Tetuán, de paloma blanca a pájaro de manantial

Rosa Cerarols

Doctora en geografía, Universidad Pompeu Fabra de Barcelona

La compleja relación entre España y el islam constituye una excepción en las relaciones imperiales al uso, y se caracteriza por una ambivalencia que, en el caso de Tetuán, adquiere matices muy ricos que ilustran diversos discursos sobre el Oriente doméstico español que es Marruecos. Fueron muchos los viajeros que, a partir de la colonización española del país, viajaron a Tetuán, capital del Protectorado, y escribieron sobre su experiencia allí. Tetuán, ciudad comercial y bellísima que no cesaba de crecer y transformarse, contaba con una población diversa y una notable presencia judía y española junto a la mayoría musulmana. Los viajeros se aproximaban, fascinados y a menudo cargados de prejuicios, a los encantos y misterios de la ciudad, muchas veces para acabar justificando el colonialismo civilizador como la única solución posible para el territorio marroquí.

 «Tetuán es una ciudad con muchas historias

que a cualquier viajero puede resultarle significativa.

Es una frontera.

Es parte de la historia de España, de Europa.

Parte de Marruecos, de África».

Esther Bendahan

[Tetuán]


Mapa para leer las palabras de aquellos viajes que encontraron el manantial

En todo el mundo existe la necesidad existencial de saber más allá del mundo conocido, de las geografías de lo cotidiano. Una de las maneras de abastecer tal menester es y ha sido la práctica o la experiencia del viaje, acercarse a la poética del lugar a través de la literatura, mezcla siempre de realismo y quimera. ¿Quién no ha viajado leyendo? El viaje como experiencia difunde las peripecias del desplazamiento, dota de afectividad los espacios y, con mayor o menor calidad literaria, su narración siempre deja constancia de lo biográfico y lo geográfico. De hecho, desde la Antigüedad, el viaje ha sido uno de los mecanismos de representación del mundo, además de una práctica de creación de imaginarios geográficos. Más allá de saciar el placer de la lectura, los libros de viaje, por lo general, invitan a conocer otros mundos y otras realidades.

Aunque la literatura española goza de una larga trayectoria de viajes relacionados con el exotismo —constitutivos, a su vez, de los procesos imperiales de expansión territorial—, su relectura pocas veces ha atendido al impacto y a las consecuencias de su matriz colonial de poder, a aquello que realmente divulgan. En las páginas que siguen, partiendo de lo exótico, es decir, de la alteridad y del viaje como la práctica colonial en territorios fuera la órbita occidental, se presenta parte del imaginario español sobre Tetuán entre lo que se llamó la Guerra de África (1859) y su transformación en la capital del Protectorado de influencia española.

Para Edward Said, existe una profunda diferencia ontológica entre el deseo de conocer con el propósito de entender y coexistir, y el deseo de conocer y dominar con el fin de controlar. Así, en todo artilugio cultural, como la literatura, aparecen huellas de dominación que han ido construyendo una visión del mundo simplificada, binaria y dual, sustentada en unas imbricaciones de poder desiguales donde la visión que se tiene de Oriente, del islam o de sus mujeres, por ejemplo, es el resultado de varios siglos de estrategia imperial —y sus concomitancias entre poder y cultura— y de un gran abanico de divagaciones y evocaciones de lo remoto que forjan estereotipos entre la atracción y la repulsión ante la alteridad, lo diferente.

En este marco interpretativo, son esenciales las puntualizaciones posteriores, especialmente para atender a sus especificidades, como la del orientalismo español. Said, luego de conocer la obra de Américo Castro y Juan Goytisolo, disertó sobre la extremadamente compleja y densa relación entre España y el islam, la cual no se podía simplemente caracterizar como relación imperial y debía entenderse como una notable excepción. Nuestro contacto con el mundo musulmán viene de mucho más lejos y se ha caracterizado por unas relaciones muy ambivalentes. Juan Goytisolo, en sus Crónicas Sarracinas (1982), lo expone con claridad y analiza la cara y cruz del «moro» en nuestra literatura, en una sincera autocrítica desde el punto de vista orientalista, y subraya el maltrato al mundo árabe por parte de escritores occidentales. En esta misma línea, también es muy ilustrador el libro de Eloy Martín Corrales, La imagen del magrebí en España (2002), en la que aborda de forma transversal el imaginario visual desde una perspectiva histórica que remonta hasta el siglo XVI.

En la creación del entramado de dominación europea y fuera de sus fronteras interiores, tuvieron un papel importante el determinismo geográfico y el darwinismo social, idearios que construyeron una imagen de Marruecos inverosímil, representada como una estampa «congelada» del imperio marroquí. Asimismo, la Guerra de África supuso el inicio de la orientalización de Marruecos, así como la oportunidad para conocerlo más, aunque no siempre mejor. A partir de ese momento, la presencia española —incluidos viajeros, aún no viajeras— aumenta casi exponencialmente, proporcionando un amplio abanico de visiones de sus geografías que evolucionan con el paso del tiempo, pero siguen manteniéndose, en su gran mayoría, en un profundo desconocimiento de la realidad marroquí.

Las coordenadas del manantial y su cartografía literaria

La ciudad de Tetuán, situada en las faldas del monte Dersa sobre el fértil valle del río Martil, goza de un emplazamiento realmente privilegiado, como consta en la gran mayoría de los libros que a ella hacen referencia. Sus orígenes etimológicos proceden del habla bereber, y su significado es manantial u ojos de manantial, tal y como se puntualiza en algunas de las narrativas, lo cual permite dar rienda suelta al imaginario evocativo de lo exótico. Sin embargo, Tetuán, tal y como se la conoce hoy día, se fundó a principios del siglo XIV, época en que la linde fronteriza se situaba más al norte, en la Cordillera Penibética de la Península Ibérica. Cuando, en 1492, los Reyes Católicos promulgan el primer decreto de expulsión de musulmanes y judíos españoles, buena parte de estos refundan Tetuán y se instalan en ella, que así se convierte en la capital andalusí en el norte de África. De este hecho se hará constante alusión en las descripciones viajeras sobre la ciudad, como veremos más adelante, y alimentará y hará vibrar dicho espejismo andalusí después de que la frontera entre ambos mundos culturales se hubiera movido al estrecho de Gibraltar.

Hasta el siglo XVIII, es una de las ciudades con un mayor grado de relaciones comerciales y culturales con Occidente y mantiene una estrecha relación con España más allá del flujo migratorio. A mediados del siglo XIX, se convierte en objeto de las apetencias colonialistas europeas, empiezan a llegar viajeros y aparecen las primeras publicaciones de libros de viajes, donde Tetuán empieza a tener un papel destacado. Los españoles ocupan la ciudad entre 1860 y 1862, y vuelven a tomarla el 19 de febrero de 1913, tras el convenio hispano francés firmado en Madrid el 27 de noviembre de 1912, que establece una zona de influencia española en Marruecos. Esta nueva ocupación colonial, durante la cual Tetuán es capital militar y administrativa del Protectorado español en Marruecos, se mantiene hasta el 7 de abril de 1956, con la firma del Protocolo Hispano Marroquí, por el que el Estado español reconoce la plena soberanía del Reino de Marruecos.

El caso de Tetuán es especialmente singular porque recoge la miríada de visiones de lo propio e ilustra gran variedad de discursos concomitantes sobre su Oriente doméstico, los cuales oscilan entre la fundación andalusí —que dota el lugar de unas características comunes y compartidas—, la epopeya patriótica de la Guerra de África —que alienta la acción colonial— y la transformación de la ciudad en capital del Protectorado —como ejemplo de misión civilizadora—. Generalmente, estos relatos constituían un medio privilegiado —a la vez que popular— para influir en la opinión pública de la metrópoli a favor de la política colonial española. Como bien señaló Aziza Bennani en su libro Tetuán, ciudad de todos los misterios (1992), algunos de los textos que hacen referencia a esta ciudad fueron escritos por escritores de oficio y de fama reconocida, pero la gran mayoría de ellos o bien eran escritores de segunda o tercera categoría, o bien personas ajenas al mundo de las letras que solo tomaron la pluma con motivo de un viaje o una estancia en Marruecos para transmitir a sus compatriotas una experiencia juzgada digna de interés.

El elenco es variado y cambiante entre principios del siglo XIX y nuestros días. Por lo general viajaron hombres, contados son los ejemplos de mujeres, y su aparición se retrasa hasta principios del siglo XX. Con anterioridad a la presencia colonial, debe mencionarse la clásica tríada de viajeros ilustrados, exploradores románticos con periplos indefinidos, que viajaron disfrazados y suplantaron su identidad. Fueron Domingo Badía y Leblich, más conocido como Alí Bey el Abbasi (1767-1818), José María de Murga (1827-1876) —Hach Mohammed el Bagdadi o el Moro Vizcaíno— y Joaquín Gatell y Folch (1826-1879), llamado Caíd Ismail en sus viajes. Con la Guerra de África aumenta considerablemente el número de personas que se desplazan a Marruecos para dejar un abanico de aportaciones procedentes de ámbitos diferentes (militares, periodistas, diplomáticos, científicos, artísticos, etc.), donde destacan los relatos de Pedro Antonio de Alarcón y Benito Pérez Galdós (además de las pinturas de Fortuny, Tapiró y otros artistas). Luego, un goteo constante de viajeros de todo tipo visita Tetuán hasta llegar a la mutación del último viajero al primer turista.

De los ejemplos de expediciones científicas que narran la transformación colonial del territorio marroquí, destacan las aportaciones del geógrafo Juan Dantín y el zoólogo Ángel Cabrera, este último comisionado cuatro veces para viajar al Protectorado español entre 1912 y 1921. Más conocimiento de causa, fruto de sus experiencias personales, tienen las contribuciones de los militares César Juarros (médico) y Andrés Sánchez Pérez (interventor), que publicaron sus respectivos libros en un momento crítico para la opinión pública española en relación con Marruecos debido a la crisis posterior al fatídico 1921. Una mención especial debe hacerse a una de las publicaciones femeninas más relevantes en cuanto a la experiencia occidental en territorio marroquí. Se trata del libro Marruecos sensual y fanático de Aurora Bertrana, la cual viaja a Marruecos con la voluntad principal de conocer a «sus hermanas musulmanas» —existe una versión en castellano publicada en 2009 del original en catalán del año 1936—. Avanzando en el eje temporal, encontramos una producción nada despreciable de literatura colonial durante el Protectorado y, en menor cantidad, después de la independencia. En cuanto a la presencia de Tetuán en la literatura de viajes, llegamos a la actualidad con, por ejemplo, Siete ciudades en África (2013) de Lorenzo Silva o el reciente Tetuán de Esther Bendahan (2017).

Cartografías imaginarias del «ojo del manantial»

En la mayoría de relatos aparece como esencia principal la idea de que Tetuán recoge todos «los encantos de una población completamente morisca» que «nada ha perdido de su carácter, de sus hábitos ni de sus costumbres». Supuestamente se llega a «la tierra prometida», a «la ciudad santa», y aparece en el paisaje como una «paloma blanca», tomando prestada la expresión natural del país, tal y como mencionan algunos de los viajeros más informados. Por lo general, se presenta con una visión panorámica de la ciudad, que enfatiza sobre todo la belleza de su entorno, adjetivada de forma recurrente como «pintoresca» o «magnífica» y, a menudo, evocada con todo el pomposo caudal lírico decimonónico.

El descubrimiento de la ciudad se convierte en uno de los momentos más emotivos del viaje. Algunos escriben que «Tetuán aparecía a mis ojos aún más poética que me atreviera a soñarla» o «Todo era árabe en derredor de mí, y mi imaginación se complacía al verse transportada a otra civilización que hasta entonces solo había entrevisto en las brillantes descripciones de los poetas». En cuanto a la morfología de la ciudad, se destaca, en primer lugar, su segregación tradicional: «Se halla dividida en dos partes, comunicándose por varias puertas que se cierran al anochecer: la parte en que viven los moros es mucho mayor, y se llama morería; la judería es la habitada por los hebreos». No obstante, la revisión del imaginario urbano confirma, especialmente para el caso de Tetuán, la sugerente idea apuntada por Nieves Paradela en relación con el componente ideológico que incorpora por naturaleza la literatura de viajes, el cual va más allá de señalar lo diferente y hace aflorar, en consecuencia, lo que es propio, personal o nacional. En este sentido, dice Boada: «En Tetuán, ya sea por ser esta ciudad más conocida de los españoles por la Guerra de África, ya sea por su proximidad a Tánger y Ceuta, o por las condiciones especiales de sus habitantes, o por todas estas causas juntas, lo cierto es que hállanse establecidos allí buen número de españoles, dedicados la mayor parte al comercio al por menor».

A ello se le suma la idea de cambio, de que Tetuán es una ciudad que crece y se transforma. Ejemplo de ello es el aumento gradual de la presencia española —apuntado ya por Boada—, así como las referencias a la evolución demográfica, donde la población se duplica, pasando de las veinte mil almas de Amor a las cuarenta mil de Fernández Ascarza. Los relatos también hacen hincapié en lo construido por España desde la ocupación hasta los momentos más álgidos de la colonización. Ya en 1860, Gaspar Núñez menciona que «en nuestras manos ha ganado, como vulgarmente se dice, un ciento por ciento» y lo ilustra mencionando que a las siete puertas de la ciudad «se les está poniendo ya nombre español» y que «la mejor plaza de ciudad, el Tedam, se llama ya Plaza de España». Asimismo, el patriotismo español también evoca un imaginario único en relación con la ciudad de Tetuán al evocar la euforia de la epopeya de la batalla de Uadrás (1860).

Una de las actividades preferidas de los viajeros es «el vagar errantes por sus calles más recónditas, por sus plazuelas más ignoradas». Estas derivas urbanas constituyen el acto de descubrimiento de la alteridad, de los secretos que guarda la cultura autóctona y, por lo común, muestran la atracción frente lo exótico. Se hace alusión a los abigarrados zocos, a las particularidades de las razas y los tipos que allí se encuentran, y se describe con esmero la diversidad existente de celebraciones tradicionales. Se trata de la narración de la experiencia oriental, que incluye tanto una especie de éxtasis visual y sensorial como una cierta «incapacidad» para expresar en palabras las sensaciones experimentadas. Muestra de ello son la fiesta del carnero, el baile de los guinaui o las carreras de pólvora, donde los viajeros coinciden en destacar una «primitiva pureza» que «hiere la imaginación con especial deleite» y «acaba por alucinar, por producir un confuso vértigo enloquecedor».

Otro de los momentos más emblemáticos en la lírica viajera, de «sensación indescriptible», tiene que ver con la solemnidad de la escenificación de la religión musulmana y se concreta en la contemplación de la última llamada a la oración, que deja sin palabras al viajero. Para referirse a tal momento sobrecogedor, se recurre a la sensibilidad del arte: «¡Qué cuadro tan magnífico! Ningún pintor hubiera podido trasladar al lienzo los grandiosos efectos de aquel paisaje». Y leemos: «Nada más fantástico para ver en los últimos instantes del crepúsculo vespertino que la extraña figura del muezzin dibujándose caprichosamente en el espacio, tibiamente alumbrado todavía con los postreros resplandores de la luz moribunda. Tiene algo de patética esta escena, que recuerda al corazón español y cristiano el toque de la campana al Ave María, en esa hora en que todo es vago e indefinible, luz y sombra, memorias y pensamientos, y que según Byron, se consagra a la invocación en lo íntimo del alma de todo cuando hemos querido y perdido en el mundo».

Pero, sin ninguna duda, el hecho diferencial del discurso orientalista español sobre Tetuán es la utilización del vínculo histórico existente con sus gentes, el pasado común compartido, que atrae, seduce y genera un reconocimiento de lo propio en lo remoto y exótico. Por un lado, se hace referencia a «las costumbres y el carácter especialísimo de esta población extraña, compuesta en su mayoría de judíos y moros descendientes de aquellos que expulsó España el bárbaro fanatismo de la casa de Austria». En cuanto a los judíos sefardíes, por ejemplo, se corrobora que «hablan castellano con una corrección anticuada», refiriéndose así a la jaquetía, lengua que mantuvieron al ser expulsados de la Península. Asimismo, este argumento también se utiliza como recurso en la doble construcción del estereotipo para reelaborar un imaginario único, destacando ahora el «lujo verdaderamente oriental» de los palacios y la «proverbial hospitalidad» de sus patriarcas en las entretenidas conversaciones de los banquetes ofrecidos a los viajeros. Para muchos, «Tetuán goza de antigua fama de poseer los más hermosos palacios de Marruecos», fama que se debe, según puntualizan, a que «los tetuaníes hayan conservado en sus viviendas las tradiciones de sus abuelos moros de Granada, aquellos que elevaron alcázares y mezquitas que aún hoy son el asombro de los inteligentes». Cuando se hace referencia a ello, se utiliza un lenguaje más evocador, todo el caudal lírico de sobrecogimiento en cuanto a los valores estéticos del orientalismo.

El máximo exponente de ello es el libro de Muñoz Llorente. De sus paseos urbanos recuerda los «perfumes de azahares en los ventanales misteriosos, y en ráfagas ardientísimas, un aroma acre y áspero que viene de muy lejos y que participa del olor del desierto y de las pieles de león». Cuando visita la élite social tetuaní, describe, sin ahorrar detalle, tanto la «fastuosa apariencia» de las casas como la «actitud idolátrica» de los anfitriones, incluyendo siempre evidentes reminiscencias a AlÁndalus. Presta una especial atención a describir la decoración de cada estancia y, por ejemplo, en la «biblioteca del sabio ministro» repara en los «curiosísimos volúmenes árabes, antiguos y preciosos, que contienen la ciencia milenaria y eterna del islam» y subraya que el patio es «la más ardiente y exquisita expresión del arte árabe actual» y sus estancias «son la evocación más intensa y mórbida de lo que debieron ser en el tiempo magnífico de nuestros Abderrahmanes las estancias resplandecientes de Medina Zahara».

Pero, en la polifonía de opiniones, se observa la persistencia de asonancias significativas, especialmente cuando la apreciación de lo urbano se hace in situ. Pese a la existencia de un consolidado imaginario colectivo, la visita moldea lo preconcebido. En efecto, las impresiones siempre quedan condicionadas por el juego de escala mental y observacional y, en algunos casos, la ciudad puede perder sus supuestas cualidades y convertirse en la militante repulsión del estereotipo del Otro. En realidad, muchos viajeros dejan constancia de «sus calles sucias y angostas», «estrechas, tortuosas, oscuras por los numerosos pasadizos y arcos que las pueblan»; y «las casas, aun cuando sean magníficas por dentro, ofrecen un aspecto miserable por fuera». En resumidas cuentas: «Todo este conjunto extraño, monótono y frío, donde el hombre es un bruto y la mujer un misterio, sorprende al mismo tiempo y cansa».

En el proceso de configuración del estereotipo musulmán afloran todas las consignas de la Reconquista, y se repite y divulga un estereotipo generalista y francamente peyorativo. Se trata de un «pueblo desconfiado y una raza envilecida» que en sus bases encuentra un «desmesurado fatalismo». Así, «los moros, como todo pueblo ignorante y grosero, son extremadamente supersticiosos», donde «el mercado y la mezquita son los dos únicos elementos sociales del musulmán». En cuanto a la población judía tetuaní, existen diferentes visiones, que oscilan desde «el saqueado y oprimido pueblo hebreo» a consideraciones tales como la «desgraciada raza hebrea, falsa, baja, desconfiada, recelosa, interesada, mentirosa y afeminada».

La base discursiva del orientalismo se sitúa en el método de «oposición binaria»: dos mundos, dos estilos, dos culturas, Oriente y Occidente, lo cual crea una especie de muro infranqueable entre ambos. En otras palabras, dentro del espíritu orientalista, por un lado, están los occidentales que son «racionales, pacíficos, liberales, lógicos, civilizados, capaces de mantener valores reales», y, por otro, los orientales, que no poseen ninguno de estos valores. Aun así, Europa se muestra a caballo entre la capacidad de definir, estudiar, expresar sus opiniones sobre Oriente, y la seducción de la alteridad, con cierto ambiente de misterio, cierto exotismo que puede resultar atractivo. Esta teoría del dominador y el dominado encaja muy bien para el ejemplo español en relación con Tetuán. Los viajeros, tras la efímera atracción y seducción por los «marroquíes de distinción», con su «proverbial hospitalidad» y todo su «lujo verdaderamente oriental», viran hacia un discurso unánime que condena la tosquedad de la sociedad marroquí, que debe redimirse con la penetración colonial y el influjo de la civilización occidental. El eje central de la dicotomía entre civilización y barbarie gira siempre alrededor de la religión: «Me pareció ver una alegoría del poder brutal del islamismo que salía de aquella ciudad para dejar paso a los soldados de la civilización».

Todas las ideas contenidas en estos textos van a ir dando legitimidad a un vocabulario y un discurso particular sobre el Oriente doméstico. En resumidas cuentas, construyen una cosmovisión de profunda fuerza que se irá incardinando en la mente colectiva del público lector, incorporándose sus figuras y símbolos de manera insistente hasta llegar a formar parte de la herencia común, de la ideología colectiva que se sitúa en la base de su identidad. Indudablemente, «si la civilización imprimiera aquí su fecunda huella, este país sería incomparablemente hermoso y rico».

Sea como fuere, Tetuán hace explotar la imaginación de quien viaja. Será tanto la ciudad de las mezquitas como la ciudad santa, la Sevilla africana, y también «la perezosa matrona reclinada en su lecho». En su geografía reposa todo el peso del orientalismo de la época y los viajeros, a través de lo que Sardar considera la «patológica mirada orientalista», reformulan la ciudad en clave femenina, sirviéndose a la par de la tradición romántica europea y del imaginario orientalista que despierta el cliché de la mujer musulmana: «Yo adoro a Tetuán con toda mi alma de romántico. Adoro a sus mujeres tapadas, que serán feas tal vez, pero que van ocultas, y que os parecen odaliscas de cuento poético. Adoro sus encrucijadas, sus arcos, sus fachadas, su olor… Tetuán huele fuertemente, embriagadoramente a Marruecos. Es un olor extraño a jardines bien cuidados y a piel morena de mujer».

En dicho delirio, Tetuán deviene un espacio narrativo onírico donde las «vírgenes» hurís habitan el paraíso de Mahoma. Otros viajeros conciben la ciudad directamente como el cuerpo de una mujer, como la «ciudad hembra», «la amante y cómplice» o «la ciudad fermento». Cuando deja de ser mujer, se vuelve espejo para evocar, finalmente, lugares más familiares. Por lo general, Tetuán es la «Granada marroquí», y sus palacios, reminiscencias de la Alhambra. También recuerda a Sevilla y, en última instancia, a «la Córdoba de la sonrisa sultana». En definitiva, el imaginario urbano de Tetuán crea y se reinventa para alzarse como la insignia del AlÁndalus, como la nueva capital morisca.

A diferencia de otros orientalismos europeos, el tratamiento de la temática femenina por parte de la corriente orientalista española enfatiza su vulnerabilidad para justificar y alentar la penetración colonial. La mirada del viajero, del contemplador en este caso, no es jamás inocente: viene cargada de imágenes románticas, muchos prejuicios y otras tantas fantasías. Debe subrayarse la existencia de diferencias sustanciales entre lo que hace referencia a las primeras impresiones y las consecuentes valoraciones, a pesar de que, para todos ellos, la mujer en Marruecos es un gran misterio. Para Gaspar Núñez, por ejemplo, «son contadas las moras que he visto», pero para Julio Cervera «son, según fama, las mujeres de Tetuán verdaderos tipos de belleza árabe, las más hermosas hijas del Moghreb».

En las alusiones iniciales, se distingue entre las que hablan de «lo visto» y las que se refieren a «lo no visto». En las primeras, se constata una paradoja en relación con la visibilidad/invisibilidad de la mujer, dando como resultado una representación de mujer que tiene una «visibilidad invisible». Aun así, para Muñoz Llorente, «entre el enigma de los velos, fosforecen sus ojos negros y fatales, llenos de fascinación y de trágica sensualidad». En realidad, la invisibilidad refleja la supuesta inexistencia de mujeres en el espacio público de Tetuán. Dicha invisibilidad (o inexistencia) se explica, según las opiniones de los viajeros, por el hecho de que las mujeres se encuentran recluidas en lo que Boada considera los «eternos misterios de aquellos hogares impenetrables». Solo existe un espacio, a ojos de los viajeros, que es el «único punto que deja entrever a los europeos la existencia de la mujer y de la familia ». Se trata de la azotea, lugar donde se difumina la segregación establecida entre lo público y lo privado. Según Núñez, «algunos militares curiosos o desocupados andan también por las azoteas, con el deseo sin duda de columbrar de vez en cuando alguna mora, y de romper, aunque solo sea a medias, el misterio en que las mujeres musulmanas viven».

Pero cuando aparece la visibilidad y se reconoce el elemento femenino, se topa con otro tipo de invisibilidad: la indumentaria femenina y el uso del velo. De ese modo, las primeras aproximaciones construyen una imagen vaga de la mujer musulmana, que se equipara con un manojo de ropa, un bulto o incluso algo fantasmagórico: una «extraña figura, que así puede ser de hombre como de mujer».

Al mismo tiempo, otras contribuciones se refieren a la mujer nunca vista. En estas ocasiones, las representaciones ilustran una entelequia heredada del imaginario evocador orientalista de la Europa masculina decimonónica. En Tetuán se remitirá a la clase acomodada, sea en palacios urbanos o en las huertas de recreo de las afueras de la ciudad. En una ocasión, a Fernando Amor lo invitan a una de ellas, donde el dueño «gasta como un príncipe, vive como un europeo y da en su huerta a sus amigos frecuentes zambras, que empiezan con la noche y terminan al despuntar el día». Al llegar allí, «hicieron que entrase yo delante, y pude apenas ver algunas moras, que tapándose la cara, entraron precipitadamente en uno de los edificios de la huerta. Eran las mujeres, que siguiendo la costumbre y leyes del país corrían a encerrarse. Tal estilo, semejante precaución, no puede menos de excitar en el extranjero el más vivo deseo de verlas, deseo que, por desgracia o por fortuna, es casi imposible de cumplirse».

Así, muchos de los viajeros terminan por dar rienda suelta a su imaginación al referirse a aquellas mujeres, a menudo esclavas, que de un modo u otro se asocian al canon de la mujer orientalizada, donde el proceso de seducción se personifica en la imagen de la odalisca y en el viajero como protagonista. Cuenta Alfonso Jara que, en una de las recepciones de los notables de Tetuán, les sirve en un primer momento una «sudanesa de feo rostro», pero al pasar el rato y saciarse con la exquisitez de la atención, el ambiente «se llenó de perfume y voluptuosísimo humo, entre cuyas leves gasas, las formas de la negra, lejos de desvanecerse y esfumarse, aparecían cada vez más provocativas y tentadoras».

Otro de los tópicos orientalistas que se divulga es la supuesta lascivia de las mujeres a pesar de su condición de confinamiento y reclusión. A pesar del desconocimiento real, se presenta mediante la especulación y la sospecha hacia el mundo femenino, tal y como lo expresa uno de los viajeros con todo tipo de detalle: «Estas giras campestres, las visitas de los viernes a los cementerios y el baño o jaman de los sábados son los únicos esparcimientos de las pobres musulmanas, condenadas a ociosa y aburrida reclusión, que únicamente entretienen pintándose y adornándose para agradar a sus maridos. Pero si a estos consagran la mayor parte de la vida, no falta quien sospeche, que de la menor disponen en su perjuicio y que estas partidas de placer y la asistencia a los cementerios y a los baños son menos inocentes, piadosas y limpias de lo que a primera vista pudiera pensarse. Que estando siempre encerradas procuren aprovechar los contados instantes de libertad de que disponen es posible. Que igualadas todas por el uniforme jaique lo hagan sin dificultad ni peligro es probable. Y que el tunantón de Ziu-Ziu aprovechara la tarde es fácil. Alto, delgado, elegantísimo, de rostro pálido, ojos rasgados y manos señoriles, seguro estoy de que este moro encuentra a muchas de las que se extravían al ir al cementerio y entretiene a no pocas de las que se retrasan al volver del baño».

A pesar de que la mujer musulmana es la más narrada en el discurso orientalista, en el caso de Tetuán toman también protagonismo las mujeres judías. Estas últimas, por pertenecer a otra religión, vestirse de manera diferente y tener unas tradiciones propias, tienen un espacio diferenciado en los relatos. Asimismo, también diferencian las mujeres musulmanas que viven en ciudades, donde se enfatiza la idea y las consecuencias de la existencia del harén de las «encopetadas damas», y las bereberes que viven en zonas rurales, «modestas campesinas », las cuales se caracterizan por ser esclavas del trabajo y de la familia, no llevar la cara cubierta y ser la imagen de la opresión. Pareja deja constancia de ello y cuenta que «un bulto que a la distancia en que estaba no podía precisar si era hombre o mujer, araba la tierra con una vaca y un burro. Era Zama, la esposa de ben Yacub. Entonces supe que las infelices mujeres de los labradores y hortelanos, como todas las del Rif, labran la tierra, mientras sus maridos toman el fresco o fuman tranquilamente recostados en la yerba o en esteras; Zama estaba encinta y bastante avanzada, a juzgar por lo que se veía, lo cual no era obstáculo para que trabajase en la huerta de sol a sol».

En lo referente a la formación discursiva del género femenino, se constata la existencia de diferentes valoraciones que, juntas, construyen un discurso complejo muy eficaz para justificar la necesidad de la intervención colonial. En este sentido, consideran que son Oriente y sus hombres los que infravaloran y esclavizan a las mujeres en Marruecos, especialmente a las musulmanas. Asimismo, también se refieren a los efectos opresores que supone la reclusión. Además, la mayoría de las aportaciones afirman que la religión es el gran problema y también la única solución para dignificar la condición social de las mujeres. Con la comparativa dialéctica entre Oriente y Occidente, o el islamismo y el cristianismo, los viajeros opinan que «solo será posible la superación de la relajación moral de Oriente si se anula el influjo islámico», el cual infravalora a la mujer con prácticas tales como la esclavitud, la poligamia o el divorcio. A su vez, pese a que los viajeros conciben a las musulmanas como seres que no conocen el amor casto, lujuriosos y voluptuosos, también condenan la instrumentalización sexual de estas por parte de sus déspotas maridos. Como resultado, la mujer musulmana se representa como lo más banal y desamparado de la jerarquía social. Según Nicasio Landa, «allí […] la condición de la mujer no redimida por el cristianismo es la de cosa, más bien que de persona, sin derechos propios en edad ninguna, y relegada al harem de su dueño, que no esposo, la vida social es casi desconocida, probando así que solo la mujer puede crear y sostener las relaciones múltiples de nuestra sociedad civilizada».

De hecho, se reduce la esencia de la mujer musulmana a través de la degradación vivencial desde que nace: la cosifican. Y justamente es este el discurso que se utiliza como estrategia para alentar la «salvadora» acción colonialista.

Relecturas del mapa literario de nuestro manantial

En el seno de la literatura orientalista sobre Marruecos, Tetuán merece una atención especial porque fue, para el imaginario colectivo español, la ciudad marroquí más emblemática. Emblemática porque tuvo la capacidad de entrelazar, en un mismo lugar y de forma única, las herencias compartidas del medievo con las repercusiones eufóricas y patrióticas de la Guerra de África (1859-60) y, también, con el hecho de que la misma ciudad se terminara convirtiendo, en 1912, en la capital del Protectorado. Los avatares históricos compartidos, la atracción que generó la geopolítica colonial, la proximidad geográfica con la península ibérica, la voluminosa producción literaria existente inspirada en la ciudad, junto a la necesidad imperiosa de orientalizar lo allende el Estrecho, desencadenó que toda persona que pisaba territorio marroquí debiera visitar, conocer y divulgar las singularidades de Tetuán.

En el marco interpretativo crítico abierto por Said, los libros de viaje o de estancia breve en Tetuán deben entenderse como «testigos coloniales » —en alusión al título del libro de Manuela Marín— que dialogan entre ellos —y a veces, además, se plagian—, y crean y recrean una rica maraña de contenidos en relación con el imaginario colectivo español de su Oriente doméstico, Marruecos. No obstante, a menudo el viajero convierte Oriente en algo distinto de lo que en realidad es, y lo hace en su propio beneficio, en el de su visión y en el de su cultura, a la que considera superior por definición. Da la impresión que, desde el principio, el orientalismo asume su dimensión política al servicio de una cultura determinada, en este caso la española, que necesita demostrarse a sí misma su superioridad. En este sentido, para el caso de Tetuán, es interesante abrir un puente de diálogo entre las interpretaciones críticas de las aportaciones literarias españolas y el trabajo de Yousef Akmir, que complementa la producción discursiva o el archivo documental existente con fuentes históricas locales.

Los libros de viajes han creado geografías imaginativas del colonialismo encuadradas en la tradición orientalista que presentaban, representaban y desfiguraban la realidad, y era esta realidad desfigurada la que se transmitía al público lector. En España, como en el resto de Europa, el «enemigo musulmán » se convirtió durante siglos en una suerte de revulsivo destinado a cohesionar los esfuerzos de una cristiandad que, en virtud de la cercanía y el empuje de aquel, se sentía directamente amenazada. Con lo cual, la mirada del viajero nunca será inocente, es el resultado de una amalgama cargada mayormente de prejuicios. Pero para España —y ya no tanto para el resto de Europa—, la refundación de Tetuán por andalusíes a finales del siglo XV y las posteriores repoblaciones con judíos y moriscos expulsados de la península son elementos fundacionales a los que, por proximidad, hacen referencia los viajeros. Se muestra hacia Tetuán una gran fascinación donde destaca una belleza insólita, a la vez que inmediata y extraña, que trae a la memoria, casi en primera instancia, el pasado islámico de España y enfrenta al curioso con el misterio de lo desconocido, a la vez que debe interrogarse ante su propio espejo andalusí. No obstante, la temática viajera divaga entre el mito y la realidad, sirviéndose de la pátina orientalista con la finalidad de justificar el colonialismo y defender la presencia española en su Oriente doméstico. Son documentos que tienen el objetivo prioritario de dar información sobre un lugar donde se comparte una historia común, por un lado remota y, por el otro, de ferviente actualidad. En palabras del siempre presente Juan Goytisolo, son «estampas vivas y palpitantes del espacio urbano tetuaní con las forjadas en el subconsciente hispano desde la época de la Reconquista, pero que de forma única, desprenden para nosotros un melancólico sentimiento de familiaridad». A tenor de lo dicho y para concluir, la existencia del Otro (su geografía, su economía, su religión y su cultura) supone siempre un desafío que desencadena un doble impulso de atracción y repulsión, que se mantiene vivo hasta hoy, quizá más que nunca.

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