Mareas musicales en el Mediterráneo: sefardíes, magrebíes, latinoamericanos…

Susana Asensio Llamas

Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Madrid

En el Mediterráneo perviven numerosas tradiciones musicales que forman un ecosistema complejo y heterodoxo, fruto de la interacción de todas ellas, algunas de las cuales son muy antiguas. Dichas tradiciones perviven por haber conseguido una conexión emocional más allá de un espacio cultural en perpetuo cambio. Así, el actual patrimonio inmaterial musical mediterráneo está representado por repertorios musicales de orígenes muy diversos que, en repetidas ocasiones, se fusionan y superponen, lo cual les permite llegar a nuevos públicos. Algunos de esos repertorios, como el sefardí, han persistido en el tiempo y el espacio mediterráneos gracias a su capacidad para enriquecerse a partir del contacto con otras tradiciones, siempre manteniendo su propia idiosincrasia, y sirviendo de inspiración a otras músicas muy distintas y alejadas.    


La historia nos cuenta que la música ha dejado paisajes musicales históricamente relevantes en el Mediterráneo, ecosistemas sonoros que han representado a sus habitantes de manera desigual a lo largo de los siglos documentados. Sabemos de la importancia de los intercambios poblacionales, las invasiones, los imperios y sus caídas. Y cada uno de ellos eligió como estandartes varios repertorios, instrumentos, estilos y formas musicales. Las sucesivas mareas culturales que bañaron y siguen bañando el Mediterráneo desde todos los puntos lo convierten en uno de los ecosistemas musicales más heterodoxos y complejos conocidos.

Si las fronteras geográficas y administrativas que sus habitantes han ido forjando son muy diferentes de las que conocimos a lo largo de cientos de generaciones, la mayor parte de las poblaciones han mantenido tradiciones orales ancestrales mientras incorporaban sucesivas formas nuevas de expresarse con cada cambio. Aún en el siglo xxi, las mareas musicales que bañan las costas mediterráneas son tan deudoras del cambio que la modernidad nos sigue trayendo, como lo son del ancestral patrimonio oral de sus habitantes.

Lo más sorprendente de este inmenso ecosistema es el patrimonio oral de carácter intangible que aún sobrevive —y aquí se incluye la oralidad de segundo grado, aquella en la que intervienen las grabaciones o reproducciones sonoras—. Algunos ejemplos nos pueden ayudar a comprender el poder de atracción, retención y transformación cultural de sus diferentes costas. Y es que las tradiciones en Europa han tenido muchas vidas, algunas superpuestas, otras sucesivas.   

Un buen ejemplo de estas múltiples vidas nos lo ofrece Edwin Seroussi en su libro Ruinas sonoras de la modernidad. La canción popular sefardí en la era post-tradicional (2019). En él se describen los viajes de ida y vuelta de algunas de las canciones más representativas de la tradición sefardí, canciones rituales, religiosas, populares. Todas ellas son documentadas exhaustivamente en sus muy diversos orígenes, pero confluyen alrededor del Mediterráneo en las últimas décadas del siglo xix y las primeras del xx, desarrollando un renacimiento musical de la tradición. Después se dispersan con las guerras, configuran grandes olas migratorias, saltan a otros continentes, se mezclan… y vuelven diferentes, pero igualmente relevantes.

Cover of Ruinas sonoras de la modernidad (Spanish National Research Council).

La fotografía de portada del libro, amablemente cedida por Ana Benarroch, miembro de la actual comunidad sefardí de Madrid, nos cuenta una historia de sefardíes en Marruecos, en la que las mujeres están vestidas a la manera tradicional beréber, es decir, a la manera tradicional de las sefardíes de esa zona, con trajes pesados y de gran trabajo, hechos con materiales nobles, para ser usados en las bodas fundamentalmente. En la foto aparecen algunas jóvenes sefardíes haciendo un cuadro en 1920 en el Gran Teatro Cervantes de Tánger —el cuadro era una representación de una escena tradicional para poder ser observada, reconocida, aprendida o fotografiada desde el público—. El cuadro representa una de las partes de la boda tradicional sefardí, el baño, una escena que no podía ser contemplada normalmente por los hombres, ya que era exclusivamente femenina en su dimensión tradicional. En la fotografía, sin embargo, no hay vergüenza en mostrar el baño: la situación es aceptable porque está estilizada, adornada, descontextualizada, des-ritualizada… La escena es kitsch aunque tenga un valor patrimonial extraordinario. Y es en ese nuevo espacio kitsch provocado por la des-ubicación donde muchas de las antiguas tradiciones se insertan en la contemporaneidad. Ana Benarroch me confirmaba tras la aparición del libro que su traje heredado —uno de los que aparecen en la imagen— aún sigue circulando por medio mundo para ser utilizado por mujeres sefardíes en una de las partes de su boda; ha viajado ya por Europa, África y América, al igual que las músicas y poemas que suelen acompañarlo en las bodas.

Una de las curiosidades de la historia sefardí es que su persistencia en el tiempo y en todo tipo de espacios la ha hecho accesible a muchos públicos no tradicionales, de manera que ha servido de inspiración a músicas e interpretaciones totalmente diferentes y alejadas, como son la música irlandesa o la coreana. El nuevo espacio-tiempo de la tradición sefardí es ahora un tercer lugar entre la tradición y la modernidad, entre la tierra patria y la de acogida, entre la cultura heredada y las culturas aprendidas, pero mantiene suficientes elementos identitarios como para ser reconocida internacionalmente como referencia, influencia e inspiración. A este hecho han contribuido sobremanera las sucesivas migraciones sefardíes durante siglos y siglos por medio mundo: se mantienen los rasgos propios en los sucesivos desplazamientos, pero se añaden otros poco a poco. El autor inscribe estos cambios en la llamada sociedad post tradicional, aquella en la que la modernidad se superpone a la tradición sin sustituirla.

 La historia de las músicas sefardíes alrededor del Mediterráneo del siglo xx es única en sus particularidades, pero no en sus circunstancias. Más de veinte años antes, el libro Música y emigración: el fenómeno musical marroquí en Barcelona (1997), de quien escribe, ya nos había contado como con las sucesivas olas migratorias procedentes del Magreb, los tipos de músicas y sus espacios de interpretación estaban cambiando: la hibridación había llegado oficialmente a la música popular urbana magrebí. Así, mientras algunas tradiciones se trasplantaban, literalmente, de una a otra orilla, otras recreaban un nuevo espacio en el que las fusiones de rai y rock, o flamenco y chaâbi, apelaban a nuevos públicos: jóvenes con aspiraciones no sólo económicas y laborales, sino también identitarias e interculturales.

Hubo un tiempo en que podían reconocerse los orígenes de los vecinos de algunos barrios de Barcelona solo por la música que salía de sus ventanas. Esto ya no es así. Las tradiciones viejas y nuevas aún se superponen, mientras unas sobreviven como referente intracultural, otras comienzan a compartir su mismo espacio con aspiraciones interculturales primero y transculturales después. En las comunidades que comenzaron a migrar masivamente a finales del siglo xx, como sucedió con los jóvenes magrebíes, la tradición ya les había demostrado que no era un buen pasaporte para la Europa post industrial: marcaba una diferencia no necesariamente positiva en el imaginario moderno y se asociaba indefectiblemente con una imagen arabo islámica demonizada que rara vez les representaba.

Y aquí reside una de las mayores diferencias entre los sefardíes y los magrebíes en movimiento: las diferencias culturales se asociaron a diferentes estatus sociales y económicos. Las comunidades sefardíes emigradas, fundamentalmente por razones políticas y religiosas, florecieron en su movimiento comunitario, haciendo gala de una increíble capacidad de adaptación y resiliencia, mientras mantenían la cohesión en circunstancias históricas terriblemente complejas. Las grabaciones y las diferentes versiones de sus canciones más conocidas se multiplicaron por toda Europa y se creó una red de intercambio constante entre las poblaciones de las diferentes ciudades.

En el caso de los magrebíes, la emigración fue fundamentalmente económica, desigual, muy rara vez comunitaria, básicamente individual o grupal, sin la cohesión intergeneracional que tenían otras migraciones más extendidas. En la mayor parte de los casos requería del abandono de la familia o la separación forzosa durante años, y los medios con los que contaban solían limitarse a su propia fuerza de trabajo. Así, cuando formaban nuevas comunidades tras los viajes individuales, su diversidad y circunstancias los dirigían a repertorios más reducidos —una especie de mínimo común denominador, que tendió a ser moderno por las edades de los desplazados—. En los primeros años noventa del siglo pasado esta era la situación, aunque fue modificándose con el tiempo, incorporando muchas de las radicalidades que habían abandonado en sus países de origen como puro medio de supervivencia material y emocional en los nuevos entornos.

De esta manera, el repertorio sefardí tradicional (v.g., romances) pasó a ser referente por defecto de los sucesivos asentamientos de las comunidades, sin crear fricciones con la aparición de otros repertorios menos ligados a la tradición judía, y las grabaciones antiguas y modernas se hicieron hueco en numerosos hogares, sin conflicto; la tradición viajaba con las familias y se instalaba en cualquier lugar nuevo que habitaran. En el caso magrebí fueron los repertorios más modernos (v.g., rai), aquellos que abanderaban la diferencia con respecto a las tradiciones religiosas, aquellos que los separaban de sus lugares de origen y que en algunos casos estaban incluso prohibidos, los que más triunfaron en las tardías migraciones de finales del siglo xx; en este caso, las grabaciones más modernas se hicieron con el espacio sonoro más significativo, y la tradición quedó ligada al lugar de origen, creando una brecha que las sucesivas generaciones complejizarían incorporando músicas religiosas de nuevo, al tiempo que rapeaban sobre todo aquello con lo que no se sentían representados (v.g., soy islámico, no árabe; o soy árabe, no islámico; o soy beréber, etc.).

En la actualidad no hay estudios de cómo han evolucionado aquellos repertorios entre los que ya no son tan jóvenes, entre otras cosas porque la pertenencia a la comunidad y los acercamientos entre lugares lejanos han sido transformados con los medios digitales, pero también porque otros repertorios transnacionales han encontrado su espacio apelando a las generaciones más recientes. Es el caso del hip-hop, el reggaetón o el trap. Estos nuevos repertorios apelan ya casi exclusivamente a determinados espectros generacionales, pero las unen entre sí transnacionalmente a través de las plataformas digitales, difuminando la «diferencia cultural» y el concepto de «lugar de origen». Forman parte del Mediterráneo también, como el resto de las mareas musicales, pero ya rara vez se identifican con él o con sus gentes y tradiciones. Conviven y se hibridan, pero las bases de su mera existencia o su popularidad internacional no pueden ser más diferentes de las de las tradiciones orales con las que aún conviven.

Hay muchos más ejemplos de cómo los sucesivos movimientos poblacionales han modificado las mareas musicales (y culturales) del Mediterráneo, pero me gustaría cerrar esta historia con una situación en proceso: la inserción de la protección de las músicas de tradición oral en el seno de nuestra sociedad post industrial y digital, es decir, el lugar que ocupan las músicas tradicionales que se consideran representativas entre el resto de las mareas musicales más modernas y diversas.

En el actual patrimonio musical inmaterial, las tradiciones orales relevantes están a medio camino entre la patrimonialización de la UNESCO y el kitsch más radical. Las tradiciones tienen hijos bastardos y desarrollan variantes esquizoides, siendo la nostalgia y el intercambio transnacional parte de sus características más comunes. La inmersión de la tradición en la contemporaneidad es kitsch: el sentimiento de pérdida constante, la estilización de sus rasgos más reconocibles, la nostalgia, la mezcla aún reconocible, los nuevos escenarios de interpretación y escucha, la interpretación (diferente) de los otros… En estas circunstancias musicales el kitsch se convierte en una efectiva vía de comunicación sentimental entre los que no hablan la misma lengua cultural.

Las tradiciones musicales que sobreviven en el Mediterráneo, lo hacen en gran medida porque han conseguido una conexión emocional más allá de un espacio cultural en perpetuo cambio, más allá de geografías y teatros. En este sentido, las mareas musicales del Mediterráneo del siglo xxi siguen sin dejar de sorprendernos, no solo revelando algunos de sus secretos antiguos más escondidos (como las polifonías sardas de voces graves), sino también trayendo ya hace décadas otras tradiciones musicales, entre ellas una miríada de repertorios populares latinoamericanos (desde el bolero o la ranchera al pasillo o el forró). La actual desubicación y reutilización perpetuas, así como la mera existencia digital de las tradiciones orales más arraigadas genera una sentimentalidad kitsch que, en muchas situaciones, puede ser su mayor garantía de supervivencia.

Festival de Fès: L’Eau et le sacré, 2017.