El proyecto de Europa y Lituania

Jonas Mažeika

Jefe de la División de Análisis de Políticas, Ministerio de Asuntos Exteriores de la República de Lituania

Hace unos mil años vivió en Barcelona un poeta judío autor de versos litúrgicos notables que glorificaban el universo y celebraban toda la creación. Era, asimismo, un erudito talmudista y traductor de textos árabes al hebreo. Aquel poeta se llamaba Yitzhak Ibn Reuven Albargeloni, o Yitzhak, hijo de Rubén el barcelonés. Nació en Barcelona el año 1044.

Lo que me ha maravillado de este poeta es que viviera y escribiera en el Principado de Cataluña bajo el dominio cristiano del conde Ramón Berenguer. Y que, pese al intenso estímulo de la tradición poética de los árabes, escribiera sus versos en un hebreo bellísimo. Sus descendientes fueron ilustres intelectuales judíos, entre ellos el rabino Moshe Ben Nachman, llamado Nacmánides por los cristianos.

La existencia musulmana-cristiana-judía en Iberia se ha celebrado ampliamente. Los judíos recordamos aquella edad de oro de España con el nombre de “Sefarad”. Antes de la edad moderna, Sefarad fue nuestra era cultural más abierta, creativa y pluralista: abierta a otras creencias y mentalidades, alerta ante el saber y la literatura, hambrienta de ideas nuevas. Algunos de los rabinos y eruditos más conocidos de aquel período fueron médicos: los notables musulmanes y los príncipes cristianos tenían expertos médicos judíos en sus cortes. Era ésta una costumbre consagrada por la tradición y de significado simbólico. Los judíos eran mediadores culturales, intermediarios, traductores, pero también curanderos. Elogiaban el cuerpo activo y la mente abierta.

Sin embargo, también fue una época sangrienta. Cristianos y musulmanes se disputaron el territorio y el poder con dureza y brutalidad. A los judíos se les toleraba más en el Islam que en la Cristiandad, aunque en ambos casos eran socialmente inferiores. Teniendo presente esta realidad, opino que podemos seguir apreciando el legado de poesía, filosofía, arte, medicina y ciencia inspirado por aquel encuentro fértil.

Existe una similitud reveladora entre la epopeya de la lengua hebrea y la de la catalana. Tanto el hebreo como el catalán son lenguas antiguas que debieron luchar duramente para sobrevivir. Ambas se vieron asediadas, por así decirlo, o abrumadas por lenguas vecinas más poderosas, y ambas lucharon contra corriente por sobrevivir, enfrentándose en ocasiones a la supresión activa.

Se da la circunstancia de que me hallaba en Barcelona en 1978, poco después de la caída de la dictadura totalitaria. Me emocionó entonces el privilegio de presenciar la euforia de la recuperación y el rejuvenecimiento del catalán. Inevitablemente me recordó la recuperación y el rejuvenecimiento del hebreo en la época moderna, un milagro que se trata en mi última novela, Una historia de amor y oscuridad.

Desde entonces, pasaron muchos años hasta que volví a Barcelona, en 2004, para recoger el Premi Internacional de Catalunya junto a mi estimado amigo, el profesor Sari Nusseibeh. Los dos hemos nacido en Jerusalén, separados por diez años y por menos de tres kilómetros. Durante demasiados años, un férreo muro de odio, violencia y fanatismo ha separado mi mundo en el Jerusalén occidental y judío del mundo de Sari, al otro lado de la línea del alto el fuego, en la parte oriental de la ciudad.

La integridad y el valor de Sari Nusseibeh destacan sobre este sombrío telón de fondo. Los dos coincidimos en el tipo de solución de compromiso, en la clase de cirugía que necesitan nuestros pueblos. Israel debe retirarse de los territorios palestinos ocupados, porque de lo contrario no habrá paz. Los refugiados palestinos deberían tener un hogar seguro y permanente en el estado de Palestina, no en Israel. De lo contrario tendremos dos estados palestinos y ni siquiera uno para el pueblo judío.

Sari Nusseibeh y yo llevamos más de tres decenios empeñados en convencer a nuestros respectivos, traumatizados y desconfiados pueblos, de la necesidad y la posibilidad de encontrar un compromiso llevadero que se base en una coexistencia de dos estados, Israel y Palestina, uno junto al otro y como vecinos civilizados.

Quizá deba decirles que, hace 35 años, esta solución de compromiso contaba con apoyos muy marginales en ambos bandos. Durante demasiado tiempo, los palestinos y el resto del mundo árabe han tratado a Israel como si fuera una infección pasajera que desaparecería si se rascaba con la fuerza necesaria. Por su parte, muchos israelíes han tratado toda la cuestión palestina como nada más que una invención cruel de la máquina propagandística panárabe, dirigida a socavar la legitimidad del estado de Israel para destruirlo.

Permítanme que sea el portador de buenas noticias. Sé muy bien que todos están hartos de la riada de malas noticias procedentes del Próximo Oriente. Mi buena noticia es que la inmensa mayoría de israelíes y palestinos ya sabe que la solución final será la de los dos estados. En el fondo de su conciencia, hasta la gente de ambos bandos que no admite o que odia esta solución sabe que es inminente. En el fondo de su conciencia, hasta la gente de ambos bandos que ve en este compromiso una injusticia atroz sabe que es inevitable. A mi juicio, éste es un gran paso adelante. Han pasado ya los tiempos en que a los israelíes les costaba pronunciar las palabras “Palestina” o “palestinos” y buscaban eufemismos para evitarlas, mientras que los árabes se negaban a utilizar el sucio nombre de “Israel” y recurrían a “la entidad sionista”. En resumen: el paciente de ambos bandos se ha resignado a la cirugía, pero desgraciadamente los cirujanos, los actuales dirigentes políticos, son unos cobardes. En ambos bandos.

Por fortuna, podemos seguir algunos modelos recientes y tenemos los mejores recuerdos del pasado distante. Debemos fijarnos en el divorcio ejemplar, incruento y justo que con tanto éxito llevaron a cabo checos y eslovacos hace unos años, en vez de esperar una repentina luna de miel sentimental entre dos enemigos mortales. Las heridas de ambos bandos necesitan tiempo para sanar. Ambos bandos precisan médicos lo bastante sabios para realizar la operación y lo bastante humanos para empezar a curar las heridas.

El choque entre judíos y árabes, entre israelíes y palestinos, es una tragedia, un choque de lo justo contra lo justo. (Aunque, últimamente, hay veces en que cuesta no verlo como un choque de lo injusto contra lo injusto.) No es una película del Oeste, con sus buenos y sus malos, como con demasiada frecuencia suele parecer a los europeos. Me asombra que los europeos, tan dados a criticar la falta de sutileza de quienes ven el mundo en blanco y negro, estén haciendo precisamente eso cuando opinan sobre el conflicto de israelíes y palestinos.

Afirmo categóricamente que el conflicto entre israelíes y palestinos no es un caso de colonialismo y descolonización. Tampoco es una nueva guerra del Vietnam, ni otra versión del apartheid sudafricano. Dos naciones reclaman para sí un país muy pequeño, del tamaño de Sicilia o Dinamarca, como su sola y única patria en el mundo. Y las dos tienen razón. Ni los judíos israelíes, ni los árabes palestinos, pueden hallar una patria en ningún otro lugar. Los palestinos están en Palestina por la misma razón que los holandeses están en Holanda o los griegos en Grecia. Los judíos israelíes están en Israel porque a la mayoría los echaron a patadas de Europa y de los países islámicos árabes. Y porque Israel es el único país, en la larguísima historia de los judíos como nación, en que éstos se han encontrado totalmente en su casa.

Por fortuna mis padres y mis abuelos, devotos partidarios de la idea europea en los años veinte, casi antes de que otros en Europa se sintieran europeos, no estuvieron entre los que perecieron con el Titanic. Fueron de los que, expulsados de las cubiertas del Titanic, cayeron en el océano turbulento. Mientras tanto, en todas las cubiertas se seguía bailando, cantando y disfrutando del festín. Bailando al son de la música que mis antepasados judíos ayudaron a componer, participando de un festín basado en un menú cultural al que mis antepasados judíos sumaron no pocos sabores, la vieja Europa, la vieja Europa judeocristiana informada por la rica pluralidad de Sefarad, se hundió en el mar tenebroso mientras mi familia, y relativamente pocos judíos más, se construían una balsa salvavidas en Israel. Una balsa salvavidas compartida con un millón de judíos que salvaron la vida por los pelos, huyendo de los países árabes.

Cuando mis padres eran jóvenes, en muchas paredes europeas se leía la odiosa leyenda “Judíos, volved a Palestina”. Y hoy, en esas mismas paredes se lee la odiosa leyenda de “Judíos, fuera de Palestina”.

Al percibir el crecimiento del antisemitismo en la Europa oriental y la inminente limpieza étnica con que los amenazaba abiertamente el nacionalsocialismo, en los años veinte y treinta mis padres y mis abuelos solicitaron seis u ocho nacionalidades diferentes en Europa y otros lugares. Nadie los quiso. Canadá afirmaba que “ninguno ya es demasiado”. El argumento de Nueva Zelanda era más ingenioso: “No tenemos problemas de antisemitismo y no queremos que surjan aquí.”

Para mi familia, el sionismo no era una cuestión de elegir un destino u otro para pasar unas vacaciones. Tampoco era una cuestión ideológica ni de colonialismo avaricioso, ni una cuestión de imperialismo eurocéntrico. Era su única opción de supervivencia. Les ofrecía el único destino posible.

Quizá Europa debería abandonar los gestos admonitorios de la típica institutriz victoriana, dirigidos a uno u otro bando, y empezar a preguntarse qué puede hacer para ayudar. En este momento, a ambos bandos les vendría muy bien un poco de comprensión y de apoyo humano. Porque tanto israelíes como palestinos se aproximan a una decisión que va a resultar tan dolorosa para todos como una amputación: la división de un país pequeño en dos patrias. Permitan que les dé otra noticia: ya no hace falta que sigan declarándose a favor de Israel o de Palestina. Basta con que se declaren a favor de la paz.

Entre 600.000 y 700.000 palestinos que llevan más de 50 años viviendo en condiciones de miseria deshumanizada en los campamentos de refugiados, van a necesitar hogares y empleos, no en Israel, sino en el futuro estado de Palestina. Europa podría y debería ayudarlos. Al mismo tiempo, Europa tendrá que ayudar a los israelíes garantizándoles que, si renuncian a los territorios ocupados y retroceden hasta la fragilísima línea de 1967, tan mala de defender, tendrán todo el apoyo moral y material de Europa y de la comunidad mundial. También debería demostrar Europa a los israelíes que tiene memoria. Que recuerda mil años de existencia judeoeuropea. Israelíes y europeos deberían ser capaces de emplear, conjuntamente, los mejores legados y recursos de un pasado común. En la actual fase de su historia, Europa necesita un recuerdo histórico sólido y positivo.

También los vecinos árabes de Europa merecen un diálogo histórico honrado. Tanto el judío como el árabe, cada uno de una manera diferente, han sido víctimas de Europa. Los árabes a través del colonialismo, el imperialismo, la explotación y la humillación; los judíos, por medio de la persecución, la discriminación y, finalmente, un asesinato en masa de una escala sin precedentes. Sería una ingenuidad esperar que dos víctimas del mismo opresor, dos hijos del mismo progenitor cruel, puedan sentirse mutuamente solidarios. Muy a menudo ven en el otro la imagen de su antiguo opresor, que es en gran medida el caso en el Próximo Oriente de nuestros días.

Pero nosotros, judíos y árabes, no sólo hemos sido víctimas de Europa. También hemos sido su inspiración literaria, sus interlocutores morales y sus coarquitectos culturales. No somos únicamente una mancha en la conciencia europea, una nube en su horizonte, sino también los orgullosos colaboradores de su gran historia cultural. Y potenciales aliados en la construcción de un nuevo futuro. Este legado conjunto debería servirnos hoy del mejor modo posible. El pasado no es únicamente horrible. También es grandioso, inspirador y útil.

Quisiera concluir este artículo volviendo a mi terreno, la historia a la literatura. ¿Qué puede hacer un novelista al que le ha tocado vivir junto a la violencia, el terror, la injusticia y la opresión? Si se limita a escribir protestas contra la maldad política, corre el riesgo de acabar produciendo tan sólo manifiestos de propaganda. Por otra parte, si prescinde del sufrimiento para dedicar su pluma a la belleza del crepúsculo y la caída de la hoja, este novelista será reo de autismo ético. Hace falta un compromiso sutil. Jamás he escrito relatos o novelas con intención de hacer cambiar las ideas políticas del lector. Cuando quiero decir al gobierno de mi país que se vaya al infierno, escribo un artículo o un ensayo, no un relato. (No sé por qué, al actual gobierno le tiene sin cuidado.)

El resumen más acertado,[1] con mucho, de las discusiones de los políticos, historiadores e intelectuales acerca de lo que Europa y Occidente representan para Lituania y de cómo entienden ambas cosas los lituanos, así como de la clase de identidad europea que posee Lituania, es el que proporciona el historiador Gintaras Beresnevičius,[2] quien afirma que «Lituania es una periferia de Europa y, al mismo tiempo, el centro de Europa. Ése es un gran don».

En 1989, el Instituto Geográfico Nacional francés realizó diversos cálculos según los cuales una línea desde una altitud de 180 kilómetros perpendicular al continente europeo nos da la posición del centro de Europa a 25 kilómetros al norte de Vilna, la capital de Lituania. El país apareció en el actual mapa político mundial sólo un año después del colapso de los cincuenta años de ocupación soviética. Parece claro, al menos geográficamente, dónde empieza y termina Europa, y dónde se sitúa Lituania. Sin embargo, eso es sólo geografía. Hoy día, el proyecto de Europa en términos de civilización y cultura, e incluso —o quizás únicamente— su proyecto político, resulta mucho más complicado. Y ello es así no sólo para los lituanos, sino también para los ingleses, los franceses, los alemanes y los rusos.

¿Son europeos los lituanos?

No resulta sorprendente que aún hoy resulte fácil encontrar a personas entre los ciudadanos normales y corrientes de Europa occidental que consideran a Lituania un país exótico o un país del que nunca han oído hablar. El nombre de Lituania —especialmente difícil de pronunciar para un angloparlante— despierta preocupación incluso entre los expertos en relaciones políticas locales. Quizás por ello el proceso de formación de Lituania como estado independiente no ha sido fácil: la historia de dicho proceso ha seguido una línea discontinua cuyas interrupciones son más largas que los segmentos de línea sólida. Y sin embargo, no se puede desligar a Lituania de la civilización europea.

Mencionada por primera vez en 1009, en los Annales Quedlinburgenses, Lituania se constituyó en estado —el Gran Ducado de Lituania— a mediados del siglo xiii, equiparándose en tamaño a los mayores estados de Europa hasta finales del xviii. Durante esa época, Lituania floreció cultural y políticamente. El estado no sólo asimiló las ideas europeas más avanzadas, sino que se situó incluso en la vanguardia de dichas ideas.

Mientras que la Noche de San Bartolomé en París (1572) se convertía en símbolo del odio religioso, en Lituania se proclamaba la igualdad de derechos de todas las confesiones cristianas (1563 y 1568). Aquí ya se habían tolerado antes otras comunidades no cristianas. Vilna y el Gran Ducado de Lituania eran polos de atracción para diversas civilizaciones. Como resultado de ello, católicos, ortodoxos rusos, uniatos, antiguos creyentes, evangélicos reformados, evangélicos (luteranos), judíos, caraítas, musulmanes y muchas otras congregaciones convivían unas junto a otras.

Lituania debería estar orgullosa de haber realizado el primer experimento de democracia total en Europa. El parlamento del estado conjunto lituano-polaco, establecido en 1569 y denominado oficialmente República de las Dos Naciones, ejerció ampliamente el derecho de veto en los siglos xvi y xvii. Aunque las consecuencias del experimento fueron tan duraderas como dolorosas para el estado lituano, Lituania aprendió muy bien su lección histórica. Hoy sabemos que el derecho de veto representa, en más de un aspecto, una prohibición. No importa cuántos intereses pueda haber en juego, ni cuántas opiniones puedan representar dichos intereses: es necesario encontrar una solución aceptable para todos; es decir, llegar a un consenso.

Si aceptamos la idea de que, aparte de Europa occidental, la civilización europea incluye asimismo Europa central, los países de tradiciones bizantinas y, en especial, Rusia, entonces Lituania se halla «sur les confins de deux mondes», esto es, en la frontera de ambas civilizaciones. Basta pasear por la Vilna católica gótica y barroca, con sus iglesias ortodoxas rusas góticas y barrocas, símbolo de la interacción entre dos civilizaciones europeas.

Éstos son sólo algunos ejemplos que muestran que, en lo que se refiere a la historia, la memoria histórica, la generación de ideas y las manifestaciones físicas y espirituales, Lituania se ha sentido siempre, y siempre se sentirá, dentro de Europa y parte de ella. En el siglo xxi, Lituania, junto con otros países de Europa central y oriental, ha regresado no a Europa —puesto que jamás la había abandonado—, sino a las estructuras europeas creadas mientras nosotros estuvimos ausentes del mapa político mundial.

En busca de identidades

La última expansión de la Unión Europea ha planteado numerosas cuestiones: ¿cuál es la moderna identidad «europea»?; ¿cuál será la definición política de Europa?; ¿qué visión de Europa habría que escoger?; ¿debería continuar la Unión Europea su desarrollo en profundidad o prolongar su expansión, o quizás tratar de combinar expansión y profundidad? Dicho lisa y llanamente: ¿cuáles son los elementos sin los que Europa no sería considerada Europa? Las respuestas son muchas y variadas.

Algunos intelectuales, como Frank Furedi,[3] dicen abiertamente que el proyecto elitista y tecnocrático de la Unión Europea no logra ganarse la admiración de los ciudadanos de los estados europeos. Carece de una misión y una visión que determinen las decisiones de los políticos. Muchos políticos europeos ni siquiera son capaces de dar una respuesta a la pregunta de qué significa ser europeo. Ello se puso de manifiesto en los referendos sobre la Constitución europea celebrados en Francia y los Países Bajos.

 Otros, como Paul Johnson,[4] sugieren que se utilice el término «Occidente» en lugar de «Europa». En el contexto mundial, Europa es una potencia hoy en declive que desarrolló su proyecto de sociedad más fructífero a partir del siglo xv, puesto que entonces había personas que generaban ideas y existía el suficiente dinamismo como para implementar dichas ideas. Hoy, el número de habitantes de Europa está descendiendo, hay menos ideas, y también el dinamismo de su implementación está decreciendo.

Occidente significa, al fin y al cabo, una serie de estados con ideas sustentadoras tales como el capitalismo, la democracia representativa, el libre comercio y la libertad de expresión encarnadas en su fundación. Entre dichos estados se incluyen también países como Australia, situada a miles de kilómetros de Europa, y la República de Sudáfrica.

Las cuestiones sobre la identidad europea revelan una confianza cada vez menor en la historia de Europa, la historia de su cultura y el poder de sus objetivos políticos. Existe una condena de la guerra, pero la capacidad de resistir al mal está mermando poco a poco; existe una discusión sobre los valores, pero paralela al deseo de que éstos sean políticamente correctos. Podemos preguntar provocativamente: ¿quién es hoy más «europeo» u «occidental», Marruecos o Rusia?; ¿qué resulta más valioso para el proyecto europeo, el Código de Familia —no completamente evaluado por Occidente— adoptado en 2004 en Marruecos sin ninguna presión externa, por el que se proclamaba la igualdad de los derechos de hombres y mujeres, o la pasiva observación de los intentos de Rusia de probar que Winston Churchill se equivocaba al afirmar que «la democracia es la peor forma de gobierno, con la excepción de todas las demás formas que se han ido probando de tiempo en tiempo»?

Tras haber realizado considerables progresos políticos, la politizada Europa está ocultando sus incertidumbres con respecto a si su trayectoria ha sido la adecuada hasta ahora, y si habrá unas directrices claras acerca de cómo actuar, pensar y crear. Al trazar las líneas rojas de la (no) expansión de la Unión Europea, ¿no estará Europa perdiendo su identidad cultural e histórica sin alcanzar por ello una clara identidad política?

Diferente, similar, idéntico

La historia de las guerras internas de Europa que durante un período de ciento veinte años quebraron la línea del estado lituano, y, más tarde, los cincuenta años de experiencia bajo el régimen comunista, constituyeron inevitablemente un cierto fundamento psicológico de falta de autoconfianza. Sin embargo, eso no significa que nosotros seamos «otros» en lugar de «esos» europeos. Cada país europeo ha tenido una forma de desarrollo distinta, se ha enfrentado a diferentes conflictos, y ha tenido intereses y vecinos diversos.

 Sin duda, un viajero normal y corriente que visite Europa central y oriental observará fácilmente que lo que ve en esa región difiere de lo que probablemente experimentará en otros países europeos, desde el estado de las carreteras hasta una burocracia que agota la paciencia. Sin embargo, ésa no es razón para aceptar el consejo de la élite europea de quedarse callados.[5]

La realidad poscomunista de Europa central y oriental no es razón para quedarse callados y no hacerse oír cuando se trata de la vida política, cultural y social de una región que tiene siglos de historia. Si hay que interpretar todos los problemas sociales y políticos como dependientes del nivel de desarrollo económico, financiero y social, y de la eficiencia burocrática, entonces no habrá casi nada importante que pueda decirse o hacerse para que Europa adquiera sentido para todos y cada uno de los países y ciudadanos europeos.

Aparte de la visión de Europa y la Unión Europea como un club exclusivo que, debido a la corrección política y las buenas maneras, califica a los países más pequeños o económica y políticamente más débiles de países amigos y aliados tradicionales, existe otra posibilidad para la futura Europa. Una Europa en la que los países y naciones pequeños tendrían voz y voto en asuntos europeos básicos. Es una Europa donde los daneses, flamencos, lituanos, letones, estonios e islandeses no desempeñarían un papel menor que los franceses, alemanes o ingleses.

Europa debería recordar la alquimia y sus tres objetivos clave: crear una panacea o elixir de la inmortalidad, una vida ilimitadamente prolongada y un ser humano. ¿Es eso una utopía? Ciertamente, pero hoy en Europa predomina la química sobre la alquimia. Si evaluamos la identidad —independientemente de que sea europea, lituana o francesa— sólo en base a la eficiencia, ésta no tardará en desvanecerse.

Notas

[1] La opinión expresada en el presente texto es la de su autor, y no refleja necesariamente la postura oficial del gobierno de la República de Lituania.

[2] Gintaras Beresnevičius (1961-2006), historiador y ensayista lituano.

[3] Frank Furedi (n. 1948), sociólogo y profesor de la Universidad de Kent.

[4] Paul Johnson (n.1928), historiador y escritor británico.

[5] «Cuando uno no sabe lo que pasa, es mejor quedarse callado»: ésta fue la frase pronunciada en 2003 por Jacques Chirac, entonces presidente de Francia, cuando el Grupo de Vilna (Albania, Bulgaria, Estonia, Croacia, Letonia, Lituania, Macedonia, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia) respaldó el objetivo de Estados Unidos de cambiar el régimen de Saddam Hussein en Irak por medios militares.