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Coedición con Estudios de Política Exterior
Editorial
Es imposible interpretar Oriente Medio, el mundo árabe, islámico, mediterráneo y también europeo, sin pasar por Jerusalén. Palestina es la madre de las causas, la que aúna todavía sin fisuras a los habitantes de la región: musulmanes, cristianos, árabes, de izquierdas y de derechas, islamistas o secularistas… No hay ideología, partido, movimiento social o activismo que no pase por el mito real de Palestina.
Sin embargo, nada como Jerusalén ensombrece la dimensión política y territorial y, en cambio, ensalza su dimensión religiosa. Jerusalén es, además, un símbolo. Que la cuestión de Palestina vuelva a la actualidad por Jerusalén –con su atmósfera asfixiante e imposible cotidianeidad en la zona oriental– no es insignificante, y que lo haga de la mano de Donald Trump, el político en el poder más islamófobo del momento, tiene múltiples lecturas, ninguna esperanzadora.
Era de esperar algún movimiento de Estados Unidos en el escenario israelo-palestino, especialmente ante la dejación de Siria y la necesidad de reafirmar su lealtad a Israel. En unas circunstancias normales y con un presidente al uso, hubiera sido el momento de impulsar las negociaciones, en punto muerto desde hace tiempo. Pensar en soluciones a largo plazo a los grandes males de la región –como el autoritarismo o el terrorismo, que han arrinconado a la cuestión israelo- palestina en los últimos años– pasa inevitablemente por abordar la solución del conflicto y no, meramente, la negociación sobre el proceso, el “negociar por negociar”.
Es cierto que Estados Unidos no era un honest broker, –siempre más cercano a Israel–, pero como mínimo hasta ahora podía seguir siendo broker. La reconciliación palestina y los más relajados posicionamientos ideológicos de Hamás mejoraban las perspectivas en todos los ámbitos. La enorme complejidad de los nuevos escenarios bélicos y el reparto táctico de dossieres entre Donald Trump y el presidente ruso, Vladimir Putin, hacían que Israel-Palestina resultara interesante otra vez.
Pero en el actual contexto regional de salvajismo político, en el que presidentes son ahora invitados, ahora retenidos o secuestrados (Saad Hariri), ahora protegidos o financiados (Abdelfatah al Sisi), el gesto de Donald Trump supone echar más leña al fuego. Puede, por un lado, complicar las cosas a un liderazgo saudí que tendrá que lidiar con la necesaria cooperación con Estados Unidos y mantener una legitimidad que puede erosionarse por Jerusalén, en un contexto interno crecientemente exigente. Irán, en cambio, podría capitalizar el desgaste saudí en la cuestión palestina, como ya ha hecho antes, y volver a conectar con las facciones palestinas, con las que se había distanciado por divergencias respecto a Siria y a Bashar al Assad.
La historia es testaruda y se empeña en regresar: el centenario de la Gran Guerra, de la caída del Imperio Otomano, del acuerdo de Sykes-Picot, de la Declaración de Balfour, de la creación del Estado de Israel, de la Nakba, todos esos grandes acontecimientos compartidos en ese espacio europeo y mediterráneo extendido hacia los confines del desierto arábigo. Las primeras décadas del siglo XX fueron testigo de la intensa relación entre los distintos países y poderes a ambas orillas del Mediterráneo. Una relación de poder, de sumisión, de injerencia y de instrumentalización cuyas heridas, un siglo después, siguen demasiado abiertas. Formas de dominación que siguen produciéndose, en distintos y diversos escenarios –Siria, Libia, Yemen, Líbano, Egipto–, con otros actores interpuestos –Al Assad, Jalifa Haftar, huzíes, Hezbolá– y con nuevos directores de orquesta –Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Irán, Estados Unidos, Rusia– cuya obra, temible, está por ver.
Y Jerusalén sigue ahí, en el origen, en el centro, en cada pliegue de la historia, sin resolver.