Arte y cultura, instrumentos para la cooperación y el desarrollo

Mercedes Giovinazzo

Directora de Interarts y presidenta de la Biennale des Jeunes Créateurs de l’Europe et de la Méditerranée

Cuando el año 2020 llega a su fin, todos nos preguntamos cómo será el mundo que nos aguarde después de la pandemia, y más concretamente, si seremos capaces, en cuanto que ciudadanos, de preservar nuestros derechos y recordar que el fin último de los sistemas de gobernanza es crear un mundo mejor y más igualitario. En este escenario tan incierto, cabe preguntarse también cuál será el papel del arte, en tanto en cuanto siempre ha sido un instrumento más o menos politizado por las estructuras de poder y solo a partir de la modernidad empezó a considerarse como la expresión individual de un artista. Ahora más que nunca, son necesarias iniciativas como la Biennale des Jeunes Créateurs de l’Europe et de la Méditerranée, una red internacional que ofrece a los jóvenes artistas una oportunidad para desarrollar sus creaciones, viajar e intercambiar conocimientos con otros artistas en la región euromediterránea.     


Cuando el año 2020 llega a su fin, todos nos preguntamos qué será lo que nos aguarde el próximo año.[1] La convicción más extendida apunta a que la vida tras la pandemia no será igual que antes. Y es que, en efecto, la vida nunca es igual después de una crisis, ya sea personal o, como en este caso, colectiva. La premisa es, pues, retórica, y la cuestión que debe ponerse sobre la mesa no es si la vida «será igual que antes», porque todos conocemos ya la respuesta, sino «qué clase» de vida nos aguarda: en realidad, la cuestión principal es si la humanidad será capaz de imaginar un modo distinto de seguir avanzando.

No es la primera vez que nuestra especie se enfrenta a una pandemia, pero sí es la primera que una pandemia se expande tan rápidamente. Aunque vivamos inmersos en la modernidad, no podemos estar seguros de las consecuencias que nos traerá, las cuales sobrepasan ya nuestras expectativas iniciales y se perfilan como una amenaza. Esta amenaza directa e inmediata ha alcanzado, en primer lugar, a los sistemas de sanidad pública, y nos hemos visto obligados a responder a una situación terrible que incluye un elevado riesgo para la salud de muchas personas, en algunos casos, y la trágica pérdida de demasiadas vidas, en otros. Pero existen, además, otras amenazas potenciales que, a primera vista, quizá no se aprecien en toda su extensión. La primera de ellas atañe a nuestra economía y a lo que, en las sociedades occidentales, llamamos bienestar: muchas personas han perdido su trabajo, numerosos negocios se han arruinado y es posible que la ira generalizada, la desesperación y la falta de medios para sobrevivir generen graves disturbios sociales. La segunda amenaza viene planteada a partir del control, aumentado y reforzado, al que todos podemos estar sujetos en aras de la salud y la seguridad: esta última, de hecho, puede convertirse en una desafortunada justificación para sentar las bases de una restricción de los derechos civiles y políticos fundamentales. Varias voces, al principio aisladas y dispersas, han empezado a alertar al respecto, y a medida que se han hecho oír, de forma lenta pero implacable, se han erigido en grupos más sólidos y posturas más determinadas.

La pandemia, en efecto, ha constituido la excusa perfecta para la tormenta perfecta, pero aún no hemos avanzado lo suficiente, ni en el tiempo ni respecto a la salvaguarda de los derechos humanos, como para constatar la puesta en peligro de los mismos. Como afirma Yuval Noah Harari, la elección obligada entre privacidad y salud es falsa, y es posible proteger nuestra salud «no a costa de implantar regímenes de vigilancia totalitaria, sino más bien de otorgar mayor poder a los ciudadanos»[2]. Al enfrentarnos a una crisis sin precedentes, debemos intentar ofrecer las mejores respuestas posibles a los retos que van surgiendo, lo cual dará lugar a una serie de estrategias más o menos exitosas. No se trata, ni ahora ni nunca, de discernir entre lo correcto y lo incorrecto, sino más bien de ser capaces de enfrentarnos con solvencia a las cuestiones que están en juego. De este modo, las generaciones futuras podrán evaluar, mucho mejor que nosotros, lo que ha ocurrido realmente. Ese es, en efecto, el privilegio de la historia: comprender el pasado, tarea imposible para aquellos que lo vivieron. Nuestra especie sobrevivirá; la humanidad se recuperará de esta crisis al igual que ha hecho con tantas otras. De hecho, probablemente al final la pandemia se habrá cobrado menos víctimas que la gripe española de principios del siglo xx o la Segunda Guerra Mundial, así como las plagas bíblicas o la peste bubónica. Sin embargo, no es esa la cuestión, puesto que cualquier pérdida humana es lamentable; lo que debemos tener en cuenta son, más bien, las posibles consecuencias de la pandemia, y preguntarnos, entonces, si seremos capaces de crear un mundo distinto. Aunque todos sabemos que nada será igual que antes, no podemos anticipar de qué modo cambiará el mundo, y si dicho cambio será a mejor o a peor. Harari, en cuanto que hijo del Mediterráneo, implora la necesidad de otorgar mayor poder a los ciudadanos como un antídoto contra las sociedades adormecidas compuestas por individuos irresponsables. Así, la necesidad de fomentar y activar las vías de cooperación constituye una respuesta al aislamiento y las derivas nacionalistas de los actuales sistemas de gobernanza. En otra línea complementaria, Pierre Manent señala los riesgos de entregar nuestro bienestar y nuestras prestaciones sociales al Estado, y defiende la idea de que la actual emergencia sanitaria no debe abocar a un estado general de emergencia en el que los ciudadanos entreguen sus plenos poderes a las autoridades estatales[3].

Mediterranea 18 Young Artists Biennale, Tirana and Durres, 2017, “A Natural Oasis?” (Project by Marco Alfieri).

El núcleo del debate es si seremos capaces de recordar que el objetivo de cualquier sistema de gobernanza es la salvaguarda y la mejora del bien común. En este sentido, el espacio público en la Antigüedad solía ser el lugar donde se discutía sobre política. Los antiguos romanos se dedicaron a perfeccionar el arte de la gobernanza colectiva: así, la res publica se debatía en el espacio público, puesto que estaba en juego el interés público a través de los debates y decisiones que tenían lugar por el bien de la comunidad. El espíritu de cooperación y pertenencia erigido a partir del interés y los objetivos comunes guiaba y asentaba los procedimientos. Resulta evidente que, hoy en día, sufrimos una carencia de espacio público necesario para perfeccionar el arte de la gobernanza, que las redes sociales y el mundo virtual en modo alguno logran paliar. De este modo, dos cuestiones saltan a la palestra: la primera es si esta época de transición abocará al fin del sistema y, concretamente, si nuestras democracias representativas y falsamente participativas están tocando a su fin. La segunda atañe al papel que el arte y la cultura, así como las organizaciones artísticas y culturales, pueden desempeñar actualmente para ayudar a conformar nuestro futuro. De hecho, actualmente el valor instrumental de la cultura y el arte se encuentra en el centro del debate; a saber, si ambos aportan únicamente beneficios sociales y económicos o si, por el contrario, contienen un valor intrínseco y, en consecuencia, se conciben como un bien público por derecho propio.  

La principal acepción del término «intrínseco» se refiere a la esencia, a lo esencial. Por ello, cuando nos referimos al arte y la cultura, la expresión «valor intrínseco» se refiere a su valor único, pero también a las formas en que ambos nos afectan, tanto individual y subjetivamente como de un modo más intangible y, por tanto, difícil de calibrar, tanto en el ámbito emocional como espiritual. En cambio, la expresión «valor instrumental» se refiere a las formas en que el arte y la cultura generan beneficios objetivos y mesurables, que pueden ser económicos o sociales. Durante las últimas décadas, los economistas han intentado establecer métodos para medir este valor, por ejemplo, mediante una evaluación de los efectos en el bienestar del individuo basándose en sistemas de valoración implementados en otras áreas en las que el cumplimiento y el impacto han resultado difíciles de medir, principalmente salud y medio ambiente.

Más allá de este debate, nos enfrentamos al reto más importante para el sector cultural: la necesidad de reconocer que no se trata de una ecuación binaria entre el sí o el no y aceptar, por tanto, que el arte y la cultura casi siempre se han visto instrumentalizados con fines políticos a lo largo de la historia. De hecho, la cultura siempre ha sido una herramienta del discurso político para el beneficio de este; el que crea lo contrario pecará de ingenuo. Las sociedades se han construido sobre «constructos culturales» generados a veces de manera espontánea pero otras veces, impuestos desde arriba. La cultura siempre ha constituido una esfera proclive a la construcción de sentidos y la socialización, y también se ha sometido a una clasificación, la cuestión es por parte de quién. Lo cierto es que, a lo largo de la historia, el arte ha sido, es y será siempre un instrumento al servicio del poder. Sin excepción alguna, los gobiernos canalizan a través del arte mensajes necesarios para asentar y mantener su poder. Al servicio del poder, el arte cumple el propósito creativo y mantiene un juego de referencias simbólicas en el que el ser humano puede confiar. A veces, cumple asimismo otra clase de propósitos, como la celebración, o la narración de historias, o ambos a la vez. A modo de ejemplo, vamos a detenernos en los arcos del triunfo romanos construidos en la Antigüedad, erigidos, precisamente, para celebrar el «triunfo», es decir, el regreso del ejército victorioso tras una campaña militar. El ejército desfilaba bajo el arco que, a su vez, permanecía en el mismo lugar para recordar ante el mundo ese momento de gloria en concreto. Pero los arcos, las columnas y otros monumentos también están ahí para contarnos historias: en un lenguaje visual muy simple y accesible a todo el mundo, los bajorrelieves esculpidos nos cuentan lo que sucedió, quiénes eran y dónde estaban los protagonistas. El perspicaz emperador Augusto utilizó el arte, concretamente el genio poético de Virgilio junto con el patrocinio económico de Mecenas, el primer filántropo conocido, para impulsar la creación de un poema épico, La Eneida, que contaba a los romanos que el emperador era un descendiente directo de Eneas y, por tanto, de los dioses. De hecho, Augusto utilizó el arte, en este caso la poesía, como un medio de justificar su propio poder y el de su familia, lo cual sirvió para consolidar el paso a una especie de monarquía. Así, él contaba con unas aspiraciones muy específicas para las que se sirvió de uno de los poemas épicos más bellos de la historia como instrumento, lo cual nos lleva a una conclusión muy obvia: el arte está instrumentalizado, a la vez que constituye un instrumento per se. Instrumento que, cuando no existía la imprenta u otros medios de comunicación más sofisticados, contaba historias a la gente que aludían, con frecuencia, a su pasado, con el fin de crear vínculos emocionales y un sentido de pertenencia, un arraigo, un modo de entrar en la historia. Lo mismo puede aplicarse al arte medieval, tanto románico como gótico: una serie de artistas, arquitectos y pintores que hoy pueden resultarnos completos desconocidos crearon obras de arte que sirvieron como propaganda y reforzaron una visión cosmológica del mundo muy concreta.

El gran descubrimiento no llegó en la época renacentista ya que, a pesar de que el nombre del artista empieza a cobrar importancia, los artistas siguen trabajando juntos en los botteghe [talleres]. El retrato que ofrece Irving Stone del torturado Michelangelo en su obra La agonía y el éxtasis, aunque conmovedora e interesante, no deja de ser una interpretación del autor a partir de las referencias culturales, estéticas y filosóficas de nuestra época contemporánea. No fue hasta el siglo xix, con el auge de la corriente romántica, cuando la noción del Artista, con mayúsculas, empezó a ver la luz. El artista se convirtió así en un ser humano único y lleno de talento que, a través de un complejo y tortuoso proceso personal, crea Arte, de nuevo en mayúsculas: nace así el llamado artista maldito. Lo que Isaiah Berlin denomina «la revolución del siglo xx» incide de forma decisiva en la historia, pues aunque, ciertamente, el sistema vigente a lo largo de toda la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento era el mismo, también es cierto que dicho sistema estaba enraizado en fundamentos filosóficos y religiosos muy sólidos de origen platónico, tal y como señala Berlin: «Para cada legítima pregunta había una sola respuesta verdadera»[4]. A lo largo de la historia y hasta bien adentrado el siglo xix, el arte y los artistas estaban al servicio de una «verdad» aceptada colectivamente, cuya perdurabilidad era posible gracias a un proceso mimético, es decir, de imitación de esa misma verdad. Solo en el siglo xix el filósofo alemán Herder, entre otros, adoptó una perspectiva distinta, desde la cual pudo establecer que el arte era un medio de expresión personal de un espíritu individual.   

Through the Barricades, Milan, 2015 (Michele D’Ottavio).

Hoy en día, el problema reside, principalmente, en el hecho de que todos nosotros, ya sea de forma individual o colectiva, hemos perdido el impulso que nos convertía en participantes activos a la hora de construir sentidos válidos y socializar. Ya no formamos parte del espacio público y albergamos la simplista convicción de que podemos contribuir a la construcción de la res publica a través de las redes sociales. Por otra parte, nos escudamos en la idea de la originalidad del arte cuando esta, en realidad, está muy alejada del proceso creativo acaecido durante gran parte del curso de la historia: los artistas eran miembros activos de una sociedad en la que trabajaban como artesanos, y a veces se limitaban a imitar, mediante procesos de némesis, mientras que otras intentaban «otorgar un sentido» al mundo que los rodeaba, al servicio de un bien común y general que el resto podía identificar fácilmente.

Esta «des-proporción» entre arte y cultura siempre ha estado presente en la historia de la humanidad, en cuanto que ambos han (re)interpretado la realidad dada, como una parte de dicha realidad. Hoy en día, la cuestión parece dividir a los ciudadanos y aquellos que gobiernan. Como ciudadanos, debemos velar por el cumplimiento de nuestros derechos civiles y políticos y, por extensión, nuestros derechos económicos, sociales y culturales. Nuestro derecho a la cultura no supone solo un derecho de acceso a la cultura, sino también el derecho (y el deber o la obligación) de participar en esa cultura: a través de nuestra participación activa podremos, de ese modo, contribuir a la construcción de la sociedad en que vivimos. En una época de crisis como la que estamos viviendo, el riesgo de que ciertas partes de la sociedad deriven hacia posturas extremas es muy alto. La cultura y el arte deben proveer las semillas del debate y la discusión con el fin de profundizar en las cuestiones clave, tanto en el ámbito individual como colectivo. Es innegable que hoy en día carecemos de ese debate, y que el arte y la cultura no aportan esas semillas tan necesarias, salvo en algunos círculos restringidos cuyos miembros pertenecen a las llamadas élites y defienden su carácter exclusivo. Tal y como señala Pascal Gielen, uno de los principales teóricos del concepto de «valor público de la cultura», esta constituye una subestructura de la sociedad[5] y es la base a partir de la cual se construyen los aspectos económicos y políticos de dicha sociedad. Asimismo, la cultura sostiene el diseño y la implementación de políticas públicas e iniciativas independientes y contiene un potencial innegable a la hora de fomentar no solo una ciudadanía activa y participativa, sino también la igualdad de género, la cohesión social y el empleo. También es una herramienta poderosa y esencial para mantener la integración regional y la estabilidad, así como para reforzar la resiliencia y el empoderamiento de la sociedad.

En esta misma línea de pensamiento, Gielen señala la importancia del papel del «espacio civil». Bajo su punto de vista, se trata de un espacio no necesariamente bien definido, no legal y público en el sentido más estricto de estas palabras, pero donde la gente se organiza libremente. La idea clave del concepto es que, en el espacio civil, la gente puede trabajar en común por un objetivo específico: es un lugar donde se pueden juntar para hacer algo, para actuar. No obstante, en una sociedad que actualmente no deja de perder sus referencias, una acción semejante debe estar basada en una praxis constitucional que brinde una sensación de seguridad. En este sentido, el arte y la cultura pueden desempeñar la función, tan necesaria, de dar un sentido a nuestra sociedad, así como de instaurar una dirección común y provocar cambios. Pero todo ello solo es posible si poseen unos buenos cimientos sociales y si los actores implicados son conscientes de la necesidad de asumir un compromiso compartido en dicho proceso. Solo entonces el arte y la cultura podrán contribuir activamente a la construcción de la ciudadanía.

En este sentido, existe una necesidad de profesionales de la cultura y artistas que puedan consagrarse a su trabajo y aceptar que este contiene no solo un significado en sí mismo sino también, y por encima de todo, un potencial que no debe ser menospreciado. Al igual que el arte y la cultura han sido, son y serán instrumentalizados en beneficio del poder, el verdadero reto consiste en decidir en qué dirección debe canalizarse dicho poder. Por otra parte, las organizaciones culturales deben asimismo asumir la idea de que funcionan como «espacios públicos» donde los ciudadanos tienen la oportunidad no solo de entender su propia historia, sino también de analizar sus recuerdos y configurar su futuro.

La Biennale des Jeunes Créateurs de l’Europe et la Méditerranée (BJCEM)[6] es una red internacional que facilita la formación, la movilidad y el intercambio a jóvenes artistas de toda la región euromediterránea, con el fin de promover el entendimiento mutuo e intercultural, así como actuar como plataforma de su desarrollo profesional. Su buque insignia es la Biennale of Young Artists from Europe and the Mediterranean, una exposición que se celebra cada dos años y muestra obras de jóvenes artistas en varias disciplinas: cine, música, gastronomía, arte, teatro, danza y literatura. Desde 1985 se han organizado dieciocho bienales, en las que han participado cerca de diez mil jóvenes artistas y 750.000 visitantes. Desde mayo hasta octubre de 2021, y gracias a la colaboración del Gobierno de la República de San Marino, Mediterranea 19 – School of Waters exhibirá en varios recintos históricos y museos del país las obras de 79 jóvenes artistas de 21 países euromediterráneos seleccionados a través de una convocatoria abierta. Esta edición de la Bienal será especial, no solo porque se celebrará en plena pandemia, sino porque será el resultado de un largo proceso comisarial y creativo. Así, Mediterranea 19 – School of Waters[7] imagina la Bienal BCJEM como «una escuela temporal inspirada en pedagogías radicales y experimentales y en la forma en que estas desafían los formatos artísticos, comisariales e investigadores»[8], con el fin de configurar una nueva y compleja visión de la región mediterránea. El equipo de comisarios, compuesto por dos séniors y seis júniors de origen diverso, ha trabajado durante los últimos cinco años en un proyecto de investigación permanente y, a través del arte contemporáneo, según sus propias palabras, ha indagado en el desarrollo del concepto «agencia de aguas» [agency of waters] desde una perspectiva geopolítica y ecológica, con la esperanza de «redescubrir el sincretismo del agua que constituye el Mediterráneo en cuanto que compleja plataforma de formas de vida y procesos de conocimiento»[9].

Mediterranea 19 busca, en efecto, redescubrir los elementos que, aunque diversos, sostienen los aspectos comunes de la región con el fin de crear un sentido de pertenencia mediante un pasado compartido y un futuro en común: «El acto imposible de escribir en el agua es el núcleo de una escuela imaginaria donde el agua actúa como una entidad consciente, abierta a la vez que resistente a la domesticación cognitiva»[10].

La cultura y las artes son elementos indispensables que ayudan a conformar el espíritu crítico de los seres humanos, de modo que estos puedan convertirse en ciudadanos constructivos y participativos. Garantizar el acceso y la participación en esa cultura es esencial porque los derechos humanos individuales, como la libertad de expresión o religiosa, el derecho a la educación o al trabajo digno, no pueden ser mermados. En este empeño, los profesionales de la cultura y los artistas deben tomar partido y decidir la forma en que su trabajo puede provocar cambios, pues nadie debe poner en duda que esa es una de sus funciones. Este ha sido un año largo y complicado, y el mundo está atravesando una grave crisis. La perturbación desencadenada por la pandemia tendrá consecuencias a largo plazo que ahora mismo resulta muy difícil afrontar, y los retos que nos quedan por delante resultan esenciales para el futuro de la humanidad. En todas partes, el sector cultural ha sufrido golpes muy duros. La inicial oleada de sentimientos positivos que generó la pandemia supuso una proliferación de iniciativas espontáneas por porte del sector. Sin embargo, esa oleada se ha reducido en gran medida al confrontarse con la realidad: se ha demostrado que la cultura es esencial para el ser humano, pero las iniciativas públicas surgidas para apoyar al sector cultural, tanto en Europa como en el resto del mundo, carecen de una perspectiva estructurada y sistemática. Es innegable, por ello, que necesitamos urgentemente una serie de políticas y mecanismos basados en el concepto de solidaridad para preservar la diversidad y capacidad del sector, los cimientos sobre los que debe asentarse para las sociedades democráticas y las economías competitivas. Los retos, pues, son enormes, y cuesta entender por qué el papel y la importancia de la cultura, aunque la palabra suene como un zumbido en muchos círculos políticos, no dejan de sufrir recortes y restricciones de toda clase. No nos jugamos solo el futuro de la cultura, el sector cultural y los artistas, sino también el papel que desempeña la cultura a la hora de fomentar relaciones sólidas y constructivas en el ámbito mundial, así como el valor público de la cultura como un elemento esencial del desarrollo humano que promueve un bien común. Debemos ser capaces de decir en voz alta y demostrar que la cultura no nos prohíbe, antes bien, nos permite ser ciudadanos responsables, honestos, activos, participativos y creativos para, así, poder contribuir a la configuración del espacio público en que vivimos y crecemos.    

Notas

[1] Este artículo fue redactado en diciembre de 2020.

[2] Y. N. Harari, «The World After Coronavirus», Financial Times, 20 de marzo de 2020.

[3] E. Bastié, «Entretien à Pierre Manent», Le Figaro, 23 de abril de 2020.

[4] I. Berlin, «La apoteosis de la voluntad romántica», en El estudio adecuado de la humanidad, Madrid, Turner, 2010.

[5] P. Gielen et al., Culture: The Substructure for a European Common. A Research Report, Groningen, Universidad de Groningen, 2014.

[6] Véase www.bjecm.org

[7] Para esta exposición, hemos escogido el término inglés school por la variedad de significados que ofrece. El sustantivo school alude desde «un buen número de peces o animales acuáticos de la misma especie que nadan juntos» hasta «un grupo de artistas bajo una misma influencia» o una «fuente de conocimiento» (véase el Merriam-Webster Dictionary at: https://www.merriam-webster.com/dictionary/school).

[8] Véase https://mediterraneabiennial.org/School-of-Waters

[9] Ibid.

[10] Ibid.