Rusia regresa con fuerza al Mediterráneo

Movido por intereses militares y económicos, Moscú aprovecha la guerra civil siria para expandir su influencia a las costas mediterráneas de Oriente Próximo.

Marc Marginedas

Desde las postrimerías del verano, un intenso trasiego de buques mercantes han recorrido las 1.636 millas náuticas que separan el puerto de Novorosíisk, en el sur de Rusia, con la dársena de Tartus, en la costa mediterránea de Siria, bajo el control del régimen de Bashar al Assad. Tal y como recapitulaba Reuters en un despacho de agencia difundido en septiembre, después de haber consultado los datos públicos de tráfico marino, entre el 9 y el 24 de ese mes, un total de seis barcos rusos había realizado dicho trayecto, atravesando el mar Negro y los estrechos turcos del Bósforo y los Dardanelos, lo que contrastaba con el periodo inmediatamente anterior, en el que aproximadamente un buque al mes completaba el viaje, de unos siete días de duración en circunstancias meteorológicas favorables.

Una de las embarcaciones destinadas a reforzar este puente marítimo recién establecido entre Rusia y Siria es el Aleksándr Tkachenko, un vetusto transbordador de carga asignado previamente a unir ambos márgenes del estrecho de Kerch, el brazo de mar que separa la recién anexionada península de Crimea de las costas del krai (región) ruso de Krasnodar. El oxidado casco del Aleksándr Tkachenko, pintado de un llamativo color amarillo, fue fotografiado en septiembre justamente cuando cruzaba el Bósforo en dirección a Siria con una ostentosa carga militar, en concreto, camiones de color verde camuflaje amarrados a cubierta.

Ésta, junto con las maniobras adicionales que está realizando el Kremlin en el Mediterráneo oriental de forma discreta, sin someterlas a debate público alguno en los medios de comunicación rusos, constituyen la punta de iceberg de un poderoso movimiento tectónico que, desde luego, no está pasando desapercibido a los ojos de los estrategas militares en Europa y Estados Unidos. Tras anexionarse en 2014 la península de Crimea, incrementando de forma significativa la operatibilidad de sus buques en las cálidas aguas del mar Negro, Rusia pretende aprovechar la oportunidad que le ofrece el conflicto civil sirio para continuar expandiéndose en dirección sur, ampliando ahora su influencia a las costas mediterráneas de Oriente Próximo. No se trata únicamente de expansionismo militar a la vieja usanza, tal y como se estilaba en el siglo XX; también hay importantes intereses económicos en juego, referentes al siempre sensible sector de los hidrocarburos.

Según escribe Sean R. Liedman en The National Interest, publicación estadounidense especializada en temas militares, después de haber invertido significativamente en el mantenimiento y modernización de su marina durante la primera década y media del siglo XXI, Rusia necesita ahora el “acceso” a “bases de apoyo logístico” en las costas mediterráneas para poder realizar “despliegues sostenibles”. Durante la guerra fría, la marina rusa contaba con puertos en Argelia, Libia, Egipto, Yugoslavia, además de los anticuados muelles sirios de Tartus, los únicos que todavía conserva de aquella era de poderío militar. Y aunque, por el momento, no puede “generar (en la zona) los despliegues de la marina soviética” del siglo pasado, “sí que ha restaurado la capacidad de mantener su presencia allá donde sus intereses fundamentales se hallan en juego, como en Siria”, confirma el experto.

El puerto de Tartus se está convirtiendo en el pivote sobre el que se asentará toda la expansión marítima rusa en ciernes en el Mediterráneo. En el argot militar ruso, el emplazamiento hasta hace poco ni siquiera estaba clasificado como base. Era un “punto de apoyo material-técnico” (punkt materialno-teknicheskogo obespechenia) ruso que ahorraba a los buques de este país operando en el Mediterráneo un penoso trasiego a través de los estrechos turcos a la hora de repostar y reavituallarse.

El inconveniente ahora es la falta de adecuación de sus instalaciones, que no están a la altura de las necesidades de la crecientemente asertiva marina rusa: en sus muelles tan solo tienen cabida cuatro buques de tamaño medio, quedando fuera, por ejemplo, el portaaeronaves Almirante Kuznetsov, su buque insignia, de 305 metros de eslora, o los cuatro cruceros de la clase Kirov de que dispone, de 252 metros de eslora. “Tartus no ha sido utilizada mucho, ni tampoco ha sido renovada” en los últimos años, constataba Yuri Barmin, un experto ruso en comercio de armas en Oriente Próximo, en un artículo publicado recientemente en The Moscow Times.

El lugar, que hasta el verano estaba siendo regentado por un puñado de militares y contratistas, experimenta en estos momentos una profunda transformación, tal y como reveló a principios de otoño el rotativo Kommersant. Un proceso cuya visibilidad en los medios de comunicación occidentales ensombrece el fragor de la cercana guerra civil siria. Unos 1.700 especialistas, una cifra inusitada en la última década y media, están “adecentando y reestructurando los muelles”, en palabras de un soldado anónimo a un reportero ruso de esta publicación liberal moscovita, apostado junto a la puerta de acceso.

Las intenciones de Rusia consisten básicamente en convertir el pequeño y soñoliento puerto en una base naval al uso, propiamente dicha, cuya misión será poner en práctica la expansiva doctrina militar rusa, modificada en verano, y que anuncia para un futuro inmediato un incremento de la frecuencia de las patrullas marítimas rusas en el mar Mediterráneo. Es, en resumen, un golpe de timón estratégico dado por el presidente Vladimir Putin en dirección sur, para cuya materialización el Kremlin cuenta, en el futuro, con puertos en el norte de Chipre, Egipto, Italia y Grecia. Incluso España podría acabar entrando en los planes de Moscú. En agosto, el submarino Novorosíisk hizo escala en el puerto de Ceuta, provocando la indignación de los legisladores en Gibraltar, que calificaron la parada de “provocación” al Reino Unido.

Intereses energéticos

Paralelamente a la proyección militar en el Mediterráneo, Moscú defiende también los intereses del potente e influyente sector nacional de los hidrocarburos, copado por directivos procedentes del entorno de Putin. Los fondos del Mediterráneo oriental albergan ricos yacimientos de gas natural cuya extensión y límites aún están por determinar y que se repartirían entre los países ribereños de la denominada cuenca del Levante: Israel, Gaza, Chipre, Líbano y Siria. Según un informe geológico estadounidense realizado en 2010, la zona podría albergar hasta 84 billones de metros cúbicos de esta fuente de energía, además de importantes yacimientos de petróleo, suficientes no solo para abastecer al mercado local, sino también para su exportación al mercado europeo. Y en esta carrera de posiciones, Rusia también está decidida a desempeñar un papel decisivo.

A finales de 2013, poco antes del Año Nuevo, la compañía rusa SoyuzNefteGaz firmó un contrato con el gobierno de Damasco por un monto total de 84 millones de euros para explorar el sector sirio de la cuenca levantina y determinar si las reservas de hidrocarburos que alberga eran suficientes para iniciar su extracción. Descrito por France Presse como “el primer contrato para la exploración de petróleo y gas en aguas sirias”, el pacto formalizó la irrupción de Rusia en la disputa que se va gestando por controlar dichos yacimientos y que, a buen seguro, añadirá en un futuro no lejano, nuevas dosis de tensión en la zona. Fuentes israelíes –otro de los países afectados en esta competición por hacerse con los derechos sobre las riquezas de los fondos marinos en el Mediterráneo oriental– informaron recientemente que el mencionado contrato había sido ampliado por Damasco en recompensa por la campaña de bombardeos aéreos rusos contra la oposición siria iniciados en otoño, aunque no ofrecieron detalles de sus términos.

Por último, la posición estratégica de Siria como potencial país de tránsito de oleoductos y gasoductos que permitan en el futuro bombear directamente petróleo y gas desde el Golfo Pérsico a un mercado europeo ansioso por aliviar su dependencia de Rusia, aviva el interés del Kremlin por la guerra que allí se está desarrollando. Y lo es hasta tal punto que Moscú percibe en la actualidad como vital para su supervivencia a largo plazo el mantenimiento en Damasco de un gobierno aliado que maniobre a su favor en ese tablero de ajedrez de intereses estratégicos y económicos cruzados en que se ha convertido el desgraciado Estado medioriental.

Los hechos se remontan a 2009, cuando aún no había arrancado el conflicto sirio: el presidente Al Assad rechazó entonces firmar un contrato con Qatar para construir una larga tubería, atravesando Arabia Saudí, Jordania, la propia Siria y Turquía, que uniera Europa y el yacimiento de gas natural South Pars-North Field, que comparte con Irán. La agencia France Presse describió entonces la negativa de Al Assad como un movimiento del presidente sirio para “defender los intereses de su aliada Rusia”. En su lugar, firmó un memorando en 2012, con la guerra civil ya iniciada, para comenzar la construcción de otro gasoducto que uniera dicho yacimiento, pero en esta ocasión atravesando Irán e Irak, países de mayoría chií, confesión próxima a la élite política siria.

Por aquel entonces, el régimen de Damasco atravesaba una delicada situación, con la oposición armada ejerciendo una amenazadora e inquietante presión militar sobre sus feudos de la capital y Alepo, la segunda ciudad del país, y necesitaba urgentemente del apoyo de sus aliados –Teherán y Moscú– para no acabar desintegrándose. Según fuentes diplomáticas citadas por el rotativo británico The Guardian, las garantías ofrecidas al siempre desconfiado y escéptico presidente ruso, Putin, por el príncipe Bandar bin Sultan, director entonces de la Agencia de Inteligencia Saudí, en el sentido de que ningún gobierno pos-Al Assad bajo influencia de Riad autorizaría en Siria la construcción de la infraestructura necesaria para que los países del Golfo Pérsico exportasen directamente a Europa petróleo y gas, no fueron suficientes. Moscú optó por seguir apoyando a su aliado tradicional, Al Asad, proveyéndole de forma regular y sin quebranto las armas y recursos necesarios para continuar la sangrienta guerra civil siria, la peor tragedia que ha conocido el mundo desde la Segunda Guerra mundial, hasta la fecha actual.