La mujer está ausente de los relatos y las investigaciones sobre Oriente en la época moderna. Casi siempre, si aparece, se la nombra en plural, y si se la juzga, es de forma negativa. Aun así, dentro del panorama de escritores y viajeros europeos que narraron sus experiencias en Oriente destacan tres mujeres, todas ellas blancas y pertenecientes a la aristocracia y la alta burguesía: Lady Montagu, Vita Sackville-West y Gertrude Bell. Sus impresiones resultan muy valiosas por la importancia de su testimonio, pese a que ninguna de ellas puede librarse por completo de la mirada y el sesgo masculinos. Sin embargo, Bell es la primera que, al nombrar a Oriente, lo vuelve mujer, probablemente porque siempre ha representado lo femenino, el espacio expectante y disponible para ser penetrado, poseído y dominado.
La mujer no ha sido el objeto principal de las investigaciones de Oriente, ni siquiera secundario; no ha formado parte de su interés y, sin visibilidad, ha sido prácticamente privada de existencia. Como recuerda Jean Richard, las poéticas indicaban qué y cómo había que describir el viaje en la época moderna; sin embargo, la mujer no estaba incluida. Si aparece en los relatos de viaje de la época, está al final de una enumeración. Pocas veces, además, en su singularidad, se nombra en plural, como grupo y colectivo, y se la describe desprovista de caracteres específicos. Incluso si se la analiza desde un punto de vista valorativo, los juicios preferidos son los negativos. Ella representa una doble otredad. Por un lado es oriental, con lo peor que esto significa y, por otro, es mujer, con la inferioridad que representa. Si bien es cierto que los discursos nunca son unívocos, lo son con preferencia androcéntricos y masculinizados. Así, contienen imágenes estereotipadas donde se mezclan el colonialismo, la ideología orientalista y atributos negativos y religiosos. Como escribe Lisa Lowe, el orientalismo es un discurso enunciado por un sujeto colonial unificado, intencional e irremediablemente masculino.
Los estudios sobre el viaje y la mujer son varios. En España destacan las investigaciones de Rosa Cerarols y Yasmina Romero Morales, y fuera, los ya clásicos de Meyda Yenegoglu o Billie Melman. Me limitaré aquí a hablar de tres viajeras. Blancas, europeas y pertenecientes a la aristocracia y alta burguesía.
Los discursos masculinos hablan de su género y las pocas mujeres que conocemos hasta hoy que han escrito sobre Oriente presentan diferencias respecto a ellos. Una de las más importantes es el espacio. Tienen acceso a lugares que están vetados a los hombres, aunque para llegar necesiten de su ayuda. Es el caso de la viajera y escritora inglesa Mary Pierrepoint —Lady Mary Wortley Montagu, tras su matrimonio con Edward Wortley Montagu—, quien publica Cartas desde Estambul1 en 1763. Visita esos lugares gracias a que su marido es diplomático y está en contacto con las clases más altas de Estambul, las únicas que disponen de dos de los espacios más simbólicos de Oriente, a la par que íntimos, los cuales darán lugar a fuentes literarias y visuales posteriores: el harén y el baño turco o hamam. La mujer sabe que la experiencia concede una verdad determinada al relato y que el hombre carece de ella, pues no puede acceder a estos lugares, aunque a veces haga intentos usando su condición de género y, por lo tanto, de privilegio. Los relatos demuestran que sabe que su viaje es distinto al del hombre. Así lo reconoce Lady Montagu en sus cartas, afirmando que los viajeros anteriores a ella mienten: «Tengo la certeza de haberla entretenido con la descripción de paisajes que jamás ha visto usted en su vida, y de los cuales ningún libro de viajes podría informarla, pues si un hombre fuese encontrado en uno de estos lugares le supondría ser condenado a muerte [Carta XXVI]. Es para mí un placer especial leer los viajes a Levante, generalmente tan alejados de la verdad y tan llenos de absurdos, que me divierten mucho. Nunca dejan de dar al lector un informe sobre las mujeres, a las cuales es muy probable que nunca hayan visto [Carta XXXVIII]».
El hombre no dice nada o muy poco de la condición en la que vive la mujer en el hogar. No solo da por sentado que es un modelo a seguir, sino que, además, es ejemplar y beatífico, lo cual sí denuncia Lady Montagu: «Todas sus damas […] están dispuestas a morir de celos y envidia [por el sultán] […]. Mas esto no me pareció ni mejor ni peor que cuanto ocurre en los círculos de la mayoría de las cortes donde se observa la mirada del monarca y se espera cada una de sus sonrisas con impaciencia y estas son envidiadas por aquellos que no las obtienen [Carta XXXIX]».
La mujer se convierte, por fin, en un objeto importante de la descripción. Hace falta que lleguen los relatos de las viajeras para que algo tan obvio como que la mujer se fije en la mujer se haga evidente. Ella descubre otros modos de ser gracias al viaje y vive su yo y la conciencia de género en un proceso de construcción gracias al encuentro con Oriente y otras mujeres. Como afirma Lady Montagu: «Las damas turcas no cometen un solo pecado menos por el hecho de no ser cristianas […]. Es fácil comprobar que gozan de una mayor libertad que nosotras; ninguna mujer, del linaje que sea, tiene permiso para salir a la calle si no lleva muselinas, una que le cubre toda la cara dejando al descubierto los ojos y otra que le tapa por completo la cabeza y el tocado y cuelga a mitad de la espalda, y además, ocultan por completo sus formas con una cosa que se llama ferigi […]. Podrás adivinar de qué manera tan efectiva las disfraza este atuendo, pues no hay manera de distinguir a la gran dama de su esclava […] y los hombres no se atreven a seguir a una mujer por la calle [Carta XXIX]».
Vita Sackville-West, escritora y jardinera inglesa —como a ella le gustaba definirse—, es invitada a la coronación de Reza Sha Pahlaví en Teherán en abril de 1926, gracias a su condición privilegiada de mujer del diplomático inglés Harold Nicholson, consejero de negocios en la ciudad. Su testimonio en Pasajera a Teherán,2 publicado en 1926 —que recoge también sus viajes por Egipto, Rusia, Irak, India y Polonia—, es importante, pues apenas hay descripciones de la coronación del Sha y sí otras en que ella, mujer, repara extraordinariamente en la mujer iraní. Al igual que en discursos de viajeros anteriores, la mujer aparece como un fantasma, un misterio que hay que desvelar y un enigma que queda por revelar. El secreto atrae, fascina y surge la necesidad de desvelarlo para descubrir el misterio, uno de los grandes deseos orientalistas. De nuevo, describe a la mujer como grupo o colectividad. El discurso es también hegemónico, al igual que el de los hombres, pero se amplía y se vuelve más complejo, pues el objeto (mejor las «sujetas») son las mujeres. Vita se fija más en detalle y genera una escritura más honesta y sincera. El texto interactúa con la «inmensa mayoría» del cuerpo social de la mujer y se desplaza de las normas patriarcales. El discurso se aparta del eje centralista y masculino: «Las multitudes se dividen claramente en función del sexo. La quietud de los hombres y el cotorreo repentino y encantador de las mujeres. Estaban sentadas con las piernas cruzadas, se levantaban en fila, mirando a hurtadillas desde debajo de los velos; jovencitas de mirada intensa, mujeres mayores que parecían suegras tradicionales, tiranas del hogar y niñas pequeñas. Solo las veíamos fugazmente, pero lo que veíamos revelaba el carácter de un modo que raras veces muestra el rostro descubierto; podía ser un atisbo de ojos pícaros y vivaces o mejillas fofas. Habíamos pasado rozándolas todos los días por las aceras y nos habíamos quedado con esas visiones efímeras, pero hasta entonces nunca nos habíamos encontrado reunidas en tales cantidades como si cada uno de los lugares secretos de Teherán hubiera arrojado a sus mujeres a la calle, entre un jaleo de voces y nervios».
La historiadora y diplomática Gertrude Bell intenta describir en detalle y con mirada arqueológica sus años vividos en Oriente. Miembro del servicio de inteligencia británico y perteneciente a la alta burguesía del país, publica Postales persas en 1894,3 un libro que recoge su primer viaje a través de veinte relatos (postales o impresiones) y que arranca con esta afirmación: «La abarrotada vida oriental supone, por sí sola, una fuente inagotable de dicha». Oriente como acumulación de objetos (siempre desordenados) y motivo de gozo y complacencia. El intento por mostrar el bullicio del espacio público y los tipos y costumbres de los habitantes es admirable. También el afán por traspasar el movimiento del viaje a la escritura, que consigue sobradamente. Colores, grupos humanos, acciones, formas otorgan un tempo vivísimo al relato: «Un mundo caleidoscópico de figuras desconocidas va y viene bajo las moreras blancas que surgen entre los adoquines de la acera: ancianos de rostro serio sujetándose las capas discretamente, derviches con taparrabos en la cintura y un pañuelo brillante atado sobre sus rizos desgreñados, mujeres envueltas de la cabeza a los pies en ropas negras holgadas […], esclavos negros y árabes vestidos de blanco, mendigos y holgazanes, y niños».
La mujer aparece de nuevo como parte de una enumeración y convertida en fantasma —esta vez negro—, y Bell la cita reduciéndola a la vestimenta que lleva. Asimismo, la relaciona con la fatalidad, un demonio que aparece y desaparece entre las calles «exotizadas», una mendiga pasiva que espera una limosna, venga de donde venga y sea de quien sea. Oriente tiene una belleza burlona, es decir, cuesta hacerse con él, lo que dificulta la conquista y aumenta el deseo: «En la desolación [de los jardines] se oculta la belleza burlona de Oriente». Y prosigue: «Como se indica, va y viene; se te aparece a través de la puerta abierta de una casa vacía y sin ventanas al pasar por la calle, debajo del velo levantado de una mendiga que pone la mano sobre tu bocado, en la mirada desdeñosa de un niño… Entonces Oriente aparta sus cortinas y te encandila mostrándote parte de sus joyas, y vuelve a desaparecer, con una risa burlona, desconcertándote; luego, durante un instante, te parece que la estás mirando a la cara, pero mientras te preguntas si es ángel o demonio, ya no está».
Los tópicos orientalistas del deseo y la fascinación pueblan los relatos y las descripciones de los países por los que viaja y donde reside: Irak, Palestina o Arabia Saudí. El gozo, la dicha, la fascinación, el exotismo son tan grandes que, por primera vez y posiblemente la única, Bell cambia el género de Oriente: lo vuelve femenino. Así, leemos: «Porque en sus jardines es donde Oriente es más ella misma: comparten su encanto, son tan inesperados como ella».
Hasta entonces había sido masculino, y ahora ella lo nombra y lo vuelve mujer. Sin embargo, aunque feminizado, sigue siendo el lugar donde se cumplen los deseos más orientalistas, probablemente porque Oriente siempre ha representado lo femenino aunque no se le otorgara dicho género, hasta que llegó Bell y lo reconoció expresamente. Oriente representa el espacio expectante y disponible para ser penetrado, poseído y dominado.
Notas
1. Lady Montagu, Cartas desde Estambul, Madrid, Editorial Casiopea, 1998.
2. Vita Sackville-West, Pasajera a Teherán, Barcelona, Editorial Minúscula, 2010.
3. Gertrude Bell, Postales persas, Madrid, Editorial Belvedere, 2019.