¿Tiene alma Europa?

Ian Buruma

Escritor y profesor del Bard College, Estados Unidos

La Unión Europea fue un bebé concebido por muchos padres, incluido el propio estadounidense George Marshall, cuyo famoso plan abolió las barreras comerciales y potenció la cooperación económica entre los países europeos. Hace cincuenta años, cuando seis países formaban la Comunidad Económica Europea, una Unión Europea de 27 países no era ni tan siquiera un sueño. Pero ahora que tenemos la Unión, no parece que nadie le tenga demasiado cariño. Los franceses y los holandeses, llevados por el despecho, votaron en contra de una constitución europea que muy pocas personas se tomaron siquiera la molestia de leer. ¿Y quién podía culparles, si resultaba ilegible?

«Tenemos que dotar a Europa de un alma», decía Angela Merkel, la canciller alemana, cuyo país presidió la Unión Europea en 2007. Durante una conferencia titulada «Un alma para Europa», el cineasta alemán Wim Wenders se expresaba en términos parecidos. También él estaba preocupado por el vacío espiritual que llenaba el espacio en el que debería estar el corazón de Europa. De un modo apenas sorprendente para un hombre de su trayectoria profesional, Wenders cree que el espíritu está hecho de celuloide, y que el alma europea reside en las películas de Pedro Almodóvar, Federico Fellini y Andrzej Wajda. Por desgracia, no obstante, y para emplear una frase de uno de sus propios filmes, «Estados Unidos ha colonizado nuestra alma». Es decir, los europeos son desesperadamente adictos a Hollywood.

Esta idea que defiende un alma nacional o continental es, obviamente, muy romántica. Para los patriotas alemanes decimonónicos, significaba un espíritu nacional, expresado en la poesía y la filosofía, que plantaba cara al racionalismo francés. Para los conservadores del período de entreguerras, así como para muchos europeos de la generación de Wim Wenders, significa la liberación del materialismo norteamericano. Estados Unidos tiene que ver con el dinero, mientras que Europa, para Wenders, «no sólo tiene que ver con los mercados, sino también con los valores y la cultura». Es más, él considera a Europa algo «sagrado». En su opinión, para encontrar una alternativa al «sueño americano», los europeos —especialmente los cineastas europeos— deberían crear un «sueño europeo» sacro.

Angela Merkel tiene un poco más los pies en el suelo: ha hablado de la «Europa de los proyectos», ha aludido a unas «redes eléctricas adecuadas» y a unos «gaseoductos adecuados», como el gaseoducto del Báltico, que actualmente se construye a través de dicho mar desde Rusia hasta Alemania. Son sin duda de proyectos importantes, pero no es probable que reconforten muchos corazones o enardezcan muchas almas.

El problema del alma es que ésta resulta demasiado vaga para ser de mucha utilidad. ¿Tengo yo un alma europea? Mi padre es holandés; mi madre, británica, de una familia judía anglo-holandesa-alemana. Eso me hace casi todo lo europeo que resulta humanamente posible. Pero la identidad es una cosa complicada. Cuando estoy en Estados Unidos, me siento europeo. Cuando estoy en los Países Bajos, me siento inglés. Cuando estoy en Inglaterra, me siento holandés. Cuando escucho un chiste antisemita, me siento judío. Cuando estoy en Nueva York, en compañía de acérrimos partidarios de Israel, me siento más bien como un gentil. Entonces, ¿en qué lugar deja todo eso a mi alma, a mi alma colectiva europea?

Es verdad que ciertas figuras nacionales, como los humoristas de televisión, o las estrellas del fútbol, o los presentadores de las noticias, pueden alentar el sentimiento comunitario. También es cierto que las películas de Fellini expresan algo que todos identificamos como una peculiar sensibilidad italiana. Pero Wenders tiene razón: lo que la mayoría de europeos tiene en común no es el amor al cine de autor europeo, sino al cine de masas estadounidense. La cultura popular norteamericana no sólo tiene éxito porque dispone de mayores presupuestos, sino porque cuenta con una larga historia de superación de las diferencias culturales. Al igual que la comida rápida, apela a los instintos —y no siempre a los más elevados— que todos compartimos. No estoy seguro de que los artistas europeos aspiren a eso. En Estados Unidos todo tiende a la homogeneidad. ¿No es mejor celebrar la diversidad europea? ¿Qué sería Fellini sin Italia, o Almodóvar sin España?

Para una persona religiosa, el alma resulta algo más tangible. El difunto papa Juan Pablo II quería que la fe cristiana apareciera mencionada en la constitución europea. El primado de Hungría, monseñor Peter Erdoe, afirmaba que «sin el cristianismo el corazón de Europa desaparecería». El actual gobierno polaco ha adoptado la misma línea. El judeo-cristianismo, al igual que las culturas de Grecia y Roma, forma parte de hecho de una historia europea común. Pero ahora que la mayoría de europeos se enorgullecen de su laicidad, y los europeos religiosos son a menudo musulmanes o inmigrantes de antiguas colonias europeas, una definición religiosa del alma europea resultaría tan deshonesta como equivocada.

Por otra parte, incluso los europeos laicos, que jamás pondrían el pie en una iglesia o una sinagoga. Muchas veces se oponen a que Turquía forme parte de la Unión Europea, no sólo por sus problemas con los derechos humanos, sino precisamente porque Turquía no es cristiana. Pocas personas lo dicen abiertamente, por supuesto, por temor a que parezca que tienen prejuicios. Prefieren hablar de la Ilustración como el elemento que mantiene a Europa unida. Pero la pretensión de que son «los valores de la Ilustración» los que definen el alma de Europa resulta bastante extraña, ya que los valores de la libertad de expresión y la investigación científica los comparten gentes de todo el mundo. No admiramos la Ilustración por razones ligadas al espíritu nacional, sino, bien al contrario, por su valía universal.

Así, quizás el quincuagésimo aniversario de Europa podría ser una buena ocasión para rebajar las pretensiones. La cooperación europea se inició como un proyecto económico práctico, no espiritual. Y así es como debería ser. La Ilustración nos ha enseñado que el propio interés «ilustrado» es lo que muchas veces resulta más valioso. Lo más estimulante de la Unión Europea es la movilidad de sus ciudadanos; el modo en que los europeos pueden vivir y trabajar en cualquier parte de Europa que deseen; la posibilidad de que haya más constructores polacos en París, más diseñadores ingleses en Berlín o más empresarios franceses en Londres. Una de las grandes ironías de las últimas décadas es el hecho de que Londres, la capital de un país que rechazó tantos sueños europeos, se haya convertido en la gran metrópolis de Europa. Allí llegan gentes de toda Europa, ya que Londres les ofrece la libertad de perseguir sus propios sueños. Éstos son frecuentemente materialistas, y a veces incluso bajos; pero en conjunto configuran algo que, a falta de un término mejor, podría calificase de alma europea.