La cultura, el patrimonio cultural y la creatividad constituyen las bases de las sociedades plurales dinámicas, inclusivas, innovadoras y prósperas. Pese a no estar presente en los Objetivos de Desarrollo del Milenio, la cultura se ha ido fraguando su propio camino de forma progresiva entre los círculos de reflexión, a diversos niveles, con respecto a las bazas y los retos del desarrollo sostenible. En efecto, valorar el patrimonio y la diversidad de las expresiones culturales permite la posibilidad de abrir un terreno de experimentación para inventar una nueva cultura del desarrollo. Estas expresiones han demostrado ser indispensables para las sociedades humanas con ocasión de la crisis mundial causada por la pandemia del Covid-19. Por este motivo, algunos países han puesto en marcha medidas financieras para sostener a los actores culturales a través de la creación de fondos para fomentar la cultura, o bien del lanzamiento de convocatorias de proyectos culturales y artísticos adaptados al contexto de la crisis sanitaria. De este modo, la cultura se está convirtiendo cada vez más en un motor de desarrollo transversal y dinámico.
La cultura es uno de los cinco dominios que conforman el mandato de la UNESCO en cuanto que agencia especializada del sistema de Naciones Unidas. Las numerosas décadas de reflexión, práctica y análisis llevadas a cabo por la organización en este terreno han forjado una perspectiva según la cual la cultura puede considerarse como un conjunto de características diversas de una sociedad o de un grupo social, lo cual abarca también el patrimonio cultural material e inmaterial, que refleja la diversidad del mundo con respecto a las expresiones culturales y creativas contemporáneas, las cuales constituyen fuentes de identidad y cohesión para las comunidades. El patrimonio cultural y la creatividad componen las bases de las sociedades plurales, dinámicas, innovadoras e inclusivas.
El marco normativo desarrollado por la UNESCO desde su creación tiene como objetivo alimentar esta perspectiva y hacer que evolucione, tanto a escala internacional como nacional o local, con el fin de situar a la cultura en un lugar justo dentro de la sociedad, en cuanto que vector de desarrollo y factor principal de cohesión social. Este marco permite, asimismo, establecer una plataforma legal en el ámbito mundial de cooperación e intercambio, en aras de una gobernanza cultural más eficaz e inclusiva fundada en los derechos humanos y la promoción de la diversidad cultural. Las convenciones, recomendaciones y declaraciones de la UNESCO, que componen dicho marco normativo, son además indicadores universales con respecto a la evolución de las perspectivas y prácticas en materia de patrimonialización y, por tanto, de salvaguarda del patrimonio en todas sus formas. Por otra parte, favorecen la creación de herramientas jurídicas e institucionales destinadas a apoyar dicho proceso y permitir así preservar la memoria colectiva compartida, por ello ofrecen datos fiables susceptibles de mejorar las políticas públicas consagradas a la cultura.
Hace una década, la adopción por parte de la Asamblea General de Naciones Unidas de una resolución que reconocía el papel de la cultura en el desarrollo humano fue un hecho clave para todos los actores institucionales y de la sociedad civil, que llevaban muchos años reclamando dicho reconocimiento.
Ausente de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, la cultura se ha ido fraguando progresivamente un camino entre los círculos de reflexión a distintos niveles con respecto a las bazas y los retos del desarrollo sostenible. Aunque dicho progreso no haya culminado con un reconocimiento que permita considerar la cultura como el cuarto pilar del desarrollo sostenible, de la misma manera que el social, el económico y el medioambiental, el cambio ha sido lo bastante importante como para que la cultura sea explícitamente integrada en los objetivos vinculados al programa de desarrollo sostenible en el horizonte 2030, adoptado en septiembre de 2015. Además del hecho de que la cultura sea un componente que encontramos en la práctica totalidad de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), en el punto 11 se le consagra una meta específica, la cual consiste en «procurar que las ciudades y los asentamientos humanos estén abiertos a todos de forma segura, resiliente y duradera». En efecto, el punto 4 del objetivo 11 estipula que los estados miembros de la ONU deben comprometerse a «intensificar los esfuerzos de protección y preservación del patrimonio cultural y natural del mundo». Esta frase traduce, por sí misma, la gran evolución que ha tenido lugar con respecto a la percepción de la cultura y su papel en la evolución de las sociedades.
En esta línea de continuidad, la cultura quedó también integrada en el Nuevo Programa para las Ciudades, adoptado con ocasión de la tercera Conferencia de Naciones Unidas sobre el alojamiento y el desarrollo urbano sostenible (Habitat iii), en octubre de 2016. En un mundo cada vez más urbanizado, en el que más de la mitad de la humanidad vive en un entorno urbano, y con la perspectiva de que el 70% de la población mundial, cifrada en nueve mil millones y medio de personas, habite en ciudades en el año 2050, el papel de la cultura es más esencial que nunca. El informe mundial de la UNESCO sobre economía creativa de 2018 revelaba que la cultura representa un 6,1% de la economía mundial, con un peso de 4.300 millones de dólares. Las industrias creativas generan treinta millones de empleos en el mundo y la cultura se impone como el primer sector económico en ofrecer oportunidades de empleo a los jóvenes con edades comprendidas entre 15 y 29 años.
Para miles de millones de personas, el entorno urbano es, por tanto, un marco vital en perpetua mutación que acoge la cultura en toda su diversidad y vehicula una parte importante de su patrimonio, tanto material como inmaterial. A causa del proceso de urbanización desencadenado tras la Segunda Guerra Mundial, marcado por numerosas fallas cuyas consecuencias son aún visibles hoy en día, el reto del desarrollo sostenible se sitúa principalmente en el entorno urbano.
Además de las espectaculares destrucciones vinculadas a conflictos o catástrofes naturales, la actualidad presenta numerosos temas menos sensacionales, pero tan preocupantes como aquellos. Estos se encuentran en los planes de diseño, los proyectos de infraestructuras de envergadura vinculados a asuntos clave como el transporte o el alojamiento, o incluso la construcción de edificios u obras de arte considerados muy alejados de los imperativos de salvaguarda del patrimonio urbano. Los debates que provocan estas intervenciones revelan un profundo malestar con respecto al lugar y el papel desempeñados por el patrimonio, que es importante concebir como un bien público precioso, frente a un proceso de desarrollo urbano poco o mal gestionado. Valorar el patrimonio y la diversidad de las expresiones culturales permite abrir un campo de experimentación para inventar una nueva cultura del desarrollo.
Frente a desafíos como estos, el fomento de la cultura y la salvaguarda del patrimonio urbano en todas sus variantes solo puede llevarse a cabo mediante un enfoque holístico que tenga en cuenta todas las características del espacio urbano en su diversidad y complejidad.
Casi cincuenta años después de la adopción de la Convención del Patrimonio Mundial, el patrimonio urbano constituye la categoría de bienes más representada en la lista del patrimonio mundial, que abarca los territorios, extensos o reducidos, donde están asentados los seres humanos y donde han evolucionado modelando su entorno. El patrimonio urbano inscrito en la lista del patrimonio mundial incluye principalmente una serie de lugares presentados como «ciudades históricas», noción susceptible de ser cuestionada, ya que ninguna ciudad aparece íntegramente inscrita en dicha lista, sino que son más bien fragmentos de esas ciudades los que sí aparecen. Por otra parte, todas las ciudades sin excepción contienen una historia, ya sea antigua o moderna, reconocida o no reconocida, valorada o ignorada. El patrimonio urbano también ha integrado «entidades urbanas», además de las ciudades y los «bienes del contexto urbano» (monumentos o conjuntos, en el sentido que otorga la definición del artículo 1 de la Convención del Patrimonio Mundial). El patrimonio urbano engloba, por tanto, edificios y grupos de edificios o lugares (formados por espacios simples o complejos). Se caracteriza por estar ocupado, utilizado (directa o indirectamente, desempeñando o no su función de origen) y habitado, y por ello es susceptible de evolucionar.
Un estudio realizado en 2015 sobre el patrimonio urbano en el contexto de la Convención del Patrimonio Mundial confirmó las tendencias observadas desde hace muchos años con respecto a la importancia de los retos vinculados a la conservación de ese patrimonio inscrito en la lista del patrimonio mundial. El estudio revelaba que 421 bienes inscritos, es decir, cerca del 41% de los 1.031 enclaves del patrimonio mundial (según la xxxixe sesión del Comité del Patrimonio Mundial de julio de 2015), y cerca del 53% de los 802 bienes culturales inscritos, son patrimonio urbano (188 bienes) o bien patrimonio de un contexto urbano (233 bienes). Ese mismo estudio revelaba que la gestión del 75% de los enclaves culturales y mixtos inscritos concierne 1.631 asentamientos humanos (ciudades, municipios, pueblos, territorios, etc.).
El Comité del Patrimonio Mundial examina cada año el estado de conservación de un cierto número de bienes inscritos en la lista del patrimonio mundial. El patrimonio urbano, ya sea bajo la insignia de «ciudades históricas» o de «conjuntos urbanos», suele presentar casos cuyas situaciones son muy complejas y generan discusiones muy controvertidas. Los informes sobre el estado de conservación de ese patrimonio urbano reflejan cada vez con más frecuencia las dificultades para lograr un equilibrio entre los intereses del desarrollo urbano contemporáneo y el respeto a los valores culturales y patrimoniales. En este sentido, se trata, sobre todo, de afrontar los fallos institucionales y de gestión, de manejar adecuadamente la disposición y producción de las grandes infraestructuras y los edificios urbanos, asegurando, al mismo tiempo, la continuidad socio espacial y teniendo en cuenta la identidad del conjunto urbano, del lugar de la cultura en el mismo y del espíritu del lugar.
Las necesidades en términos de salvaguarda del patrimonio urbano son múltiples: protección jurídica, instrumentos de planificación urbana, gestión del hábitat, disposición de una red de transporte, etc. Resulta, pues, esencial que las políticas públicas adaptadas y a largo plazo tengan en cuenta dichas necesidades. En 2005, la noción de «impacto visual» ocasionada con motivo del caso del centro histórico de Viena suscitó una gran polémica en el seno del Comité del Patrimonio Mundial, y este pidió a la UNESCO estudiar la posibilidad de elaborar y obligar a adoptar por parte de los órganos directivos un instrumento normativo que permitiera el enfoque de nociones como la «integridad visual», para completar así la acción de la Convención del Patrimonio Mundial. Fue la propia UNESCO, pues, la que lanzó una reflexión acerca de la gestión y salvaguarda, el desarrollo y la valorización de los territorios urbanos.
De ahí salió la adopción, por parte de la Conferencia general de la UNESCO, de la recomendación vinculada al paisaje urbano histórico, la cual comprendía un glosario de definiciones (París, 2011), y esa recomendación fue el primer instrumento normativo que aludía a una problemática cultural y patrimonial en un contexto urbano, adoptada por la UNESCO treinta y cinco años después de la recomendación sobre la salvaguarda de conjuntos históricos o tradicionales y su papel en la vida contemporánea (Nairobi, 1976). Esta nueva recomendación no propone una nueva doctrina en materia de salvaguarda y no está destinada a sustituir los textos existentes, sino que pretende, más bien, inscribirse dentro de esa misma continuidad y aparecer como una herramienta complementaria, un enfoque holístico para promover la integración, consideración y valoración de la cultura y el patrimonio en las políticas y estrategias de desarrollo esencialmente, pero no únicamente, en contextos urbanos. En efecto, con el cuestionamiento cada vez mayor de la dicotomía urbano/rural, cabe considerar que esta recomendación tiene la vocación de abrir un diálogo entre todos los ámbitos de gobernanza en la escala del territorio, ya sea esta local, regional o nacional.
El artículo 3 de dicha recomendación considera que «el patrimonio urbano, por sus elementos tanto materiales como inmateriales, constituye un recurso esencial para reforzar la habitabilidad de las zonas urbanas y favorece el desarrollo económico, así como la cohesión en un entorno mundial en plena mutación. El futuro de la humanidad depende de la planificación y gestión eficaces de los recursos, por ello la conservación supone una estrategia para llegar a un equilibrio duradero entre el crecimiento urbano y la calidad de vida». El enfoque propuesto por la recomendación muestra, asimismo, otros instrumentos normativos, especialmente la Convención para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial (París, 2003) y la Convención sobre la protección y promoción de la diversidad de expresiones culturales (París, 2005). Esta visión compleja y múltiple del patrimonio urbano es la que tiende a promover la UNESCO, en consonancia con el Programa de Desarrollo Sostenible en el horizonte 2030 y el objetivo 4 de los Objetivos del Desarrollo Sostenible mencionados más arriba.
La recomendación sobre el paisaje urbano histórico, basada en un enfoque holístico del territorio, es hoy en día la única herramienta reciente que permite abordar a la vez la cuestión del patrimonio, la cultura y la disposición del espacio urbano cualesquiera que sean, del más banal al más excepcional, y cubrir de este modo un terreno más amplio que aquello territorios de excepción que la lista del patrimonio mundial tiene en cuenta por su valor universal excepcional.
La recomendación permite recordar el contenido de uno de los elementos clave de una puesta en marcha con buenos resultados de la Convención del Patrimonio Mundial, expresado sobre todo en el artículo 5.1 de dicha recomendación, a saber, que los estados participantes deben tratar de «adoptar una política general que permita asignar una función al patrimonio cultural y natural en la vida colectiva, así como integrar la protección de este patrimonio en los programas de planificación general». La recomendación puede servir como vínculo entre las distintas convenciones de la UNESCO consagradas a la cultura, ya que preconiza, principalmente, un nuevo enfoque de desarrollo centrado en el ser humano, su cultura y la gestión del cambio inherente a sus necesidades evolutivas.
La aplicación de dicho enfoque centrado en el paisaje urbano histórico favorece el desarrollo de nuevas políticas y reclama una filosofía del desarrollo articulada a partir de los ejes de la cultura y el patrimonio. Este proceso se sostiene en la convicción de que la cultura constituye un motor de desarrollo, y pretende así fomentar la diversidad de modelos económicos. También se basa, asimismo, en el vínculo existente entre las convenciones de la UNESCO relacionadas con la cultura y las estrategias que buscan mejorar la vida urbana. El vínculo con las cuestiones fundamentales del cambio climático y la reducción de la pobreza es también muy estrecho.
A día de hoy, las actividades y los proyectos puestos en marcha para promover y desarrollar la aplicación de la recomendación en las distintas regiones del mundo han permitido demostrar la pertinencia de la aplicación del enfoque centrado en el paisaje urbano histórico. Este, integrado en las políticas de desarrollo territorial, permite aportar respuestas a las problemáticas de gestión y conservación del patrimonio urbano.
En cuanto a la puesta en marcha de la Convención del Patrimonio Mundial, la aplicación del enfoque centrado en el paisaje urbano histórico, con ocasión del establecimiento de listas indicativas y de la elaboración de informes de propuestas de inscripción de enclaves pertenecientes al patrimonio urbano en la lista del patrimonio mundial permitiría mejorar considerablemente la protección, conservación y gestión duradera de dichos enclaves, de valor universal excepcional.
En el Magreb, que contiene un tercio de los enclaves del patrimonio mundial de la región de los países árabes, la mitad de los bienes son conjuntos urbanos. La cuestión de su salvaguarda se sitúa, pues, en el núcleo central de los retos sobre el desarrollo, así como de la definición del papel de la cultura en dicho desarrollo. Estos enclaves inscritos en el patrimonio mundial solo representan una parte de los conjuntos urbanos, los cuales constituyen un espectro muy amplio de asentamientos humanos, desde los pueblos más pequeños a las ciudades más pobladas, cuya salvaguarda es un reto muy importante que no cesa de crecer. Y es que además de su valor patrimonial, dichos lugares albergan numerosas industrias culturales y creativas y contienen en su idiosincrasia la expresión de la diversidad cultural que caracteriza los países de la región. El fuerte dinamismo cultural que exhiben estos conjuntos urbanos es, sin ninguna duda, una base sólida sobre la que puede apoyarse la acción cultural, pero no sustituye en modo alguno la creciente necesidad de políticas culturales integradas y duraderas.
En 2019, la Organización de la Liga Árabe para la Educación, la Cultura y las Ciencias llevó a cabo un estudio regional sobre políticas culturales en los países árabes, para contribuir a una acción global promovida por la UNESCO en el marco de la preparación del Foro Mundial de Ministros de Cultura (celebrado en la UNESCO en noviembre de 2019). Dicho estudio muestra varios hechos, como la escasa contribución directa de las industrias creativas en la economía, mientras que la contribución indirecta es mucho más destacable, sobre todo a través del apoyo a la industria del turismo. Esta tendencia revela en sí misma un creciente interés por el turismo llamado cultural, el cual ha permitido numerosas iniciativas destinadas a integrar la cultura en las estrategias de desarrollo del turismo, y puede hacer de este último un dominio casi exclusivo de inversión en la cultura. Las consecuencias más palpables de este hecho han sido la orientación de las estrategias de salvaguarda del patrimonio y la valorización de la artesanía según los parámetros del turismo, lo cual supone un riesgo de provocar fenómenos de gentrificación de los barrios llamados históricos, o bien una transformación desequilibrada de los territorios locales. La excesiva dependencia del turismo a la hora de desarrollar el sector cultural puede, asimismo, tener graves consecuencias en caso de crisis, como ha ocurrido recientemente con motivo la pandemia del Covid-19 o en otras crisis anteriores, tanto económicas como debidas a conflictos de índole diversa.
El estudio también ofrece una lectura instructiva en términos de gobernanza de la cultura, tanto con respecto a la identificación de actores culturales como a su participación en la elaboración y aplicación de estrategias culturales. Por otra parte, la cuestión del nivel de intervención es un aspecto decisivo, donde la descentralización se impone como una cuestión principal de la puesta en marcha de estas estrategias culturales, dentro del contexto más global de la aplicación de las medidas previstas en las políticas públicas. El papel de las colectividades territoriales se sitúa entonces en el centro de las discusiones que pretenden mejorar la integración de la cultura en las acciones públicas a nivel local. Finalmente, el estudio revela que, aunque el total de políticas culturales elaboradas y realizadas como tales sigue siendo limitado, existen numerosas iniciativas y orientaciones en materia de acción cultural que contienen elementos favorables a la futura adopción de políticas culturales eficaces y duraderas.
Entre las recomendaciones que ofrece el estudio, cabe señalar que las políticas culturales que se anima a adoptar a los países deben ser explícitas e institucionalizadas. La distribución política de la que deben beneficiarse es determinante a la hora de asegurar su perdurabilidad y su apropiación por parte del conjunto de actores institucionales. La aplicación de las políticas culturales adoptadas en programas y acciones precisas debería integrar el papel ineludible de las colectividades locales. Los marcos jurídicos y normativos deberían adaptarse en consecuencia para asegurar la perdurabilidad de las políticas culturales y atenuar el impacto de los cambios políticos que podrían cuestionarlas. Las políticas culturales deberían ofrecer una visión evolutiva de la cultura que se reflejara en la estructura de las instituciones al mando. La transversalidad de la cultura debe asimismo tenerse en cuenta, con el fin de alimentar las evoluciones principales operadas en los temas sociales, el dominio económico, etc. El carácter participativo e inclusivo de la cultura debe reforzarse para beneficiarse de la contribución de un mayor número de actores institucionales, de la sociedad civil y el sector privado y, a su vez, beneficiar a un mayor número de actores implicados en desarrollo de los aportes culturales. La diversificación financiera de la cultura podría reforzarse de este modo, así como incrementarse el interés por el conjunto de eslabones que componen la cadena cultural. La consideración de la diversidad cultural en las políticas culturales aseguraría la salvaguarda de las formas patrimoniales más amenazadas y las expresiones artísticas que presentaran un escaso valor mercantil. La cooperación internacional, la formación y la investigación deberían ser partes integrantes de todas las políticas culturales a largo plazo. Finalmente, la eficacia de las políticas culturales a largo plazo debe pasar por una serie de mecanismos de evaluación y seguimiento adaptados y sólidos.
La crisis sanitaria originada por la pandemia del Covid-19 ha tenido un impacto enorme en el mundo de la cultura. En la primavera de 2020, 128 países habían cerrado la totalidad de sus instituciones culturales. Una amplia consulta llevada a cabo por la UNESCO permitió averiguar que el 90% de los países del mundo habían cerrado parcial o totalmente sus enclaves del Patrimonio mundial, y el 90% de los 95.000 museos que hay en el mundo (cifra que creció un 60% entre los años 2012 y 2020) permanecían cerrados, un 10% de los cuales estaba probablemente condenado a no volver a abrir sus puertas. Aunque el sector museístico haya reaccionado rápidamente a la crisis gracias al desarrollo de contenidos digitales, no ha sido así para la mayoría de los museos situados en países en desarrollo (por ejemplo, solo el 5% de los museos africanos y de los pequeños estados insulares han conseguido hacerlo). Mientras las anulaciones de eventos culturales se multiplicaban de manera exponencial, la industria cinematográfica se embolsó siete millones de dólares. Los enclaves arqueológicos, por su parte, quedaron expuestos al riesgo de vandalismo y la venta en línea de bienes culturales procedentes del tráfico ilegal ha aumentado de forma significativa.
Asimismo, la crisis sanitaria ha puesto de relieve la paradoja existente entre la importancia de la cultura en la definición y valorización de la historia de los países, por un lado, y la ausencia de la cultura en las políticas y estrategias de desarrollo, por otro. En efecto, la cultura y el patrimonio son la base de la comunicación y valorización de la identidad nacional, tanto en el marco de las relaciones internacionales, por ejemplo, las visitas de estado, como en las estrategias de promoción turística. Dicha paradoja se sostiene en el hecho de que la cultura sigue siendo, en muchas ocasiones, un receptor de gasto público y aún cuesta mucho contemplarla como un sector de inversión en su conjunto. Este cambio de paradigma es un requisito indispensable en la elaboración de una política cultural que traduciría una visión innovadora del lugar de la cultura en el desarrollo sostenible.
En el Magreb, el sector cultural se ha visto duramente golpeado por la crisis, al igual que en muchas otras regiones del mundo. Sin embargo, algunas medidas tomadas por diversos países han mostrado que la toma de conciencia de la importancia de la cultura para la sociedad no era un objetivo lejano, sino una realidad destinada a reafirmarse con el paso del tiempo. Esta tendencia ya viene mostrándose desde hace unos cuantos años, por medio de un constante aumento del presupuesto destinado a la cultura y a pesar de los sucesivos y difíciles contextos económicos acaecidos desde la crisis mundial de 2008. Pese a la aspiración legítima de los actores culturales a conseguir un aumento más significativo de dichos presupuestos, el hecho es ya en sí mismo un indicador interesante. Para responder al impacto de la crisis sanitaria, se han organizado unas conferencias virtuales acerca de temas relacionados con la cultura y el patrimonio, lo cual ha supuesto una gran difusión de estos temas en internet y las cadenas de televisión. Algunos festivales de música y cine han podido «migrar» al mundo virtual, con representaciones en directo vía internet y contenidos diversos accesibles, para así facilitar el acceso, aunque limitado, al conocimiento que representan los bienes patrimoniales. Algunos países han puesto en marcha medidas financieras para sostener a los actores culturales mediante la creación de fondos para promover la cultura, o bien el lanzamiento de convocatorias a proyectos culturales y artísticos adaptados al contexto de la crisis sanitaria. Por otra parte, el paro forzoso de las actividades culturales ha permitido entablar una serie de reflexiones de fondo sobre temas clave como la actualización de los museos y la digitalización de sus contenidos, e incluso el refuerzo del marco jurídico e institucional en relación con temas como el estatus del artista o los derechos de autor y derechos conexos.
Para concluir, es importante señalar que la perspectiva que ofrecen los actores implicados en el desarrollo de la cultura ha evolucionado de forma significativa en el transcurso de las últimas décadas. Esta evolución es el fruto de la reclamación realizada por varias instituciones internacionales y regionales que han puesto su experiencia y su larga práctica al servicio de un debate necesario y concerniente a la definición de la cultura y de su lugar en cualquier sociedad que aspire a asegurar el desarrollo justo e igualitario a sus individuos. El cambio de perspectiva que ha experimentado la cultura ha hecho que esta se convierta en un componente indispensable del motor de desarrollo y no un ingrediente añadido a posteriori. Así, se ha transformado en una cuestión transversal que atañe a distintos dominios como la educación, la salud, el alojamiento, la protección del medio ambiente, el transporte, la gestión de recursos hidráulicos, etc. De este modo, la cultura es capaz de beneficiarse no solo de la acción de las instituciones nacionales encargadas de la cultura, sino de las acciones de las instituciones nacionales concernidas por la cultura.