Sexo, disfraces y verdades en las pantallas

La representación de la sexualidad en el cine magrebí ha pasado de ser un disfraz alusivo a las injusticias de la política patriarcal a denunciar los males que sufren las mujeres.

Florence Martin

En los distintos cines árabes, la representación de la sexualidad lleva mucho tiempo infringiendo el discurso oficial: un tabú que a su vez remite a otro tabú aún más grave e inefable en el entorno patriarcal rígido del fuera de cámara. La aparición discreta, alusiva, de la sexualidad (hetero, homo, bi, plural, fluida) en la pantalla la convertía en un disfraz, un símbolo de otra transgresión: la de la oposición al orden sociopolítico, e incluso al orden de lo sagrado. Al ocultar varias disidencias graves, la sexualidad constituye inmediatamente algo engañoso y a la vez polivalente. Sin embargo, hace entre cinco y siete años que la representación de las sexualidades en el cine parece más bien denunciar, además del hecho político, los abusos contra las mujeres y la falta de acceso a una sexualidad consentida plena.

Este artículo propone rastrear la evolución de la representación de la sexualidad en las cinematografías de las realizadoras del Magreb –de lo implícito a lo explícito, del disfraz al desenmascaramiento–, a través de las últimas películas de varias directoras marroquíes y tunecinas.

‘Actos performativos del género’ y sexualidad en la pantalla

Dos factores intervienen en la construcción del género en el cine magrebí poscolonial: por un lado, la cultura regional y local que construye el género según normas a la vez “rearabizadas” islámicas y bajo la influencia europea; por otro, los códigos cinematográficos que rigen la representación del género. En ambos casos, el género construido y proyectado sobre la pantalla está enteramente contenido en lo que Judith Butler denomina su “performatividad” (“Performative Acts and Gender Constitution: an Essay in Phenomenology and Feminist Theory”, Theatre Journal, 1988), es decir, el modo en que las mujeres interpretan el papel de mujer culturalmente codificado y que espera su entorno social. En el cine, por tanto, las protagonistas femeninas ejecutan “actos performativos”, a la vez que cumplen con el cine y la cultura musulmana local. Ahora bien, mientras que para Butler estos actos constituyen la totalidad del género, en este caso hay que adoptar el concepto de acto performativo en su dimensión teatral: los actos performativos de género en el cine, lejos de serlo en sí mismo, van “por delante” (vorstellen), representan los actos del género fuera de cámara. Es en este vaivén donde se sitúa toda la política de la representación fílmica del género.

El juego resultante remite a un fuera de cámara cultural cambiante al ritmo de los acontecimientos sociopolítico- culturales que tienen lugar y moldean los gestos performativos que inspiran los del cine. Con las revoluciones árabes recientes (la tunecina en particular) y sus profundos cuestionamientos, incluido el de los roles de género, la pregunta es: ¿qué propone el cine de las mujeres en su representación del género y de las sexualidades? ¿Plantea nuevos actos performativos?

Sin analizar toda la historia del cine árabe poscolonial, detengámonos un instante en la transición de los años setenta a los ochenta, cuando las pioneras se sirven de la cámara para replantear la historia masculina de su nación independiente desde el punto de vista de las mujeres (entre otras, La Nouba des Femmes du Mont Chenoua, de Assia Djebar, Argelia, 1978; Fatma 75, de Selma Baccar, Túnez, 1976; Leila et les loups, de Heiny Srour, Líbano, 1984). En el cine se habla poco de sexualidad: fuera de cámara hay líneas rojas que no se deben transgredir, especialmente el sexo y la independencia de las mujeres. Aunque haya diferencias entre Marruecos, Túnez y Argelia, todos sujetos a regímenes fuertes (por no decir dictatoriales), los desnudos y la sugerencia de la sexualidad extramatrimonial casi no aparecen en la pantalla. En Túnez, la cultura queda por debajo del Código del Estatuto Personal de Burguiba de 1956, el que más derechos otorga a las mujeres en el mundo árabe; el resultado es una forma de autocensura entre las cineastas. En Argelia, que propugna el pleno derecho a la expresión, la lucha nacionalista de las ciudadanas ocupa un lugar de honor, no su sexualidad. En Marruecos, tres líneas rojas: el majzen (el régimen monárquico), el islam y la mujer marroquí (y su sexualidad). Así, en las primeras películas de las magrebíes, los actos performativos de las mujeres en la pantalla son de mujeres fuertes, resistentes al colonialismo junto a los hombres, que reestructuran los contornos de su identidad en la historia de la nación.

Sexo y política Habrá una segunda plétora de largometrajes: en La Trace (Nejia ben Mabruk, Túnez, 1982), una joven, Sabra, escapa de la claustrofobia familiar a través de los estudios, para alcanzar su propia independencia. En este caso, la representación de la performatividad del género se modifica y empieza a mostrar actos de disidencia con respecto a los de las madres o abuelas del Magreb rural de entonces. La performatividad del género más espectacular de la época es la del canto nacionalista que Alia, con una gran sonrisa, contrapone al mutismo obligado de las sirvientas del palacio en Los silencios del palacio (Mufida Tlatli, Túnez, 1993). Alia y Sabra son las primeras bad girlsmagrebíes (Caillé & Martin, “Reel bad Maghrebi women”, 2017): personajes femeninos que ofrecen al espectador un placer visual, no por su poder de seducción (como la bad girl clásica de Hollywood encarnada por Marylin Monroe, cuyo potencial de redención siempre acaba por hacerse patente), sino por la determinación y el coraje con que sobreviven a las injusticias sociales y económicas. Estas primeras bad Arab girls son instruidas y buscan el reconocimiento de su estatus según sus propios términos. Así, los actos performativos de género se distancian ahora de las expectativas patriarcales tradicionales. Pero hay más: Alia, la “chica mala” positiva para las feministas occidentales (se libera de las cadenas del patriarcado), es también el medio elegido para mostrar el acceso a la independencia y el fracaso de la nación a la hora de instaurar la igualdad entre hombres y mujeres, a pesar del Código del Estatuto Personal de Burguiba. Asimismo, en Una puerta hacia el cielo, de Farida Benlyazid (Marruecos, 1988), la búsqueda espiritual de Nadia, personaje libre en sus ideas y en sus amores, la lleva del ateísmo a la fe y a la creación de un refugio para mujeres, antes de conducirla también a rechazar la segregación por sexos, patriarcal local y la comparable de las feministas europeas.

Así pues, las realizadoras utilizan la representación cinematográfica de los actos performativos del género en la esfera privada para denunciar las injusticias de la sociedad. Su salida del silencio –o desobediencia– se conjuga de dos modos: el micropolítico y el macropolítico.

Sexo y desobediencia

La desobediencia cuenta con una larga trayectoria en la historia de las mujeres árabes y en el cine magrebí femenino. Por ejemplo, los actos performativos de las dos heroínas de Mufida Tlatli, Alia (Los silencios del palacio) y Aicha (La estación de los hombres, 2000) ilustran una rebelión abrigada en silencio que acaba por liberarlas de una vida de encierro físico y mental. Encontramos la performatividad de una voluntad individual de género en otros largometrajes de la región: El niño dormido (Yasmine Kassari, Marruecos, 2006) presenta dos actos de desobediencia del poder masculino (irónicamente, fuera de cámara durante la mayoría de la película); por su parte, Rachida (Yamina Bachir-Chuikh, Argelia, 2002) muestra la lenta sanación de su protagonista Rachida, lejos de los sistemas sociales masculinos claramente en quiebra en los años noventa en Argelia. Recordemos, no obstante, que las directoras argelinas abordan más los traumas de las guerras en la Argelia de los años 2000 (liberación y guerra civil de los años noventa) (tal y como lo describe Caillé en “Constructions of sexuality in recent Maghrebi films by women film-makers”. Journal of African Cinemas, 2016), de ahí que nos centremos en las películas de Marruecos y Túnez.

La tunecina Nadia el Fani, por su parte, no se cansa de desobedecer en la pantalla. Fue la primera cineasta en atreverse a introducir a una protagonista bisexual en Bedwin Hacker (Túnez, 2002). La realizadora se sirve de Kalt para reivindicar no solo el derecho a una sexualidad fluida, sino también a la fluidez de las fronteras políticas (en este caso, entre Francia y Túnez), frente al orden eco-geo-político del capitalismo mundial actual. L’amante du Rif, de Narjiss Nejjar (Marruecos, 2011), muestra a dos mujeres que han infringido las leyes (de los hombres) y, en la cárcel, hallan libertad y consuelo en una relación lesbiana, por lo que se resisten con placer a las leyes patriarcales. En ambos casos, por consiguiente, la homosexualidad femenina remite a otra infracción del orden social. En Apátrida (Narjiss Nejjar, Francia y Marruecos, 2017), una joven atrapada en la frontera argelina solo desea cruzarla para reencontrarse con su madre. Atascada en un laberinto administrativo paralizante, recurre a un matrimonio burgués concertado para poder pasar al otro lado, pero de nada le sirve. Ejerciendo su poca libertad de desobediencia, se acuesta con su hijastro. Esta mujer encerrada en su silencio, en su clase y por obra de la ley de los hombres que la oprime y aprisiona, lejos de transmitir un mensaje político, proclama su derecho a una sexualidad deseada y a la libre circulación entre los Estados (aspecto en el que coincide con Bedwin Hacker).

A partir de 2011, algunas cineastas siguen explicando la desobediencia de las mujeres recurriendo a la representación de la sexualidad como disfraz de una reivindicación política clara: la paridad. Selma Baccar, por ejemplo, ilumina en Al Jaida (Túnez, 2017) desde su proyector histórico a los reformatorios (dar joued) para esposas e hijas desobedientes, prohibidos en Túnez en 1956 (pero aún abiertos en Egipto…). El arco del relato fílmico abarca desde el encierro sufrido por las mujeres que dicen no (al sexo o al matrimonio forzados) justo antes de la independencia hasta el alegato de una diputada en 2017, a favor de la igualdad de sexos en la herencia. La desobediencia de las ciudadanas, que antaño desembocaba en los dar joued, ahora desemboca en la Asamblea Nacional (al igual que la directora, que participó en la redacción de la nueva Constitución tunecina).

Sexualidad(es) posrevolución en Túnez

Después de la revolución de 2011 en Túnez, intelectuales, artistas y cineastas se encuentran frente a una cultura en plena mutación, que se debate entre un entorno islamista conservador (donde no es bueno hablar de sexualidad) y un entorno plural reivindicativo de la igualdad de derechos humanos, amante de la libertad. Las realizadoras se adentran entonces en discursos cada vez más explícitos sobre la sexualidad.

La protagonista de A peine j’ouvre les yeux (Leila Buzid, 2014) es Farah, de 18 años en 2010, justo antes de la revolución, que canta en un grupo musical alternativo. La joven se encuentra atrapada entre el régimen de Ben Ali –que quiere hacer callar al grupo–, el miedo y la tradición transmitidos por su madre, contraria a su conquista de libertad (sexual, entre otras), y su ímpetu amoroso y rebelde, por el que pagará un alto precio. La película denuncia la hipocresía de los jóvenes revolucionarios que no dan a las mujeres la igualdad que propugnan, y proyecta con una inocencia radiante el descubrimiento de la sexualidad de Farah en planos muy explícitos.

Por su parte, lo que Kauther ben Hania trata de visibilizar no es el placer de las mujeres, sino la miseria sexual de los hombres y los abusos que conlleva. En el documental El Challat de Túnez (2013), basado en un hecho real, lleva a cabo una investigación para encontrar al motorista que rajaba el trasero de las mujeres con una hoja de afeitar en Túnez en 2003. Su interrogante principal: ¿en qué medida aportó la revolución los cambios esperados en las actitudes culturales relativas al sexo y a las mujeres? Esta película, en ocasiones punzante, revela que las mujeres siguen siendo víctimas del sexismo y de la violencia de hombres sexualmente frustrados, y que la paridad hombre-mujer es aún misión imposible en el país.

El tono de denuncia de la película parece la antesala de la revolución de las mujeres que, tras cocerse durante años en todo el planeta, acaba estallando: contra los acosadores de todo el mundo. Una vez más, el cine se adelanta a la actualidad…

‘Ana aydan’! ‘Me too’! en Túnez y Marruecos

En La Bella y los perros (Francia y Túnez, 2017), Kauther ben Hania aborda la imposibilidad de una joven violada de denunciar la agresión y de buscar justicia en Túnez. Basado en la obra Coupable d’avoir été violée, de Meriem ben Mohamed (2013), el argumento sigue a Mariam recorriendo una burocracia (hospitalaria o policial) kafkiana, inmersa en un patriarcado sin piedad. La alarma que hace sonar la película es amarga y devastadora: la revolución no ha cambiado nada. Sin embargo, el tono de delación del largometraje, anterior al caso Weinstein y sus consecuencias, anuncia y posteriormente confirma el movimiento #Metoo!, #Ana aydan! en Túnez. La realizadora no solo apunta con su cámara el acoso, sino también el aparato social que protege al violador.

En Marruecos, es la novelista y documentalista Sonia Terrab quien se hace eco del movimiento. Exhibe una serie de clips, Marrokiates (Las marroquíes, 2017- 2018), desde la plataforma digital Jawjab, que alberga un programa de vivero de talentos para jóvenes, en particular para mujeres (JawjabT). Además de brindar apoyo profesional, el proyecto es interesante porque, al distribuirse por Internet, esquiva el control del CCM (Centro Cinematográfico Marroquí, bajo los auspicios del Ministerio de Comunicación, que concede ayudas a la producción). En ese sentido, la plataforma digital propone un modelo alternativo (pero no clandestino: el cineasta Nabil Ayuch es el artífice de Jawjab). Sonia Terrab puso en marcha Marrokiates haciendo un llamamiento en Facebook al que, para su gran sorpresa, respondió un gran número de mujeres. El siguiente paso fueron las entrevistas a un amplio abanico de mujeres, todas filmadas en el exterior, en la calle, con lo que reafirman su lugar en la esfera pública. A todas las graban de frente, con un testimonio de una sinceridad brutal nunca visto en el país, ni en la pequeña ni en la gran pantalla; asimismo, todas las entrevistas se publican en Facebook.

En esta iniciativa, la representación de la sexualidad se lleva a cabo mediante el discurso directo de las mujeres, rompiendo con uno de los últimos tabúes con respecto a lo íntimo: los nuevos actos performativos de género han cambiado notablemente desde los gestos alusivos de las pioneras del cine. En la actualidad, Sonia Terrab está trabajando en un largometraje basado en Marrokiates.

La representación de la sexualidad en el cine ha pasado de ser un disfraz alusivo a las injusticias de la política patriarcal, en la esfera pública y privada, a denunciar explícitamente los males padecidos por las mujeres, y hoy a un discurso sobre las sexualidades de las mujeres que se manifiesta en primera persona. Esta voluntad de exponer desentona en una sociedad que se pliega bajo el peso de la hchouma, la vergüenza que lleva al temor de exponer la intimidad en público. Es impresionante el camino recorrido, desde la mentira piadosa hasta la cruda verdad, por las cineastas magrebíes, movidas desde hace 40 años por la valentía de rodar de otro modo.