Una tenaz insurgencia golpea Egipto

A menos que el gobierno apueste por un pacto entre el ejército y los principales movimientos islamistas, sobre todo los Hermanos Musulmanes, la violencia seguirá azotando al país.

Ricard González

Una vez derrotadas la Gamaa Islamiya y la Yihad Islámica a finales de los años noventa, Egipto padeció durante la década siguiente el azote del terrorismo de la mano de algunos grupúsculos yihadistas basados en el norte de la península del Sinaí de forma esporádica. No obstante, este escenario cambió sustancialmente tras el golpe de Estado contra el islamista Mohamed Morsi, el primer presidente electo en las urnas, el 3 de julio de 2013. Desde entonces, se ha constituido una tenaz insurgencia de carácter islamista con capacidad de golpear al Estado de forma continua. Ahora bien, a pesar de haber llevado a cabo alguna operación de notable sofisticación, la insurgencia no ha podido hacerse con el control de ninguna parte del territorio egipcio, a diferencia de lo sucedido en otros países de la región, como Irak, Libia o Yemen.

Más que a un colapso de sus instituciones, con una larga historia, Egipto se enfrenta a un escenario de futuro de violencia sostenida de intensidad media. Aunque el gobierno del presidente Abdelfatah al Sisi ha situado la lucha antiterrorista en el centro de su agenda política, no ha sido capaz de minar las capacidades de los grupos insurgentes. Los datos hablan por sí solos: en la primera mitad de 2015, la cifra de atentados ascendió a 721, mientras que un año antes fue de 155, según el recuento del Tahrir Institute for Middle East Policy (TIMEP). El pasado mes de junio fue el sexto mes consecutivo con más de 100 atentados. Igualmente, el número de víctimas mortales en los primeros seis meses de este año casi dobla las registradas en todo 2014. Por lo que respecta a su localización geográfica, los atentados se han ido diversificando. En 2013, la franja norte de la península del Sinaí acumulaba más del 65% de los ataques. Ahora representa tan solo el 30%. En cambio, el área metropolitana de El Cairo se ha convertido en uno de los principales focos de actividad insurgente. Las víctimas de los grupos rebeldes son mayoritariamente miembros de las fuerzas de seguridad, tanto agentes de policía como soldados.

Sin embargo, en los últimos meses han aumento los atentados contra objetivos de tipo civil, sobre todo económicos, de forma significativa. Por ejemplo, las sedes u oficinas de algunas compañías nacionales y también extranjeras han sido el blanco de bombas y otros actos de sabotaje. En abril, las fuerzas de seguridad fueron capaces de abortar una operación suicida contra el templo de Karnak, en la ciudad de Luxor, en el que podría haber sido el primer ataque con un elevado número de víctimas civiles. Hasta entonces, el sector turístico, uno de los puntales tradicionales de la economía egipcia, se había librado de atentados. En junio, la insurgencia consiguió por primera vez segar la vida de un alto cargo del gobierno: el fiscal general Hisham Barakat. Unas semanas después, fue asesinado el primer extranjero: un trabajador croata secuestrado por la filial del autodenominado Estado Islámico (EI) en Egipto. Precisamente, este grupo terrorista, Wilayat Sina (“Provincia del Sinaí” en árabe), es el que ha ejecutado un mayor número de atentados, incluidos los más mortíferos y sofisticados. Conocido anteriormente como Ansar Bait al Maqdis, la milicia fue rebautizada hace unos meses al jurar lealtad al Daesh. De ideologia yihadista, este grupo se constituyó en 2011, después de la revolución, a partir de la fusión del grupo Tawhid wal yihiad, basado en el Sinaí, con militantes venidos de otras partes de Egipto y Gaza.

Hasta el golpe de Estado, la milicia, que se nutría sobre todo de beduinos alienados por la marginación a la que ha sometido el Estado a esta región durante décadas, tenía en su punto de mira Israel. Sin embargo, después de la asonada, sus ataques pasaron a centrarse en las fuerzas de seguridad. Además, su capacidad operativa se multiplicó con el reclutamiento de decenas de nuevos militantes. Los dos otros grupos más activos son Aynad Misr (Soldados de Egipto) y el Movimiento Aliado de Resistencia Popular (MAP). Ambos profesan una idelogía islamo-nacionalista y apelan a una legitimidad revolucionaria vinculada al levantamiento de 2011 contra Hosni Mubarak. Son hostiles a un régimen que consideran ilegítimo por haber depuesto a un presidente elegido en las urnas y simpatizan con la ideología islamista. La mayoría de expertos se decanta por no considerarlos de tendencia yihadista, pues sus acciones suelen evitar las víctimas civiles y no las justifican declarando “infieles” a sus enemigos, dos características habituales de los grupos yihadistas. Mientras Aynad Misr parece más cohesionado, el MAP es más bien una coalición de agrupaciones locales. Entre los tres grupos mencionados no parece haber ningún tipo de colaboración o vínculos formales. Estas distinciones ideológicas escapan al mensaje simplista del gobierno egipcio, que suele atribuir todas las acciones violentas a los Hermanos Musulmanes, que estarían detrás de los diversos grupos insurgentes.

El régimen mete en un mismo saco a todos los movimientos islamistas, con independencia de que apoyen públicamente la lucha armada o no. Tan solo hay una notable excepción: el partido salafista Al Nur, que formó parte de la coalición de apoyo al golpe de Al Sisi y participa con normalidad en la vida política del país. El problema del ejecutivo egipcio es que no goza de una gran credibilidad entre gobiernos y analistas extranjeros. De ahí que la Hermandad no figure en la lista de organizaciones terroristas de Estados Unidos, ni tampoco de ningún país de la Unión Europea. El hecho de que el régimen egipcio culpe a los Hermanos Musulmanes de cualquier atentado contundente tan solo horas después de haber ocurrido, sin ni tan siquiera esperar a la conclusión de la investigación oficial, no ayuda a sus problemas de credibilidad. Tampoco lo hace que no exista en el país una prensa verdaderamente independiente a causa de la censura a la que están sometidos los medios tanto públicos como privados. Además, está prohibida la entrada de los corresponsales extranjeros a la península del Sinaí, el epicentro de la insurgencia, impidiendo la verificación de las informaciones oficiales. Por su parte, tampoco las alegaciones de la Hermandad son fiables. Desde hace años, la cofradía ha recurrido a menudo a la práctica de un doble discurso: uno más moderado dirigido a medios de comunicación y gobiernos extranjeros, y otro más radical para sus miembros y simpatizantes.

Además, sus mensajes han ido experimentando un viraje progresivo desde el golpe de Estado en paralelo a la radicalización de sus militantes más jóvenes. Mientras que en verano de 2013 el grupo apostaba por vías exclusivamente pacíficas, posteriormente abrió la puerta al uso de la violencia defensiva en las manifestaciones y, actualmente, justifica las acciones de venganza contra policías implicados directamente en la represión. Sin embargo, continúa rechazando los actos de violencia aleatorios contra las fuerzas de seguridad. Como apunta el investigador Georges Fahmi, del instituto Carnegie, recientemente han aflorado a la luz pública las disensiones entre la cúpula de la Hermandad en el exilio, formada por dirigentes veteranos, y los militantes más jóvenes. Uno de los principales puntos de discordia hace referencia a la lucha armada, pero no es el único. Los jóvenes piden un mayor grado de autonomía y capacidad de decisión argumentando que ellos son quienes están sobre el terreno y padecen de forma más directa el brutal hostigamiento del Estado. Así las cosas, no está claro hasta qué punto estos jóvenes radicalizados podrían ser responsables de actos de violencia de las fuerzas de seguridad, ni tampoco cuántos han abandonado la Hermandad para incorporarse a milicias armadas. La falta de información fiable para analizar la insurgencia yihadista afecta sobre todo a las dinámicas presentes en el Norte del Sinaí. Las dificultades para acceder a este territorio, que se encuentra bajo toque de queda y a menudo también bajo estado de emergencia, hace que habitualmente solo dispongamos de las versiones de los hechos de las autoridades y de Wilayat Sina. El ejército anuncia de forma periódica la detención de decenas de terroristas en la zona, pero es imposible comprobar si realmente forman parte de grupos armados o las cifras incluyen a víctimas de redadas masivas y aleatorias.

Algunos reportajes periodísticos, la mayoría elaborados a partir de llamadas telefónicas, citan testimonios de beduinos que lamentan la política de tierra quemada del ejército, y atribuyen a ésta la alienación de una parte de la juventud de la zona. Ahora bien, otros ciudadanos se confiesan aterrorizados por las brutalidades cometidas por ambas partes, pues los grupos yihadistas han asesinado a numerosas personas acusadas de colaborar con las autoridades. En junio, el régimen anunció que los excesos de los yihadistas habían llevado a importantes jefes tribales a declarar públicamente su lealtad hacia el Estado y a comprometerse en combatir a Wilayat Sina. En los próximos meses, se comprobará si estas alegaciones son ciertas o eran un simple ejercicio de propaganda. De hecho, la violencia del Estado y de los grupos insurgentes se retroalimenta y explica la escalada violenta que ha experimentado Egipto desde el golpe de Estado. En el último año, no se ha producido ninguna matanza en los choques entre manifestantes y los cuerpos policiales. La razón no es un mayor respeto de los derechos humanos por parte de las autoridades, sino la conclusión de los movimientos opositores que organizar concentraciones masivas tiene un coste humano demasiado elevado. El ejemplo del sangriento desalojo del campamento de protesta de Rabaa al Adawiya el 14 de agosto de 2013, en el que murieron aproximadamente un millar de simpatizantes del expresidente Morsi, continúa muy presente.

Los enfrentamientos callejeros se han desplazado de las zonas más céntricas de El Cairo a barrios periféricos, como Matariya, de fuerte implantación islamista. La violencia que tampoco amaina es la ejercida en comisarías y cárceles. Diversas organizaciones tanto egipcias como internacionales han denunciado la práctica de torturas sistemáticas contra opositores. Los abusos son peores en cárceles militares secretas como la de Azuli, cuya existencia reveló un reportaje del diario británico The Guardian. Según Amnistía Internacional, desde la asonada han muerto al menos 124 personas bajo custodia policial, ya sea como consecuencia de torturas o de la falta del tratamiento médico adecuado. Este panorama es posible por la dejación de la judicatura en su responsabilidad de hacer cumplir la Constitución, que protege los derechos humanos. De hecho, el poder judicial se ha convertido en uno de los brazos ejecutores de la represión estatal, pues ha condenado a centenares de personas a la pena de muerte. En muchos casos, las sentencias llegan después de procesos masivos sin garantías procesales, de acuerdo con los grupos de defensa de los derechos civiles. En resumen, debido a la falta de información fiable es difícil evaluar con precisión los orígenes y características de la insurgencia islamista que azota Egipto. Según la base de datos de TIMEP, la mayoría de atentados, cerca de un 60%, no son reivindicados por ningún grupo, por lo que una parte indeterminada podrían ser actos de venganza personales de familiares o víctimas de la represión. En sus mensajes públicos, el régimen asegura de forma periódica haber asestado “duros golpes a los grupos terroristas”, pero los datos apuntan más bien a un repunte de los actos violentos desde principios de año. La aprobación en febrero de una nueva ley antiterrorista no ha conseguido minar las capacidades de los grupos armados, por lo que no parece probable que lo haga la nueva legislación promulgada en agosto y que va en la misma dirección: endurecer las penas y recortar libertades y derechos de la ciudadanía. Así pues, es de esperar que, con mayor o menor fuerza, la insurgencia continuará golpeando el país árabe durante los próximos años a menos que el gobierno apueste por una política de reconciliación con los principales movimientos islamistas, sobre todo los Hermanos Musulmanes y sus aliados en el Parlamento disuelto.

Esta opción no entrañaría una desaparición del terrorismo en el país árabe más poblado, ya que Wilayat Sina menosprecia a todos los partidos políticos, incluidos los islamistas, a los que califica de “infieles”. Ahora bien, un pacto de amplio alcance entre el ejército y las principales fuerzas islamistas rebajaría la tensión social y, por ende, la violencia. Por desgracia, de momento, nada apunta en esa dirección.