El estrecho (imaginario) de Averroes

Driss Ksikes

Escritor y director de la Fondation HEM de Casablanca

Cuenta el novelista Driss Ksikes: No he pretendido reemplazar a los eruditos que saben mucho más que yo de filosofía medieval, las sutilezas del aristotelismo y la particular aportación de Ibn Rushd, ni tampoco aspiro a relatar, en una novela histórica, una antigua fábula de hace ocho siglos. Lo que, en realidad, he pretendido es cerrar la brecha, aún abierta, entre el Averroes adulado y cuestionado, que ejerció una gran influencia en el racionalismo occidental, e Ibn Rushd, el filósofo árabe durante largo tiempo olvidado y a menudo reducido a su identidad teológica y médica. Lo he hecho a través de Adib, hoy profesor de filosofía en un centro de secundaria en la periferia de Casablanca y cronista, a ratos, en la radio. Lo que Adib vive en el presente y lo que cuenta sobre el pasado se interrelacionan y producen el material de esta novela-ensayo, en la que nos preguntamos: «¿Quién teme aún a Ibn Rushd?»


La fractura original

Más que a través de libros y revistas, cobré conciencia de la pérdida inconsolable de Ibn Rushd –anunciaba Adib detrás del atril al comenzar la última parte de su relato– el día que fui a buscar su tumba originaria en Marrakech. Todavía me acuerdo de ese increíble episodio. En aquel entonces, estaba en la universidad, a punto de obtener mi primer título de filosofía.

Ese viaje a Marrakech no estaba previsto en el programa. Fui, más que nada, en busca de aire seco y descanso para mis bronquios, puestos a prueba a intervalos irregulares. Un amigo me había indicado vagamente dónde estaba el sombrío mausoleo. Bab Taghzout. Unos textos antiguos me habían advertido del simbolismo del recinto. Pero nadie me había advertido de la miseria del entorno.

Había demasiadas piedras desperdigadas por el camino lleno de baches que llevaba a la tumba. No había ningún nombre. Ba Allal, guardián ciego y hombre humilde y cultivado que en otros tiempos contaba cuentos en la plaza Jamaa el Fna, se sorprendió de que me dirigiera a él directamente. Sentado en el suelo, se enderezó de inmediato para oír mejor mi pregunta extraña, incongruente:

–Dime, Sidi, ¿es cierto que aquí enterraron primero a Ibn Rushd?

Tras cabecear de un modo que yo no sabía si interpretar como una afirmación o una manera de tomar impulso para soltar su discurso, me puso una mano en el hombro para apoyarse en mi cuerpo y dio por fin rienda suelta a sus palabras.

–Escucha, hijo mío. Esta puerta desvencijada, este nombre al revés, este espacio abandonado a los perros callejeros, es una prueba de que la brecha es demasiado antigua, de que la desolación es una pesada herencia imposible de asumir y de que no sabemos dónde empezar de nuevo para volver a dar sentido a esta vida que nos une a todos, desde hace tanto tiempo, solitarios y sin brújula.

–Sí, pero ¿confirmas que aquí es donde primero enterraron el cadáver de Ibn Rushd?

–Escucha, hijo mío –dijo con el mismo tono–. Este vacío, esta gente que deambula desorientada, que viene aquí, agolpándose codo con codo a las puertas de este cementerio venerado, esperando un regalo del cielo aunque estén cargados de títulos, son la prueba de que aquí el saber se considera solo como una fruta que hay que consumir, no como una semilla que florece.

–Pero, ¿saben que, antes de acoger a este santo, fue la última morada de Ibn Rushd entre nosotros? ¿Que antes de ser la tumba del santo, fue la del filósofo?

–Escucha, hijo mío. Los santos salvan a las multitudes del temor a la nada. Los filósofos inquietan a las multitudes. Se quedan en casa. Entre sus libros. Solos. No se mezclan con nadie. Es así. Desde siempre…

Podía seguir hablándome así hasta el infinito, confiesa Adib. Era como una antigua plegaria que iba salmodiando, en bucle, y de la que me llegaban algunos fragmentos cuando se expresaba en voz alta. Tuve que volver a verlo, insistir y comprarle algunos dátiles y leche para disipar su desconfianza, poner en marcha su memoria y volver a dar vida a su verbo narrativo.

Sabía muchas más cosas que los escasos escritos que mencionaban someramente lo que sucedió con la tumba de Ibn Rushd. Al regresar del viaje, lo resumí todo en unos cuadernos de espiral de los que nunca me separaba y que conservé como un precioso botín. Me confió más o menos lo siguiente:

–Escucha, hijo mío. Cuando Ibn Rushd fue convocado desde su destierro por el sultán Yaacub al-Mansur (en 1197, dicen) y sometido a arresto domiciliario en Marrakech, fue consumiéndose hasta fallecer. Dejaron entonces su cadáver en el fondo de este agujero, lejos de los suyos, durante tres meses. Sí, solo tres meses. Los jurisconsultos que llevaban el registro de los muertos no querían saber nada del asunto. Los ortodoxos fuqaha, a quienes miraba por encima del hombro por considerarlos taimados, dogmáticos e intolerantes, aún le guardaban resentimiento tras su muerte. Los hipócritas que componían versos depravados para insultar su memoria lo exponían a la profanación. Las grandes familias que estaban celosas de la suya se sumaron a las críticas. Y el sultán, indiferente, aliado de todos los campos, dejó a los enterradores libres de hacer lo que quisieran.

–Ya ven –dijo Adib a la atónita audiencia–, solo lo reclamaron los supervivientes de su familia que se habían quedado en Andalucía. Así pues, una mula transportó a partes iguales, en un flanco, el ataúd que protegía los despojos del cadáver y, en el otro, sus últimos manuscritos empaquetados. Esos rastros, corporales y espirituales, de Ibn Rushd constituían un equilibrio perfecto. Se enviaron aquí a Córdoba, entre ustedes, a un cementerio privado en el que se reunió por fin con sus antepasados. El traslado se efectuó por el estrecho de Gibraltar, cuyo nombre bien podría haberse cambiado por el de Averroes en recuerdo de esa expedición.

Al oír a Adib referirse así, sin más explicaciones, a ese cambio de nombre del estrecho (que nunca tuvo lugar), esbocé una amplia sonrisa. Además de sentirme impresionado por la amplitud de sus conocimientos, valoré la sobriedad de su alusión. Yo no podía añadir nada más, de momento, desde mi cabina de mi traductor. Era, no obstante, una de esas raras perlas enterradas en los manuscritos que yo, a su vez, había descubierto con estupefacción. Además, más tarde me dio un inmenso placer explicar a uno de los participantes, meticuloso y de curiosidad muy despierta, el origen de esa ocasión perdida:

–Mire, en 1600, el sultán saadí Áhmed al-Mansur (que no hay que confundir con el califa almohade Yacub al-Mansur, glorificado cuatro siglos antes que él), envió a Londres un emisario para abrir una primera embajada. El representante del soberano recibió del rector de la Universidad de Oxford, donde Averroes se consideraba una importantísima referencia en materia de filosofía medieval, una petición inusual para el sultán, apoyada por Westminster. La carta pedía que el estrecho de Gibraltar, bajo la corona británica, recibiera una nueva denominación y se convirtiera en el estrecho de Averroes. 

Se daba la circunstancia de que al-Mansur, orgulloso entonces, como Amir Al Muminine (príncipe de los creyentes), de su reciente conquista de Sudán, efectuada en 1591 desde el Níger, había enviado un memorando a la reina Isabel I pidiéndole que ambos reinos uniesen sus fuerzas para atacar la España de Felipe II. Argüía, entonces, que eso le ayudaría a competir por el flanco oeste con el califato otomano. A lo que la jefa de la Iglesia Anglicana respondió con delicadeza mostrando cierta reticencia.

Como se puede imaginar –le expliqué a mi sorprendido interlocutor–, en un contexto tan tenso, la embajada jerifiana consideró inapropiado que ese espacio altamente estratégico llevara el nombre de un andaluz devuelto a su país en vez del bereber que había conquistado esa misma España que Marruecos codiciaba de nuevo. Y se entiende fácilmente por qué la petición referente al nombre del estrecho quedó en letra muerta.

–Si ese cambio de nombre hubiera tenido lugar –dijo Adib a modo de comentario–, el nombre de Ibn Rushd, como pensador incomprendido, habría sustituido en el recuerdo de la gente al de Tarik Ibn Ziad, el venerado conquistador. Puede que entonces se hubiera mostrado más respeto por el saber de los mayores y se hubiera ofrecido menos resistencia a que las ideas que circularan más allá de las fronteras. Pero todo eso es pura fantasía. Nunca se construyó el puente que habría unido las dos orillas de Ibn Rushd.

Desde el primer momento, el traslado del espíritu y el cuerpo del filósofo se hizo desde Marrakech sobre un telón de fondo de cólera, insultos e ignorancia. Allí, en el sur de Marruecos, su cementerio vacío todavía nos atormenta. Aquí, en el sur de España, a nadie se le ocurrirá ir a buscar los rastros de un pensador en una fosa. Con las bibliotecas ya hay más que suficiente.

El nombre del cementerio familiar donde aún está enterrado en Córdoba llevaba en esa época el título epónimo de Ibn Abbas. Ya sea coincidencia u homonimia involuntaria, el cuerpo de Abu al-Abbas sustituyó en Marrakech al del filósofo devuelto al remitente. Sufí, amigo de los mendigos, poco apreciado en vida y receloso de los falasifas que alejaban a las multitudes del camino revelado, Abu al-Abbas fue santificado tras su muerte por los efluvios que emanaban de su bondad espiritual. Y aún se considera un santo en la actualidad.

Así es cómo –dice, con un punto de ironía– la tumba inicial de Ibn Rushd, en BabTaghzout, se convirtió para siempre en un lugar de recogimiento para gente humilde en busca de un santo que aliviara sus tribulaciones, mientras que sus libros, transportados por la mula, no han dejado nunca de circular por el mundo, por Europa y más allá. Eso es lo que me dejó perplejo: que alguien que despertaba las conciencias diera paso a un embalsamador de almas. Que la figura del místico popular se haya tomado la revancha contra la del filósofo racionalista, a quien destronó entre los muertos y cuyo rastro borró por el resto de los tiempos.

Antes de esa inesperada escapada a Marrakech –continuó Adib–, me había esforzado en enumerar todas las veces que habían enterrado el espíritu del filósofo a lo largo de la historia, todas las capas de apriorismos, prejuicios y otros anatemas que lo han mantenido siempre tan alejado de nosotros. Un simple inventario que actualizaba con lecturas descubiertas aquí y allá y que anotaba escrupulosamente en mis cuadernos de espiral.

Encabezaba la lista el imán de la mezquita Kutubía, de Marrakech, que, a finales del siglo xii, le trató a título póstumo de alma extraviada en presencia del califa, y luego el Papa Urbano iv, quien, desde Roma, juzgó que a partir del siglo xiii su enseñanza no era apta para los cristianos; y también el apasionado teólogo Ramon Llull, quien, en el París de esa misma época, le llamó pagano y padre del ateísmo; y finalmente Ibn Taymiyya, el ideólogo salafista de Damasco, que, en el siglo xiv, le tildó de impío por desviarse de la fe y tomar el camino de la lógica. La lista de todos los que siguieron excomulgándolo post mortem no paraba de crecer.

Hojeando mis cuadernos, mencioné esos nombres y fechas escrupulosamente anotados, sin tachaduras, a Ba Allal. Ya íbamos por nuestra cuarta reunión. Sonrió ante mi lista de detractores y me hizo descubrir, a su vez, su cueva, en la que se amontonaban varios cuadernos ennegrecidos por sus manos, unos cuadernos a los que la ceguera había alejado de su vista pero no de su conciencia. Tras una pausa, susurró, con los ojos vacíos fijos en el techo:

–Escucha, hijo mío, allá a Averroes nunca han dejado de enterrarlo, pero siempre ha logrado renacer de sus cenizas, como se suele decir. Aquí, a Ibn Rush lo desterraron para siempre. Nunca encontrarás ni rastro de él, ni siquiera en el humo.

Lo que más impresionó a Adib fue que Ba Allal, en otra época narrador de cuentos populares, parecía ser una de las pocas personas aún vivas que sabían, pese a las convulsiones de la historia, el inquietante origen del doble entierro físico de Ibn Rushd. Pero –concluyó ante el público de Córdoba–. ni siquiera los actuales narradores de cuentos creen que valga la pena contar en público esa pérdida inicial, esa brecha nunca cerrada