Como ya sucedió en 1995, la presidencia española de la Unión Europea (UE) debería ser recordada en el futuro como un periodo clave en las relaciones de España y Europa con sus socios mediterráneos. Tanto el contexto internacional y europeo como el marco de las políticas euromediterráneas han cambiado significativamente desde entonces, pero los valores y objetivos estipulados en la Declaración de Barcelona siguen intactos y de rabiosa actualidad. España debe aprovechar esta oportunidad para ratificar su liderazgo mediterráneo e impulsar las grandes decisiones y orientaciones de interés europeo actuales y futuras, con una perspectiva y una visión más allá de seis meses.
Para ello es deseable una presidencia políticamente fuerte, ambiciosa, apoyada por los recursos proporcionales a su ambición, y con unos objetivos claros y concretos. La política exterior de la Unión hacia sus socios mediterráneos se presenta, pues, como la piedra angular de la presidencia española. En ella se pueden identificar objetivos prioritarios, concretos y urgentes que permitan a España y a la UE reforzar su protagonismo en la escena internacional. Para ello, la presidencia española tendrá, a raíz del referéndum irlandés y de la entrada en vigor del tratado de Lisboa el 1 de diciembre de 2009, una renovada arquitectura institucional que marca una nueva etapa para la UE y sus países miembros. En este sentido, los cargos de presidente del Consejo Europeo y Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad (a su vez vicepresidente de la Comisión), ocupados por el belga Herman Van Rompuy y la británica Catherine Ashton, deben aportar mayor unidad, coherencia y visibilidad a la acción exterior de la UE. El primer desafío español será adaptarse a esta nueva realidad institucional y sentar las bases de funcionamiento de las futuras presidencias.
El impacto de las decisiones tomadas a lo largo de la presidencia dependerán en gran medida de la capacidad de la administración española de maximizar la complementariedad de su trabajo y organización con la nueva estructura. De esta complementariedad también dependerá, en cierto modo, el resultado de las iniciativas de la presidencia hacia el Mediterráneo. España puede conseguir el doble objetivo de impulsar la acción exterior de la UE en el Mediterráneo, tomando el relevo al protagonismo francés durante sus presidencias de la UE y de la Unión por el Mediterráneo (UpM), y dotar a su presidencia de un reconocimiento cualitativo sobre un tema concreto y central del interés comunitario. Así son generalmente recordadas las grandes presidencias. Para ello, debería actuar sobre dos frentes diferentes pero interrelacionados: la puesta en marcha operativa de la UpM y de su secretariado general en Barcelona y el relanzamiento de iniciativas dirigidas a la resolución de los conflictos en la región.
Una vez superado el bloqueo al despliegue de la UpM, tras la crisis de Gaza y la vuelta a una cierta normalidad diplomática, se presenta la ocasión de dar el último empuje para que la UpM esté operativa al final del primer semestre de 2010, tanto en relación con algunos proyectos concretos como con su secretariado. Un secretariado general con capacidad de impulso y voluntad de consenso, más allá del simple papel de recaudador de fondos, es una condición necesaria para que la UE dé un salto cualitativo en las relaciones con sus vecinos mediterráneos. Por otra parte sería necesario contribuir a la resolución de los conflictos de la región, sobre todo el ancestral enfrentamiento árabe-israelí, influido por el desafío nuclear de Irán.
En este sentido, y conscientes del contexto poco favorable en la actualidad, la presidencia española debe revitalizar la relación transatlántica y aprovechar la ocasión de asociar la experiencia de su diplomacia al hecho de disponer, quizás, por primera vez, de un honest broker en la región. Es posible que la presidencia española genere expectativas y ambiciones en exceso. Aun así, la realidad convierte estos deseos legítimos en imperiosa necesidad.