Cuando Osama Bin Laden promulgó su famosa fatwa (decreto religioso), la metáfora sobre las Cruzadas pasó a formar parte de la agenda política mundial. Curiosamente, no se trata de una metáfora política puramente medieval, sino que nos encontramos ante una alegoría moderna, ya que las Cruzadas han ocupado un lugar completamente secundario en la memoria colectiva musulmana en los seis siglos que siguen a la derrota de los cruzados. El autor de este artículo nos explica el porqué.storia de las relaciones del mundo árabe islámico y del Occidente cristiano es la historia de dos grandes civilizaciones tradicionalmente enfrontadas. Dicha confrontación no ha estado, sin embargo, exenta de influencias mutuas y puentes de comunicación y de diálogo. A través del despliegue de las percepciones de un mundo sobre el otro, el autor propone, como medio de procurar la convivencia entre ambas, la aceptación del equilibrio entre su naturaleza común y la diversidad de sus culturas como fuente de riqueza.
Cuando Osama Bin Laden promulgó su famosa fatwa (decreto religioso) sobre la «guerra contra los cruzados y judíos», en febrero de 1998, la metáfora de las Cruzadas pasó a formar parte de la agenda mundial. Pero, curiosamente, no es ésta una metáfora política medieval, sino netamente moderna, puesto que las Cruzadas han ocupado un lugar completamente secundario en la memoria colectiva musulmana durante los seis siglos posteriores a la derrota de los cruzados. Y ello a pesar de las crónicas y los poemas que cantan las alabanzas de Saladino, y de la epopeya popular Sirat Baybars (o «Romance de Baybars»), dedicada al sultán mameluco que tan duros golpes asestó a los cruzados a mediados del siglo XIII.
De hecho, los historiadores musulmanes ni siquiera llegaron a acuñar un nuevo término para diferenciar las guerras de los siglos XII y XIII en Siria y Palestina, ni tampoco sintieron la necesidad de dar a los cruzados un nombre específico, conformándose con el término técnico de Faranj, que se empleaba ya para designar a los habitantes del antiguo imperio Carolingio. Los modernos términos árabes para designar las Cruzadas y a los cruzados (al-hurub al-salibiyya y salibiyyun respectivamente) no aparecen hasta mediados del siglo XIX entre la intelectualidad siria, suscitando un creciente interés en ese fenómeno histórico. Empiezan a publicarse entonces traducciones de obras francesas sobre las Cruzadas, aunque habrá que esperar a los últimos años del siglo para que aparezcan versiones árabes plenamente desarrolladas sobre las guerras de los cruzados. Esta literatura fue aumentando poco a poco y cobró justo después de la Segunda Guerra Mundial un impulso que ha perdurado desde entonces.
¿Qué fue lo que influyó en la génesis y el desarrollo de este nuevo interés? Cabe mencionar el impacto de la cultura francesa, con su glorificación de las Cruzadas, especialmente en los círculos cristianos de la Siria otomana; el creciente contacto con la historiografía europea y los esfuerzos de toda una serie de entregados historiadores sirios (y más tarde, también egipcios). Pero fue más importante el sentimiento —entre los historiadores, además de otros intelectuales y su cultivada audiencia— de que las Cruzadas resultaban de extrema importancia para explicar los acontecimientos y experiencias de su época. A principios del siglo XX se veían las Cruzadas como una primera fase de la tentativa europea de someter a Oriente: contra el imperio Otomano del sultán Abd al-Hamid, y más tarde durante la ocupación británica de Egipto, o la francesa del Mediterráneo oriental y África del norte, o la sionista de Palestina. El apogeo se produjo durante la guerra de Suez, con Nasser retratado como un nuevo Saladino que rechazaba la triple agresión de manera similar a como lo habían hecho sus predecesores medievales, cuando San Luis de Francia trató de desembarcar en Egipto en el siglo XIII. Así, Saladino ocupa un lugar de honor en una serie de sellos conmemorativos titulada: «Egipto, tumba de todos los invasores».
La teoría dominante sostenía que las Cruzadas constituyeron una fase primaria del colonialismo europeo, preparando el terreno para la campaña napoleónica, la «cuestión oriental» del siglo XIX, la invasión británica de 1882 y el sistema de mandatos en Siria y el Líbano. Antes de la Segunda Guerra Mundial la teoría tenía un fuerte sesgo religioso, presentando la tentativa occidental como una batalla entre el cristianismo y el islam (con precedentes en las campañas antimusulmanas del imperio Bizantino en respuesta a las conquistas árabes). Entre 1945 y la década de 1970 la pauta explicativa pasó a ser más secular, con algunos retoques marxistas y tercermundistas, lo que representaba el cambio contemporáneo producido en la visión de los intelectuales árabes. A partir de la década de 1970 se reimplantó de nuevo la pauta religiosa, reemplazando en gran medida a la versión de la historia «descolonizadora» y secular. El decreto de Bin Laden no es más que otra manifestación de este cambio de tendencia.
La diferencia entre las dos teorías no es tan grande, ya que ni siquiera la teoría islamista, que considera las guerras medievales en gran medida religiosas e ideológicas, impide que entonces, como ahora, hubiera también una motivación materialista detrás de la agresión de Occidente. Dichos motivos materialistas, sin embargo, se adscriben exclusivamente al bando cristiano europeo; y de hecho, en la historiografía europea posterior a la Ilustración, con su sesgo contrario a la Iglesia católica, ha habido amplias evidencias que muestran esta cara oculta del celo religioso de los cruzados. Por más que se proclamaran inspirados por elevados ideales —en gran medida como en el caso de la mission civilisatrice y la «carga del hombre blanco» de la época moderna—, ésa es y era sólo una fachada para ocultar sus motivos básicos, tales como el control de las rutas comerciales.
Aquí, sin duda, entra en juego cierta relación de retroalimentación: la identificación de las Cruzadas con el imperialismo es la expresión de la creciente percepción de la existencia de un abismo insalvable entre los dos bandos de este conflicto asimétrico (asimétrico tanto en cuanto a poder relativo como en cuanto a motivación); y por la misma regla de tres, la tentativa intelectual-educativa de insistir en el tema refuerza a su vez esa percepción creciente al dotarlo de un aura de profundidad y determinismo históricos.
Sin embargo, la importancia de la analogía va más allá, puesto que la mayoría de los intelectuales árabes y musulmanes tratan de obtener algunas lecciones, tanto morales como prácticas, de este ahondar en la historia. Buscan, por así decirlo, un pasado aprovechable. Su lema es Historia magistra vitae. Y la principal lección de esta «semejanza intrínseca» (es decir, que no es sólo cuestión de rasgos externos) entre las invasiones medievales y modernas del mundo islámico es que el islam (o el arabismo) está destinado a vencer pese a las derrotas iniciales debidas a la falta de preparación, a la agresiva naturaleza del enemigo y al factor sorpresa, así como al papel de los colaboracionistas locales, apóstatas y demás. Cuando el islam logre finalmente organizarse, recupere su celo, cabe esperar que bajo la batuta de líderes poderosos y unificadores, no habrá nada que lo detenga. En su forma más cruda, esta pragmática visión de la historia se resume en la sentencia de que «la historia se repite». Pero hay otras, más sofisticadas, que aluden a semejanzas más profundas: la situación geopolítica del mundo musulmán, la posición central de Egipto, el recurso a los cristianos autóctonos como colaboradores de los invasores… Todo esto, sin embargo, no hace sino ilustrar el argumento de March Bloch de que «una vez que se ha pulsado un acorde emocional, el límite entre el pasado y el presente ya no se regula por una cronología matemáticamente mensurable».
Sobre todo teniendo en cuenta que este desenfoque sirve para justificar moralmente una causa presente y, por la misma regla de tres, le promete asimismo un éxito definitivo (permítaseme añadir que aquí interviene también otra teoría; a saber, que la lucha entre Oriente y Occidente, cuyo origen se remonta a Alejandro Magno, está hecha de oleadas y contraoleadas, ataques y contraataques, aunque esta clase de concepción simétrica ha tenido una influencia limitada, y queda muy por detrás de las otras dos).
Las dos teorías anteriores han contribuido a deshonrar al enemigo: Europa es la eterna invasora, que oculta su fanática crudeza, su actitud condescendiente y sus motivos materialistas bajo una capa de idealismo (defensa de los cristianos orientales, difusión de la civilización moderna…). Y que, en consecuencia, ha desarrollado el concepto, autoexculpatorio y autoenaltecedor, del «choque de civilizaciones», con la necesidad concomitante de cerrarse intelectualmente frente al rapaz enemigo, reforzar las propias fronteras exteriores, y obtener sólo recursos internos, o «auténticos». Pero, ¿qué hay de la propia identidad de Oriente?
Desde la década de 1940 hasta bien entrada la de 1970, lo que se subrayaba de ésta era su naturaleza árabe. Se hicieron enormes esfuerzos y se realizaron verdaderos juegos de manos verbales para «arabizar» a héroes como Saladino (que era kurdo) o Baybars (que era turco). En la película Saladino, de Youssef Shahin, el héroe epónimo no sólo presenta una marcada semejanza física con Nasser (el filme fue producido por una entidad pública egipcia), sino que también habla el árabe clásico con fluidez, arenga a sus tropas en egipcio coloquial y convoca a «mis potentados vecinos arabomusulmanes» para ayudar a su causa, lograr la construcción de la unidad de Oriente Próximo —una especie de prefiguración del anhelado estado panárabe—, y aplastar a los infames occidentales.
A finales de la década de 1970 la influencia de estos temas retrocede, al tiempo que se afianza una interpretación más abiertamente islámica. La verdadera naturaleza de este ámbito geográfico, ya desde las idealistas conquistas musulmanas del siglo VII, es la islámica. El depredador Occidente cristiano está siempre al acecho para penetrar en esta suculenta región y tomar venganza por la derrota del imperio Bizantino. Cada vez que el mundo islámico flaquea moralmente, su resolución se debilita, se crea la división y se convierte en una presa fácil. Así fue a finales del siglo XI; y así fue también a finales del XIX. Un rearme moral del tipo propiciado por el predecesor de Saladino, Nur al-Din de Aleppo —con la proliferación de madrazas, o colegios religiosos, y la aplicación de la sharia, o ley islámica— fue, y sigue siendo, condición sine qua non para que un contraataque se vea coronado por el éxito. Y dicho rearme moral se basa en los propios recursos internos; nada hay que pedir al mundo exterior, y menos aún a la civilización invasora, moralmente inferior. Tal intercambio resultaría letal para el islam.