal, tienden a transformar el Mediterráneo en un cordón sanitario que separa la Europa «civilizada» de los «aguafiestas» del Sur.
Desde este punto de vista, acoger en la Europa del mañana un país de gran mayoría musulmana (Bosnia o Turquía, por ejemplo) no sólo ayudaría a cambiar el paisaje de las representaciones geopolíticas del Mediterráneo «rompiendo la idea de una fractura étnico-religiosa en dicha región», sino que también supondría un magnífico elemento pedagógico para el diálogo cultural.
El trabajo de deconstrucción del imaginario colectivo negativo sobre el «otro» debe también aplicarse a los países del sur del Mediterráneo, sobre todo a los países árabes. Al igual que los europeos, ellos también tienen una visión deformada, especialmente sobre el Occidente próximo y lejano. Obviamente, esta visión no es unívoca, puesto que Occidente fascina y repugna a la vez. Atrae por su arte de gobierno, las libertades de sus ciudadanos y los avances técnicos, económicos y sociales y repugna porque se percibe demasiado seguro de sí mismo y dominador, por el doble rasero de sus actuaciones, la falta de empatía para con el sufrimiento de los demás pueblos y su sistemático apoyo, en el pasado como en el presente, a regímenes corruptos que han suprimido todos los canales legales de la contestación y el debate.
Hoy en día, el mundo árabe vive en una situación defensiva tal que ningún esfuerzo serio de autocrítica parece posible, de tan preocupado que está por afirmar una identidad que considera constantemente agredida. De hecho, cuando leemos textos árabes sobre la identidad, nos llama la atención constatar que no es tanto la identidad en sí lo que preocupa, sino la identidad en relación con los demás: con Israel, Europa, Occidente, con los no-musulmanes y con los países vecinos no-árabes. Es pues el binomio «yo/el otro» el que define la identificación cultural árabe como si la existencia del otro presupusiera la conciencia de sí mismo, como si el «otro» (en este caso, Occidente) fuera en realidad un segundo yo mismo. Todo esto nos lleva a una paradoja: el mundo árabe pretende ser el artífice independiente de su propia historia, pero al mismo tiempo se manifiesta como «incapaz de pensarla de otra forma que no sea en referencia a ese «otro» que se combate». Así, la escritura histórica del sur árabe permanece prisionera del yugo étnico, que desemboca en una sobrevaloración del pasado «glorioso» y en una cultura «victimista» que impide el discurso innovador.
La reafirmación identitaria es sin duda una de las formas de resistencia cultural de árabes y musulmanes. Pero no debe necesariamente implicar el rechazo del «otro», ni, sobre todo, de Occidente. Al contrario, debe tender aún más a valorar su propia herencia, enriquecida por la contribución positiva de otras culturas y la negociación de una nueva relación con Europa, basada en el respeto mutuo.
Las consideraciones sobre las representaciones colectivas y la identidad no sólo plantean la relación con el «otro» sino la relación de cada cultura con el pasado y la memoria. Porque las identidades mediterráneas constituyen una acumulación de experiencias que tienen sus raíces en el fondo de la historia, de traumatismos antiguos y más recientes, de heridas aún abiertas; nos encontramos frente a comunidades encerradas en su propia desgracia. El testimonio de la memoria es tan fuerte, de Serbia a Argelia, pasando por Bosnia y Palestina, que los pueblos del Mediterráneo parecen anclados en su pasado, de modo que se tiene la sensación de que el pasado ha secuestrado al futuro, sobre todo cuando aquel pasado está jalonado de terribles sufrimientos, o al contrario, se ha embellecido hasta el punto de representar una especie de referente o de ídolo histórico.
Sin duda alguna, los pueblos tienen una memoria colectiva que constituye un elemento de su identidad. Sin embargo, hay que velar por que la fidelidad a una memoria construida no choque frontalmente con el saber histórico controlado. El diálogo cultural en el Mediterráneo, ya sea entre su orilla norte o sur o incluso en el interior de cada Estado, pasa por un trabajo sobre la memoria para integrar la memoria del «otro». Esto se puede aplicar a los países de la ex Yugoslavia, pero sobre todo al conflicto árabe-israelí que estructura la problemática relación entre los árabes (e incluso los musulmanes) y Occidente en el sentido más amplio, y que sigue siendo un obstáculo fundamental para un diálogo cultural renovado. Ahora bien, este conflicto permanecerá sin solución mientras no se establezcan claramente las responsabilidades en las tragedias cuyo poder traumático no depende únicamente del recuerdo, sino de la vivencia cotidiana de las poblaciones afectadas.
Reconocer el sufrimiento del «otro» resulta hoy primordial no sólo por su valor «terapéutico» (efecto de cura), sino por su valor restaurador (rectificación de los errores cometidos) y liberador (liberación de la historia de las trampas de la memoria instrumental). Reconocimiento de los errores, reparación, reconciliación y perdón: así es la nueva utopía mediterránea capaz de extraer a los pueblos de su victimología.
La persistencia del conflicto árabe-israelí no sólo produce efectos devastadores sobre los imaginarios cruzados, sino que ha llevado a sus protagonistas, sobre todo desde 1948, a construir una legitimidad negando radicalmente la del adversario. Sin embargo, los pueblos palestino e israelí, encerrados en el círculo infernal de la violencia, deben inventar otro camino emancipador para salir de la vorágine, que pasa en primer lugar por la subversión de la lógica que desde hace tanto tiempo estructura sus relaciones: la de la negativa, la fuerza y el poder. Israel, puesto que ha sido el vencedor de la geopolítica, debe hacer gala de una gran audacia para integrar la historia del «otro», la de los palestinos. Todo ello implica otra lectura histórica y la revisión de buena parte de sus mitos fundadores.
En cuanto a los palestinos, no pueden seguir con clichés manidos del tipo: «Israel acabará por desaparecer, como desapareció el reino latino de los cruzados». Los mitos movilizan a las masas pero inmovilizan el pensamiento. Ha llegado el momento de esforzarse por lograr despertar la conciencia crítica, mejor informada sobre los auténticos desafíos y las auténticas opciones. Este despertar irá acompañado de una reflexión sobre sí mismo, para superar el pasado e inventar el futuro. Los muertos deben ceder el paso a los vivos.
Huelga decir cuántos israelíes y palestinos tienen necesidad de otro planteamiento moral, otra relación con la memoria, otra consideración por el adversario, y sin duda, de diri- , gentes capaces de proponer a sus pueblos algo más que venganzas estériles y muros de separación.
El conflicto palestino-israelí enfrenta a dos pueblos de larga memoria, que reivindican, cada uno a su manera, una especie de monopolización del sufrimiento. Ciertamente resulta cómodo adoptar la postura de la víctima, justificando por las adversidades sufridas en el pasado o el presente un derecho prioritario a la compasión. Esta actitud no lleva a ninguna parte. Por eso, el reconocimiento del sufrimiento del «otro» y los temores que lo atormentan es una condición esencial del encuentro lógico, la única susceptible de hacer replantearse el uso instrumental de una historia-alegato invocada, con demasiada frecuencia, no tanto para aclarar el pasado como para consolidar el presente.
Si le atribuimos tanta importancia a una solución equitativa del conflicto palestino-israelí y, por extensión, del conflicto árabe-israelí, es porque dicho conflicto (más que los demás en el Mediterráneo) genera un sufrimiento incalculable e injusticias flagrantes, deja heridas abiertas desde hace más de sesenta años, sigue marcando de forma duradera la relación de Europa con el sur del Mediterráneo, desborda su espacio geográfico, envenena el clima en la región y en otros lugares, está instrumentalizado por grupos sin escrúpulos y, al mismo tiempo, contribuye en gran parte a la dilapidación de considerables recursos humanos y financieros, tan necesarios para la construcción de un futuro compartido. Por ello, hay que movilizar todas las energías para encontrar una solución justa y duradera, asentada sobre la justicia, para el problema palestino. Es una condición indispensable para el apaciguamiento de las relaciones entre las dos orillas del Mediterráneo y el desarme de los espíritus y los corazones. No podemos seguir repitiendo, ad nauseam, el proverbio árabe «el ojo ve pero el brazo es corto» para justificar nuestra inacción e indolencia. Si la comunidad internacional se moviliza, se puede zanjar este problema con rapidez.
Diálogo cultural y religiones
En la historia pendular del Mediterráneo, hecha de flujos y de reflujos, de conquistas y de reconquistas, de victorias y de derrotas, la religión ha servido a menudo de estandarte para galvanizar las energías (guerras santas), para movilizar a los hombres y para legitimar las empresas de conquistas, de expansión o del llamado «regreso a la tierra ancestral». Todo esto vale tanto para el islam (con la expansión islámica durante los primeros siglos) y el cristianismo (con las Cruzadas, la conquista de América y la colonización), como para el judaísmo (con el establecimiento del Estado de Israel en Palestina). Pero, aunque es cierto que la «religión» ha desempeñado y desempeña todavía un papel de legitimación y de movilización en las guerras pasadas y presentes, no lo es menos que «la violencia religiosa» ha sido más alimentada por las divergencias internas en cada religión monoteísta que por las discordancias entre religiones. Los trabajos de los historiadores y los análisis geopolíticos lo demuestran suficientemente. En consecuencia, es necesario dejar de hablar a diestro y siniestro de «guerras de religiones» y zanjar esa retórica falaz y peligrosa sobre la «violencia estructural» consustancial a tal o cual religión. No hay «religiones de la espada» y «religiones de la paz». Es el uso que hacen los hombres de ellas lo que las convierte en guerreras o pacíficas. Así pues, afirmar que la religión cristiana ensalza la tolerancia es hacer gala de una gran amnesia histórica.
Afirmar, de forma contraria, que el islam no es más que fanatismo y violencia es injuriar siglos en los que el islam brilló en todo su esplendor por su creatividad y su tolerancia. Dicho esto, es cierto que en el Mediterráneo asistimos, sobre todo desde hace un cuarto de siglo, al recrudecimiento de los integrismos religiosos en el seno de las tres religiones monoteístas. Este extremismo religioso refleja más la manipulación de la religión que la vuelta a lo religioso y es, en todo caso, el producto de una época marcada por las incertidumbres, la carencia de sentido y una globalización mal controlada y, en los países del sur del Mediterráneo, por las crisis económicas, el cierre de los sistemas políticos y las injusticias flagrantes. Sólo actuando sobre estos ámbitos podríamos extirpar el extremismo religioso del interior de las sociedades que lo sufren y, por tanto, contribuir a una mayor seguridad en el Mediterráneo. Obviamente, no conseguiremos nada desencadenando guerras sangrientas que sólo son la excusa para nuevas formas de dominación e, incluso peor, propician nuevos santuarios y nuevos pretextos a terroristas de toda calaña.
El diálogo interreligioso puede resultar igualmente útil. Pero no podrá aportar una contribución decisiva si no se acompaña de una enseñanza de la historia comparada de las religiones, de una ruptura con los discursos narcisistas y de la superación de los dogmatismos para entender al «otro», no como un adversario religioso, sino como un copartícipe en la construcción de la paz.
Occidente también debe realizar un esfuerzo de introspección y tal vez de replanteamiento, dejando de ver lo «religioso» en los sobresaltos del mundo, y permitiendo a los «otros» participar en la creación de un sentido. Todo ello requiere dejar a un lado las ideas superficiales sobre religiones «eternas» e «inmóviles» y trasladar el debate hacia el análisis sociológico, antropológico y político de las sociedades, sobre todo musulmanas, en la diversidad de sus trayectorias históricas. El objetivo consistiría en demostrar, en oposición a los partidarios de la escuela culturalista, que no solamente las sociedades que bordean el sur y el este mediterráneos se transforman, sino que ofrecen una multitud de formas de articulación del aspecto religioso y de la política que permiten entrever un espacio político, cuanto menos una laicidad, o secularización y, por tanto, una democracia y un pluralismo.
Admitir que las sociedades se transforman es también reconocer que el islam interpretado y vivido, el islam-contexto, o el islam instrumentalizado —es decir el islam pretexto— no es siempre la copia calcada del islam-texto, nada más lejos de ello. De hecho, históricamente, los dogmas se han reinterpretado en función de la evolución de las sociedades. De esta forma, la Iglesia del período de las Cruzadas, de la Inquisición y de las hogueras, no es la Iglesia del Vaticano II, de la oración ecuménica de Asís, etc. Pues bien, el islam no es una excepción a la regla. Él también es capaz de abrirse a las nuevas ideas de libertad, de igualdad de sexos y de fraternidad entre todos los pueblos. Y precisamente porque esta modernización interna está en marcha, los integristas intentan desvirtuarla en un combate de retaguardia para preservar el «pedestal de la fe» y evitar lo que estos radicales llaman la «perdición moral» de las sociedades musulmanas.
Migraciones y diálogo cultural
Las migraciones han marcado la historia de los pueblos europeos. Empujados por la miseria, las guerras o el afán de buscar nuevos horizontes, los europeos se dispersaron por los cuatro rincones del universo, sobre todo por el Nuevo Mundo. Setenta millones de europeos tuvieron que emigrar entre 1820 y 1950. La inmigración de los países musulmanes en Europa es más tardía: está relacionada con la descolonización, con la fase de reconstrucción europea tras la Segunda Guerra Mundial y con el agotamiento de los filones tradicionales de la inmigración intraeuropea. Es difícil estimar su número porque muchos de estos inmigrantes se nacionalizaron o nacieron como ciudadanos europeos y no constan en las estadísticas como extranjeros. Pero podemos aventurar la cifra de 17 millones en una población europea de 450 millones y pronto, con las próximas ampliaciones, de 500 millones, es decir el 3%. De estos 17 millones, los magrebíes, o las personas de origen magrebí, representan un total de entre 5 y 6 millones, es decir, el 1%.
Tras estas cifras, se produce un cambio en la propia naturaleza del fenómeno migratorio, puesto que en cincuenta años hemos pasado de una inmigración de trabajo (fundamentalmente masculina, concentrada en los núcleos duros de la industria o en las minas de carbón y vivida como temporal) a una inmigración de instalación. Con el cierre de las fronteras europeas a nuevos flujos a partir de 1973 y las primeras medidas destinadas a regularizar a los inmigrantes, asistimos a un cambio cualitativo (feminización, rejuvenecimiento, visibilidad, aumento de la tasa de dependencia) y cuantitativo: la reagrupación familiar hace que aumente el número de extranjeros, mientras que se desarrolla una inmigración clandestina que nada parece poder atajar: ni controles marítimos, ni la policía fronteriza, ni las medidas técnicas de vigilancia costera, como el costoso sistema integral de vigilancia del estrecho (SIVE), valorado en 66 millones de euros. En resumen, el proceso migratorio cambia de naturaleza.
Si la cuestión de la inmigración, sobre todo árabe y musulmana, nos interpela es porque se ha convertido, especialmente desde 1973, en el «objeto privilegiado sobre el cual se proyectan, de modo fantasmal, los problemas de las sociedades europeas». Toda Europa parece afectada por un reflejo del miedo frente a una inmigración vinculada al islam. Quedaba patente antes del 11 de septiembre y todos los sondeos de opinión daban testimonio de ello. Todavía más después del 11 de septiembre, donde la amalgama, en el ámbito popular, entre islam y terrorismo, es moneda común. En realidad, tenemos la sensación de que Europa se crispa ante la perspectiva de un mestizaje rampante. Ahora bien, Europa tiene que luchar, sin merced, contra los terroristas que anidan en sus sociedades abiertas, pero, al mismo tiempo, debe afirmar con fuerza su respeto para la religión musulmana como tal.
Más que otros «inmigrantes» (que sufren igualmente discriminaciones), los musulmanes y, sobre todo, los magrebíes de segunda y tercera generación son especialmente víctimas de un racismo ordinario «de piel». Integrados culturalmente, los jóvenes que no son ni inmigrantes (puesto que con frecuencia han nacido en Europa), ni extranjeros (puesto que suelen tener la nacionalidad), se sienten excluidos socialmente. Como si cuantas más barreras culturales cayeran, más hubiera que inventar: el semblante (no es como nosotros), el origen (no es europeo de pura cepa), el islam (es una amenaza para nuestra identidad). Este rechazo por la alteridad musulmana, tan común en círculos o partidos de extrema derecha, se acompaña en la mayoría de las personas por una desconfianza hacia la religión de los jóvenes musulmanes. Estas actitudes, reaccionarias u hostiles, llevan a los jóvenes, de segunda o tercera generación en muchos casos, a replegarse sobre su cultura y herencia, lo que les provoca «desviaciones de identidad» entre el país de origen que muchas veces ni siquiera conocen y otro, el país donde han nacido y donde viven, que no los quiere (país de establecimiento). Así, lo que exigen los inmigrantes instalados, y muchas veces, naturalizados, no es tanto el derecho a la diferencia como el derecho a la indiferencia. Cuando nombres como Mustafá y Aicha no susciten fruncimiento de entrecejos o miedos irracionales, entonces se podrá decir que vivimos en sociedades abiertas, democráticas, donde todo el mundo tiene las mismas oportunidades.
En el diálogo cultural entre la UE y el contorno mediterráneo, la inmigración constituye el mayor desafío, porque interpela al núcleo duro de la identidad europea y revela la relación problemática de la UE con la alteridad más próxima. La proliferación de partidos populistas y xenófobos, de los que algunos obtienen buenos resultados electorales, traduce las angustias ante el creciente mestizaje de las sociedades y la consolidación de la presencia «musulmana» en el corazón de las ciudades europeas. Sin embargo, Europa no puede encerrarse en sus miedos. La relación de Europa con su entorno inmediato condiciona su relación con el entorno lejano y viceversa. Una actitud más positiva consistiría en esforzarse por hacer participar en la vida colectiva a todas las poblaciones que se encuentren instaladas de forma regular, sean cuales sean sus orígenes y sus confesiones.
La integración es una necesidad política, social y cultural para evitar que se constituyan guetos étnicos de pobreza, de exclusión y de ciudadanía de segunda. Representa sobre todo una necesidad democrática, ya que postula que, a pesar de la diversidad de sus orígenes, tradiciones y creencias, los hombres pueden vivir juntos en un mismo territorio, respetando las normas comunes. La integración, que es un proceso dinámico, de doble sentido y que tiene dos vertientes principales, cultural y socioeconómica, significa también que dejemos de recurrir a tópicos que infunden terror como el de la «invasión» de Europa por los pobres del Tercer Mundo o el de la «islamización de Europa, puesto que, en realidad, no estamos asistiendo a una islamización de Europa, sino más bien a un desarrollo de un islam europeo, con características propias que lo distinguirían del islam tal y como se vive en tierra musulmana. En primer lugar, se construye fuera de los países y culturas de origen, como una religión minoritaria, cuyos adeptos han dicho adiós al regreso y han optado por la instalación definitiva y que, además, piden ser considerados como ciudadanos iguales. Esta instalación perenne en un espacio laico europeo va transformando gradualmente el sistema de pensamiento de los musulmanes y sus comportamientos, especialmente en lo referente a sus relaciones con las sociedades receptoras y su vínculo con la religiosidad.
Así, se esboza subrepticiamente un acercamiento entre islam y cristianismo tal como se vive en Occidente, y el islam vivido en Occidente hace mayor hincapié en la fe interiorizada y la ética, independientemente de cualquier coerción comunitaria.
Los países de la UE pueden fomentar aún más estas convergencias que dependen de la experiencia religiosa en un entorno definitivamente laico, aunque sólo sea a través de la denuncia de las amalgamas entre el islam (como religión) y los islamistas (como corrientes ideológico-políticas) y de los neofundamentalismos que reducen el islam a los rituales y las prohibiciones. Una actitud acogedora, menos fría, más generosa, y que rompa con los discursos estériles sobre la «incapacidad de los musulmanes para integrarse», emisiones destinadas al gran público sobre la vida de los musulmanes en Europa, la enseñanza del islam en las escuelas y universidades, etc. Todo ello daría lugar a un apaciguamiento de las relaciones entre las comunidades musulmanas y las sociedades receptoras y facilitaría sobremanera la integración de los musulmanes en el espacio público europeo. Se trataría de un gran logro de Europa y de una gran oportunidad para el islam que se manifiesta en un espacio de libertad.
Si insistimos en una mejor integración de los musulmanes en el espacio europeo es por que presentimos el peligro que pueden constituir los repliegues comunitaristas que, disfrazados de respeto por las identidades, peligran con desembocar en sociedades tribalizadas y sociedades-mosaicos, en las que, por una especie de «espacialización» de las diferencias, acabaríamos por tener barrios enteros, incluso escuelas étnicas. No se trata, por lo tanto, de una perspectiva alentadora, ni a escala de las sociedades europeas, ni tan siquiera a escala de todo el Mediterráneo. Por eso, se debe trabajar, como lo propone Gema Martín Muñoz, en un marco de interculturalidad que significa interrelación. La interculturalidad aleja los peligros de la guetización que se insinúa en las propuestas «multiculturalistas». Comparto entonces la reflexión de mi amigo el filósofo granadino José Pérez Tapia, cuando dice que posiciones multiculturalistas rígidas conllevan enormes riesgos de relativismo cultural e inducen a repliegues sectarios sobre identidades colectivas fuertes, absorbentes respecto a los individuos con merma de su autonomía y recorte de sus derechos.
Por un enfoque humanista
Todos los pueblos se crean un vínculo con el pasado y el espacio. La función de la memoria (vínculo con el pasado) es precisamente volver sobre el pasado para seleccionar los acontecimientos, gloriosos o traumáticos, que sirvan de material para la creación identitaria. Por su parte, el territorio (vínculo con el espacio) aparece como fundador del orden político moderno, en torno a nociones como «nación» o «soberanía». Y como repiten los geopolíticos contemporáneos, en la memoria selectiva, a veces deformada por el poder, el territorio es la referencia a partir de la cual el imaginario colectivo elabora una representación identitaria. De esta forma, en tanto que representación, la identidad es una creación social.
Nos remite a los vínculos con el pasado y con el territorio, pero también con la alteridad. Esto implica que cualquier definición identitaria es también una demarcación (nosotros somos nosotros) que desgraciadamente se ha transformado a menudo al entrar en contacto con otras memorias, espacios e identidades en una afirmación arrogante de superioridad del «uno» con respecto al «otro». Los tres monoteísmos, nacidos en Oriente Próximo, han contribuido sobremanera por su monopolización de la verdad a la exclusión del «otro», reforzando «identidades asesinas», por retomar el título de un libro de Amin Maalouf.
No obstante, ¿podemos negar, hoy en día, que tanto individuos como sociedades desarrollan «identidades complejas y múltiples» bajo el efecto combinado del intercambio, de la inmigración o de la globalización? Los reflejos de repliegue que se constatan a ambas orillas del Mediterráneo, ¿no traducen en gran parte el miedo que se siente frente a la «amenaza» del mestizaje inducido por la circulación de las ideas, los productos y sobre todo los hombres? Nociones como «choque de civilizaciones» o la del Eje del Bien y del Mal (más perniciosa si cabe), ¿no pretenden recrear líneas de fractura y fronteras balizadas entre «ellos y nosotros», es decir, recortar artificialmente las fronteras culturales, mientras que, por definición, las culturas son siempre híbridas, mestizas? Que partidos de la extrema derecha o incluso grupos integristas se adhieran a dichas divagaciones apenas sorprende, puesto que para todos estos «pájaros de mal agüero» la identidad no sólo se ve como un sentimiento de pertenencia, sino también como una bandera bajo la cual se combate.
Hay que tener todos estos elementos en mente para comprender la degradación del clima cultural entre las dos orillas del Mediterráneo y hacer alarde de todas las energías posibles para una nueva pedagogía de la concordia y la comprensión. Si no volvemos a un enfoque humanista, la situación no hará sino empeorar, conduciéndonos a posturas de hostilidad. Todo esto no quiere decir que debamos taparnos la cara y borrar de un trazo todos los malentendidos legados por una larga historia. Pero el planteamiento humanista exige que dejemos, en cualquier parte, de «fabricar» enemigos imaginarios y de demonizar a sociedades enteras, incluidas las «religiones», atribuyéndoles responsabilidades colectivas por las actuaciones reprobables de algunos de sus miembros y adeptos.
Por lo tanto, deconstruir los estereotipos, denunciar las desviaciones de comportamiento o de lenguaje, extirpar el extremismo de nuestras sociedades, todo ello debe ser un combate que hay que librar en común. Es necesario en el norte del Mediterráneo, y en toda Europa, otro enfoque sobre la alteridad, y en el sur del Mediterráneo, otra gestión del pasado, una apertura diplomática y una nueva manera de gobernar para enfrentarse a los desafíos del tercer milenio.
Todo lo anterior nos lleva a estas tres últimas reflexiones: a) Si no hay desarrollo sin arraigo, tampoco hay civilización sin apertura; b) el Mediterráneo es demasiado estrecho para separar y demasiado ancho para confundir; y c) la tercera la tomamos prestada de Octavio Paz: «Toda cultura nace de la mezcla, del encuentro, de los choques. Por el contrario, a raíz del aislamiento mueren las civilizaciones».