Una prueba de democratización

Hay que inventar nuevos modelos, más allá del Estado-nación y del consenso de las élites, para que la construcción nacional y el respeto de las minorías progresen conjuntamente.

Elizabeth Picard

La sociología política del Oriente Medio contemporáneo ha enfrentado durante mucho tiempo a las minorías y el Estado. Consideraba que las primeras eran unas categorías premodernas derivadas del régimen imperial; unas categorías memoriales, originadas en la historia antigua, que fomentaban unas prácticas discriminatorias y autoritarias. A la inversa, el Estado –especialmente el Estado-nación promovido por los principios de Woodrow Wilson– se consideraba el marco legítimo del gobierno de ciudadanos iguales y del desarrollo armonioso de las distintas regiones del territorio nacional.

Sin embargo, el concepto de minoría política es eminentemente moderno. Se construyó históricamente durante el gobierno de las potencias coloniales. Los nacionalistas de Oriente Medio se han apropiado de él para legitimar sus estrategias de conquista y de gestión del poder. Los historiadores muestran que, hasta el final del Imperio Otomano, los árabes y los kurdos no consideraban automáticamente a los turcos una mayoría extranjera y no se consideraban a sí mismos unas minorías oprimidas. En general, escribe Will Kimlicka en la introducción de Multiculturalism and Minority Rights in the Arab World (2014), las identidades étnicas, culturales y religiosas no eran esenciales para lograr apoyos y lealtades políticas.

Pero hoy, parece que sí. La creación de nuevos Estados en Oriente Medio o la transformación de antiguos Estados regionales e imperiales en Estados modernos bajo los auspicios de la Sociedad de Naciones dieron lugar a una nueva tensión entre la construcción nacional y la solidaridad de los grupos de identidad infra y transfronterizos. El fracaso de la mayoría de los Estados de la región a la hora de recuperar el retraso en su desarrollo, la deriva especuladora de las clases dirigentes, la incapacidad de los ejércitos nacionales para proteger a la “patria árabe” frente a las amenazas externas y, sobre todo, la trayectoria autoritaria de los regímenes políticos provocaron ciclos de protestas y represión. Las flagrantes desigualdades entre los gobernantes y los gobernados se atribuyen a las diferencias étnicas, religiosas y confesionales que favorecen los privilegios de los unos y la exclusión de los otros del ejercicio del poder y de la redistribución de la riqueza. Además, se sospecha que las minorías son la “quinta columna” de una potencia extranjera con un proyecto agresivo.

¿Cómo puede regenerarse el tejido nacional, restablecerse la convivencia secular de las comunidades locales y reiniciarse el intercambio político entre el poder y las minorías oprimidas? Las amargas experiencias de la Siria baazista, del confesionalismo político en Líbano y de la reconstrucción del sistema político iraquí después de su destrucción en 2003 han puesto de manifiesto los escollos que hay que evitar. Las revoluciones árabes a partir de 2010 permitieron expresar reivindicaciones y aportar soluciones, aunque de momento su resultado es moderado, y a veces relativo. Pero sería sensato tener en cuenta lo que nos han enseñado. Y ahora que la reconciliación parece imposible y que el grupo minoritario se plantea una futura independencia nacional, ¿cómo se puede organizar una separación sin traumas? La persistencia, e incluso el recrudecimiento del problema kurdo en Turquía y Siria, exigen profundas reformas constitucionales e invitan a revisar el modelo, supuestamente universal, del Estado-nación.

Hacia la democracia: respeto de los derechos humanos y proceso ‘bottom-up’

En Oriente Medio se han seguido dos modelos opuestos para abordar la cuestión de las minorías étnicas y religiosas en los nuevos Estados que surgieron tras el Imperio Otomano.

El primero de ellos consistía en homogeneizar el Estado, concretamente como lo hizo Turquía al expulsar o exterminar a los no turcos y a los no musulmanes; o simbólicamente, como los regímenes militares y baazistas de Irak y de Siria, pero también el régimen kemalista. Los nuevos poderes nacionalistas negaron la identidad propia de los kurdos e ignoraron la especificidad de los alauíes y de los ismaelíes en Siria, de los yazidíes o de los feilíes en Irak, y también de los alevíes en Turquía. En las Constituciones de la región, a la ausencia de derechos culturales diferenciados se le suma la restricción de los derechos cívicos y políticos. Este “consenso forzoso” equivale a convertir a las minorías, o bien en parias, o bien en grupos “protegidos” como los dhimmisdel periodo clásico, es decir, sometidos a la tiranía de la mayoría política, que los domina con el clientelismo y las instrumentaliza. La pretensión de Bashar al Assad de defender a los cristianos de su país frente a la amenaza yihadista es un terrible ejemplo de ello. Su estrategia consiste en ponerlos en peligro para luego alistarlos en las milicias del régimen, como la del Partido Nacionalista Sirio y, finalmente, abocarlos al exilio.

El segundo modelo consistía en atribuir la representación política de la sociedad a las élites de las comunidades confesionales y en establecer unas cuotas de reparto del poder. Esta “democracia de consenso”, teorizada posteriormente por Arend Lijphart, causó rápidamente problemas en Líbano, donde fue una de las causas de la guerra civil de 1975-1990. Esta teoría, que volvió a ser impulsada por el Acuerdo de Taif (1989), paralizó las instituciones públicas hasta provocar un vacío presidencial entre 2014 y 2016, y restableció unas jerarquías limitativas dentro de cada grupo confesional. Los dirigentes político-religiosos, al imponerse como únicos representantes de su confesión en el seno del Estado, privan a los individuos de una relación ciudadana y de un acceso igualitario a los bienes públicos. A pesar de sus carencias, este planteamiento se exportó parcialmente durante la reconstrucción de Irak después de 2003 con el apoyo de la ONU. La Constitución iraquí de 2005 adoptó el principio de un “federalismo personal” que incluye a los ciudadanos en categorías étnico-religiosas fijas y que paraliza al Estado por la instauración del ejercicio del veto mutuo entre los dirigentes de los principales grupos étnicos y confesionales.

Los defectos de estos dos modelos opuestos ponen de manifiesto que el poder político, al mismo tiempo legítimo y eficaz, debería emanar de toda la sociedad, en cuyo seno las identidades no deben agruparse en marcos exclusivos. Hoy en día, ni las proclamaciones unitarias de los dirigentes, ni las parodias electorales que se imponen a las poblaciones, ocultan el desafecto de las comunidades locales hacia unos poderes que son tan coercitivos como lo fueron la potencia otomana y la tutela colonial, e incluso más gracias a las tecnologías modernas. Las sociedades de Oriente Medio no son apáticas, como han demostrado la Primavera de Teherán en 2009, los levantamientos árabes de 2011 y las movilizaciones turcas como la de Gezi en 2013. Por tanto, la reforma de los regímenes constitucionales y de las prácticas gubernamentales debería incluir dos exigencias de las que carecen tanto el modelo nacionalista unanimista como el modelo de “consenso” entre segmentos étnicos y religiosos del país.

Por una parte, la exigencia de una laicidad inclusiva, es decir, de la apertura de un espacio público neutro que respete los diferentes credos y prácticas en el seno de la sociedad. Esta apertura consiste en concreto en satisfacer unas demandas simbólicas como llevar signos de identidad y la organización de conmemoraciones colectivas. Además, el respeto del pluralismo no debería limitarse a las categorías étnicas y religiosas, sino que debería extenderse a los demás aspectos de la identidad individual: la identidad profesional manifestada en las movilizaciones sindicales; las identidades regionales que son la base del desarrollo local; las identidades de clase frente a las estrategias de liberalismo económico; y, por supuesto, las identidades de género para permitir que las mujeres accedan a la escena política. Ya no se trataría de minorías (un concepto difícil de entender a nivel jurídico), inspirándose en las reflexiones de Jürgen Habermas, sino de pluralismo. En contrapartida, el Estado fomentaría un “patriotismo constitucional” (no identitario) que le garantizaría una legitimidad nacional y el monopolio de las funciones administrativas (seguridad, justicia y economía).

Y, por otra parte, la exigencia de que la sociedad, incluidos sus segmentos más periféricos, participe en la aplicación de las políticas públicas. Las sociedades locales y, en concreto, las que no tienen la misma identidad religiosa y/o étnica que la mayoría política, tienen que poder manifestar sus reivindicaciones en materia de desarrollo local, tienen que poder elegir libremente a sus representantes en las asambleas regionales y nacionales y tienen que poder exigir responsabilidades en cuanto a la finalidad de las decisiones, el reparto de las inversiones y la ejecución de los proyectos públicos. El funcionamiento de los servicios públicos y la lucha contra la corrupción –una respuesta indispensable frente al desmoronamiento de lo nacional, la invasión del capitalismo ultraliberal y las movilizaciones transfronterizas que socavan la legitimidad de los Estados en formación– deben estar garantizados por unos poderes locales sólidos. La palabra clave aquí es “descentralización”, y no solo una desconcentración de los poderes centrales: asambleas y presupuestos autónomos para encargarse de la educación, la sanidad y las infraestructuras. Las destacadas experiencias de institucionalización local en las regiones de Siria que no están bajo el control del gobierno desde 2011, como las que recoge Gilles Dorronsoro en Anatomie d’une guerre civile, (2016, páginas 143-62) son una valiosa base para la reconstrucción de una sociedad destruida. De hecho, la rehabilitación de las zonas iraquíes liberadas del control del grupo Estado Islámico, la reconstrucción de las ciudades kurdas del sureste de Turquía o la recuperación de las economías átonas de la provincia iraní, solo serán posibles con un cambio constitucional radical de las prioridades y de las jerarquías. Los Estados de Oriente Medio han fracasado por sus errores y por la prevaricación de sus élites dirigentes. Solo podrán recuperarse si se tienen en cuenta oficialmente las reivindicaciones y las iniciativas de la sociedad civil. En el Líbano de esta década, por ejemplo, el Estado, paralizado por los enfrentamientos de la clase política, ha sobrevivido gracias a las dinámicas de la sociedad civil.

Evidentemente, la apertura del espacio público y de un sistema constitucional de exclusión choca con dos derivas propias de la historia de la región. La primera es el acaparamiento por parte de los dirigentes políticos del ámbito religioso para consolidar su legitimidad. Esto, a su vez, hace que la identidad del Estado y las prácticas de los dirigentes tengan un carácter religioso exclusivo. Así, el islam, que es demográficamente mayoritario, tiene tendencia a penetrar en las culturas políticas nacionales –islam din wa dawla– y a excluir de la identidad nacional a los creyentes de las demás religiones o confesiones, y también a los agnósticos, hasta fomentar las guerras de religión que asolan hoy Siria e Irak. El caso del Estado libanés pone de manifiesto la segunda deriva. Mantiene una estricta neutralidad con todas las confesiones reconocidas constitucionalmente, rechaza el concepto mismo de minoría y aspira a una verdadera laicidad mostrándose como un Estado de todas las confesiones. Esta postura lleva a que los grupos confesionales lo fagociten y a que la esfera pública se vacíe. Es entonces cuando el “lugar vacío” del poder, según el análisis de Claude Lefort en La invención democrática (1981), se ve invadido por identidades enfrentadas.

Estas dos derivas no son exclusivas de la región de Oriente Medio, como demuestran los debates actuales en Occidente sobre el multiculturalismo, el pensamiento comunitario y el “acomodamiento razonable”. Pero solo podrán resolverse mediante un equilibrio constitucional riguroso entre la identidad de la nación y el respeto del pluralismo, y con una estricta independencia de la justicia.

La separación: el coste del apaciguamiento

Además de los derechos humanos y cívicos, que son la base de una comunidad nacional tranquila, en Oriente Medio falta especialmente un aspecto para restablecer el vínculo entre el Estado y las minorías: el reconocimiento de sus derechos culturales.

Para llevar a cabo su política de recuperación desarrollista o socialista, pero también para satisfacer sus ambiciones personales, los dirigentes de los nuevos Estados de la región (excepto Líbano) impusieron a su sociedad el modelo unanimista y eliminador del Estado-nación homogéneo y adoptaron ideologías nacionalistas radicales, como el arabismo, el baazismo, el kemalismo y también el culto al Guía de la Revolución en el Irán islámico, para tratar de acabar con el pluralismo de las memorias, de las lenguas y de las prácticas sociales en sus respectivos países. Y, lo que es peor, en esta supuesta igualdad de los ciudadanos, han tratado de forma selectiva a los diferentes segmentos identitarios de las regiones y de las distintas poblaciones. Pero como la mayoría de Estados, estos países están formados por regiones y poblaciones diversas, cuya integración es imposible cuando se impone mediante la violencia. Así pues, han agravado la enemistad entre el centro identitario, político y económico del poder y sus periferias territoriales y humanas.

La cuestión kurda es un buen ejemplo de esta integración fallida por parte de los Estados de la región, así como el efecto bumerán provocado por el rechazo del pluralismo identitario. No es el único, porque numerosas comunidades religiosas y étnicas como los bahaíes, los yazidíes del Sinyar, los turcomanos de Siria o los centenares de grupos lingüísticos que existen en Turquía e Irán, se encuentran amenazados. Pero debido a su importancia demográfica (representan cerca del 10% de la población de Siria, 20% de la de Irak, 25% de la de Turquía y 18% de la de Irán), el tratamiento que se dispensa a los kurdos pone de manifiesto el problema de la democratización de los regímenes políticos, e incluso del futuro de los Estados en Oriente Medio. Desde hace décadas, lo que ha predominado en el tratamiento de la diversidad nacional ha sido el subdesarrollo de las periferias, la privación de los derechos cívicos, la alternativa entre la asimilación y el exilio, y la represión feroz de los levantamientos armados recurrentes.

Los avances en lo que se refiere al reconocimiento cultural –especialmente en el uso de las lenguas en el espacio público y en la enseñanza– han sido tímidos. Y el otorgamiento de derechos asociativos y políticos ha sido menos frecuente todavía. Después de que Türgüt Özal abriese el camino en Turquía entre 1983 y 1993 al referirse a una “solución vasca” de la cuestión kurda en Turquía, la creación de universidades locales, el alto el fuego de 1999 y la entrada de los kurdos en el Parlamento marcaron la voluntad recíproca de entenderse entre Ankara y los líderes kurdos, aunque despareció rápidamente en 2004. Es imposible alcanzar un consenso en Turquía sobre el estatus de la población y de las regiones kurdas porque Recep Tayyip Erdogan basa su autoridad en un concepto obsidional de la colectividad nacional. Desde que accedió a la presidencia en 2014, Erdogan ha alejado a Turquía de un concepto neutro de la laicidad, es decir, de un espacio público abierto a las culturas periféricas a cambio de su lealtad al Estado, y está aumentando la división entre los turcófonos suníes y los otros grupos étnicos del país, por lo que se baraja otra vez la opción separatista.

Existe la misma deriva en la Siria baazista que mantiene desde hace décadas a varios centenares de miles de kurdos al margen de la ley y que respondió con las armas a sus reivindicaciones en 2004. La Constitución siria, enmendada deprisa y corriendo por Bashar al Assad en 2012, sigue insistiendo en su preámbulo y en su Artículo 1 sobre la identidad árabe del país, mientras que el régimen finge ignorar que el Partido de la Unión Democrática (PYD) ha establecido progresivamente una autonomía de facto en las zonas fronterizas del Norte y del Este del país, rebautizadas como Rojava.

El fracaso del Estado lleva a una salida arriesgada, la de la autonomía sin autodeterminación, como traté de mostrar en la Revue Française de Science Politique (n° 49/3 de 1999). Si pretende devolver la dignidad y la responsabilidad a unas poblaciones oprimidas desde hace décadas, una separación conflictiva suscita nuevos problemas para la sociedad, como pone de manifiesto el caso de la Región Autónoma del Kurdistán en Irak desde 2005. Provoca desigualdades económicas (¿cómo repartir la riqueza petrolera de Irak?), un gran número de exclusiones étnicas (¿cómo respetar los derechos de los habitantes turcomanos y árabes de Kirkuk?) y crea asimismo una situación precaria en el plano internacional (¿qué legitimidad tienen los acuerdos internacionales firmados por las autoridades de una provincia federada?). A falta de una negociación sobre las fronteras del territorio, sobre el uso de los bienes comunes (agua, hidrocarburos) y sobre el reparto de las competencias constitucionales, el Estado central iraquí y el gobierno regional del Kurdistán llevan a cabo una estrategia de demostraciones de fuerza y de alianzas ad hoc que no hace más que agravar las fracturas en el seno de la comunidad nacional. Sin embargo, no hay ninguna región autónoma que no haya tenido que negociar todos estos temas con el poder central, desde el País Vasco y Cataluña hasta Quebec.

Las experiencias de la antigua Yugoslavia y de Sudán demuestran que una autonomía que se ha negociado demasiado tarde y que se ha impuesto mediante la violencia solo puede conducir a la secesión. Asistimos entonces a unos dramáticos desplazamientos de población que provocan la desaparición de culturas locales y un gran número de exclusiones por parte de la nueva mayoría que no deja de oprimir a las minorías que hay en su seno. De ahí que el respeto del pluralismo en el espacio público y el reconocimiento constitucional de los derechos específicos de las minorías por el Estado sea una condición previa obligatoria, igual que la creación de instituciones elegidas de descentralización administrativa y legislativa. En teoría, el otorgamiento de un estatuto de autonomía particular solo es superfluo cuando cada persona está en disposición de ejercer la autodeterminación y de acceder sin intermediarios a la esfera pública, como recuerda Yael Tamir en su artículo fundacional, “The Right to National Self- Determination”, publicado en Social Research en 1991. Aunque hoy es arriesgado pensar que se producirá una rápida democratización de los regímenes políticos de Oriente Medio, hay que insistir en la adopción de medidas jurídicas y constitucionales que garanticen progresivamente el Estado de Derecho.

En el contexto globalizado y transnacional que predomina actualmente, el caso de los Estados de Oriente Medio no es excepcional, aunque a menudo sea paroxístico. Como el orden internacional confirma la validez de los Estados como espacios de derecho, la prioridad hoy es reforzar en su seno los derechos colectivos de los grupos de identidad. Ni el modelo del Estado-nación ni el del consenso de las élites garantizan un automatismo a este respecto. Les corresponde a los hombres de hoy en día inventar nuevos modelos para que la construcción nacional y el respeto de las minorías progresen conjuntamente.