Tras medio siglo de letargo político, las certezas que solían imponerse en los análisis sobre el Norte de África y Oriente Medio se han difuminado desde que estallaran, a finales de 2010, las primeras protestas en Túnez. Ahora todo parece imprevisible y posible. Como piezas de un engranaje, los países de la región experimentan mutaciones conectadas. Sin revolución tunecina no habría egipcia y, sin estas, ni libia, ni yemení, ni represión en Bahréin, ni guerra en Siria. El cambio político iraní con la elección de Hasan Rohaní quizás no hubiera sido posible sin la presión de los movimientos populares en los países vecinos y sin el hartazgo de la población iraní, cada vez más asfixiada por la rigidez del régimen de los ayatolás y por la economía de sanciones.
Sin un Oriente Próximo al borde del caos y sin el acuerdo ruso-americano para la destrucción del arsenal químico sirio no hubiera sido posible el acercamiento hacia Irán. En ambos casos, la diplomacia se ha impuesto sobre las opciones bélicas, cosa que proporciona algo de oxígeno al denso ambiente de la región. El acuerdo de Ginebra no resuelve el contencioso nuclear, pero sienta las bases para que, confianza y respeto mediante, se pueda lograr un verdadero acuerdo y se abra la puerta a que otros muros infranqueables puedan ser derribados. Ahora cabe esperar que el acuerdo definitivo responda a las expectativas –derecho a enriquecer limitado y garantizado su uso civil, levantamiento de sanciones, normalización de las relaciones– y que las coordenadas geopolíticas pasen de ser una amenaza a una oportunidad. En un contexto marcado por una renovada triple “guerra fría” –entre Estados Unidos y Rusia sobre territorio sirio; entre Arabia Saudí e Irán, con la agudizada rivalidad entre suníes y chiíes; y entre Arabia Saudí y Qatar, actores rivales en su proyección hacia el mundo árabe y suní–, la reinserción de Irán en la comunidad internacional puede tener efectos sobre las alianzas tradicionales, los desafíos en materia de seguridad, los flujos comerciales y de energía o los conflictos enquistados.
Rusia y, en menor medida, China han pasado a ser actores emergentes en la zona. Moscú se presenta como mediador inevitable, en Siria, en Irán o incluso en Egipto, y evidencia que Estados Unidos no puede actuar como un llanero solitario que modele la región a su placer. Arabia Saudí ve como su relación especial con los americanos, forjada en los últimos tres decenios, se tambalea. Les unían intereses comunes (la seguridad, el petróleo, la contención de Irán) y ahora teme que el acuerdo con Irán ponga en peligro la arquitectura de seguridad regional formulada por los saudíes y respaldada por su patrón occidental. Israel, por su parte, no tiene otra alternativa que evitar el aislamiento tratando de influir en la negociación final (número de centrifugadoras, porcentaje de enriquecimiento, futuro del reactor de Arak). Neutralizada la amenaza iraní, Estados Unidos tendrá más elementos para presionar a Israel y negociar así un acuerdo con los palestinos, marcado como objetivo personal del secretario de Estado, John Kerry.
Tener a Irán de su parte podría contribuir positivamente a la contención de Hezbolá, tanto en su flanco palestino como libanés y sirio, a la negociación sobre Siria prevista para enero de 2014, a la estabilización de Líbano, Irak e incluso Afganistán, y a una nueva página en las relaciones de Irán con los países del Golfo. ¿Es el acuerdo de Ginebra un hito histórico? Quizá sí, por lo que representa en el gran debate nuclear y por la potencial reconfiguración de la geopolítica regional. No olvidemos que la Unión Europea, a través de su alta representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Catherine Ashton, ha demostrado su capacidad de ejercer ese ansiado papel de “negociador honrado” que tanto se echaba en falta en la región. Ashton se ha revelado como una negociadora experta, hábil y útil, y su presencia en Ginebra, en Kiev o en El Cairo puede devolver a Europa al lugar que debería ocupar en el tablero mundial. Puede que el edificio de lo posible acabe derrumbándose por la fatalidad de los acontecimientos: pero la magnitud de las oportunidades obliga a negociadores, líderes y actores a actuar con responsabilidad y aprovechar las puertas que se abren en Ginebra.