Roma en la construcción de la identidad vasca: argumentos arqueológicos

M. Mercedes Urteaga

Dirección de Cultura de la Diputación Foral de Gipuzkoa

“El hecho es que el verdadero enigma vasco es el que plantea la conservación, no el origen, de la lengua”


Koldo Mitxelena

El concepto de identidad nacional ha renacido con fuerza en los últimos años. El que fuera presidente de Francia entre 2007 y 2012, Nicolas Sarkozy, lanzó un debate con un enunciado clave: ¿En qué consiste ser francés? Tuvo un gran eco y se valió de medios de todo tipo para llegar hasta el último rincón del país. Este debate no estuvo exento de polémica y hubo opiniones contrarias bien fundamentadas pero, aunque inicialmente fue bien acogido, en su desarrollo hubo también grandes decepciones (Le Parisien, 2009).

En este tipo de debates, la antropología no puede sustraerse de los valores del pasado, y va muy unida a la historia y a la arqueología, como viene siendo habitual desde hace tiempo. De hecho, la gran restructuración territorial de la vieja Europa en el siglo xix, con el nacimiento de nuevas naciones, se asentó en gran medida sobre construcciones identitarias basadas en el pasado histórico. En el caso, por citar uno muy conocido, del proceso de independencia de Grecia del dominio turco, la memoria del período clásico fue un recurso que contribuyó a la cohesión inicial. Lo mismo puede decirse del Risorgimento italiano, que se valió de la referencia del siglo iii a.C para defender la unificación de Italia. 

Pero incluso en nuestros días, el condicionante histórico llega a jugar un papel protagonista. Ahí está, sin ir más lejos, la polémica sobre el nombre de la Antigua República Yugoslava de Macedonia que, al proclamar su independencia en 1991, optó por denominarse República de Macedonia y se enfrentó con Grecia por esa decisión. En esta ocasión, los descubrimientos arqueológicos de Vergina en los setenta y ochenta del siglo pasado, en los que se encontró la tumba del rey Filipo, padre de Alejandro Magno, sirvieron para reorientar el debate a favor de las tesis defendidas por los helenos. 

Grecia, Francia, Irlanda, Reino Unido, Alemania o Italia cuentan con itinerarios históricos que ofrecen lo necesario a la hora de razonar y demostrar los orígenes nacionales. Los dorios, jonios, macedonios, celtas, galos, anglos, sajones, francos, vikingos, normandos… aparecen en estos relatos como antepasados de griegos, irlandeses, ingleses, franceses o daneses, por citar algunos exponentes destacados. 

¿Y los vascos? ¿Cómo han construido los vascos su itinerario histórico?

Fundamentalmente, a través de la lengua: el euskera o vascuence. Es tan determinante la lengua que utilizan la palabra euskaldun o euskalduna para nombrarse a sí mismos. La Real Academia Española lo admite como sinónimo del término «vasco», pero la traducción correcta es «vascohablante». Etimológicamente es el resultado de conjugar la palabra euskal (euskera) con el sufijo –dun (que lo tiene); es decir, aquel que posee o tiene la lengua vasca. De todas formas, hoy en día se utiliza para referirse a las personas que son vascas, independientemente de que hablen o no hablen euskera.

La identidad vasca está, pues, directamente vinculada al euskera, la lengua vasca, cuyo origen todavía sigue siendo uno de los grandes misterios de la cultura europea. Se han barajado hipótesis de todo tipo: unas la relacionan con las lenguas bereberes; otras, con las caucásicas o con el ibérico, pero todo lo más que se puede concretar es su carácter aislado y el vínculo con la lengua de las antiguas inscripciones aquitanas, fechadas entre los siglos i y iii d.C. (Igartua y Zabalza, 2012: 33).

Aceptar que es una lengua aislada matiza también la propuesta de incluirla rotundamente entre las lenguas preindoeuropeas, como se ha defendido tradicionalmente. Este carácter preindoeuropeo le ha dado el caché de ser la lengua más antigua de Europa, aspecto compartido mayoritariamente tanto por la sociedad vasca como por otros agentes.

Lo cierto es que está muy extendida la idea de una lengua antiquísima que algunos llevan incluso hasta el Paleolítico. Esta pretensión se ha traducido en una equivalencia antropológica (física o biológica), ya que se supone que también los vascos actuales tienen su origen en aquellos tiempos remotos y, para redondear la corriente, se ha establecido una correlación arqueológica. Por ejemplo, el descubrimiento y la interpretación de los cráneos prehistóricos de la cueva de Urtiaga, recuperados en excavaciones realizadas en los años 30 del siglo pasado (Aranzadi y Barandiaran, 1948), sirvieron de estructura en la construcción de una teoría que consideraba el «tipo vasco» una evolución local del Cromañón paleolítico. 

Ciertamente hay razones (fundadas o no) para considerar que la lengua vasca es una de las más antiguas de Europa. Con estos argumentos poco más hace falta para aplicar esa valoración en otros ámbitos. Si, además, en el territorio hay una red de yacimientos del Paleolítico superior de primera línea, incluidos santuarios rupestres de categoría y se cuenta, también, con la colaboración de científicos de renombre internacional que, por su parte, obtienen conclusiones parecidas, se entiende perfectamente la creencia de que los vascos «no descendemos», como cuenta una anécdota recogida por el alemán Kurt Tucholsky (1927). Dice así: «Un conde de Montmorency ponderaba una vez, delante de un vasco, la antigüedad de su nombre, de su linaje, de su familia; se vanagloriaba de cuán grandes hombres descendía él. El vasco le contestó: “Señor conde, nosotros los vascos ¡no descendemos!”».

Por lo que se ve, está justificada esa visión ancestral; emocionalmente los vascos dan más valor a las hipótesis que afirman su antigüedad, mientras que apenas recurren a los acontecimientos más recientes. Se entiende así, el respecto casi místico a las investigaciones prehistóricas y el escaso interés que ha despertado el estudio de la época romana o la alta edad media.

Esta apreciación, por lo demás, está íntimamente unida a otra de las cuestiones claves del discurso identitario: si resulta que el euskera es una lengua milenaria, de las más antiguas de Europa como se adelantaba, cuáles son las razones que explican que hoy subsista y perviva. 

¿Qué argumentos se han utilizado para explicar su pervivencia? 

Ya a finales del siglo xvi, varios autores coincidieron en considerar que los dominios de los vascos habían permanecido libres de cualquier invasor y que, por lo tanto, eran los habitantes originarios de la península ibérica. Tanto Esteban de Garibay, como el bachiller Zaldivia y otros muchos más, partían del convencimiento de la equivalencia entre cántabros y vascos, dando por supuesto que cuando las fuentes históricas se referían a los primeros, también incluían a los segundos. Todo esto además aderezado con consideraciones bíblicas sobre el patriarca Tubal del que descenderían directamente. Es representativa de esta corriente la afirmación de Garibay (CH i, Libro iv, Capítulo iv, 89) en la que afirma: «Tubal enseñó a los suyos las leyes de la naturaleza, y les dio orden de bien vivir, y que la lengua de Cantabria, llamada ahora Bascongada, fuera la primera d’España, para cuya verificación se refieren razones notables». 

Más o menos venían a defender con matices la idea de que el euskera fue la primera lengua de la península ibérica, traída por Tubal y sus descendientes tras la dispersión de Babel (Inchaustegui, 2011). Había permanecido sin cambios a lo largo de los siglos porque los cántabros (vascos) habían resistido cualquier intento de conquista y dominación, tal y como señala el ya nombrado Garibay (CH i, libro iv, capítulo iv, 77): «La qual desde el patriarca Tubal hasta nuestros días se ha conservado en esta tierra, sin que jamás se aya podido introduzir otra ni mezclarse con naciones estrañas fuera de su ley, agora sea por la fortaleza de las tierras, agora por la de las gentes, agora por lo uno y lo otro».

A pesar de que Garibay fue pronto desacreditado y sus propuestas desechadas, la corriente vasco-cantabrista y la consideración del carácter irreductible de estos pueblos, además del tubalismo, permanecieron vigentes durante mucho tiempo. Entre los exponentes de esta visión pueden citarse en el siglo xvii, a Gabriel de Henao (1689), y en el xviii, al padre Larramendi (1728 y 1736). Sin embargo el proceso de desgaste llevaba tiempo fortaleciéndose. De hecho, la obra de Oihenart (1638) había rebatido la equivalencia entre cántabros y vascos, aportando también datos inequívocos de la presencia romana procedentes de los textos geográficos grecolatinos. Pero, la grieta acabó por abrirse con la impresión del libro del agustino Henrique Flórez en 1768 (Flórez, 1768) que negaba la identificación entre cántabros y vascos, y argumentaba sobradamente la presencia romana en el País Vasco. Además, por las mismas fechas, comenzaron los descubrimientos arqueológicos de época romana que, todavía en esas fechas, estaban limitados a los territorios de Álava. 

Las evidencias obligaron a reconsiderar el efecto de la resistencia a la conquista romana, comenzando a tomar cuerpo el que será el nuevo enunciado: la visión dual del territorio, marcada por la divisoria de aguas. En la vertiente meridional, la mediterránea, las tierras fértiles y el horizonte abierto de aculturaciones; en la septentrional, la atlántica, la zona montañosa, con sus bosques impenetrables donde se habrían conservado las esencias originales. 

Este modelo dual, articulado en la dicotomía norte-sur, ocupará el lugar de la teoría que defendía la independencia de la vieja Cantabria frente a los intentos de dominio de los romanos. La propuesta sucesivamente limada al calor de los descubrimientos arqueológicos contabilizados desde el siglo xviii y, sobre todo, en el siglo xix, admitirá finalmente la presencia romana en la zona meridional del territorio. Sin embargo, en Gipuzkoa y en Bizkaia, debido a la falta de pruebas materiales, siguió manteniéndose la visión refractaria y diferenciada.

Sobre esta visión conceptual Julio Caro Baroja formuló su propuesta del saltus y del ager, que tanta influencia ha tenido en la investigación posterior. Caro Baroja pensaba que esta doble designación (ager/saltus), obedecía a que el solar vascón se articulaba en dos: una parte montañosa y otra, en zona llana (Caro, 1971). En otra de sus obras dedicadas a los vascones y sus vecinos (Caro, 1985) volvió sobre el tema y delimitó las dos zonas integrantes del territorio de los vascones: el ager vasconum y el saltus vasconum. En su opinión, «los historiadores y geógrafos antiguos tenían idea neta de que el territorio de los vascones se hallaba constituido por dos partes, muy distintas entre sí. Al sur, junto al Ebro, quedaba una tierra más llana, apta para el cultivo de los cereales, que, en un texto de Tito Livio, por lo menos, es conocida bajo la designación de ager vasconum. Pero, aparte de esta extensión que es también la primera que conocen y a la que hacen referencia primera los romanos, donde había varios núcleos de población importantes […], los vascones ocupaban un territorio distinto en absoluto, conocido como saltus vasconum. La palabra saltus da idea de tierra de bosques, de pastos rústicos, de ámbitos selváticos y, hasta cierto punto, monstruosos […]. Los vascones, pues, a través de ámbitos diferentes, se extendían de las orillas del Ebro, por el ager, a las del Océano, hasta las cumbres nevadas del Pirineo, por el saltus, con más extensión por esta parte». 

Partiendo de estas opiniones, muchos historiadores han aceptado que el territorio de los vascones estaba dividido en dos partes: el vasconum saltus y el ager vasconum. Al sur, el ager, tierra llana, apta para el cultivo de los cereales, en las tierras cercanas al Ebro. Este espacio ha sido definido como más abierto, más permeable a la cultura mediterránea y romana. Frente a él, al Norte, en las estribaciones del Pirineo, el saltus, boscoso, árido, impermeable, en todo caso, dedicado al pastoreo y los pastos. 

Sin embargo, en el último cuarto de siglo se han producido importantes descubrimientos arqueológicos que están obligando a cambiar los planteamientos sobre la etapa romana en este espacio. Oiasso es el enclave de mayor trascendencia en las investigaciones arqueológicas realizadas en Gipuzkoa. En el resto del territorio y también en Bizkaia ha habido descubrimientos de importancia; en la costa, destacan los hallazgos de Bermeo, Lekeitio, Forua, Ondarroa, Getaria, Zarautz, San Sebastián y Hondarribia; en el interior, los de Orduña, Salinas de Léniz, Oñati y Tolosa, pero además hay evidencias romanas en las sierras de Aralar y de Aizkorri. Este panorama contrasta radicalmente con la visión dominante hasta hace escasos años de unos territorios guipuzcoanos y vizcaínos resistentes e invictos frente al poder militar y colonizador de los romanos. 

El desarrollo de la arqueología romana y la formulación de un nuevo paradigma

En Irun, a partir del año 1969, se han ido sucediendo hallazgos romanos de gran importancia. Los primeros, incluidos los restos de una necrópolis con algo más de cien urnas de cremación y tres mausoleos, conservados en el interior de la ermita de Santa Elena, apenas tuvieron efecto en la cuestión del saltus, pero conforme se fueron intensificando las investigaciones y repitiéndose los hallazgos hasta alcanzar un corpus de cierta envergadura, fue preciso reformular el planteamiento. El hallazgo del puerto, en 1992, el primero en ser descubierto en la península Ibérica, contribuyó definitivamente a identificar la Oiasso citada por Estrabón, Plinio y Ptolomeo con la Irun actual. 

La noticia del descubrimiento se extendió rápidamente y hubo oportunidad de tratar el hallazgo con especialistas de prestigio; las colecciones de objetos recuperadas también se convirtieron en lugar de encuentro y colaboración con otros arqueólogos, obteniéndose una valoración contrastada del acontecimiento. Hubo coincidencia al considerar la importancia y trascendencia de las novedades, y este ambiente receptivo se mantuvo a la hora de plantear acciones complementarias, igualmente ambiciosas. Inmediatamente, después de que finalizara la primera excavación de la calle Santiago, se prospectaron solares de las inmediaciones, y se repitieron los sensacionales registros portuarios.

El proceso, sin embargo, fue lento y complejo. Las identidades colectivas como pueblo suelen estar muy arraigadas y sostenidas por esencias sociales profundas, compartidas, permanentes y duraderas. En el caso vasco, la resistencia a Roma estaba recogida en los manuales impartidos en todos los niveles del sistema educativo, en los asuntos administrativos y en cualquier manifestación cultural con ingredientes históricos.

El rechazo a admitir los extraordinarios hallazgos romanos de Irun fue tan rotundo y hostil que el equipo de la Fundación Arkeolan, responsable de los descubrimientos, priorizó la acción social sobre la académica. En los años inmediatamente posteriores este equipo aprovechó cualquier oportunidad para hacer didáctica de la presencia romana: radio, prensa, televisiones locales, regionales, conferencias, exposiciones y todo un amplio abanico de alternativas de divulgación. Contaban con un material de primera mano: unos muelles de madera que se habían conservado en excelentes condiciones, unas magníficas colecciones de cerámica de todo tipo y en grandes volúmenes, además de objetos de madera, de cuero, semillas… A ello se sumaba un patrimonio minero en las inmediaciones, concentrado alrededor del macizo de la Peña de Aia, que contaba con varios kilómetros de galerías y un paisaje subterráneo construido como resultado de la explotación de minerales de plata, cobre y hierro. La importancia de los yacimientos descubiertos despuntaba incluso a escala internacional y, además, los trabajos de campo (excavaciones urbanas, sondeos y prospecciones) y los estudios han tenido continuidad hasta el presente. 

En definitiva, se trataba de la consolidación de una joven arqueología romana nacida a contracorriente de las tendencias historiográficas dominantes, pero con unos resultados que son referencia en el ámbito atlántico del imperio, tanto en el aspecto portuario como en el de la minería. Una arqueología que, además, ha tenido que superar la ausencia de marcos académicos y universitarios y abrir vías alternativas de forma pionera, con espíritu de superación constante y vocación por insertar en la sociedad las novedades de los descubrimientos arqueológicos. En esta línea de trabajo, la apertura en el año 2006 del Museo Romano Oiasso en Irun, de titularidad municipal, ha contribuido definitivamente a asentar el nuevo discurso. El nuevo discurso se sustenta sobre cuatro pilares fundamentales:

El binomio saltusager

Como se ha planteado en trabajos recientes (Urteaga, 2008), el modelo de saltus y ager , una de las propuestas más queridas y arraigadas de acercamiento a la ordenación romana del territorio del País Vasco actual, no puede sustentarse en las fuentes grecolatinas. La idea de una zona atlántica, húmeda, boscosa, impenetrable y escasamente romanizada, por un lado, y por otro, la zona mediterránea fértil, cultivable, con red viaria y de centros urbanos, donde se extendió sin cortapisas el dominio romano; es decir, la dualidad entre resistentes y sometidos, indígenas y colonizados, euskaldunes y latinizados y otras tantas que han crecido al amparo de ese binomio no están presentes en las fuentes utilizadas por Caro Baroja que son Tito Livio y Plinio. Antes bien, en lo que se refiere al saltus, al vasconum saltus, puede plantearse que se trata de un punto geográfico concreto: un lugar situado en la costa cantábrica, al pie de los Pirineos, junto a Oiasso o en la misma Oiasso, si se considera el vasconum saltus como el paso sobre el Bidasoa. En caso de preferirse la relación del vasconum saltus con el distrito minero de la Peña de Aia, podría también admitirse que Oiasso fuera parte del vasconum saltus.

El vasconum saltus resulta, por tanto, un espacio económico relacionado con la explotación de las minas y con los pasos pirenaicos. Será más tarde, a fines del siglo iv, cuando los poetas, utilizando el tópico que crea la ecuación habitante del saltus igual a habitante feroz, no civilizado, peligroso, crearán la imagen del vascón incivilizado e indomable (Urteaga y Arce, 2011). Pero en este caso ya el término no tiene nada que ver con el uso que hace de él Plinio dentro de una enumeración administrativa territorial.

El mar externum

Reconducida la identidad del vasconum saltus y eliminada la versión dual del territorio, desde Arkeolan y el Museo Oiasso se ha trabajado la línea que defiende la existencia de una cultura romana atlántica con personalidad propia frente a los modelos de la romanidad mediterránea, que son los que se han estandarizado en los textos y en la imagen colectiva. En ese contexto de la cultura romana atlántica es donde se insertan las manifestaciones arqueológicas de los territorios vascos de la vertiente septentrional. La conquista romana articuló ese espacio y estableció una red de puertos que garantizaban las comunicaciones marítimas; los puertos principales se promovieron asociados a ciudades y a importantes arterias de comunicación. Además, los romanos trazaron conexiones con el Mediterráneo, mediante rutas fluviales y terrestres que comunicaban ambos mares. 

Las investigaciones presentan una comunidad que se expresa a través de una cultura material plenamente romana pero que, sin embargo, ofrece rasgos propios diferenciados. Esa comunidad presenta vocación costera y se abre a los intercambios ofrecidos por la navegación, ya que cuenta con puertos destacados como Londinium (Londres), Burdigala (Burdeos), Brigantium (La Coruña) y Oiasso (Irun). Los asentamientos del litoral son el centro de convergencia de rutas comerciales que exportan los productos llegados desde el interior y extienden su área de influencia tierra adentro, para hacer llegar mercancías y estímulos culturales hasta lugares situados a lo largo de cuencas hidrográficas alejadas del Atlántico. Es el mare externum citado en la literatura como el alter ego del mar interior, el mare nostrum.

Roma, puente de acceso a la cultura del mundo helenístico

Se ha demostrado que la colonización romana no fue una acción unidireccional, sino que originó una serie de dinámicas entre las que se intercala el proceso de integración de los pueblos indígenas y la respuesta de Roma en forma de transformaciones y mecanismos de adaptación a esas nuevas realidades. Indudablemente, el espacio que hoy corresponde a la vertiente atlántica del País Vasco estuvo incluido en ese proceso histórico. 

La integración se expresa en la adopción de una moneda única, un sistema también único de pesos y medidas, el calendario, el sistema político, administrativo, jurídico, económico, la alimentación, el vestido, el panteón de divinidades, el ejército y un larguísimo etcétera. 

Pero el aspecto que se ha destacado en el discurso identitario, y que ha contado con testimonios como la válvula de una bomba Ctesibio encontrada en el puerto romano de Oiasso o la topografía minera, así como aspectos relativos a las técnicas de apertura de galerías y explotación de materiales, ha sido el planteamiento de que estos territorios vascos formaban, además, parte de las redes de la poderosa cultura romana y que, a través de ella, recibieron los conocimientos tecnológicos del mundo helenístico. En suma, se trató de una fase histórica de extraordinaria actualización de los pueblos indígenas del área vascona como consecuencia de su integración en el Imperio. 

El latín no era una lengua impuesta u obligatoria

Los romanos fueron tolerantes con los pueblos conquistados, sobre todo en lo que se refiere a las lenguas; este extremo se encuentra recogido en una constitución del Digesto, una ley recogida por Ulpiano a propósito de las cargas que se imponían sobre las garantías de un testamento (fideicomisos): «Los fideicomissa se pueden dejar escritos en cualquier lengua, no solo latina o griega, sino púnica o gálica, o en cualquier otra de otras gentes». El latín no era una lengua impuesta u obligatoria; y, además, la ley del Digesto (que se refiere al s. ii d.C.) implica el reconocimiento de la existencia práctica y real del uso de las diversas lenguas (y eran muchas) en el Imperio. Los habitantes de Egipto romano siguieron hablando en griego y firmando sus contratos de matrimonio o sus testamentos en griego, aunque la administración del país era romana (Urteaga y Arce, 2011).

En definitiva, la cultura romana viene a ser los ojos de Narciso en los que se refleja el río de la historia antigua vasca. La metáfora pretende enfatizar que fueron ellos, los romanos, los que por vez primera describieron y nombraron el territorio y narraron los modos de vida de los indígenas. Es a través de sus fuentes como se conocen los datos escritos más antiguos sobre la geografía vasca y es, de sus manifestaciones y cultura material, de donde proceden las referencias para conocer el grado del impacto colonizador sobre las sociedades indígenas. En los ámbitos urbanos, este impacto fue semejante al resto de lo ocurrido en los demás espacios del Atlántico, lo que les permitió actualizarse y situarse en la vanguardia histórica. Al fin y al cabo, para los vascones fue un curso acelerado e intensivo que en menos de dos siglos les permitió garantizar su supervivencia y salir reforzados de cara a la situación geopolítica de los siglos venideros.

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