El país de los rumanos [1] no pertenece ni a la Europa central, ni a los Balcanes, ni a la inmensidad eslava del Este. Se encuentra en la encrucijada de todos esos espacios y tiene algo de cada uno de ellos. Es a la vez balcánico, oriental y centroeuropeo, sin pertenecer por ello de una manera específica a ninguno de estos territorios.
Su historia es también una historia de frontera: en los confines del Imperio Romano y el Imperio Bizantino, y en la linde de la expansión otomana, rusa o, posteriormente, occidental. Una situación de frontera que, por un lado, dio lugar a un estado de aislamiento y marginación de este espacio y, por otro, hizo que se conservaran determinados valores autóctonos tradicionales; este estado se ha perpetuado hasta la época contemporánea e incluso más allá. La situación en la que se ha encontrado este espacio ha implicado una asimilación de las influencias, que varía en función de las regiones o épocas, pero presente en todo momento. Siempre ha habido una circulación incesante de personas y valores propia de los territorios abiertos. Al igual que la Europa a la que pertenece, Rumanía es una síntesis de diversidades que, debido a una permanente inestabilidad, no han dispuesto del tiempo necesario para fusionarse y redefinirse. Por otra parte, siempre ha habido en este espacio una moderación que ha impedido el exceso y ha provocado una resistencia alimentada por el elemento autóctono. De ahí la originalidad de este espacio, requerido por todas partes, acosado por todas las tentaciones y, sin embargo, siempre unido en medio de las diversidades.
Para el occidental, el espacio rumano constituye una especie de primer círculo de la alteridad. Un espacio integrado en la civilización europea, pero no lo suficiente como para ser considerado plenamente europeo, un espacio de frontera, una amalgama de vida ciudadana moderna y primitivismo rústico. El escritor francés Paul Morand observaba, un tanto divertido, que en Bucarest, en el año 1935, se podían ver automóviles Ford circulando por la ciudad junto a… ¡carros tirados por bueyes! Un mundo de lo relativo, en el que el escritor francés destacaba la indulgencia, la adaptabilidad, el optimismo, una especie de despreocupación histórica en la que nada se tomaba realmente en serio porque nada merecía tomarse en serio. Y todo esto en un espacio donde la naturaleza es hermosa, los parajes son pintorescos, la gente es hospitalaria y el arte es original, al igual que las canciones populares. Un espacio de contrastes.
La historia de los rumanos es una necesidad permanente de interiorización, de «descenso al interior de uno mismo». Un deseo casi nunca realizado. Cuando parece realizarse, como en el periodo de entreguerras, se trata entonces de una existencia bajo el terror, «el terror de la historia», según la expresión del historiador de las religiones Mircea Eliade. Es una especie de obsesión. La historia americana o la francesa tienen vocación universal; la rusa es mesiánica. La de los rumanos es una búsqueda. Siempre buscando su identidad. Siempre intentando definirse. Es «un drama mudo» vivido por todas las generaciones. Al mismo tiempo, «la historia de los rumanos es una historia de contradicciones no resueltas», según la expresión de la historiadora francesa Catherine Durandin. Una historia en busca de la identidad, una cultura en busca de su propio destino.[2]
En mayor medida que en otros pueblos, en la historia de los rumanos perviven unas confusiones que cada generación se esfuerza por aclarar: las fuentes escritas no hablan de los rumanos hasta tarde, en el siglo IX; el espacio rumano estuvo políticamente fragmentado durante largos periodos de tiempo, y las provincias rumanas (Valaquia, Moldavia y Transilvania) han sido y siguen siendo reivindicadas históricamente por sus vecinos; al buscar su especificidad cultural, los rumanos acaban encontrándose con los rusos; los ucranianos, en su mayor parte también de confesión ortodoxa; los pueblos del antiguo imperio de los Habsburgo, junto a quienes, por otra parte, han vivido largo tiempo; los pueblos de los Balcanes, con los que además comparten el mismo legado bizantino, etc.
El espacio rumano se ha encontrado siempre en una encrucijada de civilizaciones y corrientes de ideas. La civilización indoeuropea se desarrolló allí en la segunda mitad del primer milenio aC a través de los geto-dacios, que eran numerosos (conocemos los nombres de veinte tribus dacias), relativamente unitarios y sedentarios. Rendían culto al dios Zamolxis, creían en la inmortalidad y menospreciaban la muerte. Los geto-dacios entraron en contacto directo con el mundo griego y su civilización, cuya influencia les dejó huella, a través de las colonias griegas del litoral occidental del mar Negro: Istros (Histria), Callatis (la ciudad actual de Mangalia) y Tomis (la actual Constanza). También entraron en contacto con la civilización de los celtas, que asimilaron en parte. A principios del siglo II dC, bajo el reinado del emperador Trajano, el espacio dacio se integró en el Imperio Romano y, por tal motivo, se vio colonizado con elementos romanos o romanizados, procedentes, según Eutropio, de todo el mundo romano (ex toto orbe romano). El proceso de urbanización fue muy rápido. Caminos pavimentados surcaban la provincia, integrándola, con sus riquezas, en el flujo general económico y comercial del Imperio. Tras la retirada de la administración y el ejército romanos al sur del Danubio, entre el año 271 y el siglo XIII, la historia del espacio cárpato-danubiano-póntico se puede definir como «un milenio bajo las migraciones». Un milenio durante el cual la historia de los rumanos discurrió entre el imperio de Constantinopla (el imperio de la nueva Roma) y los pueblos migratorios. El Imperio Bizantino fue un factor de consolidación del carácter rumano, así como un factor de cristianización. También representó un modelo para las estructuras de los estados feudales rumanos. En cambio, los pueblos migratorios ejercieron una influencia negativa en el desarrollo histórico del pueblo rumano, sobre el que tuvieron un efecto deformante y retrógrado. Entre las tribus migratorias, los eslavos desempeñaron, en las tierras del Danubio, el papel que representaron los francos y borgoñones en Francia, los lombardos en Italia y los visigodos en España. Al norte del Danubio, los eslavos convivieron con la población local y acabaron asimilándose a ésta, hasta los siglos X-XII. Al norte del Danubio, el romanismo fue una isla rodeada por tribus eslavas.
El cristianismo penetró en este espacio en la época de la dominación romana y se expandió luego gracias a la conversión de la población. Los rumanos no fueron cristianizados de arriba abajo, como sus vecinos u otros pueblos europeos, ya que en esa época carecían de jefes políticos. Ese hecho acarreó, desde el punto de vista religioso, la anexión de los rumanos por parte de sus vecinos. Los sacerdotes de los rumanos pasaron a ser ortodoxos del rito eslavo. Los rumanos se apartaron así de la Iglesia de Roma; una vez más, se aislaron de Occidente por su confesión religiosa y se unieron a Oriente. Pero no al Oriente griego, bizantino, sino al eslavo. A partir del siglo X, la lengua de comunicación eclesiástica, pero también cultural y oficial, fue el eslavo. Dicha lengua impuso un dominio cultural en el que la luz de Occidente ya no logró volver a penetrar.
Bajo el dominio otomano, iniciado en el siglo XVI, los países rumanos, que conservaron una situación de autonomía dentro del imperio, llevaron una existencia contradictoria. Al principio, desde la fundación de los estados rumanos en el siglo XIV hasta la caída de Constantinopla en 1453, la influencia de la civilización bizantina fue evidente. Pero el influjo de las cortes reales de Buda y Cracovia (Hungría y Polonia se disputaban la supremacía en el espacio rumano) también se hizo notar con fuerza. La influencia bizantina coexistió con la occidental. Se ha citado a menudo cómo se ha conservado el retrato del erudito príncipe reinante Demetrio Cantemir: podemos verlo vestido tanto a la manera oriental como a la occidental. Esta dualidad también ha estado presente en las manifestaciones culturales de esos siglos medievales: tenemos las espléndidas iglesias medievales del norte de Moldavia –Voronet, Moldovita, Szucevita, etc.–, influidas por el arte bizantino, o las iglesias situadas en otros centros monásticos –Cozia, Curtea-de-Arges, Valaquia, etc. Al mismo tiempo, los hijos de los aristócratas iban a estudiar a los centros de la cultura católica, en Cracovia, Padua o Viena. A esta contradicción se añadió otra, de naturaleza lingüística, entre el eslavo y el latín, lenguas entre las que ha habido un conflicto permanente que también ha hecho mella en las creaciones literarias.
El sentido que tenía la modernización para los rumanos, como en todo el mundo no occidental, era poder sincronizar el desarrollo del espíritu rumano con el de Occidente. Pero el resultado sólo fue parcial. La modernización en la zona del sureste de Europa fue un proceso inacabado. A menudo se quedó en un marco formal e inestable. El marco vacío no se llenó de un contenido real. En efecto, Rumanía había reunido las condiciones para convertirse en una «Bélgica de Oriente», según la expresión de la época, gracias a sus riquezas naturales. Pero su evolución normal (iniciada a mediados del siglo XIX) se vio bruscamente interrumpida por la ocupación soviética en 1944. El balance de la experiencia comunista fue el hecho de que, durante las dos últimas décadas del siglo XX, el país se vio relegado a ocupar, en las estadísticas internacionales, un lugar junto a Albania. La experiencia comunista estuvo acompañada por la experiencia de una dictadura de tipo totalitario, la de Nicolae Ceausescu, que aisló una vez más a Rumanía del resto de Europa e incluso del resto de países «socialistas», modificando y singularizando el destino histórico del país. Debido a la falta de continuidad de su desarrollo, que contribuyó en buena medida a acentuar el desfase entre Rumanía y la Europa central y occidental, en 1989 los rumanos se vieron obligados a empezar de nuevo desde el principio, como en 1821, 1859 y 1918, 1945, cual si se encontraran inmersos en un perpetuo mito de Sísifo.
La historia, en el caso de los rumanos, ha impuesto una cierta identidad, que es una síntesis del fondo rural, fuerte y resistente, y las influencias exteriores. Una síntesis de contrastes. Hay actualmente en la sociedad rumana una coexistencia de elementos dispares, procedentes de la vida tradicional, las nostalgias por el periodo de entreguerras, las estructuras y actitudes comunistas y las evoluciones poscomunistas no bien definidas aún. Las esperanzas puestas en el reencuentro histórico de los rumanos no son menores: la cohesión de su Estado en una zona convulsa, con fronteras que amenazan con desplazarse, la notable capacidad de asimilar los modelos, su posición estratégica importante para Europa y la integración en las nuevas estructuras del continente. Un filósofo rumano, Constantin Noica, escribía que la historia de los rumanos está abierta a todas las posibilidades. Por lo tanto, también a todas las esperanzas.
Notas
[1] Rumanía tiene hoy 21,5 millones de habitantes en una superficie de 238 391 km2.
[2] N. Iorga, La place des Roumains dans l’histoire universelle, Bucarest, 1980; Vl. Georgescu, The Romanians: a history, Londres, 1991; C. Durandin, Histoire des Roumains, París, 1995; L. Boia, La Roumanie: un pays à la frontière de l’Europe, París, 2003; I. Bulei, Brève histoire de la Roumanie, Bucarest, 2005.