Un beduino en Europa

Mohamed Ben Mbarek

Marruecos

Eran las siete en punto, hora de Varsovia. Fui el primero en bajar del avión, ya que mi asiento se encontraba en la última fila. La brisa era distinta de aquella a la que estaba acostumbrado en nuestro desierto. El cielo estaba despejado y parecía verlo por primera vez. Dejé pasar a los demás pasajeros, puesto que no tenía idea de lo que haría después de desembarcar. Me dirigí a una larga cola de pasaportes no europeos. Cuando me llegó el turno, el funcionario de aduanas me dio la bienvenida con una rápida sonrisa, que pronto se convirtió en un gesto más entusiasta al leer la invitación que me había extendido la Agencia Polaca para la Cultura y el Conocimiento con el objeto de continuar mis estudios en Polonia. En ella constaba que yo era un estudiante destacado y aconsejaba que se me facilitaran todos los trámites administrativos. El funcionario estampó en el pasaporte un cálido y orgulloso sello que rezaba: «Bienvenido a nuestro país», que recibí con el debido amor y gratitud. Seguí a la gente que tenía delante de mí hacia las cintas transportadoras de equipaje, donde en seguida encontré mi maleta. A continuación, me encontré en un vestíbulo aún más espacioso junto a una muchedumbre. Había jóvenes bellos como ángeles deambulando; los semblantes de los adultos parecían reflejar el peso de las guerras de las que Polonia había sido testimonio bajo la ocupación nazi. Luego desvié mi atención hacia un grupo de jóvenes bien vestidos que llevaban flores, así como otros que vestían de uniforme y llevaban unos papeles con nombres imprimidos en ellos. Pronto me percaté de que eran taxistas. Eché un vistazo a los papeles preguntándome si encontraría mi nombre, hasta que vi el nombre de mi familia en las manos de una chica rubia sonriente. Su mirada transparente me bastó para hacerme olvidar del cansancio del viaje. Me aproximé a ella, agitando mi mano derecha, y me saludó con una sonrisa, como juraría que jamás había visto otra igual. Nos saludamos, mientras mi corazón beduino parecía estallar ante su delicadeza. Desvié mi atención, preguntándome qué genio nos había inculcado a la gente del desierto que una mujer tenía que ser gorda, y que las delgadas no contaban como mujeres. Las mujeres delgadas eran unas apestadas y sus familias se veían obligadas a ocultar ese defecto. En ocasiones se les daban de beber extractos naturales amargos, demasiado fuertes para que los camellos pudieran digerirlos, y no digamos para el hígado de una niña que aún no tenía diez años. En otras ocasiones, las niñas delgadas se veían obligadas a realizar ejercicios duros. Muy pronto, Youstina me recordó mis ensoñaciones, cuando cogió la maleta y me dijo: «Pareces muy cansado. Déjame ayudarte». Luego me ofreció unos dulces, que parecían elaborados en su famosa cocina. Me los comí con desgana, obsesionado por las imágenes de las niñas de mi familia, condenadas a ser delgadas. Subimos a un autobús, donde Youstina me informó de que llegaríamos a la residencia universitaria en diez minutos. Le sonreí: «No te preocupes, me he pasado catorce horas viajando desde que salí de casa». Me dije que era mejor permanecer un momento en el salón del conocimiento que siglos en los brazos de la ignorancia y el atraso. Llegamos a la universidad, donde nos esperaban dos empleadas. Las tres mujeres hablaban en polaco, disparando, con un «tak tak tak» recurrente. Les di una copia de mi pasaporte, y seguidamente una de ellas me dio la llave de mi habitación con un «Bienvenido a nuestro país».

Antes de marcharse, Youstina me dio un beso en la mejilla derecha, dejando a la izquierda privada del mismo.

Subí a la segunda planta por las escaleras, mirando de izquierda a derecha en busca de mi habitación, la número 206. La encontré en medio del pasillo. Abrí la puerta mientras recordaba la última puerta que había cerrado antes de iniciar el viaje: la puerta de la habitación de mi residencia de Rabat. La diferencia entre las dos habitaciones era inmensa. De entrada, no era adecuado compararlas. Mi nueva habitación era espaciosa. En la esquina derecha había una cama; en la otra esquina, un escritorio y una silla. La estancia tenía un balcón que daba a un jardín verde, que rápidamente me hizo pensar, con el corazón afligido, en la basura y los escombros que se veían desde cualquiera de las ventanas de la residencia de Rabat. Me pregunté quién era el culpable. ¿Era posible soñar con un mañana mejor?

No sabía cómo, pero las palabras de la empleada de la residencia y del funcionario de aduanas se materializaron ante mí: «Bienvenido a nuestro país». Sentí el orgullo con que ambos habían pronunciado esas palabras. Tenía la sensación de que la cuestión estaba en la pronunciación de «nuestro» y de la palabra «país». Cuando alguien posee un sentido de pertenencia, considera su país un gran hogar, y todos sus esfuerzos se dirigen a realzarlo como si fuera tan fantástico como el pequeño hogar personal. Era la creencia de que la estabilidad personal estaba relacionada con la estabilidad del país, y la prosperidad del país, relacionada con la prosperidad personal. Pero mi querido «yo», ¿cómo podríamos convencer de ello a los jóvenes y a los mayores de nuestros países? ¿Cómo íbamos a convencerlos de que el cambio es posible? ¿De que se trataba de una cuestión de voluntad con una intención honesta? En ese punto, mi mente era incapaz de encontrar una respuesta satisfactoria. Sentí que el cansancio dominaba mi cuerpo delgado. Me arrastré hasta la ducha, situada en un baño compartido con la habitación de al lado. De repente, me encontré con una chica de baja estatura y pelo oscuro que vestía una falda ligera. Me dio la bienvenida con entusiasmo y me preguntó:

—¿Te has mudado aquí? —preguntó señalando mi habitación.

—Sí —respondí.

—Hola, me llamo Birgitt. Soy judía americana, de Polonia. ¿Y tú?.

—Me llamo Mohamed —dije—. Soy del desierto marroquí. —Pareció alegrarse mucho al oír que era de Marruecos.

—Es la tierra natal de mi abuela —afirmó—. Mi madre siempre me decía que Marruecos acogió a los judíos, y me hablaba del gran respeto de que gozaban entre la población y la familia real.

Asentí con la cabeza y dije que sí. Mi sonrisa era de cansancio, pero contenía un sentimiento abrumador: esa experiencia que estaba viviendo me hacía pensar que yo era un recién nacido lanzado a un nuevo mundo.

—Nos volveremos a ver —dijo Birgitt, y se excusó.

—Sí, seguro —respondí.

Fui al baño y me quité la ropa, mientras me pasaban por la cabeza centenares de cosas. ¿Dónde estaba la Europa contra la que todo el mundo me había advertido? ¿Por qué la chica judía no me había tratado con recelo, a mí, que soy musulmán? La diferencia entre nuestras religiones era enorme. ¿Cómo es que Birgitt podía viajar sola? ¿Dónde aprendió Youstina esa valentía y habilidad para manejar cualquier situación mejor que los hombres? Mi gente del desierto insistía en que las mujeres fueron creadas para dar placer en la cama. Si una mujer deseaba salir de casa, la cocina era suficiente para ella. ¿Qué ocurriría si mi gente viera la belleza de Birgitt, la corta de estatura, o a Youstina la delgada? ¿Dejarían de engordar a nuestras niñas como si fueran ganado, no seres humanos?

Luego me vestí y salí del baño, pensando que no solo me había dado un baño en el cuerpo, sino también un baño intelectual. Dejé caer mi cuerpo cansado sobre la cama mientras recitaba la plegaria para el viaje que la rápida sucesión de acontecimientos me había hecho olvidar.

Sonó la alarma de mi teléfono. Eran las seis de la mañana; mi primera mañana en Polonia. Me vestí y fui a desayunar al comedor. Encontré a mi vecina Birgitt, bien vestida y envuelta en un perfume que le daba un toque de distinción. Me sugirió que pidiera la tercera opción del menú, pues era el más sano. Conversamos sobre las disciplinas en que ambos nos estábamos especializando. Descubrimos que estábamos en la facultad de ciencias y tecnología, aunque con una ligera diferencia en cuanto a los horarios de nuestras clases. Decidimos ir juntos a ver cuáles eran nuestras aulas, puesto que las clases comenzaban al cabo de dos días. Fue agradable caminar junto a ella. Era una chica madura, a pesar de su juventud. Estaba bien informada sobre otras culturas y sobre la historia, tenía una gran capacidad de comunicar sus pensamientos y era muy cuidadosa en la elección de sus palabras. Sin darnos cuenta, pasamos por muchos caminos y callejones. Me sentí como si empezara a interpretar el acto de vivir. La belleza de la arquitectura polaca le daba un aire especial a la escena, y es que yo era un amante del arte arquitectónico. De pronto, oí unas palabras repugnantes en árabe. Me giré hacia el lugar de donde procedían y vi a dos hombres jóvenes sentados en el pavimento de una plaza. Junto a ellos había una botella de vino por la que se peleaban. Me quedé estupefacto y decepcionado ante la escena. Birgitt me interrumpió: «Aquí estamos en la universidad. Mira, allí está el edificio A, donde será la clase del lunes». Luego añadió: «Vamos a la cafetería y descansamos un poco». Era un patio enorme rodeado de columnas de estilo romano. En la parte superior de cada una de ellas había un rostro humano grabado. Entendí, gracias a la experta Birgitt, que se trataba de pensadores y científicos polacos. Era un sentimiento de orgullo por el pasado que se expresaba haciendo revivir a los ancestros en cada rincón del lugar.

—¿Por qué prefieres que yo hable más que tú? —me preguntó Birgitt al cabo de un rato—. ¿Por qué te gusta más permanecer en silencio y escuchar? A mí también me encanta, pero estamos conversando y conociéndonos. —Tenía los ojos brillantes y respondí sin pensar: —Soy un hombre del desierto, nosotros crecemos en un medio difícil. La mayor parte del tiempo cuidamos del ganado y vamos en busca de agua. No regresamos a nuestras tiendas hasta la noche. Este es mi primer día en Europa, la tierra de los no musulmanes, como he oído decir desde siempre.

—No importa de dónde seas, ni la naturaleza de tus orígenes, ni tu fe —me interrumpió ella con una sonrisa—. Lo que cuenta es que tu corazón transmita amor, que veas a las personas con una mirada humana y amistosa. El mundo actual espera de nosotros, los jóvenes, que guiemos a la humanidad hacia un futuro de paz y prosperidad para nosotros y las generaciones venideras, sin causar ningún daño a los recursos naturales del planeta.

Se detuvo un momento, para sonreír con esa sonrisa de una chica encantadora mientras decía: «Se lo debes a Polonia». Respondí sin pensármelo:

—Sí, más allá de la habilidad de las palabras. Las pocas horas que llevo aquí han sido suficientes para cambiar muchos conceptos y corregir muchas ideas erróneas que ocupaban mi mente. La escena de los dos jóvenes que hemos visto hace un rato me ha servido para entender el temor de los gobiernos europeos y sus reiteradas llamadas a una mínima integración. La decencia del funcionario de aduanas también fue suficiente para comprender que en este continente se respeta la ley y que todo lo que sea legal es bienvenido y fomentado. La confianza que el Estado polaco depositó en mí al ofrecerme un salario mensual, alojamiento y manutención, es una evidencia de que los gobiernos europeos desean tender la mano a los jóvenes del sur para que puedan desarrollar sus capacidades y servir a sus países. Vuestra cultura es de amplio alcance, vuestro modo de hacer valora el gusto por la conversación, la forma en que presentáis vuestras ideas, todo esto me demuestra que una mujer puede ir más allá de lo que la mente de un beduino como yo apenas es capaz de entender. Las mujeres no fueron creadas únicamente para el sexo, sino que son seres humanos complejos con mucho que ofrecer.

Su sonrisa parecía expresar una victoria cuando levantó la mirada.

—Al final, has hablado más que yo —dijo. Se me acercó más, cogiéndome la mano y besándome la mejilla izquierda, que la noche anterior se había visto privada del beso.

—Para mí, tu beso es más valioso que la beca —respondí con sarcasmo. A continuación salimos de la cafetería, con algo totalmente distinto de lo que habíamos venido a buscar.