Patrimonio musical y patrimonios sociales. Lo que en el Mediterráneo se teje (elogio de la tribu)

Maria Elena Morató

Periodista y crítico de arte

El Mediterráneo, mar que une y distancia, mar que crea y extingue, es ese espacio al que hay que recurrir para entender qué hemos sido y qué somos hoy como sociedad. Y construir a partir de él un espacio renovado en el que todos podamos sentirnos acogidos. Un espacio que, hoy por hoy, «de cuna de civilizaciones ha pasado a ecosistema degradado y amenazado, con los países de sus orillas norte y sur en crisis». Así es como se definió este mismo año en los ix Rencontres Internationales Monaco et la Méditérranée (RIMM), donde se resaltó el estado de emergencia en que el espacio se encuentra actualmente y se habló del paso de un Mediterráneo solar a un Mediterráneo oscuro y estéril; de ser fuente de inspiración a ser fuente de rechazo, y de la urgencia de recuperarlo como espacio de fecundidad.

Vasos comunicantes y solución integral a los desequilibrios 

No tiene ningún sentido hablar de cultura sin hablar al mismo tiempo de la sociedad que la sustenta y pare, la pare y la sustenta en un ciclo interminable de acuerdos y desacuerdos, de amores y odios. Es precisamente en ese equilibrio entre ambos factores, a veces extremos y a veces distantes, donde hay que situar las correcciones necesarias en las políticas (locales y globales) para que las comunidades sean habitables física y emocionalmente. Ocurre, sin embargo, que en muchas ocasiones nos encontramos con que el bloque creativo del arte trata de compensar los desencuentros sociales, que siguen sin hallar una vía efectiva y estable de solución. Un ejercicio de supervivencia por el camino de la estética, a veces inútil o descorazonador en sus resultados, pero del todo necesario como principio básico civilizador.

Tan necesario, que los sucesivos gobiernos de la Europa centralizada han otorgado en los últimos veinte años una importancia casi de urgencia al rescate y la promoción de la expresión patrimonial inmaterial, del mismo modo que han procurado la preservación del patrimonio físico y monumental en sus espacios. No se trata sólo de la catalogación (cosa que la UNESCO viene haciendo desde 2003), sino de mantener y recuperar su intrínseco valor como reflejo de la personalidad de la comunidad y, a la vez, cohesionador de la misma y, no menos importante, fuente de trabajo y riqueza local.

La lucha entre avance y retroceso la palpamos hoy en todas partes. La política nos ha propinado buenas dosis de involución en cuanto a tolerancia, respeto y justicia social, justo todo aquello por lo que supuestamente luchamos desde que nuestra generación empezó a tener conciencia. 50 años de espejismo que nos han llevado de nuevo, parece, al punto de inicio. Seguimos teniendo un sueño, y ese sueño pasa, obligatoriamente, por la defensa de lo que nos conforma como comunidad.

El legado patrimonial, reflejo de la sensibilidad e idiosincrasia de la sociedad 

El patrimonio es un todo. Hacer del mismo compartimentos estancos es tratar la cultura tradicional como partes de un despiece cárnico. Quizá facilite en un primer momento el consumo, pero nos está impidiendo entenderla en conjunto y en profundidad. A menudo tendemos a hacer listados, cosa que nos impide, también a menudo, hacer lecturas globales esclarecedoras de situaciones de la sociedad que necesitan ser correctamente analizadas. 

Para avanzar socialmente no se trata sólo de centrarnos en la política parlamentaria y la macroeconomía, sino también de girar la mirada a algo mucho más cotidiano que pasa la mayoría de las veces como una mera distracción, inocua e intrascendente, como ocurre con el arte. En este sentido, y a propósito del papel que juega el arte en el análisis del entorno, decíamos en 2015:

«Mirando en perspectiva, consciente de la desestructuración social que nos amenazaba, el papel que ha jugado el arte a la vanguardia de la lectura de los acontecimientos ha sido notoria. Se ha hecho casi ostentosamente presente […] abofeteando en plena cara a quienes tenían el poder y la obligación de tomar partido y actuar en consecuencia. Un toque de atención, a veces brutal, que (¡Oh! ¿sorpresa?) ha sido hábil y rápidamente fagocitado, banalizado y esnobizado por los entornos de poder hasta casi extraerle todo su potencial de denuncia. Al arte no se le permite ser social. Sólo se le toleran ciertos grados de protesta: los justos para convertirse en espectáculo, para cumplir como grafiti que ha pagado el peaje (más o menos caro, según los países) de la sumisión.»

Algo parecido sucede con el legado patrimonial, al que se intenta desposeer de todo poder de construcción social. Conscientes de esa tendencia reduccionista (y, por qué no, aniquiladora), los enunciados y las recomendaciones de los programas de salvaguarda y promoción van por un lado, pero las políticas que los atañen van mayoritariamente por el opuesto. 

El problema que plantea la conservación del patrimonio, sea musical o de otra índole, radica en la capacidad de la sociedad no únicamente de vivirlo y disfrutarlo como un espectáculo que se nos otorga, sino de quererlo y protegerlo como algo propio. Y eso no será posible si el nexo entre manifestación y espíritu colectivo queda roto por la actitud de despiece a la que antes nos referíamos.

Las manifestaciones tradicionales del patrimonio, y la música es uno de las principales, son factores de integración universal, y deberían ser aprovechadas para eliminar barreras, que no diferencias, entre comunidades y sectores sociales diversos.

El papel de las regiones culturales y el desarrollo integral de los territorios. Sobre culturicidio

La universalidad, la globalidad (que no globalización) como oportunidad, es un factor de acercamiento; como marco normativo, puede transformarse fácilmente en un yugo que trata de imponer una línea restrictiva y particular de unas visiones sobre otras, que se ampara en la práctica en la supuesta superioridad moral de unas sociedades, culturas e idiomas sobre otros. Sería algo así como hacer de la virtud de la variedad y la riqueza cultural un defecto a erradicar. A poco que observemos nuestro entorno más inmediato veremos estas actitudes casi cotidianamente.

Por ello, queremos poner el acento en el ámbito regional, que ha demostrado ser la unidad más eficaz tanto en la detección de problemáticas y conflictos como en la gestión adecuada de soluciones. La gestión centralizada de los estados que administran regiones culturales diversas tiende por propia comodidad a uniformizarlas. Con el pretexto de abogar por una supuesta igualdad de las personas, acaban erradicando lenguas y derechos y ridiculizando las culturas distintas de las minorías regionales (sean reconocidas o no como naciones)

Generalmente, en los enunciados oficiales la identidad plural de algunas comunidades se destaca, por innegable, como un bien, pero no se actúa para preservarla, sino que se actúa para minimizarla al máximo y hacerla desaparecer. Si se entendiera de verdad la importancia de la cultura y la diversidad como una riqueza de las sociedades, no se intentaría volverla residual. Eliminar la diferencia, la variedad cultural, equivale a despersonalizar y uniformizar. Algo muy grave ya que, con el pretexto de buscar la igualdad de los ciudadanos, la uniformización suele hacerse según la voluntad de los colectivos dominantes de seguir siéndolo. Los maximalismos reduccionistas son los encargados, con mayor o menor consciencia de ello, de avanzar en el culturicidio de las minorías. A las claras siguen siendo actitudes colonialistas e imperialistas, a pesar de usar como excusa la supuesta «igualdad» que se arguye pretender conseguir. Culturicidio que engloba la demonización (sí, demonización) de lo distinto. No se trata de perpetuar tradiciones (por el mero hecho de serlo) contrarias a toda lógica pacífica, sino de dejar de ver las diferencias como un enemigo al que batir y eliminar. Un toque de alerta: eso ocurre aquí y ahora. El culturicidio está en marcha.

Centrándonos en el tema de la cultura tradicional, hace décadas que se huye de la tendencia fosilizadora del corpus patrimonial en sus expresiones vivas (danza, música, canción, teatro) evitando en lo posible su excesiva descontextualización de la sociedad, por lo menos en el ámbito teórico. Sin embargo, mucho más difícil es observar su recontextualización, es decir, la reapropiación de lo propio como activo de presente y de futuro. Afortunadamente, las regiones culturales van tomando conciencia de todos sus valores y se esfuerzan cada vez más en la creación de programas de actuación integral aunando entorno y cultura como potencial de crecimiento social y económico.

Hacíamos notar en pasadas ediciones que ya desde 2003 (año en que se aprueba la Convención para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial) la UNESCO reconocía la importancia de ese patrimonio como parte del desarrollo sostenible de las sociedades. En ese artículo hablábamos del qué: qué es patrimonio, cuáles son los trazos que lo definen, cómo surge, cómo lo clasificamos y lo analizamos y cómo reconocemos esos tesoros culturales esparcidos por todos los rincones del Mediterráneo. En estos momentos, sin embargo, me parece mucho más interesante ampliar la perspectiva de análisis enfocándola desde un contexto social y como justificación de futuro.

Actitudes en pro de un futuro integrador, responsable y de progreso

Enmarcadas en un 2018 como Año Europeo del Patrimonio Cultural asistimos este octubre a las Jornadas Europeas de Patrimonio. Inspiradas en las Jornadas de Puertas Abiertas que el Ministerio de Cultura francés inauguró en 1985, desde 1999 son una iniciativa del Consejo de Europa y la Comisión Europea en la que participan 50 estados signatarios de la Convención Cultural Europea. Se trata de la manifestación cultural participativa más importante de Europa en relación al patrimonio. Sus objetivos son fundamentalmente sensibilizar a los ciudadanos sobre la riqueza y la diversidad cultural y combatir el racismo y la xenofobia favoreciendo una mayor tolerancia más allá de las fronteras nacionales. Una forma de poner en valor las posibilidades que ofrece el patrimonio cultural para el desarrollo de la sociedad; un legado del pasado que permite mirar al futuro con un incuestionable valor educativo y un activo de crecimiento económico.

Coincidiendo también este año con la presentación de la comarca del Priorat como candidata a Patrimonio Mundial de la UNESCO, las reflexiones en torno al patrimonio nos dejan un ejemplo extraordinariamente dinámico y esclarecedor de qué es hoy patrimonio, cómo podemos conservarlo y qué significa para la sociedad en su conjunto el hacerlo de forma coordinada entre los diversos sectores sociales y económicos. Enmarcándose en ese amplio programa, el Festival de Tardor TERRER (música, vino, arquitectura y paisaje) celebrado a lo largo del último trimestre de 2018, aun siendo un festival centrado en las músicas y danzas «de raíz», es un ejemplo del trabajo de promoción territorial integral e integrador al que antes nos referíamos. 

Dice Rosa Vernet en el programa del Festival: «En esta encrucijada hecha de diversidades múltiples y constantes (geología, climatología, orografía, historia, lengua, costumbres y saberes) se asienta la candidatura del Priorat a la UNESCO, como paisaje cultural agrícola. Un paisaje se fundamenta en una tierra, pero no existe sin las personas que la viven, la trabajan, la cultivan, la hacen fructificar, extraen de ella minerales, y agua y vida. El paisaje es el resultado de esta relación entre las personas y su pedazo de tierra. Una relación que puede ser rica y armoniosa o depredadora y agresiva. El resultado será siempre un paisaje, pero el paisaje no será el mismo. Un paisaje, por tanto, refleja, pone rostro a las relaciones de toda clase que se producen en un espacio físico, social, político, económico y cultural. […] En este mosaico, el patrimonio inmaterial es la argamasa y la pátina que une y hace solidarias todas y cada una de las piezas de toda índole que lo configuran.»

Viene a ser lo que, desde la orilla sur mediterránea, establecía como puntos de partida fundamentales de actuación la propuesta llamada Territor, un territorio experimental imaginario concebido por el cineasta tunecino Samy Elhaj, quien hablaba de Utility Values:

«El cine es útil; los filmes son útiles; los medias son útiles. Los filmes y los mass media, según nuestras convicciones, no se han hecho para imponer un pensamiento listo para consumir, sino para entregar al público productos cinematográficos, audiovisuales y multimedia, así como textuales, fotográficos y sonoros que elevan sus seres y sus inteligencias hacia la contemplación inspirada al servicio de la reflexión productiva. Sin justicia social y política, sin justicia ecológica y sobre todo sin justicia cultural, no hay economía ni ciclos de producción.»

Esta tendencia a la potenciación del patrimonio la observamos generalmente en todos los países ribereños del Mediterráneo y, aunque no es objeto de este artículo entrar en las causas de esta actitud, resultará interesante leer algunos de los artículos que tratan sobre los procesos de patrimonialización y las derivadas de la regionalización política y sobre la gestión de las instituciones culturales, fundamentalmente en Europa.

Patrimonio y apropiación cultural. Una reivindicación beligerante

«Los retos de hoy pasan por reconocer no sólo en teoría sino, sobre todo, en la práctica, el papel determinante que juega la creación y, por consiguiente, el arte en el desarrollo de una sociedad mentalmente sana, equilibrada, creativa, libre para encontrar nuevas soluciones y nuevas prácticas y con coraje para aplicarlas», decíamos también en 2015. El arte y el pensamiento no son improductivos, son nuestra mejor herramienta en favor de la paz y el progreso. Debemos incentivar la educación en el arte, no como historia sino como método de conocimiento y apropiación de la realidad. En este sentido el arte y el patrimonio juegan una baza similar.

Hemos visto cómo la protección y valorización del patrimonio tiene vinculación con un cierto modelo de sociedad abierta y descentralizada. Del mismo modo, su menosprecio (utilizando como insulto palabras como pueblerino, aldeano o tribal) está más bien ligado a actitudes políticas culturicidas en países no demasiado amigos de la diversidad o la disidencia y con tendencia al centralismo a ultranza y al totalitarismo. Las restricciones a la información que se derivan de ello vendrían a ser como las quemas medievales de libros.

Por suerte, la «tribu» (en el sentido de comunidad cultural minoritaria) parece salir de su letargo y abandonar progresivamente los complejos que llevaba asumidos. Y recordando el pasado mes octubre, cuando se celebró el Día de la Resistencia Indígena en muchas partes del mundo, podemos decir que la «tribu» es la única que rompe los monopolios globales, razón por la cual es atacada incesantemente (desde la Amazonia al corazón de Europa) y señalada como contraria al progreso, cuando la palabra «progreso» lo que realmente significaba era empobrecimiento mental y cultural, uniformización de criterios y aborregamiento adocenado gracias a los muy poderosos y modernos opios del pueblo.

La cultura y sus expresiones artísticas son la cara visible de una comunidad, de manera que la pervivencia de la misma tendrá que encararse tanto a las corporaciones que intentarán arrebatarle el poder como a las multinacionales que intentarán robarle el alma y apropiarse de sus trazos culturales… para destruirlos.

Senadores: somos tribu.