La creciente complejidad de la imagen de las identidades culturales

Michel Wieviorka

Sociólogo y director de estudios de la École des Hautes Études en Sciences Sociales, París

Para calibrar la novedad y la complejidad de los retos que se derivan de las diferencias culturales —comoquiera que se las llame: identidades, minorías o comunidades, por ejemplo—, lo más sencillo es partir de una experiencia concreta y aparentemente única, poseedora de un gran valor paradigmático: la experiencia de los Nikkei en Japón, bien documentada desde no hace mucho, gracias especialmente a los trabajos de Mélanie Perroud.[1]

Resumamos. Una vez finalizada la primera guerra mundial, una importante inmigración japonesa recaló, entre otros países, en Brasil (dejaremos de lado el caso, parecido en ciertos aspectos, pero mucho menos importante de Perú). Estos emigrantes se integraron bien en lo relativo al ámbito económico, especialmente en profesiones que requerían altas capacidades técnicas como, por ejemplo, técnicos o ingenieros. Lo cierto es que a partir de la década de 1980, un cierto número de sus descendientes, animados por la política del gobierno japonés de aquel entonces, optaron por regresar a Japón. Allí encontraron trabajo, bastante bien pagado, pero por lo general difícil, en particular en la industria del automóvil, y pudieron beneficiarse de un estatuto que, aunque los autorizaba a instalarse en el país de forma duradera, no les daba derecho a convertirse en ciudadanos japoneses. Este fenómeno, además de ser cada vez más importante, se ha diversificado. En efecto, a día de hoy, de las aproximadamente 350.000 personas afectadas, algunas siguen instaladas en Japón, otras intentan regresar a Brasil aunque, para la mayoría, su retorno suponga un fracaso, lo cual les empuja a volver de nuevo a Japón, y aún hay otras que sólo sueñan con una cosa: emigrar a Australia, lo cual es posible a condición de que aprendan inglés y acepten un estatuto de trabajadores a tiempo parcial (es decir, menos de 20 horas semanales). Además, los numerosos estudiantes brasileños de origen japonés pasan los tres meses de sus vacaciones de verano (de diciembre a febrero) en Japón, donde trabajan y hacen un poco de turismo para regresar con algo de dinero y después de haber efectuado numerosas compras (en particular, artículos de electrónica). Todo eso favorece el nacimiento de una intensa vida brasileña en Japón, la cual incluye la pasión por el fútbol y la samba, y el comercio de todo tipo, incluyendo agencias especializadas que organizan los desplazamientos entre Brasil y Japón. Por otra parte, en Brasil todo eso también ha contribuido a modificar la conciencia de los descendientes de emigrantes japoneses, que en la actualidad han pasado a constituirse en minoría con mucha más fuerza que antes. Asimismo, la situación suscita —o exacerba— un racismo muy particular en Japón, donde a pesar de que a menudo se considere a los Nikkei idénticos tanto biológica como racialmente, también se les considera diferentes en lo referente a su idiosincrasia y su cultura. En este punto, el racismo trastoca los términos clásicos, que creen que es posible deducir una comprensión de la persona a partir de sus características físicas, ya que en este caso se insiste en la ausencia de determinantes físicos para concebir la diferencia racial. Finalmente, este vasto conjunto de fenómenos nos muestra la formación de una diáspora muy compleja, ya que con frecuencia sus miembros son culturalmente japoneses y brasileños al mismo tiempo, y por tanto una parte importante de la población afectada debe ser contemplada como perteneciente a un espacio transnacional. Muchos de ellos se definen como itinerantes entre dos países —e incluso entre tres, si se tiene en cuenta Australia—, por no hablar de las visitas a Estados Unidos o Europa; para ellos, lo que prima es la movilidad y no la inscripción en un territorio dado. Un caso límite es el de aquellos que, además de su origen japonés, cuentan con algún ascendiente originario de Italia, por lo que, teniendo en cuenta la legislación de este país, pueden convertirse fácilmente en italianos, cosa que a veces acaban haciendo no para instalarse en Europa, sino para disponer de un pasaporte europeo.

Es evidente que este conjunto de fenómenos migratorios —presentado aquí de una forma un tanto rápida— no se ha estabilizado, y parece llamado a proseguir cada vez más su trayectoria de diversificación y complejidad. No obstante, no hay que considerarlo como una mera curiosidad japonesa, dado que en muchas otras situaciones podríamos encontrar bastantes aspectos con los que se podría establecer una comparación. El fenómeno nos señala bien a las claras que ya no se puede seguir concibiendo los fenómenos migratorios como algo que obedece pura y simplemente a un modelo único, en el que los emigrantes dejan un país de origen, para pasar a ser inmigrados en un país de acogida, en donde, después de dos o tres generaciones, se consuma su asimilación o integración, lo que quiere decir que la cultura de origen se disuelve en lo esencial, aunque a veces subsistan algunos de sus elementos, especialmente en los hábitos alimenticios. No es que haya desaparecido el modelo clásico, sino que en lo sucesivo habrá que tener en cuenta muchos otros «modelos». Existen emigrantes itinerantes, para los que la posibilidad del nomadismo resulta esencial, aunque no hasta el extremo del ejemplo clásico de los cíngaros, y que mantienen una exterioridad cultural e incluso social bastante intensa con las sociedades por las que pasan, pero participando plenamente en la modernidad, encarnando lógicas sociales y culturales ubicadas en el propio núcleo de la vida colectiva y no en sus márgenes. Es lo que nos dicen, cada uno a su manera, muchos pensadores para los que la movilidad y el nomadismo constituyen elementos centrales de nuestras sociedades, como, por ejemplo, John Urry, Zigmunt Bauman, o el malogrado sociólogo italiano Alberto Melucci.

Asimismo, existen diásporas mucho más complejas que la del modelo fundador del concepto de diáspora —la judía—, con grupos e individuos que conjugan diversas identidades colectivas, y cuyo anclaje social y cultural se construye en dos o más sociedades. Así, hoy día, los armenios están ligados a Armenia, estado soberano e independiente desde la disolución del Imperio soviético, pero también a Turquía, donde viven decenas de miles de descendientes de los supervivientes del genocidio de 1915, y en numerosos países existen comunidades armenias, unas estables y otras mucho más propensas a la itinerancia.  Es el caso de los armenios que viajan entre Armenia (u otro país) y Rusia, de donde se fueron en la década de 1990, aunque muchas veces conservaron tanto sus bienes como las redes de amistad.

Pero ¿es posible centrar los problemas que plantea la diferencia sólo en la evolución de los fenómenos migratorios y, bajo el punto de vista de los estados-nación, en la llegada, definitiva o transitoria, de extranjeros? Ciertamente, no. Por una parte, el debate en torno a estos retos se suscitó en la década de 1960, y en muchos países no se produjo a partir de la inmigración, sino para satisfacer las demandas de reconocimiento presentadas por los grupos, las minorías y las comunidades que habitaban en dichos estados-nación. En Francia, por ejemplo, los movimientos regionalistas, como el occitano o el bretón, seguidos muy de cerca por los judíos franceses, fueron los primeros en impulsar el debate, manifestando un creciente deseo de constituirse en actores visibles e intervenir en el espacio público. En Estados Unidos, las reivindicaciones de los negros —que, de forma cada vez más numerosa, deseaban que se les pasara a considerar como African-Americans— o de los indios marcaron en esa misma época el ethnical revival, según la expresión del historiador Anthony Smith. Estas identidades, y otras más que con el paso del tiempo también se irían afirmando en los estados-nación, continúan existiendo y haciendo notar su existencia. ¿O es acaso necesario recordar la fuerza que ha alcanzado el movimiento catalán en nuestros días?

Por otra parte, hay que admitir, tal como muestra el ejemplo japonés que hemos utilizado como punto de partida, que los fenómenos migratorios están cambiando constantemente. Una fuente importante de estos cambios reside en el individualismo moderno que impregna todas las sociedades. Porque si bien es verdad que las diferencias culturales son colectivas, el modo en que se inventan y producen depende mucho de las opciones personales y la subjetividad de los individuos. En el pasado, las identidades se reproducían; uno era católico, musulmán, español, catalán, vasco, etc., por herencia; un individuo se inscribía de una manera espontánea en un linaje, un clan, una familia cultural o religiosa porque era el linaje, clan, etc., de sus padres. Pero ahora las identidades se escogen cada vez más; es decir, son el objeto de una decisión. Los individuos se comprometen —o incluso pueden renunciar a toda clase de compromiso—, y únicamente se sienten obligados a apelar a la identidad particular que les dicte su conciencia o deseo. Esta es la razón de que en ciertos países cristianos se produzcan tantas conversiones al islam —por ejemplo, en Francia se estima que esta cifra es de 15 o 20.000 personas—.

A partir de ahí, hay que suponer que la mayoría de veces el auge de las identidades no es ni un mero fenómeno interno de los estados-nación, como sucede cuando los actores regionalistas piden ser reconocidos, ni un mero fenómeno externo provocado por las oleadas migratorias, sino que, de hecho, es una combinación —que enseguida se vuelve inextricable—, de lógicas internas y externas. En los estados-nación, esa combinación no sólo puede entenderse teniendo en cuenta la ya mencionada imbricación de las lógicas, sino que, además, muchas veces funciona en espacios que no se limitan únicamente al marco meramente estatal. Así, estaríamos pasando por alto dimensiones importantes de las identidades armenia, judía, musulmana, kurda, latinoamericana, etc., en España o en Francia, si no tuviéramos en cuenta sus dimensiones «globales», que constituyen los elementos de cuestiones mucho más amplias. Cuando los armenios se movilizan en un país de Europa o en Estados Unidos, por ejemplo, para conseguir del estado o las instituciones políticas el reconocimiento del genocidio que tuvo lugar en 1915 en Turquía, ejercen una influencia que va mucho más allá de un solo país, ya que también concierne a Turquía, Armenia y otros países en los que se ha implantado su diáspora, con efectos que no siempre son previsibles.

Como puede verse, desde hace aproximadamente cuatro décadas, la cuestión de las diferencias culturales se ha vuelto cada vez más compleja y no ha dejado de extenderse. Para concluir, nos gustaría traer a colación un problema del que todavía no hemos hablado; dicho problema se perfiló a partir de la década de 1980, y estuvo motivado por el fuerte desarrollo de los fenómenos propiamente religiosos en todo el mundo, empezando por el islam y por las diferentes variantes del protestantismo. En los debates de nuestras sociedades, ese «regreso de Dios» — como dijo Gillles Kepel— con frecuencia se confunde con el desarrollo de las identidades culturales, como podemos constatar especialmente cuando se trata de discutir el multiculturalismo, y sobre todo cuando la discusión se centra en el islam. Es verdad que no siempre es fácil tener en cuenta todos los aspectos, y a menudo la cultura y la religión constituyen un todo. También es verdad que para ciertos antropólogos —entre los que se cuentan algunos de los más importantes, como, por ejemplo, Clifford Geertz, desaparecido en 2006—, la religión es un hecho cultural. Pero, analíticamente, resulta preferible distinguir entre religión y cultura, y clasificar los problemas. Es decir, ¿acaso no estamos obligados, por una parte, a aprender a vivir juntos, con nuestras diferencias culturales, aunque —y sobre todo— dichas diferencias estén presentes y vivas en el espacio público, y por otra parte, mantener distanciada la religión de la política, es decir, fuera del espacio público?

Notas

[1] Véase, por ejemplo, Mélanie Perroud, «Migration retour ou migration détour? Diversité des parcours migratoires des Brésiliens d’ascendance japonaise», Revue européenne des migrations internationales, vol. 23, núm. 1, 2007, pp.49-70.