Baltasar Porcel y el sol mediterráneo

Tomás Alcoverro

Escritor y periodista

Baltasar Porcel (1937-2009) fue un escritor, periodista y crítico mallorquín. Nació en el pueblo pequeño y marinero de Andraitx, pero muy pronto se trasladó a Barcelona, donde empezó a frecuentar los ambientes literarios. Su primera novela, escrita en catalán, Solnegre, se publicó en 1961. Por entonces, Porcel ya colaboraba con varios diarios y revistas, entre los cuales destaca el diario La Vanguardia. A pesar de que su obra de no ficción está reconocida en todos los campos que ha cultivado (Ensayos, libros de viajes, biografías…), con su obra narrativa construyó un mundo mediterráneo y aventurero en el que destacan las narraciones del ciclo de Andratx, de un marcado tono elegíaco. A partir de la mitificación trágica y poética de su pueblo natal, articula una metáfora del ser humano, de sus pasiones y su lucha por forjarse un destino.     

Antes del mundo mágico de los escritores latinoamericanos, Baltasar Porcel creó su propio realismo mágico del Mediterráneo. Solo tenía veintitrés años cuando publicó su primera novela, Solnegre, prologada por Pere Gimferrer. Con su primera frase, «Feia un sol que cremava el cul de les llebres» [Hacía un sol que quemaba el culo de las liebres] comenzó su magnífica y extensa obra literaria catalana. Su acceso al Mediterráneo fue simple y directo. En su espléndido ensayo, lírico, enciclopédico, arbitrario y veraz, Mediterráneo. Tumultos del oleaje, publicado en 1996, veintidós años después de Solnegro, traducido a varias lenguas, así lo describe: «Cómo no llegar al Mediterráneo a través del camino de mi casa, de su jardín, y su paisaje, de mi familia de Andratx». Y en otro párrafo precisa: «Escribo del Mediterráneo como consecuencia natural de mi ser, de mi existir».

El joven escritor supo recoger desde el principio la tradición oral mallorquina gracias a su familia, a las canciones y leyendas del mítico Andratx, su Solnegro literario, su original Macondo insular. Si su primera novela es un estallido de poderoso ímpetu creativo, muy arraigado en su ambiente, su Mediterráneo, de 422 páginas es una obra de experiencias, viajes, elaboradas meditaciones en torno a nuestro mar. En esta obra, la fuerza lírica del escritor se impone al conocimiento del ensayista.

Porcel, que había irrumpido con potencia en el entonces petit cementiri de las lletres catalanes [pequeño cementerio de las letras catalanas], según la amarga descripción de Joaquim Moles, fue durante décadas uno de sus grandes creadores y provocadores que, como Josep Pla, escribía sus trabajos periodísticos en castellano propanem lucrando. Gracias a sus viajes por el extranjero para pergeñar reportajes y columnas en el diario La Vanguardia, ensanchó las fronteras del recinto literario catalán, abriéndolo al mundo, como antes hiciese también Pla, en aquellos años de sórdida y ensimismada dictadura. 

Tengo buena memoria. Su primer artículo en La Vanguardia como colaborador habitual, allá por el año 1967, fue sobre la defenestración de Eugenio D´Ors, uno de los más eminentes intelectuales contemporáneos catalanes, víctima de rencillas de unos y de otros, al que en su Mediterráneo califica de «barroco mediterráneo». El éxito arrollador del hijo de Andratx con sus textos de grandes entrevistas en Destino o en Serra d´Or al estilo de los Homenots de Pla, incluyendo a los que vivían en el exilio, como el poeta Josep Carner, que había sido cónsul durante los años treinta en la mediterránea, árabe y occidentalizada Beirut, lo ayudó a publicar en el gran diario La Vanguardia, situado entonces en la barcelonesa calle Pelai y dirigido por Horacio Sáenz Guerrero, muy amigo de Néstor Luján, que estaba al frente de Destino. Algunos colaboradores, como Lluís Permanyer y Sergio Vilar, se incorporaron también en aquella época a la antigua redacción de La Vanguardia.  

Recuerdo que con Permanyer, sentados en la misma mesa, uno frente al otro, en la sección de Internacional, comentábamos una de las novelas de Porcel, La luna y el velero, también sobre temas mallorquines. No fue en Barcelona sino más allá de nuestras fronteras donde lo traté más veces. Recuerdo a Baltasar con la jovencísima Maria-Àngels Roque, estudiante de antropología en París, en Saint Martin Le Beau, donde iban a visitar al presidente Josep Tarradellas. Entonces yo era corresponsal en París y seguía atentamente las negociaciones entre el gobierno de Adolfo Suárez y Tarradellas para el restablecimiento de la Generalitat y el retorno de este último del exilio a Cataluña, que culminó en un viaje histórico en avioneta desde Tours hasta Madrid. 

Fue el mundo del Mediterráneo lo que al final más nos acercó. Alguna que otra vez lo visité en su despacho de la alta torre del edificio del Banco Atlántico en la avenida Diagonal cuando era director del recién fundado Institut Català de la Mediterrània. Pero fue durante unos viajes a Ammán y Damasco, donde se exhibía una exposición itinerante organizada por ese instituto, cuando coincidí con él. En una excursión a los alrededores de Ammán, visitando los castillos omeyas decorados con frescos bizantinos ‒en uno de los cuales había residido el legendario Lawrence de Arabia‒, descubrí a un Baltasar divertido, espontáneo, empeñado en abrir con fuerza una puerta de piedra. Lo sorprendí una vez al contarle que en el desahuciado Ministerio de información de Bagdad, antes de la invasión estadounidense de 2003, encontré un ejemplar de su novela Solnegro en su traducción al castellano. 

Porcel, un isleño en cuya población vivían antiguos chuetas o judíos, fue vitalmente mediterráneo. ¿Cuántas columnas de su sección diaria en La Vanguardia escribió sobre los pueblos del Magreb y el Mashrek, sobre la interminable «Guerra de los intransigentes» ‒la guerra arabo israelí, según la afortunada expresión de Joan Roura‒ de Oriente Medio? Su reportaje en torno a la contienda de los Seis días de 1967 alcanzó un notable éxito periodístico. 

Porcel, habitado por la tentación del viaje, especialmente alrededor de los pueblos mediterráneos, fue un gran periodista, un espléndido enviado especial en muchos de aquellos países. Explicó su cultura, describió sus paisajes, conversó con escritores y artistas, escudriñó su historia por encima de las peripecias de la política del momento. Fue, en el buen sentido de la palabra, un cosmopolita. En un volumen publicado tras su muerte se recogieron muchas de sus columnas, gran parte de ellas sobre temas mediterráneos. Su proyecto de visitar Beirut, antaño la ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental, no pudo realizarlo.

Releyendo Solnegro subrayo otra expresión: «un sol d’ escorpins» [un sol de escorpiones], y me percato de que en esta novela están todos los gérmenes de un mundo ancestral, mágico y violento que el escritor hará fructificar en posteriores novelas como La luna y el velero, Los argonautas, Difuntos bajo los almendros en flor o Caballos hacia la noche. Recuerdo algunas páginas de La peste, de Albert Camus, cuya madre, por cierto, había nacido en Menorca, del Alexis Zorba de Kazanzakis, gran narrador del mundo de las islas griegas, de su belleza y crueldad, con episodios como el de la Bubulina, la cual apenas expiró en su cama, sus vecinas, como urracas, le arrancaron sus sábanas y se apoderaron de su pobre ajuar. El tratamiento de algunas de sus obras evoca aquel estilo cinematográfico del realismo italiano de la posguerra o la fuerza narrativa de los destacados novelistas norteamericanos de la época. 

Al titular su primera novela Solnegro, Porcel tiene el gran acierto de resaltar, mediante el sol, uno de los elementos más característicos de los diversos pueblos del mundo del Mediterráneo. «Primero fue el sol», escribe en su gran ensayo Mediterráneo. Escritores tan diferentes como Nietzsche y Camus coinciden en resaltar este elemento solar, esta luminosidad que puede ayudar a su conocimiento. «El Mediterráneo», escribe el autor de La Peste, «tiene su propia tragedia solar, que nada tiene que ver con la tragedia de las brumas». Nietzsche había observado: «El sol se me ha aparecido hoy como el rey de la civilización. Sus riberas son hermosas y bellas. Es allí donde ha germinado la humanidad».  

Decía Proust que el escritor gira alrededor de un mismo tema. Estoy convencido de que Baltasar Porcel es uno de los grandes creadores que, con el marroquí Tahar Ben Jelloun, el turco Mehmet Yasin, el griego Stratis Tsircas, los italianos Leonardo Sciascia o Andrea Camilleri, se han inspirado en el diverso mundo mediterráneo.  

Los laberintos de la identidad mediterránea son un tema inagotable. «Mis novelas», escribió Porcel, «no son verdaderamente mediterráneas. Tratan de la esencia del hombre pero el estilo que busco, mi forma de describir los paisajes, mi fe en la humanidad, son radicalmente mediterráneos».

Si en Solnegro narró el calvario de un cacique desalmado y su asesinato en un ambiente de delitos de masa tipificados en la zona mediterránea, en La luna y el velero describió la travesía de cabotaje entre Mallorca, Valencia y Barcelona y en Los argonautas contó las peripecias de un grupo de contrabandistas durante un accidentado periplo en lancha entre Gibraltar y Mallorca con un estilo barroco, sensual, preciso. Se trata de un ambiente de penurias y milagros en un tiempo negro y tremendista de España. 

Años más tarde publicaba El emperador o el ojo del ciclón, sobre los prisioneros franceses deportados en la isla de Cabrera después de la batalla de Bailén durante la guerra de independencia española. En Olympia a medianoche trazó una nueva descripción de la sociedad mallorquina, sacudida por los estragos de la especulación inmobiliaria y del salvaje turismo de masas. 

No quiero olvidar que en una de sus piezas de teatro: Regreso a Andraitx, donde vuelve a tratar sus temas vitales como la Fiesta de Todos los santos o las apariciones de las almas de los difuntos, en su expresión de un mundo imaginario lírico y violento. Gran parte de su obra novelística gira en torno a la recreación apasionada, aventurera y trágica, de su Mediterráneo. Es un mundo en el que predomina la fatalidad y en el que el objetivo primario era la supervivencia con la emigración a Cuba, al pueblo de Batabano o con la práctica del contrabando. 

Edgar Morin se preguntaba si era ilusorio buscar hoy algún carácter común que no fuese tan solo geoclimático sobre las tres riberas africana, asiática y europea, y respondía que sobre esta realidad había otra realidad poética y mitológica, porque mitos y poesía forman parte de nuestro imaginario mediterráneo. Thierry Fabre escribe que más que hablar de raíces comunes, habría que referirse a las fuentes de su conocimiento (Atenas, Córdoba, Al Ándalus, Roma, Jerusalén…). El Mediterráneo es conjunción de todas estas herencias griegas latinas, árabes, judías, La odisea, Las mil y una noches. Un mundo de lenguas, influencias diversas donde prevalece el elemento solar en un ambiente que oscila entre la medida y la desmesura. Para el historiador Henry Laurens, las sociedades del Mediterráneo se formaron alrededor de la cultura del olivo «impuesta por el clima y por el sol». El historiador libanés Georges Corm, muy crítico con la política de Occidente sobre esta región turbulenta, ha titulado uno de sus libros La Méditerranée,espace de conflit, espace de rêve. El premio Goncourt Tahar Ben Jelloun escribió que durante el pasado siglo no hubo un lugar en el mundo con tantas guerras como en este Mar blanco de en medio, como lo llaman los árabes, que no ha sido ni mucho menos un remanso de paz. Los mediterráneos orientales apenas escriben sobre el Mediterráneo. No hay institutos, ni centros de estudios ni revistas importantes que se ocupen de sus cuestiones políticas, económicas, culturales. A partir de sus orillas se percibe como un asunto tratado desde la ribera europea.

La novelista Najat el Hachmi, de origen marroquí, autora de premiadas novelas de la literatura catalana, ha escrito en estas mismas páginas: «El Mediterráneo no existe. Esta es la conclusión a la que llegamos en seguida si intentamos definir en qué consiste el hecho del Mediterráneo. Pensar que el área geográfica que hay alrededor de esta vasta extensión de agua es algo más que la yuxtaposición de las distintas regiones que la componen, es arriesgado. Esta imagen, si existe, forma parte de un imaginario formado de intangibles muy cotidianos». 

  «Primero fue el sol», repite Porcel en sus páginas de Mediterráneo. Si en Solnegro escribe una bella novela de fecunda iniciación creativa, un diario nihilista y casi adolescente, en Mediterráneo expresa su apego a la tierra natal con una suerte de panteísmo: «Abro una botella de vino blanco. Tengo un pan crujiente. Estoy cerca de momentos felices. Soy parte de todo lo que es y será. Soy del Mediterráneo». Es la vitalidad lírica de un gran escritor del mundo.