La absurda e ineficaz carrera armamentística de las monarquías del Golfo
Marc Cher-Leparrain
Las monarquías del Golfo forman un conjunto de seis Estados dispares a los que separan numerosas diferencias, como su superficie, su situación geográfica, sus recursos humanos nacionales y su potencial económico. Es difícil comparar Arabia Saudí con Catar, Kuwait con Omán o Bahréin con Emiratos Árabes Unidos (EAU).
Actualmente, la población total de Arabia Saudí es de 30 millones de habitantes, el 33% de los cuales son extranjeros, y su PIB es de 650.000 millones de dólares. EAU tiene una población total de 8,3 millones de habitantes, de los que el 88% son extranjeros, y un PIB de 362.000 millones de dólares. La de Catar es de 1,9 millones de habitantes, de los que el 80% son extranjeros (380.000 cataríes, es decir el equivalente a Saint-Etienne, una ciudad de provincias francesa), con un PIB de 185.000 millones de dólares.
Kuwait tiene una población total de 2,7 millones de habitantes, de los que aproximadamente el 50% son extranjeros, y un PIB de 175.000 millones de dólares. La población de Omán es de 3,1 millones de habitantes, de los que el 19% son extranjeros, y un PIB de 80.000 millones de dólares. Y, por último, Bahréin tiene una población total de 1,3 millones de habitantes, de los que el 54% son extranjeros, y un PIB de 23.000 millones de dólares.
La naturaleza de estos regímenes monárquicos también es dispar. Arabia Saudí es la única monarquía absoluta verdadera. Kuwait, por el contrario, es una monarquía constitucional dotada de un Parlamento elegido por sufragio universal en el que existen grandes coaliciones políticas, lo que provoca que su primer ministro, que es responsable ante el Parlamento, sea destituido con regularidad. Las otras monarquías del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) están a mitad de camino entre estos dos extremos. Salvo la destacada excepción de Omán, donde el ibadismo (una rama del islam que no es ni suní, ni chií, próxima al jariyismo) es la religión oficial, todas son suníes con poblaciones muy mayoritariamente suníes, salvo la de Bahréin, que tiene un 65% de chiíes.
La amenaza iraní
En 1981, estos seis Estados se agruparon en torno al CCG, por iniciativa de Arabia Saudí y por la presión de EE UU, más por razones de seguridad que económicas. Se trataba de hacer frente a las consecuencias de la revolución iraní de 1979, seguida a partir de septiembre de 1980 de la guerra entre Irán e Irak y, a finales de diciembre de 1979, del inicio de la intervención soviética en Afganistán. Asimismo, se pretendía entonces cerrar filas para protegerse de las desestabilizaciones internas relacionadas con las profundas transformaciones económicas de sus sociedades, que también podían fomentarse desde el exterior. Sin embargo, a pesar de la multiplicación de estas amenazas, no hubo consenso ni sobre una percepción común de las mismas, ni sobre la ayuda militar extranjera que podía ser necesaria.
Hoy, más de 35 años después, cuando Oriente Medio es más inestable que nunca, todavía no existe ese consenso, ni sobre la percepción de las amenazas y su jerarquía, ni sobre la política de defensa que debería seguir. A cada una de estas monarquías le sigue preocupando sobre todo mantener su régimen y su identidad propia. Existe solidaridad frente a los problemas internos que amenazan al poder de las familias reinantes, como se vio en 2011 durante la Primavera Árabe, especialmente en Bahréin, pero esta solidaridad disminuye y diverge frente a la amenaza exterior, y también de cara a Irán. Si hubiese que hacer una clasificación de los Estados del Golfo más hostiles y menos hostiles hacia Irán, estaría encabezada por Arabia Saudí, Bahréin y EAU, con Kuwait y Catar en medio, y, por último, con Omán al final del espectro. De hecho, a Omán no le quedaría otra alternativa que una coexistencia pacífica con Irán, y el Sultanato se esfuerza por mantenerse alejado del antagonismo virulento que existe entre Riad y Teherán. Kuwait, por su parte, teme más las consecuencias de la inestabilidad iraquí, y Catar, cuya riqueza procede de un yacimiento de gas en alta mar compartido con Irán, hace malabarismos entre su deseo de mantener buenas relaciones con la República islámica y las conminaciones de Arabia Saudí y EAU, que son los países más hostiles hacia Irán. A título de recordatorio, la monarquía suní de Bahréin reina sobre una población mayoritariamente chií y se protege bajo el manto saudí.
Por otra parte, observamos que la crisis siria no modifica drásticamente las características de las relaciones actuales entre Irán y las monarquías de la Península Arábiga. La participación de Catar en la rebelión siria se produjo tras el apoyo que manifestó este emirato en Túnez, Egipto y Libia, a los elementos revolucionarios próximos a los Hermanos Musulmanes. Su objetivo primordial en sí no era debilitar la esfera de influencia de Irán, en la que se encuentran Bagdad, Damasco y Beirut, aunque en la práctica contribuyera a ello. Sin embargo, ese objetivo fue, fundamentalmente, lo que llevó a Arabia Saudí, obsesionada por la “hidra” iraní, a participar en un fenómeno revolucionario que, sin embargo, se esforzaba por combatir en todos los demás lugares. En cambio, la intervención de EAU en Siria, aunque compartía el objetivo de Arabia Saudí, se mantuvo en un segundo plano, muy atenuada por la rápida superioridad de los movimientos rebeldes asociados al islam político hacia el que Abu Dabi, a diferencia de Riad, muestra una hostilidad aún más grande que hacia Irán.
La guerra en Yemen también pone de manifiesto las divergencias de percepción de la amenaza iraní. EAU es el que más participa, junto a Arabia Saudí, en la coalición militar creada por Riad en 2015 para luchar contra la rebelión de un movimiento tribal político-religioso zaidí (una rama del chiismo distinta de la de Irán), que estas monarquías consideran intrínsecamente vinculada a Irán, aunque no es quien la provocó. Por su parte, Omán no participa, como tampoco lo hace en Siria o Yemen, en ninguna operación hostil hacia Irán, y menos si es militar. Tradicionalmente se sitúa del lado político de Irán. Asimismo, Kuwait desempeña ocasionalmente el papel de mensajero intermediario entre el CCG e Irán. Catar, por su parte, hace de vez en cuando de moderador en Siria en algunas negociaciones humanitarias sobre el terreno entre los grupos rebeldes y el bando de Damasco.
No hay una política exterior común y no hay una política de defensa común. La consecuencia lógica es que cada uno compra su armamento sin buscar una complementariedad o una coherencia de conjunto, aunque todas estas monarquías comparten de facto un mismo destino común. Asimismo, los acuerdos bilaterales de defensa con los Estados occidentales se firman por separado, sin ninguna coherencia global, ni entre las monarquías, ni entre sus socios occidentales, que más bien compiten entre ellos para conseguir jugosos contratos de armamento. Mientras que EE UU, debido a su poder, tiene un enfoque estratégico y militar a escala regional, junto con un peso político que le permite ejercer presión sobre estos países, no sucede lo mismo con los demás Estados, fundamentalmente europeos, que les venden armamento. Estos buscan sobre todo contratos comerciales para ayudar a sus economías, que atraviesan más o menos dificultades. También tienen que proteger, exportando lo máximo posible, a sus industrias nacionales de armamento, que no podrían sobrevivir económicamente solo con el débil mercado interior formado por sus propios ejércitos. Estos Estados, que buscan contratos casi a cualquier precio y sin medios de presión políticos, se encuentran en una posición de inferioridad política en sus negociaciones frente a los clientes saudíes o emiratíes, en un mercado competitivo muy dominado política y cualitativamente por EE UU. Además, los fabricantes de armamento europeos compiten ferozmente entre ellos.
Y a veces llega a existir hasta un cierto grado de sumisión voluntaria por su parte a las políticas exteriores de las monarquías del Golfo. Se trata así de conseguir contratos con más facilidad y de “hacer más” políticamente con esa finalidad, pero no siempre se consigue. Las monarquías del Golfo se aprovechan de ello y piden concesiones y gestos políticos a su favor, por ejemplo por parte de Francia y de Gran Bretaña, que son miembros del P-5 en el Consejo de Seguridad de la ONU.
Durante las largas negociaciones del P-5+1 sobre la cuestión nuclear iraní, Francia fue la más exigente con respecto a Irán, más que el propio EE UU, y llegó incluso a retrasar la firma del acuerdo para endurecerlo más inextremis. Por otra parte, el objetivo de este planteamiento muy político, más que aportar nuevas garantías superfluas, era satisfacer tanto a Israel como a Arabia Saudí, mostrando que a Francia le preocupaban más sus temores que a EE UU, en un momento en el que la política llevada a cabo por el presidente Obama irritaba tanto a Riad como a Tel Aviv. Además, Francia ha reforzado mucho estos últimos años sus compromisos de seguridad en beneficio de varios emiratos del Golfo mediante acuerdos bilaterales muy restrictivos para el ejército francés si estos sufrieran un ataque. Su objetivo fundamental era favorecer las “retribuciones” gracias a un mayor número de contratos comerciales, especialmente de armamento. Y lo mismo ocurre con la base militar francesa permanente en Abu Dabi, que refuerza sobre el terreno los compromisos franceses, aunque Francia no necesitaba en absoluto dichas infraestructuras permanentes a nivel operativo, ni siquiera para sus operaciones en la región, incluyendo su participación actual en la coalición militar contra el grupo Estado Islámico en Irak y Siria. Otro ejemplo es Libia donde, en 2011, Francia ayudó a Catar a participar militarmente en las operaciones que realizó con Gran Bretaña contra el régimen de Muamar Gadafi. Este emirato, así como EAU, actuaron movidos por sus intereses, lo cual contribuyó a fracturar el panorama político libio y cuyas consecuencias todavía se sufren hoy en día. Los proveedores de armamento europeos, encabezados por Francia y Gran Bretaña, no se atreven, ni en Libia, ni en Yemen, donde los bombardeos de la coalición saudí multiplican las víctimas civiles, a presionar a sus clientes para que actúen de otra manera por temor a poner en peligro sus éxitos comerciales. Ni siquiera EE UU, que ejerce presiones políticas cuando quiere.
Además del lastre natural de la escasez de recursos humanos nacionales, que afecta en concreto a las monarquías de las costas orientales de la Península Arábiga, la política interior de desarrollo llevada a cabo por estos regímenes ha fomentado su gran dependencia de la mano de obra cualificada extranjera. El nivel medio de formación universitaria y técnica es bajo o inadecuado, tanto para el sector público como para el privado. Y lo mismo ocurre en el sector de la defensa, en el que la mayoría de los ejércitos del CCG no saben mantener por sí mismos el numeroso armamento que compran, ni conocen siquiera la manera de llevar a cabo de forma coordinada operaciones complejas entre sus ejércitos, como vemos hoy en Yemen, debido a la insuficiente inversión en la formación de sus técnicos y de sus directivos, y a que no existe una verdadera voluntad de hacerlo.
El Estado que más esfuerzos ha realizado en este ámbito es, sin duda, la federación de los EAU, bajo el impulso desde hace mucho tiempo de Mohamed bin Zayed al Nahyan, el príncipe heredero de Abu Dabi, aun cuando este país tiene una de las poblaciones más bajas del CCG. La consecuencia de ello es que las fuerzas armadas emiratíes se han convertido en las más preparadas de todas las de las monarquías del Golfo, a pesar de no ser, ni mucho menos, las más numerosas. Otra consecuencia es que Abu Dabi es el más avanzado, relativamente, en el desarrollo de una industria armamentística más o menos seria, aunque sigue dependiendo en gran medida de las aportaciones externas.
Los Estados del CCG, ofuscados por sus debilidades intrínsecas en un entorno inestable, sin confianza en la fiabilidad de la política estadounidense y paralizados, según algunos, por la potencia iraní que sale poco a poco del bloqueo internacional impuesto desde la revolución islámica, acumulan armamento sin cesar, pero se muestran incapaces de utilizarlo de forma controlada. Con unos arsenales que no llegan a ser disuasorios, su credibilidad se resiente, sobre todo la de Arabia Saudí, un primus inter pares que trata sin éxito de imponer su hegemonía tanto en los países de la Península como en el mundo suní.
En términos económicos, Arabia Saudí es con mucha diferencia el principal comprador de armamento de la región del Golfo. Esta tendencia es antigua y va a mantenerse, e incluso aumentará, como pone de manifiesto el acuerdo que acaba de firmar en Riad el presidente estadounidense, Donald Trump, para vender nuevo armamento a Arabia Saudí por valor de 110.000 millones de dólares, una cifra que equivale por sí sola al total de las ventas de armamento realizadas por Washington en el periodo 2008-2015. La política de defensa saudí no ha sufrido ninguna alteración, e incluso tiende a crisparse.
Por tanto, EE UU sigue siendo, con mucha diferencia, el principal suministrador de armamento, por delante de Francia y Reino Unido, que son los otros dos grandes vendedores en esta región, sin olvidar a Alemania, cuyos progresos se ven más frenados por las consideraciones de política interior que por el deseo de las monarquías del CCG de comprar sus productos militares.
La caída de los ingresos del petróleo relacionada con la bajada del precio del barril y el difícil giro económico que desea dar Arabia Saudí provocarán a corto plazo que las adquisiciones de armamento no aumenten. Lo paradójico es que este armamento no es de ninguna utilidad para luchar contra los grupos yihadistas terroristas, y ni siquiera para responder a las maniobras iraníes, que se llevan a cabo fundamentalmente de forma asimétrica.