Miradas múltiples de Jean Amrouche

Tassadit Yacine

Directora de estudios de l’École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHSS) 

Soy un híbrido cultural. Los híbridos culturales son monstruos. Unos monstruos muy interesantes, pero monstruos sin futuro. Me considero, por lo tanto, condenado por la historia […] Tengan en cuenta que puede que en el futuro los argelinos sean colectivamente esos híbridos culturales que yo represento. No lo sé. No puedo hablar del futuro. Dado que uno de los principales objetivos de la revolución argelina es recuperar el ser argelino ocultado por la colonización, la fuerza del pasado será considerable.


Jean Amrouche

Jean Amrouche (1906-1962) es un poeta, escritor y periodista argelino, uno de los primeros intelectuales que escribió sobre la Argelia colonizada por Francia y la posición del intelectual en el drama argelino francés. Se veía a sí mismo como un puente que comunicaba dos mundos, un mediador, un híbrido que vivía un fuerte desgarro interior. Vivió y conoció las dos sociedades entre las que se encontró situado, la argelina y la francesa, que intentó conciliar y explicar mediante la escritura y la movilización. Cuando estalló la guerra de Argelia, se convirtió en el portavoz de una Argelia plural que intentaba superar los antagonismos, pero al final acabó muriendo desgarrado y solitario.

Siempre es interesante abordar las condiciones que propiciaron la aparición de los intelectuales en África del Norte y los motivos que provocaron un auténtico retroceso del espíritu crítico tras la conquista de la independencia. Como si solo fuera legítima la protesta política contra el colonizador. En el período colonial, un gran número de escritores se alzaron como un solo hombre contra Francia. Me gustaría mencionar muy brevemente el itinerario de Jean Amrouche y su posición política y cultural en los años cincuenta.

Jean Amrouche es uno de los primeros intelectuales que escribieron textos (es decir, que reflexionaron) sobre la Argelia colonizada por Francia y, más en concreto, sobre la posición del intelectual en el drama argelino francés. En otras palabras, Jean Amrouche hablará y mostrará quién es, porque los dos países que lo representarán en el terreno de la cultura y, por lo tanto, de la identidad, vivirán enfrentados, sobre todo a partir 1954, tras comenzar la guerra de Argelia.

El itinerario de Jean Amrouche (argelino de nacimiento pero de cultura francesa) presenta, por lo tanto, un especial interés dado que forma parte de la minoría argelina «asimilada», defensora de la cultura francesa y sus valores, que tomará partido en favor de los argelinos. Lucha contra la Francia colonizadora y dominante contraponiéndola a la otra Francia, la de los llamados valores universales, es decir, la de la civilización y el derecho de los seres humanos a la emancipación. La posición entre ambos países (el país de origen y el país de la cultura), aunque incómoda, constituye en realidad un privilegio si se quiere entender la mirada múltiple del intelectual sobre sí mismo y sobre el otro o los otros.

La imbricación de esas dos culturas en un momento de su historia (que las convirtió en un solo país) dio lugar a una relación inesperada, unos vínculos inquebrantables de los que, aún hoy, resulta difícil deshacerse. La mirada que Amrouche arroja sobre Francia –por no hablar de sus diferentes facetas– es digna de ser conocida e incluso estudiada.

¿Quién es Jean Amrouche? ¿Cómo definirlo cincuenta años después de la independencia de Argelia? ¿Qué significa en este caso ser un precursor, cuando sabemos que dicho término se usó para calificar a otros intelectuales cuya función solo encajaba parcialmente en esta definición? El precursor aquí quiere decir que fue el primero en allanar el camino para una cultura «mestiza», «africana», de expresión francesa en un momento en el que el ámbito de la cultura estaba cerrado para los africanos. ¿El praecursor no coincide con el moqqadem (el que se hace valer, el que se presenta)? Como afirmaba Jean Amrouche, con motivo de la fundación de la revista L’Arche: «Soy el puente, el arco que comunica dos mundos; un puente por el que caminamos, pero en el que nos atascamos y nos agolpamos. Lo seré hasta el último día. Es mi destino.» 

Esta identificación parece totalmente justificada, aun cuando la explicación que da el autor es reduccionista, ya que solo da cuenta de una parte de la verdad, reflejando así una situación específica vinculada a la coyuntura histórica y ese sentimiento intenso de figurar entre los poetas solitarios, apátridas y huérfanos. Extraña revelación que recuerda el viaje iniciático de los antiguos. Un paso necesario, sin duda, porque el camino emprendido por Jean Amrouche será el que deberán emprender todos los que lo sucedan en la transmisión del patrimonio de la cultura.

Es contrabandista, alquimista, un mediador que aún no es claramente consciente del precio del sufrimiento interior que tendrá que vivir. Por eso recurre directamente al símbolo del arco, que va mucho más allá del significado estricto que le atribuye Jean Amrouche; es decir, un puente que permite la transferencia, el paso, la mutación de un lenguaje cambiante, «efímero», en otro, escrito y destinado a una comunidad más amplia.

El personaje mítico de Yugurta al que se refiere Amrouche no es una figura solo literaria, sino también histórica: Jean Amrouche le devuelve toda su sustancia y su energía vital y creativa en un momento en el que las fuerzas destructivas se ensañan con África del Norte. Amrouche sentía entonces la necesidad de reinventar al antepasado con toda su angustia y dolor. Porque convertirse en un antepasado durante la infancia es quedarse sin infancia; equivaldría a convertirse en huérfano obligado a ser padre de sus padres y sus propios padres al mismo tiempo. Se entiende entonces que el retrato moral de Yugurta y el de Jean Amrouche son solo uno, y por eso simbólicamente es el más apropiado para convertirse en el padre y el padre del arca, como Noé.

Porque para aspirar a ejercer de puente entre dos mundos antagónicos, el autor ha tenido que vivir en ambas sociedades y conocerlas. ¿Cómo desempeñar el papel de conciliador en su «diálogo entre argelinos y franceses» desconociendo la situación de unos u otros? «No diré que tengo la autorización o el encargo de hablar en su nombre. No soy más que un argelino entre muchos otros. Un destino especial me ha colocado entre torbellinos en cuya confluencia bullen corrientes de sentimiento y pensamiento. Dicho destino me impone la obligación de explicar cómo son los argelinos a los franceses, que no siempre pueden meterse en su piel, y de explicar también a los argelinos cómo son los franceses. No sé si cumplo bien este cometido incómodo. Todo lo que puedo decir es que lo hago lo mejor que puedo.»

Jean Amrouche nació en 1906 en Ighil-Ali, un pueblo cabileño en el valle del Soummam. Era hijo de Belkacem Ou Amrouche y Fatima Ouadi, conocida bajo el nombre de Fadhma Aït Mansour, hija de Aïni. Su familia descendía de un alto linaje. Ahcene (el bisabuelo de Jean) fue quien contribuyó a dar visibilidad a ese capital durante la conquista colonial. Hijo de una viuda, Ahcene tuvo que luchar duramente tras alistarse en el ejército francés, al que siguió hasta Sebastopol. Aprendió francés, lo que le permitió convertirse en intérprete y luego espahí en Bordj-Bou-Arréridj. Pero su único hijo, Ahmed, dilapidó los bienes adquiridos por su padre. El aprendizaje del francés se introdujo en la familia gracias a Ahcene, que conocía Europa y se dio cuenta de que había dado un giro definitivo. Ahcene compensó su falta de cultura por medio de Belkacem (su nieto): quería ahorrarle el analfabetismo y la incultura que él mismo sufrió. Belkacem (el padre de Jean Mouhoud) parece un personaje apagado, aunque tuvo un papel nada desdeñable en el destino de su descendencia. Belkacem era creyente, al contrario que su esposa, que tenía poca fe en la religión católica: se situaba a la vez dentro y fuera. Nacida fuera del matrimonio, Fadhma se «venga» simbólicamente al convertirse al catolicismo el día de su boda. Por el lado paterno, por desgracia, sucede lo contrario. La decadencia material en la que Ahmed había sumido a la familia, tras dilapidar todos los bienes de su padre, llevó a Belkacem a exiliarse en Túnez. Tras varios intentos, entró a trabajar en los ferrocarriles. Gracias a ese nuevo empleo, que le permitía viajar gratis, podía mantener a su familia (muy numerosa) y también conservar un vínculo con el pueblo de Ighil-Ali. Sin entrar en detalles sobre las condiciones de ese exilio, digamos que la integración en la sociedad de esa época era difícil: «Tenía once años. Como niño cristiano y cabileño, me sentía desplazado entre las poderosas masas de mis compañeros de clase: renegado para los musulmanes, carne venduta (carne vendida) para los italianos, moro a los ojos de los franceses…».

Jean tiene apenas seis años cuando, en 1910, su familia abandona el pueblo con dirección a Túnez, donde cursa estudios primarios y secundarios. Luego entra en la Escuela Normal de Túnez (1921-1924) y a continuación en la Escuela Normal Superior de Saint-Cloud (1925-1928). Dos años más tarde, en 1930, Jean Amrouche obtiene una plaza de profesor de literatura en Susa. En 1935 lo destinan a Bône. Durante este período de 1930 a 1942 comienza la carrera literaria de Jean Amrouche; es poeta y crítico.

En pleno centenario de la colonización, en 1934, publica Cendres, Étoile Secrète y Chants berbères de Kabylie en 1939. En 1942 conoce a Gide. En 1946 publica l’«Eternel Jugurtha» en la revista L’Arche, fundada por él mismo en 1943. Son los inicios de Jean Amrouche en el mundo de las letras. Entre 1945 y 1961 intentará seguir publicando su revista (en París, aunque hasta 1956 viaja a menudo a Argel), al tiempo que se abre ante él una importante carrera periodística. Inventa un nuevo modo de dar a conocer la literatura por medio de la radio. Dedica largas entrevistas a conocidos escritores (Gide, Mauriac, Claudel, Ungaretti, Giono). A partir de los acontecimientos de 1945, comienza a escribir en grandes medios de comunicación: Le Monde, L’Observateur, Le Figaro, etc.

La colonización y la guerra de liberación contribuirán a que Jean Amrouche se consagre totalmente a su función de mediador, a riesgo de sacrificar su obra personal en nombre de una alta misión: la de defender a su pueblo oprimido (los sordomudos) y hablar en su nombre. El poeta de l’Étoile secrète y de Cendres llegará a ser un mediador entre el FLN y el general de Gaulle. Se convierte así en el aliado objetivo de los colonizados, con quienes se siente profundamente solidario. ¿Cómo entender la acción y el discurso políticos que Jean Amrouche se ve obligado a adoptar entre 1956 y 1962 si no se precisa que es una toma de conciencia gradual, que se produce a partir de 1945 a raíz de la matanzas de Setif, Guelma y Kherrata?

Jean Amrouche describe el universo propio del colonizado mostrando la dominación a varios niveles; un universo cuyos métodos se inspiran en el poder colonial, sin duda, pero que también le recuerda las formas de dominación de su universo social: en función de esa cultura recibida define siempre Jean Amrouche la identidad del colonizado, que es alternativamente huérfana, bastarda, esclava, etc.

«El colonizado vive en el infierno, aislado, atado, sin comunicarse con los demás, desarraigado de su historia y los mitos de su pueblo, maldito. Cobra conciencia de su estado en la humillación, el desprecio y la vergüenza. No solo se ve rechazado por una fuerza centrífuga, como un extraño, por un determinado entorno social, por una clase social que se defiende contra el intruso. Se siente marcado por un estigma indeleble, está condenado. Sus dotes personales no están en tela de juicio. Es mas grave. Son descalificados y reducidos a los de un mono. Si los exhibe con cierta brillantez, solo puede hacerlo desde dos perspectivas: la folclórica, que muestra en él un último vástago de una tradición muerta; o la colonial, que alaba en él al imitador, el alumno de sus amos. Nunca se interpreta su éxito como la prueba de un autentico logro. Siempre es obra de otro, como si fuera incapaz de realizar algo por sí solo, de poner en valor un fondo que le pertenece en propiedad o que ha heredado por filiación natural y legítima. Su éxito, basado en un malentendido atroz, siempre se vuelve en contra de los suyos, de quienes paradójicamente está separado y hacia quienes lo empujan tras ser rechazado. Porque lo que se le niega al colonizado es lo que en cualquier persona es una posibilidad, una promesa de realización. Es algo que no depende del ser humano en sí, sino que forma parte del material del que este está hecho, y esa carencia, esas privaciones ontológicas, constituyen el pecado original sin remisión que define precisamente al colonizado como tal.

Dicho pecado, que el régimen colonial le urge a confesar, lo encierra en un infierno bidimensional: el de la rareza radical, la diferencia irreductible y absolutamente degradante que le prohíbe acceder plenamente a la sociedad colonizadora dominante, que siempre lo considerará sospechoso».

Así pues, el colonizado es ese niño ilegítimo que existe por la fuerza de los hechos y que está ahí solo como ilustración del desorden, de la debilidad frente al poder del orden, que lo necesita para reconocerse en su fuerza. De ahí ese esfuerzo de negación, rechazo y humillación que tan necesario resulta para el amo y su entorno.

«Al colonizado se le rechaza hasta en su ascendencia, que solo se hace remontar –en el terreno del mito y la historia– hasta el momento en el que se produce la mutación de un pueblo libre en un pueblo subyugado, hasta ese punto originario del pecado, que es también el comienzo de la victoria del colonizador. Esa victoria es el valor absoluto que sirve de fundamento para la dominación por parte de este último y para la humillación de los vencidos; es la prueba histórica y la sanción moral de una superioridad de hecho y de derecho que no se puede impugnar mientras subsista el régimen colonial que la tiene como fundamento. El colonizado es –debe sentirse– derrotado en lo que se refiere a sus antepasados, y las consecuencias de esa derrota se prolongan indefinidamente en las dos dimensiones del tiempo. En consecuencia, lo castigan en su descendencia y en su ascendencia. Se priva a la raza entera de su humanidad. Por lo menos mientras el colonizado conserve un recuerdo de su origen y lleve los estigmas visibles del grupo al que pertenece: ciertos rasgos de la fisonomía, el color, el nombre. Porque la derrota no se concibe como un mero accidente, como un hecho contingente, sino que es una experiencia definitiva, absoluta y eterna».

Por lo tanto, solo hay familias de acogida y casas de huéspedes para quien aspire a adquirir un capital económico, social o simbólico. Ahí radica todo el concepto de derecho, nombre, filiación y herencia que plantea Jean Amrouche. Todos los objetos que se ofrecen a esta categoría social y todas las atenciones que se le dispensan no son más que préstamos. El huérfano real o simbólico (como el bastardo) que abandona la posición que le corresponde se asimila al ladrón que no ha sido sancionado. Vive, no obstante, en la inquietud de ver cómo le arrebatan su botín –su saber–, sobre todo porque ese botín no es real, sino cultural y simbólico. Robado, ciertamente, pero constitutivo de su patrimonio y poder; en definitiva, de su identidad.

«Cuando el colonizador francés llegaba a Camboya, al África negra o a la Cabilia, y comenzaba a impartir sus enseñanzas con una generosidad ilusoria, diciendo “Nuestros antepasados, los galos…”, inmediatamente provocaba una quiebra en el espíritu de sus alumnos. Creía que les enseñaba la civilización, pero relegaba a les tinieblas –no exteriores, sino a las interiores– toda la tradición de sus antepasados ​​y padres. Y el niño no solo estaba llamado a crecer en el lenguaje y la civilización del colonizador, sino que se veía obligado a renegar explícitamente de la aportación de los suyos, tenía que despreciarla y avergonzarse de ella. En otras palabras, se producía el fenómeno de la impugnación de la identidad. […] Porque ese colonizado ha recibido el beneficio de la lengua de una civilización de la que no es el heredero legítimo. Y, por lo tanto, es una especie de bastardo. El bastardo es necesario, puesto que el heredero legítimo, el heredero de pleno derecho, sigue en la inconsciencia y no se da cuenta del valor de las herencias. El bastardo, excluido de la herencia, está obligado a reconquistarla a pulso; al restablecer por la fuerza su condición de heredero, ha sido capaz de conocer y apreciar en toda su plenitud el valor de la herencia».

El colonizado, según Jean Amrouche, acaba viéndose a sí mismo de acuerdo con las categorías de visión y división de su dominador, que no son otras que las que funcionan en su universo propio y de las que quiere escapar: huérfano, bastardo, «mono», aparcero (khammès). No hay otra salida que buscar (y encontrar) una alianza entre las dos culturas que lo representan: su cultura de origen, elemento fundamental constitutivo de su identidad, y la otra cultura, que encarna su estatus. Tal vez sea ahí donde reside la alquimia operada por Jean Amrouche en el ámbito de la creación poética.

Sin lugar a dudas, nos encontramos en los inicios de la efervescencia del poeta, que aspira a proyectar el África salvaje en la hoguera poética universal. Por lo tanto, había que definir posiciones y puntos de referencia para penetrar en ese universo cerrado. A los ojos de Jean Amrouche, los poetas africanos acostumbran a resultar mediocres porque no logran reconciliar las dos músicas interiores: la del África ritual, sus melodías, su magia nutricia, y la de su cultura de adopción. Escribir en lengua francesa no significa traducir, sino asumir esa lengua e interiorizarla antes de componer con ella y en ella. El poeta intenta sugerir un verdadero maridaje de armonía, mesura y equilibrio. Incapaz de sentir la melodía interior francesa, el africano debe reconstruir la canción nativa. Esta transformación del colonizado no debe ser una imitación, sino una mutación «ontológica». Ello nos da a entender que debe salir de sí mismo para apropiarse del Otro sin renunciar, no obstante, a su ser profundo.

El colonizado constituirá ese «mutante», ese híbrido encarnado por el propio Jean Amrouche, ese otro cuyas raíces están firmemente arraigadas en África pero cuyas ramas se desarrollan en Europa. A través de esta relectura de la poesía podemos entender la dificultad de ser hombre, de desempeñar plenamente el papel del sabio en la sociedad antigua. El sabio (en el sentido griego), pero también el poeta involucrado en el destino de su grupo. Poeta, por supuesto, Jean Amrouche se movilizó además en el campo de la política y la cultura. Intentó discutir, en varias ocasiones, la situación argelina con sus amigos intelectuales. La resituación de Jean Amrouche en su contexto original hace inteligible la crisis del espíritu y el intelecto. Es imposible concebir la simbiosis buscada en esa época y espacio ya que la relación entre ambas lenguas es de carácter conflictivo. Si alguien traduce su música interior, su vínculo místico con la tierra y los antepasados a otra lengua, la del colonizador, es porque, su propia lengua está dominada. En tal caso, el poeta colonizado se encuentra en un auténtico callejón sin salida. Está condenado intelectualmente a la no-producción, es decir, a extinguirse como poeta. Si el poeta se extingue, el hombre habitado por el poeta es quien, a su vez, se muere.

La entrada en el universo del pensamiento se paga muy cara, al precio de una abdicación total, una muerte, como la de ese poeta malgache, o se consigue a través de un maridaje armonioso entre dos lenguas, dos modos de expresión iguales en derechos, algo que es posible intelectual y teóricamente, pero socialmente imposible. Jean Amrouche sería un intelectual, pero no un sabio, puesto que él mismo afirma que es un «intelectual, desgarrado y pervertido», y pide que lo lean y lo entiendan, con sus contradicciones y ambivalencias.

Seguramente, ese maridaje es imposible debido a las condiciones sociales, políticas y culturales. Para un poeta, la piedra angular es la lengua. El contexto antropológico determina en gran parte los modos de creación (la inspiración). El acto de magia solo es posible si el entorno inmediato está de acuerdo con las motivaciones de quien lo ejecuta: «El exorcismo perfecto en la escritura tendría como consecuencia lógica la reencarnación del demonio en el lector…».

En efecto, la lengua de los colonizados se ve reducida, relegada al «rango» de las no-culturas. Es, sobre todo, como repite Jean Amrouche, la cultura de quienes carecen de nombre, genealogía y rastro; incluso es una prueba de esa subhumanidad que debe desaparecer bajo el efecto de la «asimilación». La lengua que se toma prestada se utilizará según unos criterios definidos por y para su amo. La lengua, como afirma Jean Amrouche, no es un bien indiviso sino un bien del colonizador, que la presta como lo haría con una herramienta para un uso definido en cuanto al espacio y el tiempo, pero también en cuanto a la expresión por parte del indígena.

«Pero cuando te encuentras en la situación del colonizado, estás obligado a usar la lengua que te han prestado, de la que solo eres usufructuario y no el propietario legítimo. Debes usarla para un único propósito, que es alabar eternamente al colonizador, y en cuanto quieres usar libremente esa lengua y, si es necesario, incluso violentarla para expresarte tú mismo, o si quieres utilizar todas sus posibilidades para el ataque y la crítica, cometes un sacrilegio e incluso eres deshonesto, porque siempre se te dirá que, si te han hecho el favor de enseñarte francés, no era para que utilizaras esa lengua contra el colonizador. Cuántas veces me han dicho: eres como el niño de pecho que pega a su nodriza. Bueno, sí… Estaba yo un día en una cafetería de Ginebra hablando de un problema muy candente con uno de mis amigos, un célebre crítico, a quien ponía al corriente de una serie de hechos desoladores. También estaba presente un joven suizo que se preparaba para ser profesor de literatura francesa en Damasco, y que me interrumpió: “Pero, por Dios, todo lo que dice es extraordinario; ¡parece no darse cuenta de que lo dice en francés!” Sí, lo digo en francés, es mi lengua y no acepto de ningún modo que los franceses consideren que la lengua francesa es propiedad suya. La lengua francesa es una creación humana, es una propiedad del ser humano en la medida en que este la posee…».

Huelga decir que, si el indígena la utiliza con eficacia, sus amos se aprovechan de toda su obra en beneficio propio. Porque la obra del colonizado está ligada a la gran obra de la colonización. Su autor, hasta entonces desprovisto de autonomía, se integra en la empresa de la colonización. Esa posición de «dominado que da su consentimiento» es la que intentan inculcar quienes están en posiciones dominantes para asegurarse de la permanencia de su poder. Porque el consentimiento de los dominados a la opresión que sufren y, en este caso, a la opresión de su cultura, facilita el proyecto del amo y hace que su poder sea natural ya que es legítimamente aceptado. Al colonizado se le cuestiona el derecho a la existencia como humano y, si es necesario, el dominador le indica un modelo de existencia en consonancia con su propia visión: «Primero, la identidad se ve cuestionada objetivamente porque es cuestionada por una colonización, por el propio colonizador, quien, en el colonizado convertido en una imagen a su semejanza, solo reconoce eso, una imagen, una representación, una caricatura a veces. […] Así pues, la identidad es puesta en tela de juicio por la mirada exterior y casi divina de ese mismo colonizador, que es el único apto para crear al hombre, el hombre civilizado. Y bajo esa mirada exterior, que cuestiona su identidad, el individuo llega a cuestionarse su propia identidad, a no saber ya quién es, a instalarse en el desgarro, en una tensión espiritual y ontológica cuya vigilancia sería capaz de mantener él mismo. Y corre el riesgo de acabar destruido por esa tensión, porque él no tiene nombre. Pero nadie en el mundo, cuando menos ningún ser humano, puede prescindir de un nombre legítimo. Del nombre con el que se reconoce a sí mismo y el nombre con el que el otro lo reconoce de pleno derecho. El problema fundamental es, por lo tanto, el de la identidad, individual y nacional».

¿Cómo puede el intelectual trabajar para superar su situación presente gracias a un acto de creación, sabiendo que la realidad lo lleva sin cesar a su historia pasada y presente? ¿Y si intentan arrebatarle lo que tiene en común con su «clase», su «pueblo», su sexo, su «cultura», mostrándole su inferioridad hasta el punto de avergonzarlo?

En la segunda parte de su trayectoria, Jean Amrouche abandonó su condición de hombre de letras para asumir la de militante directamente implicado en la historia de Argelia. Ese compromiso se desarrolló en consonancia con los acontecimientos políticos exteriores (1945), pero también con la coyuntura política local: las actitudes de los colonos para con los colonizados, la insurrección de 1954 y sus repercusiones directas en la personalidad de autor.

A juzgar por sus escritos, «¿Argelia seguirá siendo francesa?», el despertar político de Jean Amrouche tuvo lugar relativamente pronto, en 1943. En 1944, dio una conferencia en Argel ante Catroux (representante de De Gaulle). en la que dijo que había «siete millones de Yugurtas en Argelia».

En 1945, los sucesos del 8 de mayo que dieron lugar a la masacre de miles de argelinos (Guelma, Setif, Kherrata) lo disuadieron de esa idea. Intentó entonces entender, describir y convencer. En un artículo de Le Figaro fechado ese mismo año, planteaba ya los fundamentos de su tesis política, que volveremos a encontrar a lo largo de sus artículos desde esa fecha hasta 1962. En este primer escrito, Jean Amrouche traza una frontera entre la Francia de Europa y la Francia de África e intenta instruir al lector sobre los motivos de los «disturbios» del 8 de mayo de 1945.

«No es una cuestión de compadecer, sino de entender para intervenir. No hay que plantear el problema a partir de los disturbios sino de la represión. […] Tratar a los líderes políticos como delincuentes comunes, cubrirlos de oprobio y deshonor, no es la mejor manera de lograr que Francia se gane la confianza de las élites musulmanas de Argelia […] Si es cierto que Francia ignora las fronteras por motivos de raza, color y religión, eso no se aplica a los franceses de Argelia, para quienes el racismo es una doctrina, un instinto, una convicción arraigada. De modo que toda Argelia sufre un profundo malestar, cuya causa reside en una contradicción entre los principios y los comportamientos. Los argelinos tildados de antifranceses no se sublevaron contra Francia, sino contra la Francia de Argelia».

Las condiciones reales en las que languidecen los indígenas lo llevan a distanciarse de la asimilación «colectiva» de los argelinos. De ahora en adelante, el autor ya no creerá en los compromisos de la metrópoli y milita abiertamente en favor de los argelinos.

Según Jean Amrouche, coexisten dos Francias: la Francia de Europa, que es la Francia a secas, y la otra, transformada en un simulacro por el colonialismo, que es exactamente la negación de Francia. Convertido en el portavoz de una Argelia plural y multiconfesional, arabo bereber, española, siciliana y maltesa, no podía hacerse oír ni entender porque precisamente él era múltiple y vivía desgarrado entre dos culturas. Y cada protagonista de la historia busca apropiarse de él en detrimento del otro.

Si bien es cierto que Jean Amrouche murió desgarrado y solitario, hoy muchos de sus compatriotas se unen a él para expresar el mismo sufrimiento.