Este texto forma parte de las actas de un encuentro que tuvo lugar hace unos años en Barcelona, pero que publicamos aquí por primera vez dada la importancia de esta reflexión, de notable clarividencia hoy en día. En efecto, es necesario recuperar el enfoque de Edgar Morin en una época en que la unificación tecnoeconómica ha producido una dislocación sociocultural que, en muchos casos, amenaza la originalidad y la singularidad cultural, étnica y nacional. De ahí, vemos una peligrosa reacción de repliegue en torno a la nación, la etnia e, incluso, la religión. Para el autor, el pensamiento del sur debería ser únicamente complejo, para retomar el sentido original en latín de la palabra complexus :«lo que se teje unido». El pensamiento complejo es aquel que reúne lo que se ha separado artificialmente. En su artículo sobre la historia y la memoria del Mediterráneo, Edgar Morin nos proporciona ejemplos para una reflexión sobre la cultura.
¿Qué es el Sur? Para empezar, es un concepto falsamente claro. Es evidente que el Sur se define con respecto al Norte, pero un sur como el que representa el Magreb con respecto a Europa es un norte para África. En Europa, Italia es un país meridional que tiene su propio norte, con Milán y Lombardía. Francia, un país del Norte, tiene su sur: la Provenza y el Languedoc. Y São Paulo, metrópolis del Sur, está toda ella impregnada de Norte. El concepto de sur es relativo. Por lo tanto, debemos evitar cualquier reificación o sustancialización del término «sur». El Norte, por su parte, no se puede concebir como una entidad geográfica. Es muy heterogéneo y, por supuesto, no estamos hablando de Rusia, culturalmente más cercana al sur de Europa que al norte anglosajón, ni obviamente de Siberia. Tampoco se puede concebir como un ideal tipo a la manera de Max Weber, ni es un concepto reduccionista que olvidaría todas las cualidades que provienen del Norte. De hecho, lo que en la actualidad llamamos Norte hace unas décadas recibía la denominación de Occidente en oposición a Oriente; se convirtió en Norte en oposición a Sur cuando el término Tercer Mundo cayó en desuso. En efecto, para el Sur existe una hegemonía del Norte, que es la hegemonía de la técnica, la economía, el cálculo, la racionalización, la rentabilidad y la eficacia. Conceptos que no hay que rechazar, pero respecto a los cuales un pensamiento del Sur debe, sin duda, expresarse de manera consciente y crítica, sobre todo porque esa hegemonía insufla su dinamismo a todo el planeta. Especialmente ahora que el Norte está devorando –o trata de devorar– al Sur.
Por supuesto, hay varios sures, muy diferentes entre sí pero sometidos todos ellos a un mismo concepto, procedente del Norte, de atraso, subdesarrollo, imperativo de desarrollo y modernización. Esa visión impide darse cuenta de que en los sures existen cualidades, virtudes, estilos de vida y sistemas de conocimiento que no solo habría que salvaguardar, sino también propagar entre los nortes.
Para lograr la plena conciencia de las cualidades y virtudes del Sur se necesita un pensamiento del Sur. Ese pensamiento se debe elaborar a partir de las experiencias de los distintos sures.
Conviene, no obstante, hacer una precisión preliminar. He dicho que norte y sur eran conceptos relativos. Hay que añadir que no se debe idealizar ni menospreciar ninguno de los dos. Cualquier cultura o civilización (en este caso la distinción entre ambos términos carece de importancia) tiene sus cualidades, virtudes, quimeras y defectos. La cultura del Norte, nacida del Occidente europeo y desarrollada en el mundo anglosajón, ha aportado a la democracia representativa los derechos humanos, los derechos de las mujeres y las autonomías individuales. Pero también tiene profundas carencias al centrarse en el poder y los progresos materiales; tiene sus cegueras y quimeras, como el ocultamiento hasta hace poco de la relación vital entre lo humano y el mundo natural, o como el mito de un progreso concebido como ley ineluctable de la historia humana. En lo que se refiere a los sures, son demasiadas las culturas en las se mantiene la autoridad incondicional de los poderes políticos y religiosos, la dominación del hombre sobre la mujer y prohibiciones de todo tipo.
El universo de pensamiento que proponemos es el del rechazo de la reducción (de algo complejo a uno de sus elementos) y la disyunción (que separa ideas aparentemente antagónicas pero complementarias). ¿Cuál podría ser la aportación del Mediterráneo a la elaboración de ese pensamiento?
Sin duda, existe el legado más antiguo, que es el de una divinidad universal, que ya el faraón Akenatón quiso reconocer y adorar a través del sol. El dios universal reapareció en la Biblia y los evangelios y expulsó a los múltiples dioses de las religiones politeístas. Pero, por mi parte, en un pensamiento del Sur, yo conciliaría el sentido de la diversidad concreta de la naturaleza, expresada por los dioses de los antiguos politeísmos, sobre todo el griego y el latino, y el sentido de la unidad del universo expresado por el Dios único.
A partir de Pablo de Tarso se manifestó una religión dirigida a todos los seres humanos: «ya no hay judíos ni gentiles». Dicha religión conllevaba una fuente de universalidad concreta que abordaba la multiplicidad humana en sus diferentes etnias, y que se volverá a encontrar en el islam y luego, laicizada, en el humanismo europeo.
Encontramos otra fuente de universalidad en el legado helénico: todo ser humano está dotado de razón, y eso le confiere competencias sobre la política de la ciudad. La diosa Atenea no dirige la ciudad de Atenas, sino que la protege. Quien la dirige es la asamblea de ciudadanos. Y en la democracia, al igual que en la filosofía ateniense, el debate desempeña un papel fundamental: es el camino a la verdad. Además, la filosofía se define no solo como una búsqueda de sabiduría sino, sobre todo, como una voluntad de reflexionar sobre todas las cosas.
También debemos asumir el legado universalista del Imperio Romano, puesto de manifiesto por el edicto de Caracalla, que reconocía los derechos del ciudadano romano a cualquier habitante del Imperio, independientemente de su origen étnico.
Asimismo, debemos asumir el mensaje del Renacimiento –otro mensaje del Sur–, y el mensaje que debemos aceptar y recuperar es: «problematizar». El Renacimiento es un movimiento del espíritu en el que se problematiza el mundo: «¿Qué es el mundo?». Se problematiza al hombre: «¿Qué es el hombre?». Se problematiza la naturaleza: «¿Qué es la naturaleza?». Se problematiza a Dios: «¿Qué es Dios? ¿Existe?».
De esa problematización nació un humanismo. La palabra «humanismo» tiene dos caras. Y una de esas caras debemos abandonarla. Es la del hombre dominante, llamado a convertirse en amo y poseedor de la naturaleza, según la fórmula de Descartes. Debemos rechazar ese humanismo arrogante, porque ahora sabemos que cualquier voluntad de dominar la naturaleza degrada no solo a dicha naturaleza, sino también a nuestra humanidad, inseparablemente unida a ella, y de la que depende incluso más que de nosotros mismos. La otra cara del humanismo es el valor y la dignidad de cualquier ser humano, sea quien sea y venga de donde venga. Ese es el humanismo que debemos no solo asumir, sino también propagar en una era planetaria en la que toda la humanidad comparte una comunidad de destino.
También debemos asumir el legado del Renacimiento porque hoy, de nuevo, debemos problematizar el mundo. Nuestro universo ya no es el de Copérnico y Galileo, en el que el sol ocupaba el centro. Es un universo absolutamente gigantesco donde no hay centro, donde la Tierra es el minúsculo planeta de un minúsculo sol, un astro menor de una pequeña galaxia periférica.
Debemos problematizar lo real: ¿dónde está la «verdadera» realidad? ¿En las partículas y átomos? ¿En los objetos que percibimos? ¿En nuestro espíritu? ¿Qué significa la realidad hoy en día?
Debemos volver a problematizar nuestra relación con la naturaleza, que considerábamos formada por objetos que se pueden manipular, domesticar o destruir, cuando en realidad estamos inseparable y vitalmente unidos a ella.
Debemos volver a problematizar nuestras creencias y credos, empezando por nuestra creencia en el progreso irreversible de la humanidad.
Por último, debemos problematizar el propio instrumento de la problematización, que es la razón. Debemos empezar a entender que la razón no es única, monolítica y simple. Existe una racionalidad abierta que reconoce los límites de sus capacidades de percepción y no puede sino reconocer el misterio del universo. Existe la racionalidad teórica, que elabora sistemas de ideas. Existe la racionalidad crítica, que arremete contra las creencias infundadas. Existe la racionalidad autocrítica, que examina racionalmente la propia cultura y la propia persona. Existe la razón cerrada, incapaz de aceptar los argumentos y los hechos que le llevan la contraria. Existe la racionalidad ardiente, impulsada por una pasión. Y existe la racionalidad gélida del cálculo. Existe una racionalidad degenerada, que es la racionalización basada en una lógica implacable y limitada. Existe la racionalidad instrumental al servicio de los delirios y las crueldades humanas. Por supuesto, tenemos que regenerar lo que sirve de base a la virtud de la racionalidad, la capacidad teórica, la capacidad crítica, la denuncia de los dogmas, la resistencia al anatema y, sobre todo, también la capacidad autocrítica, aún muy poco desarrollada.
Los legados mediterráneos debemos combinarlos con el legado africano y el sudamericano. Por muy distintos que sean, todos ellos implican unos sistemas míticos o religiosos de integración en el cosmos y la naturaleza, cuya verdad profunda debemos extraer y vincular a nuestra nueva conciencia ecológica, que reconoce nuestra integración en una biosfera que sigue degradándose a causa de la globalización, impulsada por el Norte. Existe el legado de las tradiciones de solidaridad, que no hay que destruir sino integrar. Existen conocimientos múltiples, saberes, sobre el mundo mineral, vegetal y animal que tenemos que incorporar. Existen estilos de vida muy diversos y ricos, incluso en las pequeñas sociedades indígenas de América del Sur y África.
Así, al reunir y combinar todos sus legados, un pensamiento del Sur será capaz de plantear una nueva y gran problematización.
Empecemos por problematizar la mundialización, ese proceso que dio comienzo a finales del siglo xv con la conquista de las Américas y la navegación alrededor del mundo, que se desarrolló mediante la colonización y la esclavitud y que, a partir de los años 90, se desplegó en forma de globalización. Una globalización que avanza desenfrenada. La ciencia, la técnica, la economía y el lucro son los motores del dinamismo que propulsa a la nave espacial Tierra. Ese dinamismo científico-técnico-económico ha propiciado la aparición de nuevos peligros para toda la humanidad, con la proliferación de armas nucleares, la degradación de la biosfera y las policrisis planetarias. También con los nuevos conflictos étnico religiosos, que desgarran nuestro planeta y pueden desembocar en el uso de armas de destrucción masiva.
Hoy somos testigos y víctimas de una crisis económica derivada de la falta de regulación de una economía mundial corrompida por la especulación. Esa crisis se enmarca en un conjunto de crisis. Crisis de la relación entre los humanos y la naturaleza, como ponen de manifiesto las múltiples degradaciones de la biosfera. Crisis de las sociedades tradicionales, que tienden a desintegrarse bajo el dinamismo de esa globalización que es, de hecho, una occidentalización. Crisis de la propia modernidad, ya que la modernidad lograda en los países de Europa Occidental y Estados Unidos no solo ha incumplido las promesas de una vida mejor, liberada y armoniosa, sino que, bien al contrario, ha propiciado un nuevo malestar de civilización. Crisis de la modernidad también, en el sentido de que lo que justificaba su devenir era la idea –convertida en dogma universal del siglo xx– de que el progreso era una ley irresistible de la historia humana. Sin embargo, progresivamente hemos ido descubriendo, que los motores del progreso –como la ciencia, la técnica y el desarrollo– eran profundamente ambivalentes. También hemos descubierto que la promesa está muerta, que el futuro es incierto y que el mañana es un desconocido. La autodestrucción de la idea de progreso nos ha llevado a una crisis del futuro. Y en la crisis del futuro, en la angustia del presente, ¿qué nos queda sino el regreso a las raíces, es decir, al pasado? El filósofo checo Patocka es quien ha formulado la visión más clara: «El porvenir está problematizado y lo estará para siempre». Lo que quiere decir que la aventura humana es una aventura desconocida.
Así pues, tenemos todas esas crisis que se unen en la crisis del desarrollo. Bien es cierto que el desarrollo nos ha traído bienestar, autonomías individuales y emancipaciones mediante la creación de nuevas clases medias. Pero el desarrollo también ha traído la destrucción de las solidaridades tradicionales, nuevas corrupciones, el crecimiento de las desigualdades en todo el planeta y enormes miserias. Y tenemos el espectáculo –en Asia, América Latina y África– de las megalópolis con enormes «suburbios» o periferias indigentes. Como afirma acertadamente el pensador iraní Majid Rahnema, la miseria ha expulsado a la pobreza. En efecto, la prosperidad de las nuevas clases medias ha expulsado a una parte de la pobreza, pero la pobreza que permitía una vida mínimamente digna se ha visto expulsada en gran medida por la miseria, que es dependencia y humillación.
Así pues, estamos viviendo la crisis del desarrollo, que es, al mismo tiempo, la crisis de la occidentalización y la crisis de la globalización, tres caras de la misma crisis.
La crisis de la globalización es también la crisis de la unificación tecnoeconómica del mundo. Esta tuvo lugar tras el hundimiento de las así llamadas economías socialistas –la Unión Soviética, China y Vietnam– mediante la globalización del capitalismo y las telecomunicaciones, que facilitan la intercomunicación inmediata de todos los puntos del planeta (teléfono, Internet); se ha producido, por lo tanto, una extraordinaria unificación del planeta. No obstante, dicha unificación coincide con desintegraciones de todo tipo: la Unión Soviética se divide en naciones nuevas y a veces antagónicas, como Azerbaiyán, Armenia, Georgia y la propia Rusia. Después de 1990, el resurgimiento del nacionalismo croata y serbio desintegró una nación aparentemente consolidada, Yugoslavia, y provocó una guerra atroz contra la cual Europa se reveló impotente. Luego, Checoslovaquia se dividió en dos. En todas partes, dentro de las naciones han entrado en acción fuerzas centrífugas, y las etnias reivindican su voluntad de convertirse en naciones.
Esta coincidencia es comprensible porque la unificación tecnoeconómica ha dado pie a un desmembramiento sociocultural: esa unificación conlleva una homogeneización de civilizaciones que, en numerosos casos, amenaza las originalidades y las singularidades culturales, étnicas y nacionales. De ahí la reacción de repliegue en la nación, la etnicidad e incluso la religión. El proceso de unificación provoca más desmembramiento ya que, al mismo tiempo, la incertidumbre histórica ha comportado la desaparición de la fe en el progreso, la desaparición de la esperanza en un mundo nuevo y la angustia ante el presente, lo que ha contribuido al ensimismamiento de las naciones y los espíritus, y al retorno al pasado religioso, étnico y/o nacional.
Asistimos al desencadenamiento combinado de dos flagelos para la humanidad. El primero de ellos es la unificación abstracta y homogeneizadora que destruye las diversidades. El segundo flagelo es el ensimismamiento de las singularidades, que se vuelven abstractas ya que se abstraen del resto de la humanidad. Sufrimos el proceso de dos abstracciones de distinta naturaleza.
Debemos ahora entender el vínculo entre la unidad humana y la diversidad humana. Es evidente que existe una unidad anatómica, genética, fisiológica, cerebral y afectiva de todos los seres humanos, pero esa unidad se expresa de una manera extremadamente diferenciada. No hay dos individuos idénticos, incluso los gemelos univitelinos se diferencian entre sí. Y la cultura (es decir, todo lo que aprendemos, los conocimientos, el saber hacer, las creencias y mitos, etc.) universal solo existe en la humanidad gracias a las culturas singulares –la música solo existe gracias a las músicas, etc.–, por lo que el tesoro de la unidad humana es la diversidad y el tesoro de la diversidad humana es la unidad.
Leibniz decía: «El uno conserva y salva al múltiplo». Esa orientación fundamental podría indicarnos el camino para salir del antagonismo entre la diversidad encerrada en sí misma y la unidad abstracta, un camino que un pensamiento del Sur debería concebir.
Nos hallamos frente a la crisis de la humanidad que no consigue acceder a la humanidad. Nos hallamos frente a un planeta que corre peligro, mientras persigue el dinamismo triunfante de la técnica, la ciencia y la economía. Decía Heidegger, con gran lucidez, que creíamos estar en un nuevo Siglo de las Luces, pero en realidad nos habíamos adentrado en la noche y la oscuridad.
Ahora bien, lo que es hegemónico en el Norte provoca una ceguera sobre la globalización y la crisis de la humanidad. Es la ceguera del pensamiento basado esencialmente en el cálculo, ciego a la existencia, a la alegría, al sufrimiento, a la desgracia, a la conciencia; ciego a lo que hay de humano en la humanidad.
La visión productivista/cuantitativista del Norte ignora cualidades como la calidad de vida. Por tal motivo, uno de los mensajes del Sur debería ser «antes mejor que más», y a veces «¡menos, pero mejor!» Por supuesto, cuando hablamos de los necesitados, más y mejor deben ir juntos. Pero cuando vemos el proceso global de producción y consumo de objetos –algunos con cualidades ilusorias, otros muy pronto obsoletos, muchos de ellos desechables y no reparables–, las modas superficiales y el derroche de energías, tiempo y bienes, nos damos cuenta de que nuestra civilización suscita y sufre innumerables intoxicaciones consumistas.
El pensamiento dominante del Norte se basa en la reducción de lo complejo a lo sencillo y en la disyunción, es decir, la separación de lo que, en realidad, es inseparable. El espíritu de reducción ha permitido aislar la célula, la molécula, el átomo y la partícula. Gracias al espíritu de disyunción, se han podido desarrollar disciplinas productoras de conocimientos que nos han llevado a revisar por completo nuestra visión del mundo y la vida. Pero la especialización de las disciplinas cerradas, extrañas entre sí, da primacía a un pensamiento que se convierte en miope al aislar los objetos de sus contextos y vínculos naturales. Ese pensamiento es ciego a lo global y fundamental, porque los conocimientos separados no nos dejan captar la complejidad de los fenómenos globales y el carácter fundamental de nuestros problemas vitales.
El pensamiento basado en el concepto de homo economicus, guiado únicamente por el interés personal, es ciego a todo lo que escapa a ese interés, el amor, la entrega, la comunión y el juego. Se puede afirmar incluso que las conquistas del Norte, tan importantes en el terreno del individualismo y que facilitan una vida independiente, también han dado lugar a procesos egoístas y egocéntricos vinculados a la degradación de las solidaridades tradicionales y del sentimiento de responsabilidad respecto al todo del que formamos parte.
Ahora bien, en la ética existen dos fuentes que son vitales para los individuos y las sociedades humanas: la solidaridad y la responsabilidad.
Según la visión hegemónica del Norte, los conocimientos de un especialista competente en un ámbito sustituyen al pensamiento, que enlaza ámbitos distintos. Los conocimientos son fragmentarios y, en cambio, el pensamiento conecta. ¿Qué es lo que triunfa tras la pérdida de lo fundamental y lo global? Lo que triunfa son las ideas fragmentarias cerradas. Lo que triunfa al mismo tiempo son las ideas globales huecas que ignoran sobre todo el vínculo entre unidad y diversidad. Lo que domina es la causalidad mecánica, la causalidad determinista, que es la de las máquinas artificiales que producimos en las fábricas. Y esa causalidad determinista, cronometrada, lineal, la aplicamos cada vez más a los individuos y las sociedades.
No obstante, debemos tener en cuenta que ni el ser humano ni la sociedad humana son máquinas triviales. Una máquina trivial es una máquina totalmente determinista cuyos outputs conocemos cuando conocemos sus inputs: si conocemos las informaciones y los programas que entran en ella, conoceremos los comportamientos y los resultados que saldrán. Ahora bien, todo lo que le ha ocurrido a la humanidad proviene del hecho de que no somos máquinas triviales. Pensemos, además, que los grandes profetas –Jesús y Mahoma–, los grandes filósofos, los grandes científicos, los grandes músicos –Mozart y Beethoven– y los grandes estadistas no eran máquinas triviales ya que nos han aportado lo inesperado y lo creativo. Pero también cada uno de nosotros, aun esclavizados a lógicas triviales, escapamos de la trivialidad gracias a nuestras aspiraciones, nuestros sueños, nuestros arrebatos amorosos o estéticos y nuestras transgresiones.
La lógica de la eficacia, la previsibilidad y el cálculo, cronometrada e hiperespecializada, se ha extendido a numerosos sectores de nuestra vida, empezando por las administraciones, donde la burocracia gangrena el ejercicio de la gestión. Esa lógica asume el mando del mundo urbano e incluso del rural, con la agricultura y la ganadería industrializadas. Llega a invadir la educación con el objetivo de destinarla a la preparación de profesionales eficientes y rentables. Invade la vida cotidiana. Invade el consumo, las normas, el ocio y los servicios. Existe lo que Ritzler ha llamado «la macdonaldización de la sociedad». En otras palabras, una forma cerrada de racionalización se está extendiendo por el planeta y esa racionalización produce una irracionalidad total.
Se habla del pensamiento único en política. Pero el pensamiento único en política es solo una de las ramas de un pensamiento reduccionista y disyuntivo a la vez que impera en todos los ámbitos y que también afecta a los detractores del pensamiento único, que hacen denuncias justas pero son incapaces de articular la más mínima propuesta capaz de abrir un nuevo camino.
Por último, la lógica del Norte es ciega a las realidades del Sur, que considera una muestra de atraso, arcaísmo y pereza. El pensamiento del Norte está hecho para tratar los problemas organizativos de tipo técnico, práctico y cuantificable, es decir, la prosa de la vida. Pero la vida humana no es solo prosa. La prosa es lo que hacemos por obligación, por imposición, para ganarnos la vida, y a menudo al ganárnosla la perdemos. La prosa nos hace sobrevivir. Pero vivir es vivir poéticamente, es decir, en el amor, en la comunión, en la autorrealización, en la alegría, rozando los límites del éxtasis. Cito a continuación las palabras de Hölderlin: «Poéticamente el hombre vive en la Tierra». De hecho, vivimos en la Tierra prosaica y poéticamente. Pero como la prosa tiende a invadir nuestra vida, ¿no es misión del pensamiento del Sur recordar el carácter fundamental de la poesía del vivir? Sobre todo porque hay en el Sur distintos tipos de saber vivir: un saber vivir en la plaza pública, un saber vivir extrovertido, un saber vivir en comunicación, un saber vivir que comporta hospitalidad, y un saber vivir que mantiene las cualidades poéticas de la vida.
No lo digo para rechazar totalmente la lógica del Norte. Creo que debemos adaptar lo que viene del Norte. Debemos beneficiarnos de sus aportaciones. Lo necesitamos sobre todo con respecto a los derechos; los derechos de las mujeres, a menudo muy subestimados en el Sur; la emancipación de adolescentes y jóvenes, que es una aportación positiva; las ideas de autonomía individual, siempre que se combinen con el sentido de la solidaridad que aún suele encontrarse en el Sur. Creo que debemos integrar las aportaciones beneficiosas del Norte, rechazar sus aportaciones perversas y dañinas y, sobre todo, recusar su hegemonía. A partir de ahí, debemos ser capaces de mostrar un camino.
En efecto, el pensamiento del Sur debería estar preparado para afrontar las complejidades de nuestra vida, la complejidad de las realidades humanas y «la insostenible complejidad» del mundo. El pensamiento del Sur solo puede ser complejo porque, según el significado originario de la palabra latina complexus, «lo que se teje a la vez», el pensamiento complejo es el que conecta lo que ha sido separado artificialmente. Ha adoptado como misión el adagio latino sparsa colligo: intento reunir lo disperso. Y en este sentido, el pensamiento del Sur sería un pensamiento que conectaría y, por lo tanto, sería apto para revivir los problemas globales y fundamentales. Es un pensamiento que reconocería, defendería y promovería las cualidades y la poesía de la vida, sobre todo porque el Sur sigue siendo el depositario de esa poesía que a menudo el Norte considera un atraso o un simple folklore que se puede comprar, durante los períodos de vacaciones, disfrutando del sol y el mar.
Por otra parte, como ya saben, en el Norte nacieron –antes ya de la era industrial– las grandes nostalgias por el Sur. Es Goethe quien le hace decir a Mignon: «¿Conoces el país donde florece el limonero?». Es Hölderlin quien habla, asombrado, deslumbrado, de Grecia, de Patmos. Es Durrell quien disfruta de Alejandría. El Norte también necesita al Sur. Lo que va a buscar en las vacaciones significa algo más profundo que una necesidad superficial de descanso. Pero, por supuesto, la visión cuantitativa ignora el problema esencial: la calidad de vida. Una vez cargadas las pilas con la energía meridional, volvemos a las ocupaciones, los negocios, la técnica y el poder.
El pensamiento del Sur está llamado a reproblematizar la sabiduría. Como ya saben, uno de los grandes legados de la Antigüedad, griega y romana, es la búsqueda de la sabiduría. No obstante, la idea de una sabiduría identificada con una vida razonable y razonada, opuesta a una vida de pasión, no es satisfactoria porque hemos entendido –sobre todo tras los estudios de Damasio y Jean-Didier Vincent– que la razón pura no existe. Incluso el matemático entregado al cálculo más racional siente una pasión por las matemáticas. No hay razón sin pasión. En cambio, la pasión sin ese vigilante que es la razón se pervierte y se transforma en delirio. Por lo tanto, la nueva sabiduría debe buscar la «dialógica» –diálogo permanente, complementariedad en el antagonismo– entre la razón y la pasión. No hay pasión sin razón, y no hay razón sin pasión. No es una sabiduría que se pueda programar; es una especie de recordatorio que debe regenerarse sin cesar para guiarnos en la vida. A partir de ese momento, la nueva sabiduría reconoce las virtudes de la poesía, es decir, del amor y el sentido de comunidad.
Así pues, la misión del pensamiento del Sur sería recuperar lo concreto, la existencia, la afectividad que hay en nuestras vidas. Recuperar lo singular, no disolverlo en un universal abstracto, sino integrarlo en lo universal concreto que vincula la unidad con la diversidad. Recuperar el contexto y lo global. Es un pensamiento que debería llamar a recuperar las solidaridades concretas y no solo las solidaridades que se han degradado en nuestras civilizaciones occidentalizadas o nordificadas, sino también la nueva solidaridad planetaria que necesitamos con urgencia. Queremos una globalización de la solidaridad y la comprensión, una religión de la fraternidad humana en la que yo llamo la Tierra-patria.
El pensamiento del Sur debería instaurar unos valores que en él se han mantenido fuertes, como el sentido del honor y la hospitalidad. Debería promover la regeneración ética con el fin de regenerar las solidaridades y responsabilidades, defendiendo la autonomía moral e intelectual. Dicha autonomía, doble y una, implica la búsqueda de la verdad y la apertura estética que nos hace experimentar profundamente las emociones provocadas por las artes, la literatura o el espectáculo de la naturaleza.
Seamos conscientes de que, cuando esa autonomía individual se degrada, se instalan en nosotros el nihilismo y una estética frívola, opciones indefendibles que propician el retorno de las creencias absolutas y limitadas que habíamos creído superar, el retorno a los fanatismos y las intolerancias.
Por último, seamos conscientes de que, para dominar las ansiedades de todo tipo azuzadas por la crisis de la humanidad, las únicas respuestas a la angustia, incluida la angustia de la muerte, se encuentran en la comunidad, en el amor, en la propia entrega.
Así pues, esos son los problemas de la humanidad en este tercer milenio. Esos son los caminos de la salvación. Ya que el Norte no puede hacerlo, el Sur será quien tendrá que asumir la condición humana.
La nave espacial Tierra se encuentra entre la noche y la niebla. Probablemente se precipita hacia catástrofes, hacia el abismo… Pero, afortunadamente, en la historia de la humanidad a veces ha ocurrido lo improbable. Y tal vez una de las cosas improbables más admirables de la historia tuvo lugar en el Sur, en el sur de Europa, en Grecia, cinco siglos antes de nuestra era. Un imperio gigantesco, el imperio persa, que ya había absorbido todas las ciudades griegas de Asia Menor, se lanzó a la conquista de la pequeña ciudad de Atenas para proceder a su absorción definitiva. Sin embargo, contra todo pronóstico, el reducido ejército ateniense, con la ayuda de los espartanos, pudo resistir en Maratón e hizo retroceder al enorme ejército persa. El imperio persa atacó, por segunda vez, a Atenas y esta vez la conquistó, la incendió y la saqueó; todo parecía perdido. Pero la flota griega tendió una trampa, en el golfo de Salamina, a la enorme flota persa, que, al pasar por el cuello de botella, vio cómo destruían todos sus barcos, uno tras otro. Tras Salamina, Atenas ya no volvió a sufrir el peligro persa y, unas décadas más tarde, ahí nacieron la democracia y la filosofía. Así pues, ese triunfo de lo improbable dio origen a nuestra cultura.
Hoy podemos recuperar la esperanza en lo improbable. Esa esperanza carece de certeza científica, porque se ha abolido la supuesta certeza científica del progreso. Es una esperanza que no obedece a ninguna promesa histórica, tras el hundimiento de todas las promesas de un futuro mejor, como el radiante futuro soviético. Es una esperanza que es solo esperanza, pero que es la esperanza. ¿Tenemos alguna base para crearla?
Podemos crearla primero a partir de la idea de crisis, porque una crisis, que implica enormes peligros de regresión y destrucción, también implica posibilidades de imaginación creativa, diagnóstico pertinente y creación de una vía de salida. ¿Por qué se produciría un despertar creativo? Porque en todas las sociedades, al igual que en todos los seres humanos, hay capacidades creativas dormidas. Para aclarar lo que quiero decir, recurro al ejemplo de las células madre que duermen en nuestra columna vertebral, en nuestro cerebro, y que, polivalentes, tienen capacidades regenerativas increíbles para fabricar hígado, bazo, cerebro y piel. La biología y la medicina las despertarán tarde o temprano.
Tomo las células madre como metáfora para decir que en las sociedades duermen unas capacidades generativas que se despiertan en tiempos de crisis. Sobre todo porque, en todas las sociedades rígidas y estandarizadas, donde los espíritus están casi domesticados, esas capacidades existen y se despiertan en personas que escapan a las normas: poetas, escritores, músicos, investigadores, artesanos… Por lo tanto, esas habilidades creativas pueden despertar con la crisis y el peligro.
También existe la aspiración a la armonía, presente en toda la historia de la humanidad. Pero, sometidos como estamos a la organización social, las compartimentaciones y las jerarquías, preservamos como podemos trozos, pequeños fragmentos de armonía en nuestra vida cotidiana: en fiestas, comidas con amigos, partidos de fútbol y amoríos. La aspiración a la armonía se expresó en los paraísos, el cristiano y el musulmán. Se expresaba en las ideas libertarias socialistas y comunistas, pero el destino histórico quiso que sucumbiera a la decepción y el engaño. Se manifestó en las revueltas juveniles de Mayo del 68, volverá a aparecer bajo una nueva forma y, en mi opinión, todavía suscitará regeneraciones.
Cuando un sistema no es capaz de resolver sus problemas vitales y fundamentales, se desintegra, o es capaz de metamorfosearse, es decir, de engendrar un metasistema más rico que pueda resolver esos problemas. En la actualidad, el sistema Tierra no puede resolver sus problemas vitales: el hambre, que ha vuelto; la muerte de la humanidad, encarnada por las armas nucleares; la degradación de la naturaleza; la economía desencadenada. Así pues, nuestro sistema está condenado a la muerte o la metamorfosis. Por supuesto, la metamorfosis no se decreta. La metamorfosis no se programa. Ni siquiera se puede prever la forma que adoptaría la nueva sociedad, tal vez a escala mundial; una sociedad que evidentemente no debería negar las patrias, pero que crearía una verdadera Tierra-patria. Así pues, busquemos, busquemos los caminos, los caminos sin duda improbables pero posibles, que nos permitirán avanzar hacia la metamorfosis. Esa sería la misión grandiosa y universal del pensamiento del Sur.