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Gran angular

¿El callejón sin salida de Israel?

Meir Margalit
Doctor en Historia Israelí Contemporánea por la Universidad de Haifa y activista israelí por los derechos humanos.

Describir la sociedad israelí o, mejor dicho, el componente judío de la sociedad israelí, es un desafío que un sociólogo serio preferiría no abordar por diversos motivos. Ante todo, debido a que Israel no constituye un conglomerado humano homogéneo que permite hablar de «la sociedad» como si fuera una masa uniforme. Las diferencias entre sus distintos componentes, todos ellos explosivos –de procedencia oriental u occidental, de corte religioso, ortodoxo o laico, de línea liberal o conservadora, sin entrar en subdivisiones internas, y sin incluir la comunidad árabe, que requiere un ensayo por separado–, evidencia que, en sus 77 años de independencia, Israel no ha logrado consolidar un tejido social homogéneo que justifique hablar de una sociedad orgánica. Segundo, porque, a partir del feroz ataque del 7 de octubre de 2023, Israel está atravesando un cambio sustancial, cuyos contornos todavía no podemos precisar. Una nota periodística publicada el 30 de abril, en ocasión de la conmemoración de la independencia israelí, afirma que hoy más que nunca es imposible definir a la sociedad israelí dado que el gobierno está abocado a destruir sistemáticamente sus bases. De modo que todo lo que pueda escribir al respecto, es endeble y transitorio.

Israel es una sociedad opulenta, hija pródiga del capitalismo moderno, enérgica, efervescente, por no decir hiperactiva, que ha logrado importantes logros en el campo de la tecnología, la agricultura, la energía solar, la medicina, por nombrar tan solo algunos. Para aquellos que se asombren de que entre sus virtudes no haya mencionado el ser «la única democracia en Oriente Medio», quiero dejar claro que Israel está lejos de merecerse semejante calificativo. En el mejor de los casos se merece el título de etnocracia, o sea democracia solo para un grupo étnico privilegiado y no para aquellos que no pertenecen a la comunidad judía.

No obstante, en este artículo no me centraré en los factores positivos, ya que los estantes están repletos de libros que alaban a Israel, sino en los aspectos problemáticos, aquellos que nos han llevado a la tragedia en la que estamos inmersos y podrían darnos alguna pauta de cómo hemos llegado a este punto tan deplorable en la historia de Israel.

Tres factores –miedo, mesianismo, militarismo– atraviesan la estructura social israelí y han llevado al país a una crisis inédita. La única salida posible a este caos es la presión internacional.

Los factores que han introducido a Israel en un callejón sin salida son diversos y complejos. Este artículo abordará algunos de los motivos más agudos y seguramente omitiré algunos otros.

Podemos sintetizar los tres vectores centrales que atraviesan la estructura social israelí en una fórmula que denominaremos «el paradigma de las tres M»: Miedo, Mesianismo, Militarismo.

MIEDO

En estos «precisos momentos», desde el 7 de octubre, el factor central que sopesa en la sociedad israelí es el impacto aplastante del síndrome del «temor». El golpe que nos sacudió aquella mañana del sábado no deja de mortificarnos. La herida abierta sigue derramando sangre y se niega a cicatrizar hasta que los rehenes secuestrados retornen a sus familias. Aquel trauma no solo conmovió nuestra existencia, sino también revivió temores primordiales impregnados en nuestro cuerpo. El miedo es un fenómeno emocional, pero no menos que ello, un fenómeno político, una construcción social. El miedo estalla a partir de un estímulo condicionado y funciona como un circuito emocional destructivo puesto que concentra toda la atención en posibles amenazas, reales o imaginarias, prioriza interpretaciones desesperantes, causa una sobre-estimación de desafíos, crea expectativas de peligro que suelen auto-concretarse.

Aunque a primera vista suene paradójico, a pesar del imponente poderío militar a su disposición, la población de Israel vive en un permanente estado de angustia existencial. Por detrás de la imagen de «super-hombre» con la que gusta regocijarse, se esconde el miedo al palestino que no necesita más que un cuchillo de cocina para atacarnos por la espalda. A pesar del fabuloso arsenal y la alta tecnología de sus servicios de inteligencia, desde el 7 de octubre el ciudadano israelí se siente desprotegido, desamparado. La superpotencia israelí ha dejado en evidencia su impotencia.

Por ello, considero que, para entender a Israel, hay que pensarlo desde el miedo. Para comprender el lugar que el palestino ocupa dentro de la estructura psíquica de Israel, es preciso tener en cuenta que una vez ya incorporado, el miedo, al igual que toda adicción, precisa estímulos. A lo largo del tiempo, el temor a fantasmas conocidos deja de causar efecto y es necesario incrementar la dosis de temores. De modo que la estructura temerosa está constantemente en busca de amenazas adecuadas u objetos de temor disponibles. Para retroalimentarlo, es imprescindible la presencia de algún enemigo de turno, por lo cual si el palestino no existiera deberíamos inventarlo.

Las ciencias sociales conocen la íntima relación entre miedo y agresión y la forma en que la percepción de amenazas –reales o imaginarias, desencadena reacciones agresivas. Miedo genera violencia, dado que la tendencia instintiva que provoca en el afectado es la de atacar la fuente que produce aquel temor, mucho antes que analizar sus motivos o su misma credibilidad. Más aun, situaciones de conflicto persistente requieren una estrategia preventiva basada en atacar continuamente a fin de desgastar al enemigo y mantenerlo constantemente confinado. El psicólogo americano Rollo May sostiene en su libro Power and Innocence que, ante percepciones de peligro, el individuo busca afirmar su poder como una forma de contrarrestar su propia sensación de vulnerabilidad o inseguridad. El miedo es un catalizador que impulsa a las personas a luchar por una sensación de control o dominio, por lo cual, la agresión es síntoma de aquella inseguridad primordial.

El temor no marcha solo, sino acompañado de otro factor destructivo –la visión fatal del mundo y un pronóstico catastrófico que sostiene que lo peor está en camino. Israel ha desarrollado está visión catastrófica a extremos desorbitantes llevándola a inducir que, al devolver los territorios palestinos conquistados, estos se convertirán en un puesto de avanzada del islamismo extremista que pondrá en peligro la vida de cada uno de los ciudadanos de Israel. El temor a que el peor de los escenarios se concrete es agotador y la base de toda política paralizante. La postura alarmista impide flexibilidad política y conduce a un callejón sin salida. La angustia propia de quien prevé solo catástrofes y deposita toda su protección en manos de Dios o del presidente americano de turno, bloquea toda apertura mental hacia caminos de paz.

De modo que la combinación del narrativo catastrófico y al fatalismo inmerso en la estructura mental israelí, no deja margen para la transformación y genera una falta de responsabilidad individual, ya que la incertidumbre y el desconcierto acentúan esa sensación de que nada está en nuestras manos y poco importa qué opinemos.

MESIANISMO

El peso aplastante del miedo junto a la incertidumbre que acarrea nos da también una pauta para comprender el fenómeno mesiánico que ha impregnado a la sociedad israelí. La fórmula es infalible: Dios es un soporte que ayuda a afrontar contingencias, vicisitudes e incertidumbres humanas imposibles de prevenir. Por eso, a más temor, más Dios. El miedo impregnado en la estructura mental israelí es el síntoma que explica el ardor religioso que invade su gente. Lo preocupante de este vuelco hacia la religión es que, entre todas las formas posibles de ser religioso, el israelí ha adoptado la versión más extrema: el mesianismo nacionalista.

La idea mesiánica, tal como figura en las fuentes judaicas, es la expresión del anhelo de un futuro mundo de paz y justicia. Sin embargo, en su versión nacionalista, los sectores derechistas han distorsionado su mensaje de paz reduciéndolo solo a la convicción firme e inamovible de que Dios está de nuestro lado y nos ha encomendado una misión única y solemne: redimir la Tierra de Israel. La traducción política de este «legado sagrado» implica expulsar a los usurpadores árabes para devolverla a manos del pueblo hebreo, lo que evidencia nuevamente que el nacionalismo prostituye todo lo que toca, incluso a la religión. Frente a una convicción de esta naturaleza, no hay argumento racional con cual debatir –el judío mesiánico es impenetrable a consideraciones racionales.

Para el judío mesiánico ningún episodio terrenal puede contradecir esta verdad absoluta por la cual cada acontecimiento cotidiano, por más desgarrador que sea, contiene un mensaje divino, que tal vez no estemos preparados para captar, pero que sin duda es parte de un designio de Dios. Es así cómo toda tragedia, incluso el ataque del 7 octubre, no es sino un llamado de atención divino destinado a indicarnos que nos hemos desviado del camino correcto y una demanda a corregir nuestro camino. Esta es la característica perpetua e indeleble del Homo Mesianicus, producto directo de lo que podemos denominar «el eclipse de la razón», el colapso de doctrinas humanistas y racionalistas. La conquista de Cisjordania en 1967 y el consecuente encuentro con parajes bíblicos despertó una fiebre mística desenfrenada. Rabinos nacionalistas proclamaron que el retorno a los parajes milenarios de nuestros antepasados es no menos que un milagro divino, incitando a sus fieles a redimir aquellas tierras, construyendo asentamientos en tierra palestina, con consentimiento y financiación gubernamental. Tumbas y monolitos adquirieron un estatus sacrosanto, generando alrededor de ellas un culto a piedras y sepulcros, propio del politeísmo y totalmente opuestas a la esencia del monoteísmo.

Manifestantes frente a la sede del Likud, pidiendo a
Netanyahu el fin de la guerra en Gaza y un acuerdo para la
liberación de los rehenes. Tel Aviv, 28 de mayo de 2025./
eyal warshavsky/sopa images/lightrocket via getty
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Si bien estos fanáticos no son numerosos, sus representantes actualmente ocupan puestos clave en el gobierno de Netanyahu, boicoteando sistemáticamente toda transacción con la Autoridad Palestina. De alguna manera, son la imagen invertida del islamismo más recalcitrante. Para ellos, la guerra en Gaza, y en particular sus secuelas en Cisjordania, representan una oportunidad única de generar un caos de tal magnitud que produzca el colapso de la Autoridad Palestina y la subsiguiente anexión de sus tierras. Sus lunáticos rabinos han desarrollado desde el 7 de octubre una exégesis teológica que afirma que todo indica que el Mesías está en los umbrales de Israel. Las catástrofes, afirma el influyente rabino Shlomo Aviner, son la antesala de la redención. La ministra Orit Strook fue capaz de afirmar que toda esta guerra «¡es un milagro!”.

MILITARISMO

A la par del temor, o quizás debido a él, una de las características más destacadas de la sociedad israelí es su carácter militarista. El militarismo no se reduce solo a cuestiones bélicas – el ejército cumple un papel preponderante en todos los ámbitos del quehacer nacional. No es casualidad que la estructura política, al igual que la cúspide de todos los ministerios nacionales y empresas claves de la economía nacional, esté copada de generales retirados quienes conforman una densa red social que se extiende por todos los puntos neurálgicos del país.

Este militarismo es razón, causa y fuente de todo nuestro delirio. Al igual que toda institución burocrática, el ejército tiene también sus intereses propios y aunque resulta duro reconocerlo, todo ejército está interesado en perpetuar conflictos por ser lo único que justifica su existencia. La sociedad israelí es incapaz de frenar este proceso porque también ella se ha militarizado hasta la médula. Este proceso ha asumido serias consecuencias en los últimos 20 años durante los cuales el ejército ha sido copado por colonos derechistas que operan de acuerdo con una agenda política anexionista, hasta tal punto que ya no está claro quién imparte ordenes, comandantes o rabinos derechistas. Esta politización del servicio militar ha transformado aquello que en el imaginario nacional era considerado «el ejército del pueblo» en lo que ha pasado a ser «el ejército de los colonos.»

El ejército se convirtió, sin duda, en el agente socializador más potente del país y en un eficaz reproductor del orden social. Hace más de un siglo que vivimos de guerra en guerra, nacimos y crecimos entre guerras y «en cierto sentido hemos sido programados para ella». El síndrome militarista contamina todo lo que toca, se apropia de todo aquello que está al alcance de sus manos, transformando a jóvenes en accesorios del engranaje armamentista en el cual se les ha asignado el rol de carne de cañón. La sistemática indoctrinación, o mejor dicho «lavado de cabeza» que estos jóvenes han atravesado desde su infancia es el trasfondo de un nuevo y lúgubre hábito, muy frecuente entre jóvenes soldados desde el 7 de octubre, por el cual antes de ingresar en la Franja de Gaza depositan en manos de la secretaría de la unidad cartas póstumas para ser entregadas a sus padres en caso de morir en combate. Estas cartas reflejan un estado emocional patológico, puesto que un joven, en el florecer de su vida, no debería estar dispuesto a dar la vida por la patria. ¿Qué mecanismo macabro lo puede llevar a la autoinmolación con semejante sumisión? Esto habla, sin duda, de un sistema que ha sabido adiestrarlos de tal manera que ellos mismos pierden el dominio sobre sus propias vidas.

Esta primacía de la lógica armamentista ha penetrado en las venas de la sociedad israelí, produciendo consecuencias nocivas sobre el tejido social. Tras tantos años de socialización masiva, el militarismo se ha impregnado en su piel, ha pasado a ser parte integral y orgánica de su estructura mental, hasta tal punto que ya no se reconoce fuera del contexto militarista. La lógica militarista es parte de su identidad nacional y es percibida como un estado natural, un reflejo condicionado, y es incapaz de afrontar un conflicto independientemente del uso de la fuerza. Tras 77 años de conflicto bélico, durante los cuales han estallado 13 guerras e intifadas, la estructura mental israelí ha quedado trabada en su fase bélica e incapacitada de percibir alguna otra alternativa que no sea la militar. De modo que la concepción militarista que se niega a restituir territorios por motivos de seguridad, coincide con la postura religiosa que se niega a toda restitución por motivos bíblicos.

El 30 de mayo se hizo pública una carta abierta al gobierno de Israel, firmada por 160 intelectuales israelíes, en la que se afirma que «Netanyahu no es Israel» y que «su gobierno no nos representa». Evidentemente, la carta alude a la guerra en Gaza, la cual se describe —con razón— como una guerra injusta, cuyo precio en vidas inocentes es inaceptable e injustificable. No cabe duda de que la intención de la carta es noble, y que el peso moral de sus firmantes es significativo. Lamentablemente, es poco probable que tenga algún efecto real. Aun así, su valor ético es innegable.

Ultraortodoxos en una protesta durante el Día de la
Independencia de Israel. Jerusalén, 1 de mayo de 2025./
ilia yefimovich/picture alliance vía getty images

Sin embargo, el único problema que encuentro en el texto es una premisa errónea: Netanyahu sí es Israel. Su gobierno sí representa al país —al menos al Israel de este momento histórico. Esta es la verdadera cara de Israel en 2025.

La guerra continúa porque una mayoría de la sociedad israelí la respalda, o al menos consiente su desarrollo con una pasividad alarmante. Es cierto que la oposición a Netanyahu reclama el fin de la guerra, pero no tiene el coraje —ni la voluntad política— de exigir también el fin de la ocupación en Cisjordania. Y que quede claro: si la ocupación continua, el próximo estallido bélico es inevitable. Israel ya no es, si alguna vez lo fue, un país guiado por principios humanistas que valoran la vida civil. Ni la de los palestinos, ni siquiera la de sus propios ciudadanos, como lo demuestra la persistente negativa a alcanzar un acuerdo que permita liberar a los rehenes, que, al momento de escribir estas líneas, llevan 610 días en cautiverio.

Hoy, es todo lo contrario: un país que mata indiscriminadamente, sin pudor, y que no tiene reparos en dejar morir de hambre a seres humanos inocentes.

Con todo el dolor y la vergüenza que siento en lo más profundo de mi ser, debo reconocer que Israel ha dejado de ser una sociedad guiada por valores éticos universales. Hoy se ha extraviado en un camino de brutalidad y desprecio por la vida humana, y mientras no se mire en ese espejo con honestidad, será imposible cambiar el rumbo.

CONCLUSIÓN

Describir a la sociedad israelí requiere más conocimientos de psicología que de sociología. Es una sociedad patológicamente atravesada por temores fantasmáticos, alucinaciones mesiánicas y fanfarronerías belicistas. Estos factores han estado latentes desde tiempo atrás, pero en estos días de guerra se han desbordado y han llevado al país a una crisis inédita. La única salida posible a este caos es la presión internacional. Israel no podrá salir del pantano por sus propios medios. Hoy, más que nunca, ante el callejón sin salida en el que estamos estancados, precisamos que la comunidad internacional presione para salvar a Israel de la locura que la ha invadido./

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