Editorial
Las eclosiones de esperanza democrática en el Sur del Mediterráneo, sembradas por las primaveras árabes, han derivado en muchos casos en frustración. Mientras la población civil sufre las consecuencias de unas políticas autoritarias, deportaciones, interminables guerras y dificultades económicas, el Norte de África y Oriente Medio se ha convertido en un tablero de ajedrez para los poderes regionales e internacionales que, con el movimiento de fichas, aspiran a liderar la región. La última jugada es obra de Arabia Saudí tras su decisión de imponer un embargo a Catar, dando así un giro en la política regional del Golfo. Con su movimiento, Arabia Saudí –junto con Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Egipto– reprimen a la oveja negra del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) por su presunto apoyo al terrorismo y a los Hermanos Musulmanes en Túnez y Egipto, y por mantener relaciones económicas, militares y energéticas con Irán, algo que Riad ve con malos ojos ante el temor al fortalecimiento del llamado creciente chií. Omán y Kuwait, por su parte, mantienen una tímida neutralidad, pero sin cuestionar el embargo.
Las razones que han llevado a la ruptura de relaciones tienen su origen en el largo historial de rivalidad entre Catar y Arabia Saudí desde la creación del CCG en 1981. Un Consejo dedicado a la cooperación económica y científica que, a día de hoy, está bastante obsoleto, sin que los países que lo integran hayan logrado alcanzar una política exterior y de defensa común. Por el momento, el recién elegido heredero al trono saudí, Mohamed Bin Salman, hijo del actual rey, y que ostenta ya gran parte del poder, no da muchas muestras de querer fomentar una cooperación horizontal en la Península. Tras su cara afable y apariencia reformadora, Bin Salman aspira a silenciar las voces críticas dirigidas a la monarquía saudí, como demuestra su exigencia de cerrar Al Yazira y Al Arabi Al Yadid como una de las condiciones para levantar el embargo catarí.
Además de favorecer a Al Arabiya como medio hegemónico en el mundo árabe, el objetivo de esta guerra mediática emprendida por Riad es lograr el descrédito de aquellos que son críticos con el régimen. Con un discurso que etiqueta a los disidentes como terroristas, el régimen saudí pretende silenciarlos, anular sus agendas políticas y, así, legitimar sus políticas regionales. Una técnica que resulta familiar, por otro lado, en el caso de Siria, donde Bashar al Assad, buscando respaldo internacional, deslegitima a las fuerzas rebeldes comoterroristas.
Pero ésta es una táctica peligrosa, puesto que tiende a representar islamismo y violencia como dos caras de la misma moneda. Además de echar leña a un clima de islamofobia creciente en Europa, obvia la complejidad de los acontecimientos que suceden en el Mediterráneo. En muchos casos es también una cortina de humo que alimenta la “guerra contra el terror” y que impide ver cómo algunos países occidentales justifican a través de ella un venta masiva de armas a Oriente Medio. Según el último informe del SIPRI, Arabia Saudí es el segundo importador de armamento, solo superado por India y por delante de China y de EAU, mientras que Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña figuran entre los principales exportadores a Oriente Medio, considerada una de las regiones más conflictivas y militarizadas del mundo.
La actual crisis en el Golfo no se basa tanto en un cuestionamiento de los regímenes políticos, sino más bien en un pulso entre dos bandos –encabezados por Arabia Saudí e Irán respectivamente– para lograr el liderazgo y la influencia regionales, y que, tras el levantamiento de las sanciones a Irán, se ha tensado aún más. Entender este complejo tablero geopolítico requiere unos medios de comunicación más transparentes que, lejos de ser instrumentos al servicio de los gobiernos, ofrezcan las herramientas adecuadas a los lectores para comprender los diferentes factores económicos, políticos y sociales que están en juego en el Mediterráneo y que vayan más allá de la retórica étnico-religiosa sectaria.