Desafinada

Hala Kabalan

Siria

La luz persistente del amanecer le hacía cosquillas en las pestañas, señal inequívoca de que comenzaba un nuevo día. Se levantó vacilando para contemplar el mundo exterior a través de la ventana que tenía junto a su cama. Afuera, el Mediterráneo se extendía en calma en toda su inmensidad y se unía con el horizonte con una armonía natural. Escuchó con atención la música lejana de Soli1 llenando la atmósfera con una letra al azar: «Il mondo dietro ai vetri sembra un film senza sonoro».2

Pasando junto a la mandolina polvorienta que había detrás de la puerta, se sirvió una taza de café expreso. Eso, antes, solía mejorar las cosas, pensó, pero ahora ya no. Comprobó su teléfono para encontrar los números de su reloj digital que le devolvía la mirada. No había mensajes, ni emails, ni ninguna llamada perdida de interés. En ese momento, solo sentía el olor del café fuerte y la brisa del aire salado de agosto.

Se sentía como si estuviera deslizándose por el espacio vacío entre sus pensamientos. El silencio era insoportable. Soli se acabó y la dejó sola con su mente. Desde entonces, evita este silencio. Su aislamiento aumentaba la melancolía de su corazón. El monstruo de la tristeza estaba allí sentado, esperando una oportunidad para tomar el control de la situación. En su mente, esperaba a alguien o algo a quien echarle la culpa, a lo que solo podía hacer frente con hechos evidentes.

Le vino el recuerdo de su madre, que de vez en cuando tosía y le decía: «Solo es un resfriado». Ella veía cómo cada día iba empeorando hasta que ya no pudo respirar. Tras una breve y agotadora lucha, su madre acabó sucumbiendo y la dejó sola y aterrorizada. Un escalofrío desagradable recorrió su cuerpo mientras los flashbacks desaparecían. Las heridas de la pérdida aún no habían cicatrizado, y nadie llegaba a comprender de verdad cómo se sentía. Se le permitió sentirse adormecida. Aquellos días estaba destinada a llevar una existencia en los márgenes de la vida, esperando a que pasara el tiempo.

Una fuerte ráfaga de viento levantó de la mesa del café una entrada de color azul para un espectáculo. La cogió tranquilamente, mientras leía el texto en voz alta, en un intento desesperado de vencer el silencio ensordecedor. Había un concierto en la ciudad. Recordaba vagamente que había comprado la entrada únicamente por su color. Era un tono concreto de azul, el de los ojos de su madre. La entrada azul le servía como perfecto marcapáginas para su versión de El Profeta. No tenía previsto ir a ningún sitio, al menos por ahora.

Comprobó que no le quedaban antidepresivos y recordó que debía dejar la casa hoy, una misión sencilla que resultaba casi imposible. El mundo ahí fuera parecía tan lejano como el sol. Todo exigía una enorme cantidad de energía que ella no tenía. Levantarse de la cama, beber agua, a veces incluso pestañear representaba un esfuerzo enorme. Se encontraba en un estado permanente de total agotamiento, olvidada por los demás y sola. La calidez y la felicidad se convirtieron en un recuerdo lejano que de forma tranquila, pero inapelable, se disolvía en su corazón. Una hora más tarde se puso su vestido veraniego floreado, cogió el libro y salió para ir a buscar el autobús.

No pertenecía a aquel lugar

Eran las vacaciones de verano y las calles estaban repletas de niños con sus padres. Gritos de felicidad y grandes carcajadas llenaban el aire y distraían a la chica de la música que le llegaba a los oídos. El sol se elevaba majestuosamente sobre la ciudad a orillas del mar y la brisa le acariciaba el vestido reivindicando un reconocimiento. Puso en pausa la música y escuchó las conversaciones improvisadas de las mujeres de mediana edad, que cogían mandarinas con una delicadeza sorprendente. A su alrededor, todo el mundo pertenecía a alguien o a algo. Los niños a sus padres, las mascotas a sus propietarios, el sol al cielo. Las carcajadas ponían de manifiesto la alegría de aquellas mujeres. Y, no obstante, a ojos de la chica, el mundo parecía una película de cine mudo.

Después de conseguir una receta, volvió a la parada de autobús, donde cogió el libro para proseguir con la lectura.

—¡Qué marcapáginas tan impactante llevas ahí! —La voz de un desconocido la pilló con la guardia baja—. Cuanto más penetra el dolor en tu interior, mayor es la alegría que eres capaz de contener — recitó una de sus citas favoritas de El Profeta—. Un libro impactante, también.

Incapaz de procesar sus palabras, miró alrededor para asegurarse de que se dirigía a ella. El chico de pelo oscuro y rizado sonrió generosamente, como si estuviera esperando que ella empezara a cantar su canción favorita.

De algún modo, el desconocido se parecía a ella, pensó, podrían enlazar sus cabellos y nadie sabría distinguirlos. Él se colocó bien las gafas con la mano derecha, mientras con los dedos delgados de la mano izquierda sujetaba la caja marrón de una mandolina que tenía junto a él. Su camiseta amarilla y su pantalón corto de color verde combinaban bien con los árboles y el sol que rodeaban la calle. La chica observó su vestido floreado. Era negro y, al igual que ella, no encajaba con la escena.

Por un instante, lo envidió. Debe de hacer sentirte bien ser el chico de la camiseta amarilla. Parecía como si perteneciera a aquel preciso momento, a aquel lugar, a aquella pequeña ciudad situada a orillas del mar.

—Yo seré el primero en actuar en el concierto de tu marcapáginas —sonrió mientras tamborileaba suavemente sobre la mandolina—. Mi madre es una de las artistas.

La envidia fue en aumento cuando se dio cuenta de todos los privilegios de que disfrutaba el chico de la camiseta amarilla. ¿Cómo debe de sentirse una persona cuando pertenece a la gente y al lugar donde se encuentra?, se preguntaba; ¿cómo debe de sentirse cuando está bien? Con una tímida sonrisa, asintió en silencio. No estaba preparada para conversaciones improvisadas con extraños afortunados. En secreto, suspiró aliviada cuando el autobús apareció con su ruido habitual. Por fin, volvía a casa.

El autobús vacío se detuvo con su muy anticipada pesadumbre. Ambos subieron y se sentaron uno frente al otro. Afortunadamente, él entendió que ella no quería que la molestaran. Ella abrió de nuevo su libro y observó la entrada azul. De todas formas, ¿qué día era el espectáculo? Cuando se disponía a leer, el chico de la camiseta amarilla empezó a tocar una melodía que ella conocía. Era bueno, pensó, pero no se había dado cuenta de que la mandolina no estaba bien afinada.

—La cuerda de Mi está desafinada —se vio pronunciando estas palabras que resonaron en todo el autobús vacío.

—De ninguna manera, acabo de afinarla con una aplicación. —Medio tono más bajo de lo que debería —respondió ella ignorando por completo la afirmación del chico. Sacó su teléfono de su bolsillo para comprobar la afinación. Rasgueó la cuerda de doble Mi y giró la pantalla en dirección a ella con una mirada en estado de shock. El Mi era medio tono más bajo de lo que debía. La conversación que siguió discurrió como si se tratase de un sueño. Ella se imaginaba que estaba afinando la mandolina mientras aconsejaba al chico que la comprobara de nuevo antes de su gran actuación. Respondía a sus preguntas sin tener tiempo para preguntar siquiera su nombre o de dónde venía. Él sonreía y saludaba a cada nuevo pasajero con un buongiorno seguro de sí mismo. Algo había en ese extranjero que parecía tener la vida resuelta. Qué extranjero más afortunado, pensaba. Al llegar a la tercera parada, él cogió su instrumento. —Dame tu aprobación con el pulgar arriba si la afinación es correcta. Cuento contigo. —Ella se sorprendió y miró de reojo la entrada de color azul que tenía en la mano. Se dio cuenta de que el espectáculo en el parque nacional, en la tercera parada, empezaba aquel mismo día.

II

En el parque situado en el centro de la ciudad el ambiente era relajado. El gran roble verde se erguía hacia el cielo mientras sus raíces se alargaban de una forma inexorable entre grupos desperdigados de personas. Ella observaba a su alrededor cómo la luz solar se proyectaba sobre los parloteos y los saludos; cada persona hablaba un idioma diferente. Y sin embargo, de alguna manera tenían el mismo aspecto que ella. Si alguien quisiera enlazar el cabello de aquellas personas, nadie sabría distinguirlos.

Había un buen número de artistas de distintas edades junto a sus pinturas, con un punto de orgullo que, por sí solo, casi se materializaba en un lienzo. El chico de la camiseta amarilla, que caminaba a su lado, se dirigió al modesto escenario situado en el centro del parque. La gente iba haciendo corro coreando a la banda y, al cabo de un momento, se hizo el silencio. El extranjero afortunado, que parecía como si perteneciera a cada uno de los robles de la ciudad natal de la chica, a orillas del mar, pulsó todas las cuerdas de su mandolina. Mirándola a ella casi de forma instantánea, levantó suavemente las pestañas e inclinó la cabeza a un lado, solicitando la confirmación de la chica.

La vida se paralizó durante un segundo. ¿Qué estaba haciendo allí?, se preguntó a sí misma, mientras un sentimiento de culpa e incomodidad le recorría las venas. Sintió el peso de los medicamentos en el bolso al tiempo que recordaba a su madre caminando bajo el gran roble. Soli empezó a sonar de nuevo en su cabeza, aunque esta vez sonaba desafinada. Se sentía sola, como si estuviera descendiendo hacia un océano de tristeza y dolor. Cerró los ojos y deseó no estar viva, nada tenía significado para ella. Todo era silencio.

Con el pulsar de sus cuerdas con renovada determinación, la familiar melodía de notas la obligó a volver a abrir los ojos. Él la arrancaba de su desespero, el sonido de la mandolina era como un salvavidas. El chico seguía allí, sonriendo mientras levantaba las pestañas y mantenía la cabeza inclinada. Ella levantó discretamente la mano derecha delante de su rostro e hizo una señal de aprobación con el pulgar hacia arriba. La banda comenzó a tocar una serie de canciones animadas y el público arrancaba a aplaudir cada vez que tenía la oportunidad. Tras finalizar su actuación con una canción en una lengua desconocida para ella, la banda saludó al público y bajó del escenario rápidamente.

El chico de la camiseta amarilla se dirigió a ella con un «gracias», cuando alguien le llamó desde lejos.

—Esta es mi madre —le dijo mientras la alcanzaba y se situaba a su lado—. Tienes que ver su pintura. Es nuestra historia. —Incapaz de sacarse de encima la envidia persistente, la chica siguió sus pasos en silencio. Pasaron delante de un gran letrero que rezaba Atravesando el Mediterráneo: una exposición, y llegaron hasta donde se encontraba la mujer de pelo oscuro, junto al árbol. Detrás de ella había expuesta una pintura al óleo.

El lienzo se dividía horizontalmente en dos partes. En la sección inferior había una mezcla confusa de sombras de grises. Al acercarse, entendió que se trataba de una escena de destrucción total. Edificios bombardeados, tanques gigantes, tumbas aquí y allá, cohetes mortíferos y nubes monstruosas. Aquello era la guerra. Aquello era la muerte. La aterradora perspectiva de la escena le provocó un escalofrío. Dirigió la mirada hacia la sección superior en un intento desesperado de encontrar consuelo, y lo consiguió. Era una sombra azul, del mismo color que la entrada y los ojos de su madre.

Era el mar. Era el Mediterráneo que se extendía en el horizonte, en el exterior de su habitación. En el fondo azul de la mitad superior del cuadro había una barca pequeña de color naranja. A bordo, una mujer y su hijo estaban de espaldas a la destrucción que tenían detrás y miraban a lo lejos.

—Fuimos los únicos que sobrevivimos. Mi padre y mi hermana murieron en un ataque aéreo.

El chico colocó un brazo alrededor de su madre.

—Aquí todo el mundo ha perdido a alguien, pero todos son supervivientes. —La chica observó las pinturas que colgaban de los viejos robles y vio que los artistas del otro lado del mar se parecían aún más a ella. Se dio cuenta de que no estaba sola, y el dolor de aquellas personas era el mismo que el suyo. La mujer interrumpió las reflexiones de la chica murmurando una frase en aquella lengua desconocida. El chico de la camiseta amarilla sonrió y afirmó—: Ha dicho que tú también pareces una superviviente.

En aquel preciso instante, se sintió como si perteneciera a algún lugar.

Notas

1. Solos; canción italiana de Toto Cutugno.
2. El mundo al otro lado de la ventana parece una película de cine mudo.