En la actualidad el Mediterráneo ha recobrado su notoriedad en la esfera de las relaciones internacionales, desde el momento en que se ha convertido en un foco de crisis y enfrentamiento entre diversos ambientes, culturas, grupos sociales y etnias. No obstante, también deberíamos recordar y valorar que el Mediterráneo es también un lugar de importantes intercambios y de flujos: culturales, religiosos, demográficos… Del análisis de éstos y de los retos que suponen no sólo para Europa, sino para todos los países que conforman las riberas del Mediterráneo, versará el siguiente artículo.
Durante muchos años se ha percibido el Mediterráneo como una especie de etiqueta. En Europa había países que se proclamaban mediterráneos y estaban en contraposición a los países del Norte. Se trataba de países en los que se bebía vino, se vivía en el exterior y se hablaban lenguas latinas.
Sin embargo, hoy el espacio mediterráneo vuelve a ser un ámbito significativo en las relaciones internacionales, aunque de una manera que quizá convendría superar porque reaparece como significativo en el mismo momento en que se ha convertido en un lugar de crisis por excelencia. O en todo caso, esto es lo que parece: crisis entre el Sur pobre y el Norte rico; entre el Sur que emigra hacia el Norte y el Norte que advierte problemas en dicha emigración; entre el Este y el Oeste; entre Israel y sus vecinos árabes y, en el seno de ciertos países, como los balcánicos, en los que hemos asistido a la creación de espacios de graves crisis.
Así pues, el Mare Nostrum del imperio Romano parece seguir siendo «nuestro mar», pero los «nuestros» en cuestión se pelean los unos con los otros, sin que se advierta una autoridad verdaderamente significativa. ¿Acaso el Mediterráneo de hoy constituye la línea fronteriza de aquello que Samuel Huntington ha dado en llamar «choque (clash) de civilizaciones»? ¿Acaso debemos entender el Mediterráneo como si fuera un lugar de enfrentamiento entre diversos ambientes, culturas, grupos sociales o etnias?
O, por el contrario, ¿es un lugar en el que no sólo hay confrontación, sino también intercambios? Intercambios que pasan por canales que no son necesariamente los de los estados. Barcelona ha dado su nombre a un proceso, el Proceso de Barcelona, que hasta el momento no ha tenido un éxito muy deslumbrante. Sin embargo, los intercambios entre los estados —tal como se han diseñado y codificado tanto por la burocracia de la Unión Europea como por los regímenes autoritarios del sur del Mediterráneo— no llegan a ocultar la realidad de los intercambios que se producen en este espacio y que originan unos especialmente densos.
Aunque antes me he referido a los flujos migratorios que preferentemente se dirigen del Sur hacia el Norte y del Este hacia el Oeste, existen también otros tipos de flujos, como los culturales, que son mucho más equilibrados y cuentan con la influencia de la televisión por satélite, con la del regreso de los inmigrantes y con la preponderancia de los modos de consumo propagados por los medios de comunicación, que hoy en día alcanzan al sur y al este del Mediterráneo. Todo esto está transformando muy profundamente la organización social y la dimensión cultural de esos países. Pero los flujos culturales no circulan únicamente desde el Norte hacia el Sur, sino que hoy van también desde el Sur hacia el Norte, a través de la difusión de la televisión por satélite en árabe, que en estos momentos es la causa de que en los suburbios franceses los niños de origen norteafricano, que no hablan árabe, después de contemplar las imágenes de Al Yazira pasen inmediatamente a pelearse con sus compañeros judíos en los colegios ubicados en la periferia de París.
Para bien o para mal —en el ejemplo que acabamos de citar, para mal—, todo esto se debe a la mezcla que impera en el Mediterráneo. Esta miscelánea se halla un poco en el centro de la situación de crisis que se vive en el mundo contemporáneo. Una crisis entendida en el sentido griego, es decir, como algo muy difícil de vivir, al tiempo que revelador. Y, sin ningún género de dudas, si hoy no conseguimos pensar el espacio mediterráneo desde esta doble dimensión, no podremos propugnar una explicación acerca de él. En mi opinión, en los últimos años se ha venido imponiendo, en cierto modo, la dimensión de la noción mediterránea como etiqueta, ya que se creía que el Mediterráneo constituiría, sencillamente, el instrumento de las políticas públicas. Pero en la realidad no ha sido así y dichas políticas públicas se hallan enfrentadas a los flujos sociales, a los flujos interpersonales y a los flujos religiosos, mucho más difíciles de pensar, gestionar y cuantificar.
Desde hace mucho tiempo el espacio mediterráneo ha sido un lugar en el que en primer término se ha producido la expansión política, seguida de la expansión religiosa. Pensemos en el imperio Romano, que se extendía por todo el Mediterráneo y en cuyo seno se construyó una nueva manera de pensar la religiosidad, asimilando las religiones imperiales y mezclándolas con las locales, y, por último, creando esa especie de cultura mediterránea romanizada que hoy puede encontrarse en la mayoría de los lugares históricos.
Recientemente he tenido la ocasión de viajar a Libia, a Leptis Magna, donde puede verse claramente —a través de las inscripciones en latín y en lengua púnica realizadas por los notables locales no sólo para proclamar su adhesión al Imperio, sino también para captar los votos de sus electores— que entre las dos culturas había cierta mezcla, así como una especie de «aclimatación» de las divinidades locales en un conjunto político más vasto.
En el transcurso de la historia ha habido otros momentos en los que las dimensiones religiosas han sido las más importantes y han determinado, en consecuencia, las fronteras políticas. En un primer aspecto puede pensarse en la expansión del islam, que nació a comienzos del siglo VII de nuestra era y fue avanzando progresivamente, en su modalidad árabe, a lo largo de la orilla sur del Mediterráneo, posteriormente a lo largo de la orilla este, hasta finalmente implantarse en España. Más tarde, en su modalidad turco-otomana, el islam avanzó por la orilla norte y en el siglo XVII llegó hasta Viena.
En esa época, esta expansión religiosa provocó la transformación, la expansión política y la modificación del modo de organización existente. En un primer tiempo, las Cruzadas —que pondrían todo su empeño, a través de su dimensión religiosa, en transformar las fronteras políticas, en especial las de los estados de Levante— fueron las encargadas de rechazar dicha expansión, que en una segunda época se vio afectada por el reflujo de la expansión otomana en Europa oriental. Ésta condujo a la creación de los estados modernos —como la nueva Turquía tras la caída del imperio Otomano— y a una situación que, prolongada por la expansión colonial, produjo el sentimiento de que se había recuperado, en cierta manera, el Mare Nostrum, que pasó principalmente a ser controlado por Francia, Inglaterra, Italia, etcétera.
El mapa del conjunto mediterráneo se fragmentó a partir de las diferentes independencias que fueron proclamándose. Durante un tiempo se creyó que dicho mapa fragmentado se hallaba protegido por fronteras que separaban a las poblaciones pertenecientes a los diferentes países dentro de los estados creados por tales fronteras.
Sin embargo, esto no es así desde hace al menos una veintena de años. La circulación de los emigrantes, de las ideas y de las élites está recreando un mundo mediterráneo especialmente complejo y conflictivo a la vez. Un mundo que al mismo tiempo está creando una forma específica de civilización. En mi opinión, es en este contexto —marcado especialmente por la permanencia y por la reanudación del conflicto árabe-israelí— donde nos vemos obligados a plantearnos de nuevo la posibilidad de construir un espacio mediterráneo común. Está por verse si se trata de una utopía, y en qué medida, o si por el contrario es una forma de experimentación de lo que puede ser la sociedad del futuro en esa zona. En la actualidad, el conflicto árabe-israelí, cuyo origen puede situarse en la década de 1940 o un poco antes, aunque lo conocemos tal como es en la actualidad a partir de la creación del Estado de Israel, ha adquirido mayor intensidad tras una década durante la que todo el mundo creyó que se vería en gran parte solucionado. Al menos, ésta era la opinión general después del proceso que se inició en Madrid en 1991, que prosiguió en Oslo y que supuso el regreso de Arafat a los territorios palestinos y a la firma de un acuerdo de paz entre los gobernantes israelíes y los dirigentes palestinos. Sin embargo, a partir del momento en que se empezó a hablar de la solución —una solución abortada— del conflicto árabe-israelí y se pensó en la resolución de otro conflicto, el de los Balcanes, que afecta al espacio mediterráneo, es preciso constatar que la voluntad política de la zona septentrional y occidental del mundo mediterráneo, es decir, de Europa ha sido completamente insuficiente. Y también es preciso constatar la llegada al mundo mediterráneo de otro actor, un actor que, a pesar de no ser ribereño, está muy presente en nuestras aguas debido al poder de su marina y su flota: Estados Unidos.
En efecto, podría creerse que la voluntad de Estados Unidos de proceder a la solución del conflicto árabe-israelí ha motivado la necesidad de «jugar a dos bandas» en lo que se refiere a su política exterior. Es decir, por una parte, se trata de satisfacer la necesidad de la gran potencia estadounidense de acceder a los recursos petrolíferos: a un petróleo abundante y a buen precio que se concentra sobre todo en Oriente Próximo, en la parte más oriental del Mediterráneo, pero también en sus orillas del sur, especialmente en Libia y Argelia. Así, Estados Unidos está tejiendo un sistema de relaciones con los estados árabes productores de petróleo que le permita abastecerse de crudo en condiciones satisfactorias para sus propios intereses y, de una manera más genérica, para los intereses del mundo occidental. Por otra parte, se trata de garantizar la seguridad y la continuidad del Estado de Israel, lo que implica unas condiciones especialmente difíciles de soportar para los objetivos de Estados Unidos.
Por un lado, en el bando árabe ha aumentado el sentimiento de disgusto con respecto a todos los pasos dados por Estados Unidos para garantizar la seguridad de Israel. Y por otro, en el bando israelí —y en el de los residentes judíos en Estados Unidos— dicho sentimiento de disgusto se ha visto asimismo agravado debido a los pasos que EE UU ha dado para acercarse a los países árabes. Es indudable que el proceso de paz árabe-israelí no sólo se relaciona con la situación en el este del Mediterráneo, sino también con la voluntad de Estados Unidos de hacer frente a estas dos exigencias, simultáneas y contradictorias, de su política en la zona. A este respecto, no podemos más que destacar la impotencia de los otros actores mediterráneos en este asunto y, especialmente, la ineficacia de Europa. Según una frase de Robert Kegan, uno de los intelectuales neoconservadores norteamericanos: «En Oriente Próximo y en el Mediterráneo oriental, Estados Unidos cocina y los europeos lavan los platos». Así pues, a pesar de que en países que se enorgullecen de su gastronomía, como España y Francia, el hecho de que la civilización de la hamburguesa se encargue de cocinar sea un insulto muy duro, hay que aceptar que es una realidad que debemos seguir muy de cerca.
No obstante, volviendo a la situación en los Balcanes, es preciso decir que, una vez más, la presencia norteamericana ha sido la que, en definitiva, ha asegurado la salida de la crisis en la antigua Yugoslavia y la que ha permitido hacer lo necesario para que el conflicto de Kosovo no degenerara más de lo que ya lo estaba.
En este sentido, uno se da cuenta de que, si el Mediterráneo existe como espacio, no se trata de un ámbito cerrado. Y de que los intercambios y los ejes de los conflictos que se producen en sus dos orillas, y que unen y dividen a sus gentes, no sólo las enfrentan entre sí, sino que también nos obligan a pensar en la existencia, en este ámbito, de otro actor cuyos intereses no son explícitamente mediterráneos: Estados Unidos. Y no cabe duda de que éste es un factor especialmente importante, en la medida en que, a causa de la crisis que impera en todo el ámbito mediterráneo —reanudación de la tensión en Oriente Próximo, tanto en Israel y en Palestina como en Irak—, y de sus repercusiones en nuestras sociedades, aún hoy nos estamos formulando la pregunta de qué papel puede desempeñar Europa en todo este asunto.
Tras una discusión mantenida con ciertos actores de esta crisis, llegamos a la conclusión de que, por el momento, Estados Unidos parece atascado en Irak —como si estuviera atrapado en una trampa de la que no logra salir— y de que Francia ha adoptado una postura muy cómoda. A esto en alemán se le llama Schadenfreude, es decir, la «perversa alegría» que consiste en decir: «Ya os lo habíamos dicho: no tendríais que haberlo hecho». Pero esta visión de las cosas no es muy constructiva, sino más bien la visión del mal alumno, del «granuja» que es incapaz de conseguir sus fines y no alcanza a desarrollar una visión de futuro o, en todo caso, no logra armonizar sus ambiciones intelectuales con su capacidad política, económica y militar.
Por lo tanto, ¿qué debemos hacer para entender los retos que hoy en día se plantean en el mundo mediterráneo? Tanto en el Norte como en el Sur son muchos los que actualmente consideran que hay que concebir el Mediterráneo, sobre todo, como un lugar de interacción, de enfrentamiento o de confrontación de un cierto número de identidades colectivas, y que estas identidades tienen que estructurarse partiendo de la identidad religiosa más que sobre la base de los países, las naciones y las administraciones autonómicas.
Efectivamente, desde hace unos veinticinco años estamos asistiendo en el mundo mediterráneo a la exacerbación de ciertas identidades religiosas que se proclamaban contrarias a las restantes y que, en el seno de cada conjunto religioso, se han «armado» para apoderarse del monopolio de la expresión de lo religioso. A mediados de la década de 1970 se pudo asistir a la aparición repentina y casi simultánea de movimientos político-religiosos en el mundo musulmán, en el mundo cristiano y en el mundo judío.
En 2003 se celebró el vigésimo quinto aniversario de la llegada de Karol Wojtyla al trono de Pedro. Fue un papa cuyo discurso dominante se centraba en la recristianización, especialmente la de Europa. Una de sus expresiones favoritas era: «Europa, ¿qué has hecho con tu bautismo?». La llegada al trono pontificio de Karol Wojtyla en 1978 coincidió, más o menos, con el momento en que tanto en el mundo judío como en el musulmán se observaba un incremento de los movimientos que consideraban que la identidad religiosa era aquello en lo que se basaba y estructuraba la identidad social y política.
En el mundo musulmán, esto se correspondería con el auge de los movimientos islamistas. Unos movimientos que no sólo ambicionaban hacerse con el poder, sino que también deseaban una redefinición del espacio, que intentarían conseguir haciendo revivir antiguas nociones —que ya todos creían olvidadas— que dividían el mundo, y especialmente el mundo mediterráneo en:
– dar al-Islam (ámbito del islam), en el que el islam reina y donde puede ser aplicado;
– dar al-Harb (ámbito de la guerra), o en el que es lícita la yihad, es decir, la lucha sagrada contra los enemigos;
– dar al-Suhl (ámbito de la paz negociada), donde los musulmanes pueden vivir siempre y cuando ulteriormente vuelvan a su propio país.
Ahora bien, la sedentarización en Europa de numerosas poblaciones de origen musulmán —por no hablar de la existencia en los Balcanes de poblaciones musulmanas indígenas que se convirtieron al islam hace ya varios siglos— ha vuelto a sacar a la luz, de un modo bastante sorprendente, los temas de la identidad territorial, del ámbito del islam, del ámbito de la guerra, etc.
Por ejemplo, actualmente en Francia los movimientos islamistas más severos consideran que, debido a la presencia de ciudadanos musulmanes en sus tierras, tanto Francia como Europa forman parte del ámbito del islam; por lo tanto, dichos ciudadanos musulmanes deben gozar de la posibilidad de aplicar la ley divina, la sharia, a título personal. Evidentemente, contra este argumento se han levantado muchas voces, tanto entre los propios musulmanes, que no quieren ni oír hablar de ese tipo de cosas, como entre los que no lo son. Sin embargo, es fácil ver cómo se constituyen, sin que se prejuzgue su importancia, signos que redefinen intelectual y geográficamente el territorio a partir de unas marcas que pretenden ser marcas religiosas, o que quieren utilizar un determinado vocabulario para hacerse con el control de la expresión de lo religioso.
Asimismo puede verse cómo, en el mundo judío, a partir de 1977 y especialmente en los años siguientes a la guerra árabe-israelí de octubre, tanto en Israel como en la diáspora se produjo una reactivación de los movimientos en favor de la rejudaización. También en este caso puede verse una concepción del territorio enraizada en el vocabulario religioso. Baste recordar un partido que por aquellos días conoció horas de gloria en Israel: Gush Emunim (El bloque de la fe). Para dicho partido, se trataba de la noción de la tierra de Israel, la cual, desde su punto de vista, era una especie de dar al-Islam, es decir, el ámbito de los judíos, la tierra que les había sido dada por Dios para toda la eternidad y que se extiende sobre una parte del territorio que, por otro lado, reivindican los árabes.
Por tanto, este movimiento se ha visto acompañado, entre otros, de fenómenos de rejudaización entre las poblaciones judías europeas que de nuevo han hecho prevalecer, en un cierto número de casos, la identidad religiosa sobre la identidad nacional, o que al menos le han otorgado un papel más relevante. Una vez más, aunque esto no concierna a todo el mundo, se erige una nueva configuración y se crean nuevos debates en el espacio mediterráneo.
Por esta razón es importante realizar un análisis, lo más minucioso posible, de lo que hemos dado en llamar los mitos fundacionales. Cuando en nuestros días, en el espacio mediterráneo, se utilizan términos como judaísmo, islam, cristianismo, catolicismo u ortodoxia, hay que intentar ver en qué medida se es, o no, víctima de un cierto número de fuerzas políticas que reconstruyen esta visión del mundo a partir de categorías religiosas. Debemos hacer lo posible para partir de la esencia y trabajar en torno a estas cuestiones desde una lógica histórica, que nos obligará de inmediato a referirnos al legado de la colonización.
Así pues, no hay duda de que sería una completa aberración considerar que la situación actual en el Mediterráneo es sencillamente un asunto histórico. Por el contrario, se trata de una cuestión de memoria y, precisamente, la dificultad estriba ahora en ver cómo se articulan el vínculo con la historia y el vínculo con la memoria en vistas a construir el espacio mediterráneo. Actualmente, las jóvenes generaciones no guardan una verdadera memoria de la época colonial. Sin embargo, aunque los jóvenes no estén impregnados de la memoria de la colonización, la propia historia de la inmigración y el testimonio de la presencia de tal o cual lengua en la otra orilla del Mediterráneo —como sucede, por ejemplo, con la presencia del francés en el Magreb— constituyen, al mismo tiempo, herencias y factores de una memoria que se vive de una manera especialmente complicada.
Tomemos el ejemplo de la harto compleja relación francomagrebí. Antes, en la época colonial, el espacio francomagrebí se presentaba como un espacio unificado, que se construía y se declinaba a través de la categoría del «nosotros». Un «nosotros» que, a todas luces, estaba dominado por la potencia colonial francesa. Y los marroquíes, los argelinos y los tunecinos, en función de su confesión, musulmana o judía, o bien en función del estatuto diferenciado de Argelia —provincia francesa— o de los de Marruecos y Túnez —protectorados—, se beneficiaban de estatutos que los convertían en ciudadanos franceses o en individuos «protegidos».
Se trataba de un «nosotros» que, pese a ser conflictivo, llevó a los soldados del norte de África a luchar en Europa, vistiendo el uniforme francés, durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial, y a pagar un tributo en favor de la liberación de Francia o a combatir a los enemigos de esta nación. Y ello en un momento en el que (durante la Primera Guerra Mundial) el imperio Otomano, aliado de Prusia y de Austria-Hungría, había emitido una fatwa para llamar a la yihad a los musulmanes de los territorios franceses, británicos y rusos contra Rusia, Inglaterra y Francia. Ese conflictivo «nosotros», ese «nosotros» que, una vez finalizada la guerra, propició la creación de grandes mezquitas en las capitales europeas para evitar el desarrollo de un islam contestatario, de repente, tras la Segunda Guerra Mundial, pareció quebrarse a través de las diferentes independencias que se fueron originando. Argelia fue independiente en 1962, después de ocho años de guerra, de una guerra larga y dolorosa; por su parte, Marruecos y Túnez ya lo eran. A partir de ese momento podría pensarse que, en lo sucesivo, el Norte y el Sur —es decir, Francia y el Magreb— pasarían a pertenecer al ámbito del «otro». La época de la colonización ya había terminado, y ahora se trataba de dos espacios que, a pesar de haber conservado algunos vínculos, en lo sucesivo seguirían desarrollos separados, modos de educación distintos, etc.
Sin embargo, hoy podemos constatar que, a pesar de la separación política de los estados, en las dos orillas del Mediterráneo —y no sólo especialmente en el ámbito francomagrebí, sino también en otros espacios, como, por ejemplo, el germanoturco, etc.—, se están reconstruyendo otras modalidades de «nosotros». Dichos «nosotros» van a desarrollar su lógica particular. Resulta bastante sorprendente ver cómo hoy, por ejemplo, muchos argelinos intentan recuperar la nacionalidad francesa incluso después de haber luchado contra la presencia colonial de Francia en su país. Y también impresiona ver cómo en el norte de Europa se están estructurando poblaciones procedentes del Sur que están construyendo, de manera bastante distinta y aún incompleta, modos de identidad que se esfuerzan en mezclar, según variables agregadas, la identidad tradicional heredada, la identidad del país de acogida y también una identidad imaginaria o proyectada que, según la ocasión, se servirá del vocabulario étnico, del religioso o del nacional. Esto es algo que hoy nos llama mucho la atención y que resultaba inimaginable hace tan sólo unos pocos años.
Este desafío es un reto interno para nuestras sociedades, tanto para las del Norte como para las del Sur. Porque, hoy en día, hasta los países que creían que eran tierra de emigración se han convertido en receptores de inmigración. En la actualidad, España es un país hacia el que viajan no sólo marroquíes, sino también gentes que, procedentes de zonas situadas más al sur de África, atraviesan Marruecos y después intentan cruzar el estrecho de Gibraltar en pateras para llegar a España, a Francia y a otros lugares.
Como es lógico, somos sensibles ante esta dimensión, pero también es necesario que lo seamos respecto a la altamente compleja transformación que se está produciendo en los países del Sur debido a los modos de consumo difundidos por las antenas parabólicas, por el regreso de los inmigrantes durante las vacaciones, por las formas de vestir, la cultura y la lengua. Todo ello se está desarrollando en un contexto en el que el mundo sigue estando dividido —sería ilusorio imaginar lo contrario— entre los que tienen y los que no tienen; es decir, entre aquellos que aspiran, porque pueden hacerlo, a consumir y acumular bienes, y los que no pueden.
Y hoy, en el sur y en el este del Mediterráneo, nos enfrentamos a un fenómeno de suma importancia: una explosión demográfica que se traduce en una gran diferencia entre las zonas del norte y el este de Europa —que es una Europa envejecida—; es decir, una Europa en la que la media de hijos por familia se sitúa en uno y medio: un hijo y un perro, mientras que en el sur del Mediterráneo —aunque actualmente esté descendiendo la demografía—, aún pueden verse familias con un número de hijos muy alto. Pensemos que, por razones también políticas, la zona de Gaza ostenta un récord mundial de natalidad.
Todo ello plantea unos interrogantes muy graves en torno al Mediterráneo. El espacio mediterráneo tendrá que hacer frente a este desafío mediante los flujos migratorios. El modo como se desarrollen dichos flujos, y también el modo en que se construyan las identidades alrededor de ellos, es un reto político de primer orden al que deberemos enfrentarnos en las futuras décadas. Para Europa, los retos de Oriente Próximo —y, naturalmente, este reto no será el mismo para todos los estados— constituyen desafíos de política interior. Ya lo he dicho anteriormente al citar el ejemplo del joven de Aubervilliers, quien tras ver —a través de Al Yazira y sin entender nada en absoluto— un tanque israelí disparando sobre una casa de Gaza, y el entierro de un militante de la Yihad Islámica en medio de los alaridos de las mujeres, decide enfrentarse en la escuela a sus compañeros judíos. No cabe duda de que es un caso extremo, pero desgraciadamente esto es lo que está sucediendo en Francia en estos momentos.
Y también es un reto fundamental por la siguiente razón: ¿en las sociedades europeas nos veremos obligados a organizar el espacio social en función de una línea divisoria comunitaria? Esto es, en función de líneas divisorias que definan a los individuos no sólo a partir de un pacto social estructurado esencialmente sobre la base de la pertenencia nacional, sino de un pacto social fragmentado que haría que los diferentes grupos comunitarios organizados a partir de la etnia y la religión y representados por portavoces autoproclamados sirvieran, en el futuro, como garantes de la paz social, de un frágil equilibrio social y de una especie de balcanización, por retomar un término mediterráneo cuyo significado es bastante negativo para los países del Mediterráneo.
En mi opinión, este tema fundamental para Europa nos diferencia claramente de la actual postura norteamericana. Para Estados Unidos, el tema de Oriente Próximo no constituye un verdadero asunto de política interior; sin embargo, para Europa sí lo es. Por esta razón, es preciso que pongamos toda nuestra atención en analizar bien lo que está sucediendo actualmente.
Vivimos en el mundo posterior al 11 de septiembre, un mundo en el que algunos de los terroristas del ataque a las Torres Gemelas se habían formado en universidades europeas. Y también vivimos en sociedades que se han vuelto extremadamente frágiles a causa de este tipo de desafíos. Así pues, ¿en qué medida seremos capaces de construir un pacto social que permita sacar el máximo partido posible de los intercambios culturales mediterráneos y de los intercambios humanos? ¿Seremos capaces de conducir una política educativa, especialmente activa y valiente, que pueda promover un tipo de ideal democrático que no sólo se imponga en nuestros países, sino que también se vaya implantando progresivamente en los países de la orilla sur? O, por el contrario, ¿seremos necesariamente víctimas de movimientos que no llegaremos a controlar?
Ciertamente, hay algo que explica la diferencia entre el enfoque de algunos países europeos —los gobiernos alemán y francés, así como un cierto número de intelectuales, asociaciones y partidos políticos de otros países, como España, Italia, etc.— y el enfoque de Estados Unidos. Un enfoque que ha considerado que la organización del sistema democrático debe producirse a partir de la ofensiva y las victorias militares. Como todo el mundo sabe, la ofensiva contra Irak, en nombre de la guerra contra el terrorismo y de la lucha contra las armas de destrucción masiva, tenía que traducirse —tras el derrumbamiento o la destrucción del aparato militar de Saddam Hussein— en la emergencia y el rápido florecimiento de la democracia en ese país, una democracia que se propagaría al conjunto de la zona y que supondría un grave perjuicio para los regímenes autoritarios hasta, finalmente, hacerlos caer. Esto es lo que estaba previsto y que en inglés se resume con la fórmula sweets and roses; es decir, los dulces y las flores que la población iraquí tendría que haber ofrecido a los americanos. Evidentemente, hoy por hoy esta previsión no parece que se haya cumplido del todo.
Pero para Europa es otra cosa. Se trata de la experiencia de construir un modelo de transición democrática en los países del Sur a través del efecto de su propio ejemplo más que por un despliegue de fuerzas. Un ejemplo que sólo puede apoyarse en todos aquellos que, procedentes del Sur y del Este, viven en nuestras sociedades. En efecto, al volver a sus sociedades de origen y participar en la información del debate en dichas sociedades, esas personas manifiestan que es posible que gentes llegadas de las orillas sur y este del Mediterráneo se integren en un sistema democrático, se beneficien de él y contribuyan a fortalecerlo; de este modo, por medio de su ejemplo, podrán afirmar que es posible exportarlo a otros lugares.
En consecuencia, sobre estos ejes tan corrientes —que nos salen continuamente al paso en la vida cotidiana— tendremos que intentar poner nombres, esforzándonos en construirlos intelectualmente y en llegar al fondo de las cosas, a fin de que podamos disponer de una plataforma conceptual e intelectual que nos permita entender cuáles son los verdaderos desafíos que nos aguardan hoy en el ámbito mediterráneo. Un ámbito que, como ya he intentado mostrar más arriba, no es sólo un espacio en sí mismo, sino también un ámbito que depende de su inserción en el centro de estructuras y de tensiones a escala global y a escala planetaria, en las que no existen conexiones directas, y que, sencillamente, hacen de él una víctima y un objeto pasivo.
En qué medida seremos capaces de transformar esta pasividad en una afirmación política a partir de una afirmación intelectual? Se trata de un desafío: primero y ante todo para Europa, para la Unión Europea y para los países de la franja mediterránea, pero también es un reto para la orilla Sur.
Y me permito insistir especialmente en el papel que en todo este asunto puede desempeñar la educación y en la necesidad de formar a las élites de las dos orillas del Mediterráneo, ya que, en mi opinión, el reto a que debemos enfrentarnos en estos momentos es de primer orden. Si no somos capaces de construir, ya no una cultura común —porque no cabe vivir con la ilusión de la identidad o la asimilación culturales—, sí al menos unos elementos culturales compartidos, no hay duda de que seguiremos siendo víctimas pasivas y de que nos veremos condenados para siempre a «lavar los platos». Es importante que sepamos analizar la naturaleza de los desafíos culturales, de los desafíos políticos y económicos, y de los desafíos demográficos y democráticos que no tenemos otra opción que afrontar.