¿Cómo ponernos en la piel de alguien que no tiene nada, que lo ha perdido todo? Los horrores que muchos inmigrantes presencian durante sus viajes llenos de peligros para llegar a Europa, o sus miedos y sufrimientos al llegar, son una historia interesante para el lector, pero también una realidad. Hemos escuchado muchas de esas historias en las noticias, que pretenden llamarnos la atención y, generalmente, vienen acompañadas de estadísticas aterradoras y cifras difíciles de asimilar. Y sin embargo, detrás de todas esas personas hay una historia. A veces pienso que tendemos a olvidarlo con demasiada facilidad. Mi experiencia personal me ha enseñado que la vergüenza va de la mano de la tristeza. La vergüenza hace que nos cerremos y nos separemos. Y cuando ocurre algo traumático en nuestra vida, la separación es el peor camino que podemos tomar. La guerra, el viaje, la lucha o la violación pueden superarse, pero siguen vivos en las mentes y afectan las conductas de quienes los sufren. Es fácil juzgar y llegar a las conclusiones que más nos convienen. Es fácil odiar la diferencia. Sin embargo, aunque todos seamos distintos y únicos, seguimos siendo todos humanos.
«Amo a las personas.
Odio que el hecho de estar separadas en grupos
haga tan fácil que se odien».1
Llegué a España en 2018 para cursar un programa de máster en Migraciones. Además de todos los problemas políticos, económicos y sociales que vivía mi país, Bulgaria, siempre me sentí muy decepcionada con los métodos educativos y el nivel de enseñanza de allí. Cuando estudiaba para obtener el grado en la Universidad de Sofía, tuve la oportunidad de conseguir una beca Erasmus en Alemania, y entonces se confirmaron mis dudas. El lugar donde había nacido no estaba hecho para mí. No solo a causa de mis ambiciones académicas, que solo podría llevar a cabo si lo abandonaba, sino porque me sentía una extraña en esa sociedad. El lenguaje del odio, homofóbico, sexista y xenófobo está normalizado e incluso valorado, pues lo usan los políticos y los periodistas de los informativos. Crecí en un ambiente dominado por la violencia física y verbal. Mi primer contacto sexual fue violento. Todos esos son hechos normalizados en mi país natal y poscomunista, lo cual me hacía sufrir mucho.
Durante mi primer año en Barcelona, me sentí increíblemente feliz e ilusionada. Antes de marcharme de Bulgaria, trabajaba en el departamento de soporte técnico para una gran empresa, y así pude ahorrar dinero para perseguir mi sueño y estudiar en el extranjero. Mi familia también me ayudó económicamente, de modo que pude consagrar todos mis esfuerzos y mi tiempo libre a los estudios. En el programa de máster barcelonés conocí a gente maravillosa e hice muy buenos amigos. Por primera vez en mi vida, me sentía en el lugar perfecto, y no tenía la impresión de molestar a nadie, tal y como me había ocurrido anteriormente. Estudiaba inglés y, a mi llegada, había conocido a algunos búlgaros, de modo que la barrera del lenguaje no era tan enorme como cuando estaba en Alemania. Todo era como un sueño hecho realidad. El programa de máster no era muy caro para los estudiantes de países de la Unión Europea, pero el precio se triplicaba para quienes venían de países terceros, y era aún más alto para los estudiantes de países árabes.
Tras graduarnos, mis amigos de Bélgica y Canadá regresaron a sus países y encontraron trabajo en nuestro campo. Ahora siguen rodeados de amigos y familia, están muy arraigados en su entorno y hablan su lengua materna a diario. Yo, en cambio, no podía volver… Después de que mis amigos se marcharan, me sentí aterrada, pero sabía que debía hacer todo lo posible para quedarme en España. Vivir en Bulgaria ya no entraba dentro de mis posibilidades. Así, encontré trabajo en el departamento de logística de Amazon, trabajando en inglés y alemán. Tenía los papeles de residencia en regla, que obtuve al llegar a Barcelona para cursar el máster, de modo que no tuve problemas para firmar el contrato. En menos de un mes ya tenía un trabajo con buen sueldo, una mutua privada de salud y, después de un primer contrato temporal, me ofrecieron uno fijo. No puedo decir que todo fuera maravilloso, porque, en mi opinión, trabajar para grandes empresas es como si te lavaran el alma en una lavadora, pero, al menos, tenía estabilidad económica. Tuve que luchar, y aún lucho, contra muchas cosas. Me he sentido discriminada porque, tres años después de terminar el máster, y a pesar de estar altamente cualificada para ello, no he sido capaz de encontrar un trabajo en mi área de especialización. Trabajé como voluntaria en organizaciones de ayuda a refugiados, y escribí un informe de investigación sobre mi voluntariado que presenté en una conferencia de Naciones Unidas, pero, al final, me sentí exhausta tratando de conciliar esa tarea con el trabajo remunerado. Y aun así, debo decir que, desde una perspectiva legal y burocrática, no he encontrado grandes dificultades. Quería estudiar y me admitieron, quería un trabajo para pagar el alquiler y lo encontré. No quiero gastar más tiempo dudando de mis capacidades, sé que he trabajado muy duro y he merecido cada una de las oportunidades que me han ido llegando. No obstante, muchas de ellas fueron posibles porque venía de un país europeo. Mis amigos de la orilla sur del Mediterráneo han tenido experiencias muy distintas al respecto. No puedo dejar de pensar en las palabras de Hala Kabalan, ganadora del concurso «Un mar de palabras» de este año, nacida en Siria, que afirmó: «Ya no somos bienvenidos en ningún lugar del mundo».
A menudo, la discriminación tiene una función de profecía que se autoalimenta. En general, a todos nos gusta creer que somos buenos, que obramos bien, y solemos atribuir esas cualidades a nuestro carácter. Pero basta con cerrar los ojos un momento e imaginar que cada día, cada vez que salimos de casa, nos tratan como a un criminal. Nos miran con desprecio o se ríen de nosotros, y no por nuestras cualidades personales, sino por una serie de características que no podemos cambiar aun queriendo, como el color de la piel. Imaginemos ahora que no hablamos la misma lengua que nuestro entorno, de modo que no podemos defendernos. Que pasamos los días con miedo porque no tenemos los papeles de residencia. Que, para cualquier cosa que deseemos, debemos luchar diez veces más que quienes nacieron en la tierra que ocupamos. Las experiencias traumáticas no siempre se corresponden con hechos dramáticos: a veces, deshumanizamos poco a poco a una persona hasta que esta acumula tanta ira en su interior que ya no ve el sentido de seguir respetando las reglas. Entonces, la tratamos aún peor desde nuestra posición elevada de buenas personas, personas que tienen una casa, una familia, seguridad, amor, comprensión y trabajo estable.
Michelle Marta también es siria. Nació en Alepo antes de que estallara la guerra civil, donde vivió una infancia muy feliz. Tras los primeros bombardeos, su madre decidió que la familia debía emigrar y los miembros se separaron: Michelle, una hermana y su madre se trasladaron a un pequeño pueblo de Bulgaria donde tenían parientes. «Al principio, cuando llegué, no hablaba ni una palabra de búlgaro y, al escuchar esa lengua, me sonaba muy rara. Pensaba que nunca podría aprenderla. Me daba vergüenza hablarla, incluso unas pocas palabras. Al principio, solo hablaba en inglés, pero luego, en algún momento, me di cuenta de que, si iba a seguir viviendo en ese país, más me valía aprender la lengua. Así empecé a hablar búlgaro, al principio con muchas faltas. Todo aquel que ha aprendido una lengua extranjera conoce ese sentimiento. En la escuela solo me dedicaba a escuchar, me concentraba en intentar entenderlo todo, y eso me ayudó mucho. Después de un año en Samokov, nos fuimos a Sofía, la capital. Allí pasé unos exámenes escolares y estaba aterrada, porque aún me costaba mucho la lengua, pero al final me fueron muy bien. Claro que hubo gente que me insultó por ser siria, como si eso fuera algo vergonzoso. Yo era una niña y me lo tomaba como algo personal, porque era demasiado pequeña para afrontar insultos de ese tipo, y era muy sensible a los comentarios sobre mi nacionalidad. Era una recién llegada, y la guerra civil acababa de estallar, así que me costaba mucho oír cosas malas de mi país, pero después de un tiempo, acabé aceptando que hay gente así por naturaleza». Michelle era una niña y ni siquiera comprendía el significado de la guerra civil, pero se vio obligada a dejar atrás todo cuanto tenía: su casa, su seguridad, una familia unida. Una de sus hermanas se quedó en Alepo con su padre porque no quería marcharse sin haber terminado la universidad, y luego ambos fueron a Alemania. Por entonces, el aeropuerto de Alepo aún estaba abierto y pudieron salir del país sin mayores problemas. Sin embargo, el recuerdo de la huida forzosa no es algo que pueda desvanecerse con el tiempo: «Sé que debemos vivir el presente y no pensar en el pasado, pero el pasado de una persona que ha abandonado su país, su casa y todo su mundo no es solo el pasado, es también una parte de esa persona, y olvidarlo supone eliminar parte de su identidad. Yo estudiaba en una de las mejores escuelas de Alepo, cuya dueña era mi tía. Ayudé a construirla y no puedes imaginarte lo feliz que era allí. Ahora, la escuela está completamente en ruinas. He visto fotos con las ventanas rotas, esas ventanas por las que tantas veces hablé a gritos con alguien, o por las que me quedaba mirando los coches cuando me aburría en clase. Cuando me marché, recuerdo claramente el momento en que cerramos la puerta. Recuerdo preguntarme si regresaría alguna vez. Me quedé vagando un poco por el barrio, tratando de guardar todos los recuerdos que tenía antes de ir al aeropuerto. Intenté memorizar las calles por donde había corrido en chanclas o montado en bici, y mis padres salían a buscarme para que volviera a casa. No quería marcharme. No quería ir a un país nuevo. Entonces, ya en el coche de camino al aeropuerto, estuve contemplando la ciudad por la ventanilla. No quería parpadear para no perderme nada. Lo miraba todo atentamente, tratando de memorizar aquella ciudad en la que había nacido, porque no sabía si regresaría alguna vez. Era como abrazar a alguien muy fuerte antes de despedirte. Sentía que me faltaba el aire, quería tiempo, un poco más de tiempo allí, poder llevarme al menos algo que me quedase para siempre, para sentir consuelo cada vez que echara de menos la ciudad. Estaba completamente confundida, pero en ese momento me di cuenta de lo mucho que amaba Siria, y supe que mis mejores años ya los había vivido allí. Pensé que, fuera donde fuera, siempre llevaría conmigo ese amor por Siria. Ahora creo que sí volveré alguna vez. Creo que podré volver a caminar por las calles de Alepo, esas calles donde pasé por tantas cosas».2
Después de un hecho traumático, casi todo el mundo experimenta al menos algún síntoma del trastorno de estrés postraumático (TEPT), casi siempre en forma de pesadillas y pensamientos negativos acerca de lo ocurrido. La reacción común de conmoción del cuerpo y la mente como resultado de un hecho traumático se convierte en trastorno cuando no somos capaces de soportar esa experiencia. El recuerdo de lo ocurrido y las emociones asociadas a ello son constantes. No nos sentimos mejor con el paso del tiempo; muy al contrario, sentimos que vamos a peor. El trastorno de estrés postraumático tiene diversas variantes, ya que el sistema nervioso y el umbral de tolerancia al estrés son distintos en cada persona. A veces, los síntomas aparecen sin una razón evidente. Otras, se desencadenan a partir de algo que nos recuerda al hecho traumático, como un sonido, una imagen, una palabra o un olor. Esos síntomas pueden producir conductas disfuncionales como desapego o abuso de drogas y alcohol. El trauma no es lo que nos sucede, sino el modo en que lidiamos con ello. ¿Tenemos a alguien con quien hablarlo? Compartir esa clase de experiencias puede ser la mejor forma de sobrellevar el trauma, pero también puede ser muy difícil.
Mohamed (21 años) es uno de los muchos jóvenes que decidieron que el Mediterráneo no iba a ser un obstáculo entre él y su brillante futuro. Nació en la ciudad marroquí de Tetuán y no quería pasar toda su vida en la miseria. Me dijo: «Cuando estudiaba en la universidad, veía que los jóvenes de allí no tenían futuro. No hacían nada. No podían encontrar trabajo. Yo no quiero una vida así. Cuando les dije a mis padres lo que quería hacer, se pasaron varios días llorando, pero sabían que no podían detenerme, porque ya había decidido marcharme». Su historia merecería una novela. Empezó viajando de Tetuán a Ceuta en moto con un amigo que conocía a un policía de la frontera, quien los dejó entrar. Pasaron un año en Ceuta escondidos, tratando de subirse a uno de los ferrys rumbo a Algeciras.
Me contó que probó todas las maneras posibles para esconderse en los ferrys y llegar al sur de la península: «Lo intenté casi cada día, y la policía me cogía una y otra vez. Algunos ya me conocían —se ríe—. A veces me regaban con agua, otras me golpeaban. Las porras son lo que más duele. Cuando apenas llevaba unos días en Ceuta, me pegaron tanto que no pude mover el brazo derecho durante dos semanas». Pero la policía no tiene derecho a enviar a los menores de vuelta a Marruecos. Él no llevaba documentación y mintió sobre su edad para hacerse pasar por menor: «Intenté trepar por las amarras de los ferrys y esconderme en el interior. Cuando logras subir la cuerda, ya está hecho. Pero claro, te expones a que te vean mientras subes. También pasé mucho tiempo tratando de esconderme en los bajos de los camiones aparcados en el ferry. Cada camión es distinto. Tienes que conocerlos y saber dónde esconderte, porque si no, es muy fácil morir». Un día logró esconderse bajo uno de los camiones y llegó a Algeciras una noche de diciembre. Tuvo que dormir al raso, con el frío, y hallar una forma de llegar a Barcelona, donde tenía amigos que podían ayudarlo, aunque no hablaba nada de español. «Los conductores de los camiones me vieron, pero no querían problemas con la policía, así que me dejaron quedarme y me pidieron que no dijera a nadie que había llegado de ese modo». Ahora, Mohamed estudia jardinería por las mañanas y catalán por las tardes. Los fines de semana, juega al fútbol. También trabaja de voluntario en varios proyectos de distintos parques barceloneses. Afirma que fue difícil empezar a estudiar porque mucha gente, al ver que era marroquí, no quería tratos de ninguna clase con él. Me impresionó mucho la fuerza de ánimo que mostraba Mohamed: «Yo sé que soy buena persona, y las buenas personas atraemos a otras iguales. Lo que me digan los demás no me afecta, no me importa, no me asusta».
Los marroquíes son uno de los grupos más discriminados en España. La mayoría entraron en Europa de forma ilegal y tienen fama de robar y vender drogas. Dos amigos míos búlgaros regentan una tienda de bicis en el barrio barcelonés del Raval y tienen muchos problemas con un grupo de marroquíes de su misma calle, que los amenaza y les causa muchos problemas; un día llegaron a romperles la puerta de la tienda. ¿Y por qué? Suponemos que todo se debe a que uno de mis amigos es gay. Han ido a la policía varias veces, pero no les ha servido de nada. Me preocupa lo que pueda suceder a mis amigos y, por supuesto, me indigna que alguien los amenace de ese modo. Mi amigo huyó de Bulgaria por la homofobia que reinaba en el país, y ahora debe enfrentarse a la misma clase de ataques después de haber luchado mucho para empezar una nueva vida en otro país. Toda la calle está asustada por culpa de ese grupo, que tiene varios antecedentes violentos.
Siempre pensé que lo contrario del amor es el odio, pero no es verdad. Lo contrario del amor es el miedo. Uno de mis escritores favoritos, Mijaíl Bulgákov —que escribió en la época de la URSS y casi toda su obra fue prohibida por el gobierno soviético—, afirma que el miedo es el peor de los pecados. En su obra, satiriza la obediencia que observa en sus compatriotas hacia el régimen tiránico soviético de principios del siglo xx; los acusa de dejarse llevar por el miedo a perder las escasas comodidades que han obtenido con el apoyo al Partido, y denuncia ese miedo como el desencadenante de toda la maldad y el sufrimiento humanos. Debo decir que veo esa misma dinámica hoy en día, en circunstancias aterradoras muy distintas pero equiparables. Puedo ver ese mismo miedo en toda Europa. Con el pánico al Covid-19, la inflación, el desempleo, el cambio climático y muchas otras cosas, tendemos por naturaleza a aferrarnos a todo aquello que nos proporcione un poquito de seguridad, por insignificante que sea. Cuando estamos asustados, no tenemos tiempo para desarrollar la empatía y, en nuestro pánico, siempre causamos daños, como ha demostrado la historia en tantas ocasiones. Llegado un momento, me di cuenta de que, en mi miedo por lo que pudiera suceder a mis amigos, había empezado a llamar a sus vecinos «los marroquíes». Quería insultarlos y me indignaba su cultura porque no aceptaba a mi amigo a causa de su sexualidad. Pero luego hice una entrevista que me obligó a sacudirme ese prejuicio rápidamente.
Saida (43 años) me mostró la otra cara de la moneda y me recordó que al decir «los marroquíes» también la incluía a ella. Me dijo algo en lo que nunca había pensado. De algún modo, pudo encontrar algo positivo en el confinamiento por el Covid-19: «Al menos, durante un tiempo, fuimos todos iguales. Nadie podía viajar». Todas las personas con quienes he hablado para escribir este artículo me contaron que, antes de llegar al país de destino, ya tenían una idea de las dificultades legales que iban a encontrarse. España, por ejemplo, se rige por el mecanismo del arraigo social, un permiso temporal de residencia y trabajo dirigido a aquellos que han vivido tres años en el país en situación irregular. Es una de las vías más fáciles para un extranjero de un país no perteneciente a la Unión Europea de legalizar su situación en España.3 Durante ese período de tres años, no pueden abandonar el territorio español porque entonces no podrían volver. En el caso de todas las personas que menciono en este artículo, tampoco sus familias pueden solicitar un visado de turista, la mayoría por razones económicas. Así, a la preocupación por la discriminación, las precarias condiciones de trabajo —durante esos tres años, los inmigrantes solo pueden aspirar a conseguir trabajos ilegales— y las barreras lingüísticas, debemos añadir el hecho de no poder ver a la familia durante varios años, sin excepciones. Saida trabajaba de esteticista en Marruecos, y ahora trabaja de cocinera ilegalmente. Al hablar me sonríe y me dice que no pasa nada, solo hay que tener paciencia: «Antes lloraba mucho. Quería ir a comprar algo a una tienda y no podía. Las cosas en España también se están poniendo muy difíciles, y después del Covid-19 aún hay menos trabajo que antes». Saida nació en Fez, pero pasó catorce años trabajando en Tánger. Le pregunto si se arrepiente de haber decidido venir a España y su respuesta es: «No. En Marruecos trabajaba lo mismo y no ganaba nada. Es duro estar aquí, pero es mejor que allí». La entiendo perfectamente. También me dice que lo más importante es ayudarnos unos a otros: «Si no, estamos perdidos». Eso me da que pensar. Como mujer criada en un país estrictamente patriarcal, mis logros, capacidades e inteligencia siempre se vieron deslegitimados, de modo que crecí con la necesidad constante de hacerlo todo yo sola. No aceptaba la ayuda de los demás. No compartía. Me daba de cabeza contra un muro antes de dejar que los demás se me acercaran, porque tenía miedo de que me hicieran sentir como me sentía cuando era niña y adolescente: inútil. Mi miedo y mi orgullo me alejaban de todo y de todos. Es un hecho indiscutible que nadie puede hacerlo todo solo. A veces, ni siquiera nos damos cuenta de cómo ayudamos a los demás, o de cómo los demás nos ayudan, pero lo cierto es que, sin colaboración, interacción y apoyo, todos estamos perdidos. Espero que la sabiduría de Saida me acompañe durante mucho tiempo.
Al principio, me preocupaba poder encontrar a personas en situación ilegal que quisieran contar su historia. Sé que, en semejante tesitura, se requiere mucho valor para hablar, y este artículo no habría sido posible sin aquellos que me confiaron sus miedos, sentimientos y esperanzas.
Yassin, que tiene exactamente mi edad, 28 años, llegó a España hace tres. No dudó ni un segundo cuando le pregunté si podía entrevistarlo. Me explicó con detalle las opciones que los marroquíes tienen de entrar en España, y repitió varias veces la suerte que ha tenido en comparación con muchos amigos suyos. Hay dos opciones: si trabajas en Marruecos y ganas 300 euros o más mensuales, puedes pedir a tu empleador una carta que demuestre tus ingresos, y acudir con ella a la Embajada, que puede darte un visado de turista para Francia o España. Si los ingresos son demasiado bajos, no te dan el visado porque tienen miedo de que no regreses. En el caso de mi amigo, no fue una política muy efectiva, porque llegó a España de ese modo y se quedó, tal y como tenía planeado. La segunda opción ya la conocemos: consiste en esconderse en los bajos de los camiones, en botes de pesca, ferrys, etc. Yassin no tuvo miedo de pedir ayuda. Su hermano llevaba en España desde 2002, y lo esperó en el aeropuerto al llegar, y luego lo acogió en su casa durante los primeros meses. Entonces, pidió ayuda a la ONG Cáritas de Barcelona. Me explicó que solía mentir para poder recibir ayuda. Si no te pones muy dramático al contar tu situación, no te asisten. En esos meses, pudo encontrar trabajo en una tienda de 9 a 12 de la mañana por treinta euros diarios. No podía aspirar a nada mejor porque no podía firmar un contrato legal. «Durante el primer año, estaba muy contento. Me fascinaba la vida en Barcelona. Conocí a mucha gente nueva e interesante, ¡y la ciudad es tan bonita! El segundo año ya empecé a echar de menos a mi familia, mi pueblo, mi barrio.» Su padre tiene una pensión de 150 euros mensuales y su madre no trabaja, así que ninguno puede solicitar un visado de turista para venir a España a visitarlo. Yassin pensaba que la gente de aquí sería abierta y amable, pero a veces se siente muy solo en el anonimato de la gran ciudad: «En Marruecos, en Tánger, si ingresas en el hospital, el barrio entero va a visitarte, te lleva comida y te da ánimos y fuerza. Aquí no sucede lo mismo». Le pregunto si se siente discriminado y responde: «Por supuesto que sí. Todos los marroquíes nos sentimos discriminados aquí. Casi todo el mundo nos odia antes de que abramos la boca». Y luego añade: «Pero lo entiendo, porque hay muchos marroquíes que no actuarían del mismo modo en Marruecos. Aquí, las prisiones no son como allí. Cuando te cogen por primera vez, lo más común es que te avisen, pero no te detengan ni te multen. La mayoría de los marroquíes que roban y venden droga en la calle nunca harían lo mismo en su país». Me dice que me ayudará en todo lo que pueda con mi artículo y cumple su promesa. Me da el contacto de un amigo que llegó aquí «en peores condiciones». Jamal llegó a España en un pequeño bote inflable. Tuvo que planearlo con mucha antelación y ahorrar durante casi un año. Tuvo que buscar traficantes que lo trajeran a España. El viaje le costó 1.500 euros. Tardó veintitrés horas en llegar y había cien personas en el bote, cuatro de ellas mujeres. Me cuenta que fue como en las películas: «No te lo puedes imaginar. En Marruecos, la mar estaba en calma, pero al acercarnos a España se levantó la marejada y nos enfrentamos a unas olas terribles, con mucho frío y peces enormes que querían atacarnos. Todo el mundo empezó a vomitar. Yo estaba aterrorizado. Llegamos a Cádiz a medianoche, en medio de una completa oscuridad. Estábamos muy asustados, y entonces llegó la policía. Nos estuvieron interrogando toda la noche. Yo llevaba tres días sin dormir. Solo pensaba en que me enviarían de vuelta a Marruecos, y que todo el sufrimiento no había servido de nada. Las autoridades españolas me dijeron que me soltarían, pero yo estaba seguro de que mentían».
Ahora, Jamal tiene veinticinco años y estudia para ser entrenador personal en Barcelona. Aún le quedan tres meses de espera para poder solicitar la residencia legal, pero también debe encontrar un empleo para poder firmar un contrato. Sabe que es difícil y echa mucho de menos a su familia, la cocina de su madre. Cuenta que sus padres conocían sus planes y lloraron mucho, pero «me fui de Marruecos en busca de un mejor futuro. Yo quería ayudarlos económicamente, y desde Europa puedo hacerlo. La vida es dura y debemos mantenernos en pie. ¡Ojalá lo consiga!».
Sí, el choque cultural es muy duro. Todos nos criamos en entornos determinados y pensamos que las cosas son siempre como hemos aprendido, y que esa es la única manera correcta de hacerlas. Pero entonces nos marchamos de nuestro territorio, de nuestro país, y vemos que existen otras formas pensadas con la misma insistencia, el mismo empeño en que son únicas. A las personas inteligentes con un pensamiento crítico desarrollado puede costarles mucho desprenderse de los valores con los que han crecido, incluso cuando no están de acuerdo con ellos. ¿Qué decir entonces de las masas? Cambiar nuestras percepciones sobre el mundo o sobre nosotros mismos implica un largo viaje, y esas percepciones hacen que odiar sea muy fácil. En el ámbito común de la sociedad, ese cambio es aún más lento, pero quiero pensar que es posible porque, en cuanto rompemos un poco la coraza, todos somos iguales. Carne, huesos y esperanzas. Creo que merecemos las mismas oportunidades para perseguir nuestros sueños. Dialogar y usar todas las herramientas posibles para implantar una política de migración más tolerante en el Mediterráneo es fundamental. El Mediterráneo ya ha presenciado bastantes atrocidades.
«En este mundo no hay personas malas,
solo personas infelices».
Mijaíl Bulgákov
Notes
1. S. Ikoga, Easy to Hate, 2022, [en línea] anti-discrimination-backpack.blogspot.com. Disponible en: http://antidiscrimination-backpack.blogspot.com/2014/11/easy-to-hate-by-stefan-ikoga.html.
2. A. Ivanova, et al., Otvŭd pregradite, Sofía, Universidad de Sofía, Facultad de Periodismo, 2019, pp. 62-70
3. Balcells Group, «Arraigo social en España: documentos, requisitos y proceso de solicitud», 2022. Disponible en:
https://balcellsgroup.com/es/arraigo-social/