La vida en Libia después de la Revolución que acabó con la muerte del coronel Muamar el Gadafi no es fácil, pero está llena de energía y esperanza. A pesar de que nadie creía en la capacidad de los libios para acabar con el régimen dictatorial que los tuvo sometidos durante décadas, lo cierto es que el país parece renacer lleno de orgullo, en busca de una transición pacífica hacia un sistema político igualitario. Para ello, Libia necesita abrirse y establecer relaciones con el extranjero, y en especial con aquellos países dispuestos a ayudarlo. Sólo así se superará el largo período de aislamiento y las carencias heredadas del régimen de Gadafi. Una visita por las calles del país permite comprobar que el espíritu de los libios está lleno de confianza en el futuro para construir un país más libre e igualitario.
Cuando llueve en Libia, el suelo resbala, también bajo las pesadas botas de goma. Resbalan sobre todo las escaleras y los pavimentos. Me digo a mí mismo que ello se debe a que circuló una gran cantidad de dinero y el mármol reluciente conquistó el país, pero basta con un invierno más húmedo, ahora que el casi eterno rais ya no existe, para correr el riesgo de caerse a cada paso. Anoche incluso llegó a nevar en algunos barrios de Trípoli, y los campos han reverdecido: ¿acaso Dios quiere hacer un segundo regalo a esta gente después de tantas tribulaciones?
Abdel Hafīzh Mohammad Sīdūn es abogado y vive en el campo, en los alrededores de Misurata. Durante la Revolución estaba muy vigilado porque encontraron en internet una foto suya sonriendo junto a Hillary Clinton en Washington, en la clausura de un curso de formación sobre democracia y derechos humanos, «Leaders for Democracy Fellowship». Un día se presentaron en su casa, le confiscaron el ordenador, los libros, la cámara fotográfica y el coche, y lo arrestaron bajo el pretexto de que era un espía. Era el mes de mayo de 2011. Cuando asesinaron a Gadafi, él todavía estaba en la cárcel, de la que salió el 24 de octubre de 2011. Lleva el pelo muy corto y una barba que le recorre el perfil inferior de la mandíbula. Al verlo así, podríamos tomarlo por un seguidor del islam antioccidental, pero lo único que le interesa es la libertad de su país, y no quiere ningún otro emir que sustituya al nacionalsocialista que fue Gadafi. Abdel Hafīzh llegó a Washington por casualidad, por mediación de Ibrāhīm el-Kalāmy, también abogado, de Zawiya, sin avisar de antemano a las autoridades libias. Ibrāhīm no tuvo más suerte que su colega, ya que también pasó cinco meses a la sombra; pero para él no era ninguna novedad, puesto que ya había experimentado las torturas del régimen en dos ocasiones anteriores.
La historia de estos dos abogados, fundadores del Centro Libio por la Democracia y la Ciudadanía, se parece a la de numerosos libios que quieren reconstruir un país que había perdido la dignidad y el civismo. En Trípoli se vivía sin teatro, y los cines sólo ofrecían antiguas comedias egipcias o películas de acción, ya que el pueblo no podía divertirse más de la cuenta. Las universidades no impartían cursos de lenguas europeas, sino únicamente las del continente negro, ya que Libia pertenecía a la Gran África. No había partidos políticos, ni sindicatos, ni prensa independiente. Todo estaba escrito en el Libro Verde del coronel: democracia directa mediante un plebiscito en el que todo el mundo podía expresarse, por lo que era innecesario disponer de Parlamento; un régimen de propiedad pública de los bienes y las empresas, en el que los ciudadanos tenían derecho a poseer una sola casa; un derecho de familia que consideraba la reproducción como un acto social, y en el que la familia era el núcleo de la revolución gadafista, con la misión de generar un pueblo nuevo, libre y fecundo. Un país encerrado en sí mismo, donde cada comunidad tenía al menos una base militar, pero no necesariamente una escuela ni un hospital; en el que el coronel salía por la televisión al menos una vez por semana; en el que se proclamaba que todo lo que se construía en Libia era más grandioso que en cualquier otro sitio, como la base de Tājūra, junto a la que pasamos en coche, que es, al parecer, el mayor campamento militar del mundo. Así pues, si uno pasea por el centro de Trípoli, la Plaza Verde o la Pequeña Roma, no encuentra ni una sola cafetería decente para sentarse y tomar algo, con excepción de un pequeño bar lleno de humo exclusivo para hombres, y una cafetería del más puro estilo soviético situada cerca del puerto. Las distracciones no estaban permitidas, excepto para él, porque el pueblo tenía que hacer realidad la revolución.
Tal vez por eso no vi a ninguna mujer sin velo por la calle; la revolución del coronel exigía una dedicación absoluta al deber. Conocí a las primeras mujeres sin velo, dos hermosas jóvenes de pelo y ojos negros y piel clara, en una reunión convocada por Hurriyāt, una organización creada recientemente con el objetivo de fomentar la conciencia política de los libios. Durante la reunión, celebrada en las oficinas del Majlis Thuwār Trāblus, el Comité que agrupa a los revolucionarios no islámicos de Trípoli, las dos jóvenes escuchan con atención. Cuando me dirijo directamente a ellas para preguntarles por las necesidades de las organizaciones de mujeres, son los hombres quienes responden en su lugar (sin pedir permiso), y las jóvenes no abren la boca… Por desgracia, el feminismo gadafista no ha penetrado en la vida asociativa. ¿Por qué? Puede que la respuesta se halle en el Libro Verde. El capítulo dedicado a las mujeres comienza así: «La mujer es ante todo un ser humano, y es una hembra, del mismo modo que el hombre es un macho.» Y un poco más adelante: «Los hombres y las mujeres son distintos. Son iguales, pero se trata de una igualdad en la diferencia.» Estas afirmaciones definen una visión de la igualdad de género basada en principios biológicos, una visión que no cuestiona el patriarcado y que encuentra su máxima expresión en la mujer soldado: la mujer liberada reivindica el derecho a ser tratada como un hombre. ¿Se acuerdan de las mujeres de uniforme, las Rāhibāt Thawriyāt, las Hermanas (el mismo término que se utiliza para las religiosas) de la Revolución que acompañaban al líder? En Misurata, la resistencia descubrió entre los mercenarios a francotiradoras serbias, colombianas y nigerianas. Se apostaban en el edificio de la Seguridad Social, el único que era de ladrillo y no de cemento, para apuntar con sus largos fusiles de precisión a cualquier forma que se moviese. Su feminidad se expresaba en la atención al detalle, esa extraordinaria cualidad femenina: una cualidad que en este caso consistía en saber matar de forma selectiva, como cuando se separan los granos negros del arroz. Abdel Bāsit Ahmad Shahbūn describe en pocas palabras el resultado de una mezcla explosiva de feminismo autoritario y tribalismo: «Además del seguimiento de las próximos citas electorales y el apoyo a los sectores sociales más necesitados, tenemos otra gran urgencia en nuestra actual actividad en Libia: la lucha contra la violencia doméstica.» Abdel Ahmad dirige la asociación Tuyūr as-Salām [Aves de la Paz], que promueve los derechos humanos. Su misión es ingente, sobre todo teniendo en cuenta que, cuando la violencia militar y política asolaba el país, también redobló el uso estratégico de la violencia contra las mujeres.
Misurata sigue salpicada de edificios que apenas se tienen en pie: el hospital público (en obras), la Seguridad Social, el centro comercial y todos los edificios situados en las esquinas de la calle principal (Calle de Trípoli), que fueron el escenario de los enfrentamientos… Conclusión: en un país expuesto a riesgos, no inviertan en un apartamento situado junto a los llamados edificios sensibles, ya que lo más probable es que sea el blanco del régimen o de los rebeldes, y que se convierta en puesto de tiro de uno u otro bando, lo que podría reducir su casa a un montón de ruinas. En Maydān al-‘Adāla, la plaza de la Justicia, que es la plaza principal, aún sigue vivo el recuerdo de un proyectil lanzado por las tropas del régimen que mató a 27 personas. Se ha reunido una gran cantidad de armamento en una exposición sobre la Revolución del 17 de febrero, en la que también se pueden ver las fotos de los aproximadamente 1.500 mártires de Misurata, con desgarradoras imágenes de personas mutiladas y niños heridos. Las primeras armas utilizadas por los rebeldes eran muy rudimentarias: latas de refresco acondicionadas como granadas, con la misma gelatina que se utiliza para la pesca furtiva, o cócteles molotov marca Pepsi. El armamento de los rebeldes mejoró tras la caída y las primeras capturas de los efectivos de régimen. Parece ser que en Misurata se recuperaron unas armas israelíes que el coronel había adquirido por mediación del palestino Mohammad Dahlan y que llegaron a Libia por vía marítima desde un puerto de Siria. Los insurgentes también se sirvieron de dispositivos caseros, como una ametralladora automática instalada en un coche teledirigido, o un cochecito de niño, también teledirigido, que funcionaba según los principios del arte de la guerra medieval: arrojaba granadas al enemigo a la manera de una rudimentaria catapulta. Los insurgentes también lograron convertir un bulldozer en un tanque, fijando en sus flancos grandes planchas de acero. En la colección de proyectiles abundan ejemplares diversos y de diferentes tamaños, como bazucas y lanzacohetes, pero el objeto que me llama la atención es la cabeza metálica de un misil, agujereada como un gruyer y, por lo tanto, capaz de penetrar en los edificios con tanta facilidad como en la mantequilla. Ibrāhīm al-Kilāmy me dio una explicación adicional sobre la rápida militarización de la revuelta popular: al principio de la revolución, el régimen dejó los cuarteles vacíos para que los insurgentes pudieran apoderarse de las armas con el fin de transformar una rebelión pacífica en una guerra civil, y justificar así una sangrienta represión.
Todas las ciudades tienen su museo de los mártires. Se calcula que el número de muertos en la revolución se eleva a unos 50.000, entre insurgentes, leales al régimen y civiles. A estas cifras hay que añadir los mafqūdīn, los desaparecidos (no es raro encontrar en las calles de Trípoli carteles con la foto, el nombre y la fecha de desaparición de muchos de ellos). «Pero todo lo que usted ve aquí es el pasado», explica Mohammad Mustafā el-Swayah, abogado de Misurata de rostro redondo, parecido al de un hobbit de El señor de los anillos, señalando al cementerio de armas. Del «pasado» observamos también las raciones de comida para las tropas del coronel, rigurosamente italiana: galletas de las Forze Armate (con sus tristes envoltorios de color verde oliva), pasta precocinada en conserva, packs de zumos de fruta o barras energéticas. En la sala de exposición se halla una silla adornada con largos clavos apuntando hacia arriba que sobresalen del asiento y el respaldo, y sobre la que han escrito en árabe: «Piénsatelo antes de sentarte en el sillón del poder». Pensémonoslo también nosotros la próxima vez antes de entrenar y armar las tropas de un dictador. Tenemos suerte de que los libios aprecien a los italianos, aunque no nos lo merecemos dadas todas esas alfombras rojas que desplegamos ante el coronel con el fin de beneficiarnos de los suministros de gas y las redadas contra los inmigrantes. Tanto más cuanto que, luego, cuando nos convino, traicionamos un régimen agonizante, y por ello los hombres del coronel incendiaron la Embajada italiana en Trípoli. Ahora, Bruno Dalmasso, un italiano nacido en el Cuerno de África que lleva muchos años viviendo en Libia, se ha impuesto la difícil tarea de recuperar y catalogar los documentos históricos que se han salvado de las llamas, y con ellos la historia de los italianos en Libia, tras haberse encargado durante años de nuestro cementerio en Trípoli.
Bāb al-‘Azīziya, la legendaria residencia de coronel, que se extendía por una superficie de unos seis kilómetros cuadrados, ya no es más que un montón de escombros. Inaccesible a la vista del común de los mortales, estaba constantemente custodiada por soldados y otras fuerzas de seguridad. Cuando, de camino hacia el aeropuerto, pasabas junto a la mansión en vehículo motorizado, ni siquiera volvías la cabeza por temor a provocar las sospechas de los guardias. Nadie sabía lo que había detrás de ese muro pintado de verde. A Gadafi no le gustaban ni la curiosidad ni la fama (de los demás). Fundó un comité para luchar contra la notoriedad, encargado de prevenir la aparición de cualquier indicio de celebridad entre los libios. Hasta el punto de que los partidos de fútbol se comentaban sin mencionar el nombre de los jugadores: « saque de esquina del número 10; cabezazo del defensa número 3 del equipo de Trípoli; el balón va a parar fuera del área y lo recupera el número 8 de Bengasi, que chuta hacia el extremo derecha número 7, que dribla al 4 de Trípoli, se desmarca y chuta…» Imagínense un comentario deportivo como éste en un estadio rodeado de imágenes del coronel, el gran supervisor. Las imágenes del coronel eran una obsesión, como también era obsesivo su temor a que alguien lo superara en fama. El coronel, como la bruja de Blancanieves, se miraba todos los días al espejo y le preguntaba: «¿Quién amenaza mi imagen indiscutida de guía único, absoluto y ejemplar?» Un día se enteró de que una serie televisiva se había convertido en una cita apasionante para los libios. Pues bien, decidió eliminar el programa y enseñarles las botas. Cuando al día siguiente los libios encendieron el televisor a la hora habitual, en lugar de la serie se encontraron con las botas de Gadafi en la pantalla, donde permanecieron varios días.
El orgullo y el deshonor desquiciaron a los libios. «Éramos ciudadanos normales, vivíamos en familia y llevábamos una vida digna, pero cuando oímos a Gadafi insultarnos después de las primeras manifestaciones, llamándonos ratas de alcantarilla [Jūrdhān], nos lo tomamos como una cuestión personal y cogimos las armas», explica Abdallah Nākir, jefe de los Majlis Thuwār Trāblus. Habla pausadamente y te mira fijamente a los ojos sin parpadear ni sonreír. Abdallah lleva una barba corta y es muy respetado; ha fundado el Partido de la Cima [Hizb al-Qumma], porque desea que su país alcance la cima, que ofrezca lo mejor y produzca lo mejor. Este partido es el ala política del movimiento. «Nuestros jóvenes combatientes aspiran a regresar a la vida civil, pero necesitamos apoyo». El gobierno ofrece a los jóvenes ex combatientes la posibilidad de incorporarse al ejército o a la policía, o bien de volver a sus puestos de trabajo, o emprender una nueva trayectoria profesional a través de un programa de inserción social, pero los recursos son insuficientes. «Queremos aprender a construir un partido y llevar a cabo una actividad política», dicen. Cuando propongo a Abdallah organizar un encuentro entre jóvenes ex combatientes libios y jóvenes ex combatientes palestinos, israelíes, irlandeses o bosnios que hayan abandonado la lucha armada, responde que sí, siempre y cuando no se aparte de las calles y las fronteras a todos los jóvenes: el país aún los necesita. Abdallah no es el único que desea involucrarse. En Libia, la sed de participación es inmensa. Bajo el régimen del coronel, la Ley 19/2001 era extraordinariamente restrictiva con respecto a las asociaciones: a veces había que esperar hasta dos años para conseguir la legalización o incluso para que rechazaran la solicitud; y había que obtener la aprobación de las fuerzas de seguridad e incluir miembros del gobierno en la junta de gobierno. Foundation for the Future, en su informe «Civil Society in Libya» (noviembre de 2011), menciona el caso de un activista a quien las autoridades preguntaron cómo se le ocurría crear una asociación para ayudar a los más desfavorecidos cuando las estadísticas oficiales afirmaban que en el país no había pobreza. Tras la caída del régimen, la iniciativa ciudadana ha ocupado las ciudades, y sólo en Trípoli durante los seis primeros meses han nacido más de 500 asociaciones, gracias a nueva legislación que exige únicamente la adopción de unos estatutos y la inscripción de al menos 15 miembros.
Los europeos intervienen en diferentes zonas y el personal de la UE viaja continuamente entre Bruselas y Trípoli para poner en marcha sucesivos programas de apoyo: Agency for Technical Cooperation and Development, para la formación de la sociedad civil; EUNIDA, para la formación de las instituciones y el diálogo con la sociedad civil; Common Purpose, para potenciar el liderazgo juvenil; IDEA, para acompañar el proceso electoral; el Center for Humanitarian Dialogue, para la reconciliación nacional; International Rehabilitation Council for Torture Victims y la Organización Mundial contra la Tortura, para la rehabilitación de las víctimas de dicha práctica. Ahora los libios forman parte de la comunidad euromediterr;ue saleo gramas europeos; a comunidad euromediterr actvidad ánea de beneficiarios de los programas europeos; Libia se incorpora cuando Siria la abandona; la pesadilla libia toca a su fin, y comienza la siria. En Zawiya, Mufīda Khalīl al-Masrāty, activista de la Unión Patriótica, distribuye un comunicado que agradece a las instituciones internacionales el apoyo prestado. Pese a que no vacila en expresar su gratitud, Mufīda está convencida de que la revolución aún no ha terminado y se mantiene alerta. Durante la insurrección, movilizó a un centenar de mujeres, que escribieron, cada una de ellas, una carta al presidente Obama diciéndole: queremos el cierre del espacio aéreo, pero no queremos soldados estadounidenses en nuestra tierra; los árabes odian a los países que participaron en la guerra de Irak, pero ahora tiene la oportunidad de reconciliarse con ellos; cada uno tiene sus propios intereses; manténgase al lado del pueblo y no junto a sus presidentes y déspotas, ¡y nunca olvidaremos a quienes nos han apoyado! No recibieron ninguna respuesta por escrito, pero al parecer estas cartas se leyeron.
Pregunto a un activista cuál es el país preferido por los libios, y Francia se sitúa en primer lugar, seguida de Italia, pero cuando quiero saber dónde les gustaría trabajar y vivir, Italia se sitúa por delante de Francia. Y pensar que los tunecinos, tras la caída de Ben Ali, bromeaban diciendo «Libia, agáchate un poco para que nuestro grito de victoria llegue a los oídos del faraón Mubarak». No creían que los libios fueran capaces de levantarse contra el coronel. En cambio, el coronel fue ejecutado, mientras que Ben Ali sigue sorbiendo zumos de frutas en un jardín de Riad. Y lo que es peor: si toman un vuelo de Air Tunis, fíjense en las noticias de la pantalla que tienen enfrente y vayan a «sistema político» en una de las versiones lingüísticas disponibles. Aún podrán leer (yo lo leí el 9 de enero de 2012): «Presidencial; el presidente es elegido para un mandato de cinco años. Presidente de la República: Zine el-Abidine Ben Ali.» Los tunecinos ni siquiera han cambiado de bandera, en tanto que la libia ostenta ahora tres colores, como la francesa o la italiana: bajo la media luna y la estrella, el rojo de la sangre de los revolucionarios, el negro del luto de las familias y el verde del futuro de la nación.
Por supuesto, el país necesita abrirse, y los libios lo harán. Luay el-Bashty, un joven que ha creado la Zawiya Tajammu’u Shabāby at-Taghrīr, la Asamblea de Jóvenes por el Cambio, pide que las fundaciones internacionales, como la Fundación Anna Lindh, ayuden a los jóvenes a defender la «cultura de la calle», donde se desarrolló la resistencia contra el régimen y donde nació la rebelión. Otros piden observadores internacionales; una ilustre señora pide que se invierta en educación; otros, que se pongan en marcha programas específicos para niños, y otros, que se creen grupos locales para el diálogo cívico. «Estos jóvenes se merecen más», me dice Bruno Dalmasso. Bruno explica detalladamente sus peripecias personales; el restaurante turco en el que comemos se habrá vaciado totalmente antes de que haya terminado de hablar de su juventud. En la mesa que tengo detrás unos hombres libios, algunos de ellos de uniforme, comen copiosamente: «Éstos son los que dan las palizas», dice Bruno en voz baja. «El gobierno ha cambiado, pero éstos son los que torturaban a esos pobres diablos por orden de Gadafi». En su opinión, los shabab libios tenían toda la razón al manifestarse el 17 de febrero, un año después del inicio de la revolución libia. Todavía hay mucha limpieza por hacer, por lo que muchos shabab no quieren entregar las armas. Es difícil renunciar a las armas cuando éstas se convierten en un símbolo de estatus. En los accesos a las ciudades costeras, jóvenes armados controlan el tráfico de vehículos y saludan a todos los que pasan bajo un seudoarco construido con contenedores metálicos amontonados uno encima de otro, como una construcción de Lego. Algunos de estos contenedores están llenos de arena y probablemente son los mismos que se utilizaron como barreras antiproyectiles durante los enfrentamientos. En Misurata conocí a cuatro jóvenes ex combatientes; el más elocuente hablaba un dialecto que incluso a mi colega egipcia Rashā Sha’bān le costaba entender. «¿Pero sabíais disparar?». «No, en absoluto. Fue un ejercicio de iniciación que todos tuvimos que afrontar». Mientras algunos de estos jóvenes se lanzaban al combate, las mujeres se encargaban de ayudar a las familias y distribuir víveres por el barrio durante el asedio. Zaynab Muhammad Mātita era una de ellas. Durante el asedio, se embarcó en un barco en dirección a Alejandría para estar junto a a su hija enferma en un hospital, y una vez en Egipto, conoció a activistas y se le contagió la pasión por la militancia cívica. A su regreso, unos tres meses más tarde, cuando Gadafi ya era hombre muerto, fundó Huqūq bilā Hudūd, Derechos sin Fronteras, y se convirtió en una de las jóvenes más activas de la ciudad, pese a tener tres hijos.
Ese país que hace unos años no era más que un agujero gris en los mapas de los diplomáticos y las instituciones internacionales, que los tunecinos querían que se agachara para que soplara más deprisa el viento de la revolución, en el que el suelo resbala porque el coronel había comprado la conciencia colectiva con mármoles e himnos revolucionarios, ese país de nombre imposible, marcado por el desgaste de quien creía ser indispensable e insustituible –el Gran Estado Árabe Libio de las Masas Populares y Socialistas–, podría sorprendernos por lo deprisa que recupera el tiempo congelado por el coronel haciendo un pacto con el diablo (y con los poderosos y déspotas de la región), y yendo incluso más lejos que Egipto o Jordania en su modernización. Esos revolucionarios que han instalado en los palacios ministeriales a jóvenes e intelectuales como Fathī Terbīl, incluido en la lista de pensadores mundiales de 2011 por la revista Foreign Policy, también tienen tiempo de organizar suscripciones populares para recaudar fondos en favor de las víctimas del régimen sirio.
Los desafíos siguen siendo importantes: los enfrentamientos tribales dejaron, a finales de marzo de 2012, 150 muertos en las calles de la ciudad de Sabhā, y el gobierno de transición suele intervenir demasiado tarde para restablecer el orden. La principal prioridad del trabajo en beneficio de la sociedad civil sigue siendo la creación de un sentido de pertenencia e identidad nacional con el fin de evitar las derivas políticas del tribalismo, como subraya Foundation for the Future. Esto implica la participación colectiva en la instauración de instituciones públicas comunes, el desarme de los ex combatientes, la afirmación del concepto de justicia de transición y la recuperación de la memoria histórica. La profanación de tumbas por parte de grupos salafistas para eliminar los signos de idolatría, como ocurrió en la localidad de Al- Zintān en el mes de marzo de 2012, suscita inquietudes acerca de la capacidad de estos grupos para imponer el proyecto de creación de un «califato islámico». No obstante, en las calles se respira aún el optimismo y la voluntad engendrados por el big bang posterior a Gadafi.
Los libios son irónicos, pero sobre todo orgullosos. Omar, un joven abogado del Centro Libio por la Democracia y la Ciudadanía, cuenta una breve historia: «Un joven libio viaja a Alejandría. Por la noche sale con un chico y dos chicas, todos ellos egipcios. Frente al mar, una de las chicas dice a su amigo egipcio: “¿Has visto la luna en lo alto del cielo?” “Una vista maravillosa, perla de mi corazón”, responde él. Dan algunos pasos, y la otra chica se arma de valor y le dice al chico libio: “¿Has visto la luna en lo alto del cielo?” “Claro, ¿por qué? ¡La tenemos justo enfrente!”, responde el muchacho.» Sin preámbulos, con rapidez, en la víspera del 25 de enero de 2012, aniversario de la revolución egipcia, unos ciudadanos libios, exasperados por la indolencia, la desorganización y la arrogancia de las autoridades de su sede diplomática, tras perder la paciencia después de hacer varias colas, derribaron la puerta de la Embajada de Libia en El Cairo, pusieron patas arriba las oficinas y golpearon al embajador (a consecuencia de lo cual tuve que ir a Túnez para obtener un visado para Libia). No tienen nada que aprender en cuanto a valor y espíritu de iniciativa. Necesitan directrices sobre el tema de los residuos –con la revolución no se les ha ocurrido nada mejor que descargar las bolsas de basura a ambos lados de las carreteras secundarias fuera de las ciudades–, sobre cafeterías y tal vez también sobre sentido del humor. En lo que se refiere a la basura, más vale que los italianos no intervengamos dado el modo en que gestionamos la situación de emergencia que existe hoy en Nápoles, pero en cuanto a terrazas de cafés y afición a las cosas buenas, podemos sin duda mejorar el nivel de los locales tripolitanos. Respecto al humor, yo propondría organizar una exposición que incluyera las numerosas expresiones de estima y aprecio, así como las declaraciones de personalidades del mundo político y económico italiano (el ex presidente del consejo in primis) sobre los méritos del gobierno progresista del coronel. Les aseguro que inyectaríamos una buena dosis de hilaridad en el ánimo libio. Aunque no excluyo el riesgo de que alguien pudiera correr la misma suerte que el embajador de Libia en El Cairo.