Coedición con Estudios de Política Exterior
Ideas políticas

La protesta Iraquí: en busca de un sueño

Adel Bakawan
Fundador y director del Centro Francés de Investigación sobre Irak
Manifestación exigiendo justicia por los asesinados en el levantamiento de 2019. Plaza Tahrir, Bagdad, 1 de octubre de 2022.
Murtadha Al-Sudani/Anadolu Agency via Getty Images

El 1º de octubre de 2019, Irak se vio sacudido por un movimiento de protesta sin precedentes por su na­turaleza y magnitud. Las élites gobernantes, presas de un pánico generalizado, adoptaron una estrategia de re­presión igualmente inédita, al menos desde 2003.

El auge del movimiento de protesta y la radicali­zación de la represión nos lleva a preguntarnos por la situación de un Estado caracterizado por dos fenóme­nos principales y determinantes: la generalización de la corrupción y la sistematización de la “milicianización”. Pero también a preguntarnos por los actores que mili­tan con una voluntad de hierro por una salida, suave o brutal, de lo que ahora denominamos “Estado-milicia” y por un futuro mejor.

El sistema político iraquí

Indudablemente, la reconstrucción del Estado iraquí a partir de 2003, tras la ocupación del país por parte de Estados Unidos y sus aliados, se llevó a cabo sobre la base de un comunitarismo muy politizado, con predo­minio chií. Aunque en este sistema interiorizado por las élites políticas no existe un texto legal sobre el reparto comunitario, el 50% de los cargos, incluido el de primer ministro, corresponden a la comunidad chií, el 25% a la suní, principalmente el de presidente de la Asamblea Nacional, el 20% a los kurdos, con el cargo de presiden­te de la República, y el 5% a las minorías.

Es cierto que, desde la creación del Estado iraquí por los británicos en 1921, hasta su caída en 2003, el núcleo de las instituciones estaba dominado por un co­munitarismo no reconocido y la pequeña minoría suní, considerada “arrogante” por el rey Faisal, monopolizaba todas las representaciones políticas. Sin embargo, hay que reconocer que, a partir de 2003, las nuevas élites iraquíes emplearon un discurso sobre los “componen­tes” de la sociedad iraquí, que tendrían que “asociarse” para gestionar el Estado. En la práctica, no solo no se produjo la asociación, sino que, por el contrario, la ley de “Desbaazización” de 2003, propuesta por la Autori­dad Provisional de la Coalición (APC) bajo la dirección de Paul Bremer, excluyó objetivamente a todas las re­presentaciones suníes significativas dentro del Estado.

En rebeldía a la vez contra la ocupación estadouni­dense y la dominación chií, el territorio suní se convier­te gradualmente en un campo de batalla permanente. En 2014, la organización Estado Islámico estableció su califato en Mosul. La Coalición Internacional con­tra el Daesh, liderada por Estados Unidos, erradicó el califato en 2017. Desde la brutal y brutalizadora caída del Daesh, los suníes, animados por la Coalición Inter­nacional, se han movilizado para recuperar el 25% de los cargos que les corresponden. De este modo, partici­paron activamente en las elecciones del 12 de mayo de 2018 y en las del 10 de octubre de 2021, consolidándose como un actor importante en la gestión del Estado.

Desde 1991, en el norte, los kurdos han desarrolla­do una entidad estatal conocida y reconocida bajo el nombre de Gobierno Regional del Kurdistán (GRK). Con una presidencia, un Parlamento, un gobierno, un ejército, un Tribunal de Justicia, unas relaciones inter­nacionales, un sistema económico, un territorio y una población, el GRK se parece más a un Estado dentro del Estado que a una entidad federada. Los kurdos no solo dirigen exclusivamente el territorio del GRK, sino que también ocupan el 20% de los cargos del Estado iraquí.

Este recordatorio es fundamental, porque permite explicar las señas de identidad de un movimiento de protesta que comenzó en 2019.

Las señas de identidad del movimiento de protesta

Una cartografía del número de muertos, heridos o dete­nidos en cada provincia muestra que el movimiento de protesta no es confesional (chiíes contra suníes o vice­versa) ni étnico (árabes contra kurdos o viceversa). Se trata, por primera vez desde 2003, de una base social chií contra las élites gobernantes chiíes que no han sido capaces de ofrecer una vida digna a la población chií del Sur, un territorio que, sin embargo, aporta el 80% del petróleo iraquí.

Es cierto que el movimiento no es nacional, pero tampoco tiene intereses comunitarios. De hecho, el conflicto central del movimiento es la protesta contra un sistema que ha adoptado la corrupción como modo de funcionamiento de un Estado profundamente frágil.

El conflicto es también una lucha contra el proce­so de “milicianización” del Estado, pero sobre todo la lucha de la sociedad iraquí como una posibilidad para salir de la miseria. El concepto de Estado-milicia nos permite realizar una reflexión sobre la cuestión esencial de la construcción de un Estado y de una sociedad en sus relaciones con las milicias. En Irak, las milicias no disputan al Estado el monopolio de la violencia legítima –como podría ser el caso, por ejemplo, en Líbano– por­que desde 2003 Estados Unidos refundó el Estado por medio de ellas. Las milicias están oficialmente integra­das en todas las instituciones del Estado, sobre todo en las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad. El 12 de mayo de 2003, la APC dirigida por Bremer emitió la Or­den número 1 de “desbaazización” y la Orden número 2, denominada “Disolución de entidades”, que suprimió el ejército iraquí y los servicios de seguridad e informa­ción, y también despidió a los empleados del Ministerio de Defensa.

Las milicias de los antiguos partidos de oposición al régimen de Saddam Hussein se convirtieron en el can­didato ideal para llenar este vacío. Este fue el primer paso hacia la reconstrucción de Irak sobre el modelo del Estado-milicia. Este modelo alcanzó su apogeo con la famosa fatua emitida el 13 de junio de 2014 por el ayatolá Ali al Sistani, máxima autoridad religiosa chií en Irak. Sistani llamó a los iraquíes a participar ma­sivamente en la guerra contra la organización Estado Islámico. Está claro que las 80 milicias integradas en la organización Movilización Popular desempeñaron un papel importante en la derrota del califato. Sin embar­go, cabe señalar que, al mismo tiempo, se han conver­tido en un vasto mercado que ofrece empleos, salarios, reconocimiento social y perspectivas de inclusión polí­tica e institucional.

En el movimiento destacan tres actores –jóvenes, intelectuales y activistas políticos– motivados por las mismas causas, pero con trayectorias y expectativas diferentes

La generalización de la corrupción y la sistematiza­ción de las milicias son los dos factores principales que han creado las condiciones objetivas para una profunda ruptura entre una base social privada de todos los dere­chos y una élite dirigente que disfruta de todos los privi­legios. Entre la población de más de 15 años, 11.806.855 personas son analfabetas (datos de la Unesco para 2018). Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), la tasa de desempleo de los jóvenes iraquíes es de más del 40% y la tasa de mujeres que no forman parte de la población activa ronda el 85%. El Estado-milicia iraquí se encuentra en una situación de quiebra casi total en áreas que abarcan las necesidades básicas: agua pota­ble, electricidad, carreteras, etc.

Un movimiento heterogéneo

Desde 2019 han circulado numerosas tesis para expli­car la crisis: teoría de la conspiración, mitificación de la unidad nacional, mayor poder del nacionalismo iraquí, conciencia de una nueva generación, etc. El denomina­dor común de todas estas tesis es, a menudo, la esceni­ficación del movimiento de protesta como una entidad reunida en torno a un objetivo, un programa y una visión de Irak.

Aunque las causas sociales y políticas de la ira son idénticas, las visiones, caminos, trayectorias y expecta­tivas de los actores son indudablemente diversos. Des­tacan tres tipos principales de actores.

En primer lugar, la juventud, la nueva generación, la de las redes sociales. Estos jóvenes furiosos, entre 14 y 23 años, en su mayoría sin estudios, socialmente des­favorecidos, son la expresión de un sueño abortado, de una vida mejor inaccesible, de una falta de integración social y de una desconfianza generalizada. Esta gene­ración “bulldozer” no domina el lenguaje codificado de los profesionales de la política, no tiene una visión clara de sus acciones, las consignas que surgen regularmente son “caída del régimen” (considerado corrupto) y “que­remos un país” (que hasta la fecha se considera inexis­tente). Más allá de las proclamas, vacío total.

En segundo lugar, existe un tipo de actor relativa­mente informado, integrado por abogados, médicos, profesores, investigadores, periodistas, doctorandos, activistas de la sociedad civil y directivos de ONG. El compromiso masivo de estos intelectuales sitúa el movi­miento de protesta en un nivel que probablemente ten­drá mucho peso sobre el poder establecido. Conscientes de la peligrosidad de la situación en la que se encuentra el país, teniendo en cuenta las diferentes relaciones de fuerza en la compleja relación entre Estados Unidos y la República Islámica de Irán en suelo iraquí, estos in­telectuales comprometidos intentan elaborar y adoptar la lógica del funcionamiento de un movimiento social. Así, para gran parte de ellos, las élites gobernantes no se identifican con los “enemigos” de una “nación” que debe ser destruidos. En su retórica, las élites gobernantes son tratadas como un “adversario” con quien podría iniciar­se una “negociación” con vistas a obtener las máximas concesiones y logros posibles. Sin embargo, la precaria debilidad de este tipo de actores es, sin duda, su incapa­cidad para movilizar multitudes.

Finalmente, el último tipo de actor discreta pero fuertemente insertado en el movimiento de protesta es el militante de las fuerzas políticas. Pertenece a la vez al poder y a la oposición, como la base militante de Moq­tada al Sadr, Ammar al Hakim o incluso Nuri al Mali­ki, sin olvidar a los militantes del antiguo partido Baaz. Estos partidos, cada uno a su nivel, tienen ahora lo que ellos denominan “oficinas de gestión de crisis”. El obje­tivo de estas oficinas es desarrollar estrategias de acción para influir en la orientación cotidiana del movimiento de protesta, pero también para hacer frente a los diver­sos escenarios posibles.

Ante estos tres tipos de actores diferentes, el poder se compromete en varias escalas: reforma, promesa, cambio, pero sobre todo, la radicalización de una re­presión sin precedentes desde 2003. ¿Cómo explicar el prisma de la estrategia de represión? ¿En nombre de qué “legitimidad” se ejerce esta violencia particular?

La estrategia de represión ante el movimiento percibido como un ‘complot’

Por legitimidad entendemos el reconocimiento otorga­do a una persona o a una élite que ejerce el poder. En el caso iraquí, solo hay élites que dominan los mecanismos del despliegue de la restricción. Ante la falta de legiti­midad, las élites gobernantes de Irak –que se encuentra entre los países más corruptos del mundo según Trans­parencia Internacional– pasan por la generalización de la violencia radical para hacer que triunfe su voluntad.

El difícil y caótico proceso de reconstrucción del Es­tado iraquí tras su desmoronamiento en 2003 se desa­rrolló en un contexto de extrema violencia, donde todo dependía del equilibrio de poder entre los principales actores de estos enfrentamientos. Desde entonces, la reconstrucción política del Estado ha dependido en gran medida de esta situación, en la que la noción mis­ma de monopolio de la violencia física legítima seguía siendo un objetivo lejano y teórico, casi vacío de senti­do, ya que el campo político estaba organizado princi­palmente según las capacidades militares de los actores presentes. En otras palabras, en semejantes circunstan­cias, la construcción del Estado no puede hacerse sin las milicias y este solo puede proceder delegando un poder que en realidad no posee, pues depende de aquel en quien delega.

Precisamente en el contexto de un Estado-milicia como este nació, trágicamente, el movimiento de pro­testa. A falta de legitimidad, las élites iraquíes “milicia­nizadas” perciben la teoría de la conspiración por todas partes. Desde principios de 2019, Qais al Khazali, jefe de la organización Asaib Ahl al Haq (La Liga de los Justos) hablaba de que se estaba planeando un complot. El pri­mer ministro y su gabinete abordaban periódicamente la cuestión de la irritación de ciertos países ante la nue­va centralidad de Irak y su creciente protagonismo en la región, que lo llevó a ser considerado como “el polo de estabilidad” o “el pilar de Oriente Medio”.

De hecho, ya desde el 1 de octubre de 2019, el Esta­do-milicia iraquí estaba dispuesto a cortar de raíz el mo­vimiento de protesta, percibido como un complot de los enemigos contrarios al aumento de poder de Irak. Por tanto, en el contexto del Estado-milicia, todo el discur­so sobre “la tercera parte que mata a los manifestantes” pierde su significado, porque realmente no hay una “ter­cera parte” que mate fuera de la voluntad del Estado. Esta tercera parte es solo una “ilusión” infundada, fruto de estas mismas élites. De hecho, existe un Estado-mi­licia que moviliza a determinadas instituciones para re­primir un movimiento de protesta imaginado y concep­tualizado como un “complot” guiado a distancia por los enemigos de la nueva experiencia iraquí, excesivamente idealizada por las élites y por algunos actores del siste­ma internacional, sin tener en cuenta las consecuencias a largo plazo de estas declaraciones.

Sin embargo, en la compleja situación iraquí, ¿po­demos evitar la cuestión de la injerencia extranjera, en particular por parte de Estados Unidos e Irán, sin olvi­dar a Turquía y los países del Golfo?

La injerencia extranjera

El 28 de junio de 2004, Estados Unidos transfirió el poder al gobierno iraquí liderado por Iyad Allawi. Paul Bremer abandonó el país. En la práctica, la independen­cia de Irak es solo simbólica, porque el país ahora está gobernado por una cooperación efectiva entre Washin­gton y Teherán. Por eso la salida de los contingentes es­tadounidenses de Irak el 18 de diciembre de 2011 dejó un vacío devastador, que se llenó rápidamente con una presencia cada vez mayor de Irán. A pesar de todo, los términos de este “acuerdo implícito” entre los dos so­cios antagónicos para hacer funcionar el imposible Es­tado iraquí siguen vigentes.

La independencia de Irak es solo simbólica, ya que ahora el país está gobernado por la cooperación efectiva entre Washington y Teherán

Desde 2003, en virtud de este acuerdo, se nombran los presidentes de la República (kurdos), de la Asamblea Nacional (suníes) y del gobierno (chiíes). En la década de 1920, Henry Dobbs, Alto Comisionado Británico en Irak, relacionó directamente el mandato británico y la existencia de Irak como Estado: “Creo que si la fuerza aérea británica se retira de Irak, el gobierno iraquí desa­parecerá por completo al cabo de unos meses, o perma­necerá en un pequeño pedazo de tierra entre Samara y Kut, y el resto del país se separará”.

Un siglo después, es muy probable que el Estado iraquí se encuentre en la misma coyuntura, porque una desestabilización de esta alianza entre las dos potencias sin duda pondría al país frente a peligros existenciales, que podrían llegar hasta su implosión. Sin embargo, la estrategia seguida por los dos actores desde 2003 es la unidad territorial de Irak. Los dos intervinieron masi­ vamente en 2014 para salvar esta “unidad” de la ame­naza del califato instalado en Mosul, pero también en 2017, cuando los kurdos votaron por la independencia de Kurdistán.

Conclusión

En este contexto tan peculiar de un Estado que sufre profundas patologías, llega un movimiento de protesta a gran escala para enfrentarse desde dentro al Esta­do-milicia iraquí con interrogantes existenciales sobre su identidad, su soberanía y su lugar en el sistema regio­nal e internacional pero, sobre todo, para cuestionar su capacidad para poner en marcha servicios eficaces que respondan a las expectativas de una sociedad en proce­so de transformación demográfica y cultural.

En estos equilibrios de poder entre el movimiento y el Estado, ha habido algunos éxitos desde 2019. Bajo la presión del movimiento, el primer ministro dimitió, se reformó la ley electoral, se aceptó la reforma de la Cons­titución y el nuevo gobierno se comprometió a construir viviendas sociales y a crear miles de puestos de trabajo. Si nos situamos a la escala de un movimiento social, los logros obtenidos son ya considerables.

¿Podemos temer una guerra civil? Desde octubre de 2019, la Marjayia no ha dejado de abordar el riesgo de deslizarse hacia una guerra civil que podría ser devasta­dora para el país, si el poder y el movimiento no logran encontrar un acuerdo. De hecho, el país ya está objeti­vamente al borde de una situación que se asemeja a una guerra civil.

Milicias fuertemente armadas; grave tendencia del movimiento de protesta a la lógica de la “lucha final”; un sistema frágil que, en lugar de tener en cuenta las ex­pectativas de los manifestantes, cuenta con el cansan­cio y el ahogo del movimiento; una profunda división social entre los proiraníes (el Marco de Coordinación), los proestadounidenses (el Partido Democrático de Kurdistán, la Unión Patriótica de Kurdistán, los suníes de Mohamed al Halbusi, los chiíes liberales, etc.) y los nacionalistas iraquíes (la tendencia sadrista, a la cabe­za en las elecciones del 10 de octubre de 2021 con 73 escaños). Y pasamos por alto la división identitaria y territorial entre chiíes, suníes y kurdos que existe desde 2003.

Con todas estas debilidades, el país necesita una determinación excepcional para evitar hundirse en una guerra civil cuyas consecuencias, según las advertencias de la Marjayia, serían catastróficas no solo para los ira­quíes, sino también para la comunidad internacional./

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