Viajar a territorios culturalmente alejados suele convertir al visitante en un forastero, con más capacidad de sorpresa ante el exotismo que de comprensión de una realidad que lo desborda. Sin embargo, cuando los aborígenes mediterráneos nos desplazamos por el interior de nuestro espacio geográfico, a menudo nos sentimos en terreno familiar. El autor realiza a continuación un recorrido por la arquitectura, los paisajes humanizados, las islas y los pueblos de diversos países de la cuenca del Mediterráneo.
Los viajes, como los artistas, nacen, no se hacen. Contribuyen a ello un millar de circunstancias, de las que muy pocas han sido deseadas o determinadas por la voluntad. Esto es, más o menos, lo que opinaba Lawrence Durrell del arte de vagar con rumbo conocido y la mente lo bastante abierta.
Viajar a territorios culturalmente lejanos suele convertir al visitante en un forastero con más capacidad de asombro ante lo exótico que de comprensión de una realidad que lo desborda. Lo normal es que se vea recompensado por un sinfín de vivencias y emociones, pero que todo lo que nazca de semejante experiencia —los encuentros y oportunidades que depara el camino— trascienda en muy poco la dimensión estética.
Sin embargo, cuando los aborígenes mediterráneos nos movemos por el interior de nuestro espacio geográfico nos sentimos a menudo en terreno familiar. Por el mero accidente de haber nacido ahí poseemos, aun sin saberlo, las claves indispensables para establecer con otros pueblos de la misma región aquellas pequeñas complicidades que dan color y sentido a la vida. Sin ser cretenses, jamás nos sentiremos extraños en la penumbra de cualquier taberna rural de la isla, entre aromas de tabaco y vino de retsina. Ni siendo de la orilla norte dejaremos de asociar las blancas cúpulas funerarias de las kubbas magrebíes, con todo su contenido religioso y social, al de los correspondientes santuarios de nuestras latitudes. Ni de reconocer en la ejecución de los trabajos más cotidianos y elementales realizados con antiguas tecnologías los mismos gestos que, en otro tiempo, observamos entre los campesinos, artesanos y gentes de oficio de nuestra tierra.
Por eso, y cuando menos se espera, si deambulamos por la zona de influencia de nuestro mar pueden nacernos viajes tan estimulantes como inusitados. Basta una pequeña chispa para que lo que parecía un viaje erudito, deportivo o simplemente vacacional se convierta en algo absolutamente personal e irrepetible. Las causas pueden ser infinitas. La charla casual que modifica por completo el itinerario mejor preparado; o el descubrimiento de ese lugar distinto que invita a quedarse sin fecha de retorno y, contra todo hábito, a dejarse fluir, a desear que cada cosa llegue a su tiempo y a su ritmo; o el súbito interés por algo tan fascinante e insólito como hasta entonces absolutamente inadvertido; pero que, en adelante, ocupará un lugar central entre aquellas preferencias que embellecen la existencia. Son encuentros afortunados con factores de culturas ajenas que, en el fondo, son parte integrante de la propia cultura.
Una arquitectura sin arquitectos
El hábitat del hombre, la casa, es uno de esos elementos que pueden cautivar sin paliativos al pasante curioso de mirada sutil y, aunque la espontánea sencillez de la arquitectura popular sea patrimonio común de todos los países de la tierra, difícilmente se puede apreciar en otras partes con la misma pureza e intensidad de luces y formas que le otorgan las condiciones ambientales de la cuenca mediterránea. Aquí el sol es más brillante, las sombras más intensas, el color más luminoso, los volúmenes más rotundos y todo, incluido el paisaje, se halla modelado a escala humana.
La estructura y la disposición de la casa tradicional, los templos y lugares de culto instituidos por las distintas religiones y el particular microcosmos que cada sociedad refleja en el trazado de su modelo urbanístico son como libros abiertos que relatan la privacidad de sus constructores y usuarios. Cada pueblo concibió su morada de la manera más sencilla, natural y resistente. La hizo con aquellos materiales que brindaba el entorno y plasmó en su ordenación espacial el hábitat más adecuado a sus costumbres, a sus necesidades, a sus formas de vida, a las dimensiones del grupo familiar, a su sistema de creencias, a su jerarquía de valores, a su manera de entender el mundo y a las relaciones establecidas con sus prójimos más cercanos.
De esta arquitectura sin arquitectos nacieron tipologías puras que expresan una total armonía entre la obra, la forma y el lugar que las alberga; una armonía que no es tan sólo paisajística, sino profundamente cósmica y telúrica. Cuando el hombre construye con sus manos, utiliza los elementos que tiene a su alcance con el único auxilio de las técnicas que le brinda su cultura y, cuando consigue culminar su objetivo, descubre que también ha creado belleza, como no podía ser de otro modo. Todo, en la naturaleza, posee una forma definida que no es en absoluto casual. La belleza de una forma nace de aquellas fuerzas que se han armonizado para producirla, y en cualquier volumen edificado se conciertan las fuerzas inherentes a las propiedades de sus materias primas con aquellas que subyacen en el tejido social de sus constructores.
Contaba Hassan Fathy, el artífice de la recuperación de la arquitectura popular en Egipto, que en 1941, cuando quiso llevar a la práctica su proyecto de construir de nuevo con ladrillos de adobe, para dotar a los campesinos de viviendas cómodas, hermosas, salubres y baratas, viajó a la región de Asuán para aprender las técnicas de construcción utilizadas por los nubios. Hasta entonces no había conseguido reproducir las cúpulas y las bóvedas de cal que embellecen las casas de aquella región sin la ayuda de costosos encofrados. Ingenieros y arquitectos, en su afán por reducir costes, habían ideado toda suerte de complicados métodos; pero los muallim, los constructores locales, necesitaban tan sólo una azuela y un par de manos. Sin utilizar ni siquiera la paleta trazaban a ojo parábolas perfectas. Si una bóveda rebasaba su límite de altura se quebraba a causa de la presión lateral; si no alcanzaba la altitud requerida, se agrietaba por el centro de su arco hasta desplomarse. Sólo había una forma implícita que conciliaba todas las fuerzas, y era necesariamente bella.
En todo el mundo mediterráneo existen construcciones cuya belleza estética y funcionalidad son completamente equiparables a las de las viviendas nubias. Varían su forma, sus dimensiones, su ubicación; pero se han erigido con los mismos materiales, empleando técnicas muy parecidas y lógicas culturales absolutamente afines. Son la memoria viva de épocas todavía recientes; de antes de que la especulación, la industria, la codicia y el esnobismo desvincularan el noble arte de construir de sus raíces ligadas a la naturaleza; cada una de estas humildes habitaciones es un atajo directo que lleva a conocer con detalle el alma de la sociedad que las gestó, la identidad de sus creadores y las particularidades del emplazamiento que una vez les dio sentido.
Los arquitectos que, como Le Corbusier, revolucionaron su profesión en los años veinte, preocupados por revalorizar las disciplinas espaciales, eliminar elementos superfluos y falsamente decorativos y obtener el máximo rendimiento de los nuevos materiales y tecnologías a su alcance, hallaron en la arquitectura vernácula de ambas orillas del Mediterráneo un filón inagotable de ejemplos para perfeccionar su obra, para formular otras respuestas a necesidades individuales y colectivas y para integrar cualquier nueva realización en su espacio natural circundante.
Gran parte de esos ejemplos siguen ahí, y no es preciso ser un erudito para interpretar a grandes rasgos los relatos que encierran sus muros ni para apreciar la infinita grandeza y armonía que encubre su anónima simplicidad. Es un lujo al alcance de todos aquellos que asocian el viaje a la inquietud y a la emoción de conocer el mundo empíricamente, sin intermediarios, uniendo a la seducción que ejercen los caminos ignotos el estímulo incomparable del descubrimiento personal.
Paisajes humanizados. Un viaje por la arquitectura popular del Mediterráneo
Es tan rico, diverso e ignorado el patrimonio de arquitectura vernácula que poseen los pueblos mediterráneos que, hoy por hoy, no existe un inventario que pueda reflejarlo en su totalidad. Sin embargo, es relativamente fácil señalar la ubicación y las características de algunos de sus ejemplos más sobresalientes.
No pretendemos enumerar las mejores realizaciones, ni prescribir visitas imprescindibles. Tan sólo destacar algunas obras representativas que, por sus características, constituyen una reducida muestra del legado más genuino de las civilizaciones mediterráneas.
Es preciso recordar que toda elección es subjetiva y que cualquier opción distinta, incluso la más dispar, poseería con toda seguridad un interés y un atractivo perfectamente equivalentes porque, en definitiva, cualquiera de estas construcciones encierra las claves para aproximarse de la mejor manera a su universo cultural respectivo.
Casas ibicencas
Ibiza posee numerosos ejemplos de una arquitectura campesina simple, económica y absolutamente funcional. Erwin Bronner, Gropius y otros arquitectos de la Escuela Bauhaus, o el catalán Josep Lluís Sert, son figuras relevantes que han dedicado una atenta reflexión a las soluciones que ofrece la casa tradicional de la isla; una estructura cúbica y lisa, toda blanca, con una única puerta principal, que crea un espacio interior suave, acogedor, casi maternal, cuyas proporciones obedecen a reglas definidas y precisas.
Existe en Ibiza un Taller d’Estudis de l’Hàbitat Pitiús, fundado por el arquitecto belga Philippe Rotthier, que desempeña una excelente labor investigadora.
Las islas del mar Egeo
Son un ejemplo de contraste y armonía entre los blancos volúmenes de obra encalada y la severa aspereza del paisaje rocoso. La falta de bosques y la abundancia de piedra alentaron la creación de sólidas estructuras de albañilería que forman trazados urbanos de indescriptible belleza y plasticidad. Plazas, callejuelas, pendientes y escaleras articulan los desniveles de terreno del modo más espontáneo y natural.
Mikonos, Serifos, Amorgos, Santorini, Skyros y los pueblecitos del interior de Sifnos son, tal vez, los máximos exponentes del luminoso urbanismo de la Grecia insular.
La isla de Djerba (Túnez)
Parece, desde el mar, un oasis flotante pegado a la costa tunecina que atrajo a cartagineses, romanos, judíos, árabes, turcos, españoles y a cuantos otearon sus costas; gentes que profesaban religiones distintas y se dedicaban por igual a un lucrativo comercio. Ambas contingencias dieron forma a la capital y puerto de la isla, Humt Suk —literalmente el barrio de los zocos—, cuya ciudad vieja está formada por un dédalo de callejuelas tachonadas de mercados, funduk (posadas) y hammam (baños públicos).
En toda la isla existían unos cinco mil menzel, explotaciones agrícolas autosuficientes y fortificadas, y más de doscientas mezquitas igualmente protegidas y pertenecientes a los diversos ritos del islam: suníes, malequíes, ibadíes, hanefíes… Los impluvios de los menzel y de las mezquitas aseguraban el suministro de agua potable y, juntos, constituían una densa red de pequeños baluartes comunicados por señales luminosas que aseguraban una mínima organización defensiva.
Si gran parte de las mezquitas, con sus patios, nichos y escaleras, se distinguen por su libre singularidad, en la homogénea estructura de los menzel cada elemento de la explotación responde a una solución arquitectónica inmutable y predeterminada. Djerba encierra todavía hoy una arquitectura viva, tan diversa como sorprendente.
Los pueblos blancos del sur de España
Paredes encaladas, rojizas cubiertas de teja, puertas y ventanas de colores vivos, aberturas —con o sin rejas— vigorosamente recortadas en el espesor de los muros y, por doquier, tiestos de flores y encendidos geranios que resaltan con fuerza sobre el fondo blanco. Esta somera descripción visual retrata a un montón de pueblos que en realidad poseen estructuras muy dispares, como Mijas, de calles alineadas en paralelo adaptándose al contorno de su colina; Benalmádena, apretujada en el fondo del valle, en torno a la plaza mayor; Arcos de la Frontera, en lo alto del cerro, con las viviendas organizadas en torno a sus respectivos patios interiores, y Véjer de la Frontera, Frigiliana, Olvera, Casares… tan semejantes y, sin embargo, tan distintas.
Las medinas magrebíes
Son colmenas inextricables cuyas viviendas apretujadas, cerradas al exterior, se abren como por arte de magia a patios centrales acogedores y luminosos, inimaginables desde fuera. Las casas, unidas, sostienen un universo de terrazas y enlazan sus fachadas en un muro continuo que guía las calles hacia los zocos, plazoletas, tahonas, fuentes, baños y mezquitas que polarizan la vida de tales laberintos. Además de las vías públicas, repletas de transeúntes y de pequeñas tiendas, un montón de callejones sin salida cobijan en su intimidad grupúsculos de moradas. De este modo distintas comunidades delimitan su ámbito privado y organizan el espacio colectivo de su relación cotidiana. Es un urbanismo sabio, orgánico, un calco del modelo social que durante siglos ha regido la dinámica de las ciudades norteafricanas.
En Marruecos, las antiguas callejuelas de Tánger y Tetuán; la casi intacta belleza de Chauen, cerrada a los occidentales hasta los años treinta; la ciudad vieja de Marrakech y la incomparable medina de Fez, declarada patrimonio de la humanidad, son versiones distintas y equivalentes de un idéntico modo de concebir la vida urbana.
Destacan igualmente la kasba de Argel y la medina de Túnez y, ya muy lejos del mar, en el sur argelino, uno de los conjuntos arquitectónicos más fascinantes de la tierra: la medina y los palmerales de Ghardaia y las restantes ciudades de la región del M’zab.
Fortalezas de barro al sur de Marruecos
Al sur del Atlas marroquí, a lo largo de los valles que descienden hacia la planicie sahariana —M’Gun, Dades, Todra, Reris, Ferkla…—, alimentando las cuencas fluviales del Draa y de la Saura, se levantan una multitud de kasbas y de ksur erigidos con gruesos muros de tapial que, en ocasiones, se completan con elementos de adobe. En esta región, un ksar —singular de ksur— significa un grupo de edificios rodeado de una muralla, del que sobresalen distintas torres de vigilancia, y una kasba es sólo un caserón igualmente amurallado y fortificado.
La estructura de los ksur varía enormemente de uno a otro valle. Los hay que poseen un único portón y otros con hasta cinco accesos de entrada; diminutos, con espacio para apenas doscientos habitantes, o imponentes, con capacidad para más de tres mil y con airosas kasbas en su interior; pero, además de su función defensiva, todos ellos presentan un trazado urbano y una tipología de morada que sugieren las líneas maestras que regían su vida comunitaria. Son construcciones relativamente recientes y de una espléndida belleza, integradas con exquisita naturalidad en la magnificencia del paisaje.
Cuevas al sur de Túnez
La cueva es, seguramente, el primer tipo de habitación que dio cobijo al hombre y, continuando tal vez una tradición troglodítica, algunas tribus que poblaron la región meridional de Túnez construyeron su casa a semejanza de la gruta más básica y elemental.
En Matmata, a ras de tierra, la presencia del hombre no es casi apreciable a primera vista. Un suelo de roca seca y arenosa permitió excavar con facilidad rotundas oquedades como cráteres que, protegidas del viento y de las miradas ajenas, dan cada una acceso a diversas cuevas que sirven de morada o de almacén. El espacio central, que tiene de 6 a 12 metros de profundidad y entre 9 y 60 de ancho, sirve de espacio de relación y comunica con la superficie mediante un túnel ascendente en rampa.
De Matmata a Fum Tatauin, hacia el sur, aparecen otras cuevas más visibles y enteramente construidas por sus usuarios: las ghorfas. Son estructuras totalmente cerradas, cubiertas con bóveda de cal, dispuestas en hileras horizontales que se superponen hasta alcanzar cuatro o cinco pisos de altura y delimitan un espacio cerrado a modo de patio central. La fachada exterior es completamente ciega y, en la interior, las puertas de cada cubículo dan a minúsculos descansillos de escaleras de piedra que ascienden hasta la planta más elevada. Su uso era el de graneros fortificados o, incluso, el de viviendas. Se conservan buenos ejemplos en Metameur, Medenine, Ksar Haddada y Ghumrassen.
La obra de Hassan Fathy (Egipto)
Frente a las influencias europeas y americanas que en los años treinta llevaron a una estandarización del prototipo de vivienda y al uso generalizado de materiales de construcción inasequibles para la mayoría del pueblo llano, Hassan Fathy se empeñó en demostrar —y lo consiguió— que la simplicidad del adobe y las soluciones arquitectónicas de la arquitectura egipcia tradicional eran plenamente eficaces para crear hogares salubres y funcionales, mejor adaptados a las necesidades culturales de la sociedad campesina e infinitamente más baratos que los de hierro y cemento.
Su reflexión partía de las cualidades de modelos básicos que todavía hoy existen, como el Remeseum de Luxor; el monasterio copto de San Simeón, en Asuán; vestigios de casas mamelucas y otomanas del sector medieval de El Cairo; y, de manera más directa, de su relación con los maestros constructores de Abu el Rish y Garb Asuán. Apoyó decididamente una revitalización de la arquitectura árabe, jugando con arcos, cúpulas y elementos de mampostería.
Su obra más representativa es el pueblo de New Gurna, junto al Valle de los Reyes, proyectado para reubicar a los casi siete mil habitantes de la vieja Gurna. En lugar de adoptar una solución de viviendas seriadas a partir de un número limitado de unidades-tipo, optó por satisfacer individualizadamente las necesidades específicas de cada familia, consultando para ello a los futuros moradores. Con idéntico ánimo diseñó un modelo de escuela rural que se expandió ampliamente por todo el país y el proyecto de New Baris, en el oasis de El Kharga.
Los trulli de Alberobello
En la región de Apulia, al sur de Italia, se utilizan todavía habitaciones de piedra que guardan una relación evidente con la factura de los talaiots baleáricos y las nuraghi sardas. Son conjuntos de viviendas de tres a veinte unidades llamadas trulli. Cada trullo consiste en un espacio rectangular cubierto de un techo cónico de lajas de piedra seca colocadas en círculos concéntricos, soportadas por muros de hasta un metro y medio de espesor, estucados y encalados. Las aberturas se limitan a una entrada en arco y a pequeñas ventanas rectangulares.
El conjunto más completo de estas reliquias del pasado se halla en la parte vieja de Rione Monte, en Alberobello, donde una serie de calles estrechas quedan determinadas por los trulli, en esquema radial a partir de una plaza central.