Los riesgos del diálogo

Arjun Appadurai

Escritor y profesor de ciencias sociales en la universidad New School de Nueva York

Voy a hacer aquí un sencillo razonamiento sobre la naturaleza del diálogo. Nadie puede entablar un diálogo sin asumir serios riesgos. Esta afirmación se opone a la visión habitual del diálogo como algo informal, cotidiano, e incluso secundario al verdadero funcionamiento del poder y la riqueza. Si aceptamos que el diálogo es siempre un asunto arriesgado, podemos preguntarnos cuáles son los riesgos implicados y por qué merece la pena, e incluso se hace obligatorio, aceptar hoy tales riesgos. Me interesa sobre todo el diálogo entre sociedades o grupos sociales organizados, como naciones, religiones, movimientos y partidos políticos, y grupos de interés. Aun así, vale la pena señalar que el diálogo se inicia como una idea de intercambio entre personas. Cuando hablo de los riesgos del diálogo hoy en día, pienso sobre todo en culturas y civilizaciones, pero creo que esos riesgos están presentes independientemente del nivel en el que pueda tener lugar el diálogo.

El primer riesgo del diálogo es que es posible que la otra parte no entienda lo que uno dice. El riesgo de malentendidos resulta inherente a toda comunicación humana, y hemos desarrollado numerosas maneras de reducir tales riesgos. Tratamos de escoger cuidadosamente nuestras palabras y acciones, prestamos atención al lenguaje y la traducción, tratamos de imaginar los presupuestos mentales de la otra parte; en suma: intentamos ser lo más intersubjetivos posible y hallar el mejor modo de traspasar las fronteras entre el hablante y el oyente. Ni que decir tiene que, cuando nos tomamos el diálogo en serio, tratamos también de escuchar con el mismo enfoque mental, a fin de minimizar los riesgos de malentendidos o mala comunicación.

El segundo riesgo del diálogo es exactamente el opuesto: el riesgo de que, de hecho, se nos entienda claramente. Esta paradoja se basa en cierta medida en la preocupación de que la otra parte sea capaz de ver más allá de nuestras expresiones superficiales y comprenda los motivos o intenciones que nosotros preferimos ocultar. Eso es siempre un riesgo en la era de la epistemología de la sospecha, que surge con Marx, Nietzsche y Freud. Pero el riesgo más profundo de ser plenamente comprendido es que la otra parte vea realmente nuestras convicciones más profundas, nuestras opiniones fundamentales e incluso nuestras dudas. La razón de que ello represente un riesgo es que el diálogo no versa sobre cualquier cosa. Para ser eficaz, el diálogo debe versar en cierta medida sobre un terreno común, un acuerdo selectivo y un consenso provisional. Cuando las convicciones fundamentales se ponen sobre la mesa, el elemento de improvisación del diálogo peligra, y las apuestas pasan a ser tremendamente altas, dado que las convicciones básicas tienen que hacerse conmensurables. Un importante ejemplo de este riesgo es el actual diálogo entre el mundo islámico y el mundo europeo cristiano, un marco en el que el diálogo se desplaza con demasiada rapidez hacia los fundamentos doctrinales y éticos, sin prestar atención a otros terrenos más concretos y limitados. La lucha por el uso del velo en las escuelas no tiene por qué convertirse en una lucha entre perspectivas enfrentadas de la universalidad humana: puede seguir siendo únicamente un problema de conducta pública o de etiqueta. Así, cuando emprendemos el diálogo, debemos tener cuidado de no exigir demasiada comprensión o no ofrecer demasiado de nuestras convicciones más profundas. Soy consciente de que esto suena como si estuviera sugiriendo que hemos de ser hipócritas o cínicos. En realidad, lo que estoy sugiriendo es prudencia y un consenso limitado.

Cuando emprendemos un diálogo, el riesgo de un exceso de entendimiento se hace aún mayor que el de un malentendido. Exploremos con un poco más de detalle esta afirmación. Un entendimiento mutuo completo, total y preciso representa, en cualquier caso, una pauta imposible, dados los retos de la cultura, la lengua y la historia que dividen a individuos y comunidades. Pero un entendimiento completo en cuanto a convicciones éticas, religiosas o políticas primordiales lleva aparejado otro peligro. Ese peligro es el impulso de eliminar completamente diferencias básicas, ya que, si deseamos establecer un terreno común respecto a las convicciones básicas, habrá alguien que deba modificar las suyas, y normalmente ello significa que las convicciones más profundas de una de las partes se convierten en la pauta del terreno común. Así es como los falsos universalismos pueden borrar verdaderas diferencias. El diálogo, pues, debe implicar siempre una decisión acerca de la medida en que hay que exigir una negociación sobre lo fundamental. En este sentido, todo diálogo es una forma de negociación, y la negociación no puede basarse en un completo entendimiento mutuo o un consenso total que supere cualquier clase de barrera o de diferencia.

Existe aún otro riesgo más asociado al diálogo, y es la relación de éste con las diferencias internas de las partes que dialogan. Todos los individuos tienen dudas internas, diferencias y divisiones en su interior, como, por ejemplo, entre sus objetivos a corto y largo plazo, sus motivaciones más elevadas y más bajas, sus intereses conscientes e inconscientes, etc. Cuando ascendemos en la escala hasta los grupos, las comunidades, las civilizaciones y otras grandes formaciones sociales, tenemos además las diferencias internas entre viejos y jóvenes, entre la élite y la gente corriente, entre la corte y la calle, entre hombres y mujeres, por nombrar sólo las categorías más sencillas de división interna. En la era de la globalización, esas diferencias internas se ven todavía más exacerbadas por el desplazamiento de emigrantes a nuevos lugares, las diferentes inquietudes identitarias de viejos y jóvenes entre las poblaciones emigrantes, y la naturaleza de los medios de comunicación de masas y de la comunicación electrónica, que permite que diversas adscripciones fuertemente locales y extremadamente remotas se hallen co-presentes y se configuren mutuamente.

En lo que se refiere a los riesgos del diálogo, el problema central de las diferencias internas es que no puede haber negociación con el otro sin una negociación paralela con uno mismo. En el mundo de la política, la religión y el nacionalismo, tales negociaciones internas tienen lugar en circunstancias especiales que hacen que resulte difícil para cualquiera hablar con confianza en nombre de otros sin correr el riesgo de ser cuestionado. El problema de la representación por parte de cualquier líder o voz organizada que pretenda hablar en nombre de cualquier entidad colectiva es que el cuestionamiento siempre es posible. Esta clase de cuestionamiento tiene su origen general en la gradual propagación de las ideas sobre libertad y expresión, cuya popularidad ha ido en aumento ya desde las grandes revoluciones del siglo xviii. Y se ha hecho especialmente fuerte más o menos durante los últimos quince años, tras el final de la guerra fría, cuando las ideas sobre libertad de mercado y libertad política empezaron a estar profundamente vinculadas. Pero existe aún otra razón especial para la dificultad de representar a comunidades, civilizaciones o grupos religiosos enterosa través de dirigentes de toda clase. Con la creación de la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, se produjo un fuerte incremento de la conciencia global del derecho a hablar, a ser protegido, a ser tratado con dignidad y a que se garantice una voz en la vida pública para todas las personas, independientemente de sus derechos de ciudadanía. Combinada con el incremento de la comunicación electrónica y las ideas de la democracia participativa, la difusión de la ideología de los derechos humanos se ha traducido en el hecho de que nadie pueda hablar en nombre de una persona o grupo —mujeres, presos, niños, refugiados, discapacitados, inmigrantes— sin su propio consentimiento.

La conclusión que extraigo de este análisis de las diferencias internas es que resulta arriesgado, de hecho imposible, para cualquier voz representativa hablar con autoridad en nombre de una cultura, una religión, una nación, un movimiento o una civilización. Aquí, una vez más, la solución es alejarse de la tendencia a hablar en términos totalizadores de sociedades, tradiciones o civilizaciones enteras como si éstas no contuvieran «conceptos esencialmente discutibles». Todas las grandes religiones tienen escépticos, dudosos, disidentes e incluso herejes. A veces se les ignora, otras se les quema en la hoguera, y otras, como en el caso de Martin Luther King, éstos se convierten en fundadores de grandes tradiciones religiosas por derecho propio. De hecho, la prueba de que estamos ante una civilización o una gran tradición puede verse muy bien en su capacidad de incitar a la disidencia, inspirar el debate y generar diferencias internas en cuestiones de importancia fundamental. Así, el riesgo del diálogo, desde este punto de vista, es que éste requiere un complicado cálculo a la hora de incorporar el debate interno en el diálogo con el otro. Si uno incorpora demasiado debate interno, su posición parece débil, ilegítima y acaso incoherente. Si incorpora demasiado poco, parece autoritario, arrogante o sencillamente increíble. En este sentido, el riesgo del verdadero diálogo es doble: caer en la Escila de la incoherencia o en la Caribdis del autoritarismo.

En la Europa contemporánea, resulta evidente que ambos riesgos son reales. El islam se representa demasiado a menudo como algo monolítico, algo que no deja espacio a la disensión, el debate o la diferencia. Por otra parte, los detractores del fundamentalismo islámico niegan con frecuencia las profundas divisiones internas que subyacen al consenso más liberal: entre quienes están a favor o en contra de la Unión Europea; entre quienes provienen de tradiciones católicas, protestantes o judías; entre quienes se han secularizado completamente y quienes no lo han hecho; entre quienes han pasado a abrazar la religión del mercado y quienes no lo han hecho; entre los partidarios de la comida rápida y los de la comida «lenta»; y entre los partidarios y detractores del estado del bienestar. El verdadero reto estriba en elegir entre todos esos debates y decidir cuáles de ellos resultan apropiados para incorporarlos a un verdadero diálogo. El riesgo es que podemos elegir las opciones erróneas y acabar negociando sobre auténticos fundamentos (que casi siempre son inmunes a la verdadera negociación) o convenciones superficiales, donde el terreno común no resulta realmente profundo o importante.

Así, pues, si deseamos alejarnos de la engañosa y peligrosa idea de un «choque de civilizaciones» especialmente en lo que se refiere al islam, es importante reconocer que todo diálogo es arriesgado y que ninguna gran tradición o ideología carece de debates internos. El reto pasa a ser entonces cómo llevar a cabo el diálogo sólo con respecto a las diferencias relevantes; ni con respecto a ninguna, ni con respecto a todas ellas. Al fin y al cabo, valoramos la diversidad. ¿Y cómo puede haber diversidad sin diferencia?

Si reconocemos que el propósito del diálogo no es eliminar la diversidad de opiniones en torno a las diferencias, entonces ¿cómo avanzar en el diálogo intercultural? ¿Cómo evitar la idea de un «choque de civilizaciones», que equivale a la negación de la posibilidad de diálogo? Esta, obviamente, no es una pregunta con una respuesta sencilla; sin embargo, un buen punto de partida consiste en dedicar una auténtica reflexión a la cuestión del vínculo entre debates internos y externos. Ciertos debates internos lo son íntegramente, y tienen muy poca relación con negociaciones externas. Otros debates internos resultan tan profundos y dramáticos que no pueden incorporarse a ninguna clase de relación exterior. Pero existe un término medio, un conjunto de debates internos que tienen un vínculo genuino, por más que limitado, con los diálogos externos. Son los debates con los que necesitamos identificarnos y que debemos utilizar para construir la plataforma del terreno común. Veamos algunos ejemplos.

Si consideramos los actuales debates entre pensadores del mundo islámico y pensadores de otras tradiciones, ya sean religiosas o políticas, un ejemplo de vínculo entre debates externos e internos es el tema de las obligaciones de cualquier comunidad para con los más débiles o más pobres dentro de ella. Este tema aúna las ideas sobre la justicia, el bienestar, la equidad y la filantropía. Podría representar un vínculo crucial entre los debates internos en las comunidades musulmanas sobre dichos temas y los debates externos en los parlamentos, las organizaciones estatales y el ámbito público europeos. Otro ejemplo de área en que los debates internos y externos pueden aunarse es la relacionada con la cuestión de la violencia y la no violencia. En el caso de las personas que se consideran hindúes en la India actual, existe una profunda diferencia entre, por una parte, quienes siguen viéndose a sí mismos como descendientes de Mahatma Gandhi y, en consecuencia, ven la no violencia como un principio fundamental de vida moral y política y, por otra, los numerosos nacionalistas hindúes que han adoptado una postura bastante militante y han dirigido una nueva clase de movilización violenta contra los musulmanes en la India. Este debate interno entre indios hindúes tiene una directa relevancia en su visión de la energía nuclear, la paz y la cuestión de Cachemira. Sin embargo, rara vez se discute de una forma centrada en la que se aúnen las dimensiones internas y externas de la ética de la no violencia. Un tercer ejemplo se refiere a la relación entre iglesia y estado en diversas democracias occidentales. Es este un ámbito en el que existen profundas diferencias entre los debates internos producidos en Estados Unidos y los diversos países europeos. Incorporar los debates internos de este ámbito al espacio de la negociación a través del Atlántico podría revelar unas bases para el diálogo trasatlántico más ricas que las que existen actualmente.

El objeto de estos ejemplos es fundamentar el argumento de que no podemos evitar los riesgos del diálogo, puesto que éste amenaza siempre con ocultar los debates internos o exagerarlos. Gestionar de forma productiva los riesgos del diálogo requiere que identifiquemos aquellos debates internos que tienen mayores consecuencias para nuestros debates externos. En la era de la globalización, es probable que los temas que conectan los debates internos y externos tengan mucho que ver con la democracia, los mercados libres, la emigración, la pobreza, el medio ambiente, la doctrina de la «guerra justa» y el bienestar social. Cada uno de esos temas lleva aparejadas apuestas muy elevadas.

 Propongo que el diálogo entre culturas o civilizaciones no se estructure para evitar esos temas. En tal caso, el diálogo intercultural se convertiría en un pariente pobre de la diplomacia, la guerra o el terrorismo. El verdadero diálogo debe abordar esos grandes temas. Pero tiene que hacerlo de una manera prudente, sin negar los debates internos o hincharlos desmesuradamente. Sobre todo, debemos elegir los debates internos adecuados para llevarlos a la mesa de nuestros diálogos externos, ya que pueden representar una delicada guía hacia el marco en el que se puede encontrar un terreno común. En cambio, los debates inadecuados pueden llevarnos al territorio de las convicciones no negociables y el choque de unas ideologías convertidas en totalitarias.

En conclusión, pues, todo diálogo es arriesgado, ya que incorpora los debates internos y externos en un marco común. Pero no tenemos otra elección que aceptar ese riesgo y buscar el modo de gestionarlo. Para hacerlo, sugiero una estrategia de selectividad, de modo que no nos forcemos a nosotros mismos a compartir mutuamente nuestro lado humano en todo momento. La negociación mutua de las partes adecuadas de nuestra humanidad resulta tan prudente como suficiente para construir un marco de convivencia contingente y en evolución.